Los dóciles
Están por todas partes,
quebrantados,
solícitos
insomnes,
rostros de cuyo nombre
nadie quiere acordarse.
Preservan el vacío
lo aquilatan
lo hunden
bajomundo de títeres
sin hilos.
Desollados
acólitos
maltrechos
andan sin rumbo fijo.
No ocupan sus lugares.
Desperdician la sal y la caverna
los vestigios.
Ni siquiera columna
o aquelarre de alas.
Fango precipitado en el vacío,
yunta de hombres,
rostros condecorados por la desolación.
No son sus propias sombras las que arden.
Ruedan, se precipitan, se despeñan.
Soportan una carga:
el peso del vacío
inversamente proporcional a su silencio.
[Entonces era cierto]
para Pilar y Jorge
Entonces era cierto
era cierto que un día presenciaríamos
la discordia de los dóciles.
Que llegaría el tiempo
de saciar las heridas,
de encender los caminos y ahuyentar a los perros.
De enterrar las calumnias para siempre,
y ver desmantelar los centros clandestinos
donde los mercenarios
convierten a los niños en torpes homicidas.
Entonces era cierto,
era cierto
que al fin contemplaríamos
caravanas enteras de hombres y mujeres
retirando el escombro,
los viejos utensilios:
(el cartabón del odio, la escuadra de la ira).
El rescoldo se rinde a la ceniza
el paisaje no alumbra
entenebrece
Sólo la noche existe.
Arde una tenue sombra
–es la esperanza–
abierta surco a surco
en medio del vacío.
Rosana Acquaroni, Discordia de los dóciles, Olifante, Zaragoza, 2011.