El nuevo municipalismo como síntoma del cambio

Hace unas décadas que se mercantilizó sin control el suelo y la vivienda. Desde entonces hemos vivido inmersos en una forma de caciquismo inmobiliario que ha convertido a los municipios en auténticas máquinas de crecimiento.

En estos años los municipios han sido verdaderos agentes empresariales y han llegado a crear sus propias marcas (branding urbano) a fin de obtener inversiones, en ocasiones, caóticas y desreguladas. Su dependencia de las carteras de negocios, vinculadas a la actividad urbanística y a la banca, ha institucionalizado la presencia privada en las administraciones locales, estimulando la creación de bloques oligárquicos fruto de ese íntimo maridaje que tantas veces hemos visto entre la clase política local, las empresas, los medios de comunicación, y las cajas de ahorro. Evidentemente, el expolio del patrimonio común, la privatización de beneficios en favor de las élites urbanas y las redes clientelares que todo esto ha generado, ha supuesto para los municipios una pérdida notable de calidad democrática.

Todo esto es lo que ha servido como excusa para articular una nueva Ley de Régimen local (Ley de Racionalización y Sostenibilidad de la Administración Local – LRSAL) con la que se ha instaurado un modelo territorial sometido al paradigma del control del déficit público y la estabilidad presupuestaria. Una ley que, combinada con el artículo 135CE y la rígida disciplina de la Ley de Estabilidad Presupuestaria y Sostenibilidad Financiera, ha logrado desactivar el poder municipal, sobre todo de los municipios más pequeños. También ha supuesto una enorme pérdida de autonomía tanto en la gestión presupuestaria como en la prestación de servicios. Todo ello, por supuesto, sin abordar seriamente el origen del problema municipal: la debilidad financiera, el secuestro de la democracia local por intereses privados y la subordinación a la lógica del crecimiento.

Cuando los frentes municipalistas llegaron a la instituciones en muchos de estos municipios, en lo que llamamos hoy “ciudades rebeldes”, lo hicieron entre otras cosas para revertir esta dinámica perversa, intentando recuperar además la autonomía local por la que vela la Carta Europea de la Autonomía Local y que, en cierta medida, garantiza también nuestra Constitución.

Con este nuevo municipalismo se ha querido garantizar la participación. Se han articulado mecanismos de control, prácticas políticas y administrativas de “gobierno abierto”, transparencia y gestión coparticipada de servicios públicos para evitar, entre otras cosas, el cabildeo y el clientelismo en el que se ha apoyado nuestro modelo caciquil de desarrollo. Un modelo que no solo ha resultado ser insostenible, sino que se ha traducido también en más precariedad, pobreza y desigualdad social.

La lógica del crecimiento desenfrenado y el turbocapitalismo en la que nos hemos instalado, ha convertido a las ciudades en metabolismos devoradores de energía y materiales que son estructuralmente escasos, y con cuya disponibilidad ya no podemos contar. Ciudades contaminadas e inhabitables que, devastadas por la corrupción urbanística, se han debatido entre un mundo infame de espacios vacíos y la bunkerización de los ricos en urbanizaciones cerradas y “seguras”.

En esta no-ciudad de cemento reticular, carreteras en movimiento, rotondas, grandes superficies, centros comerciales y población encapsulada, las relaciones urbanas y la gestión ciudadana han resultado impracticables. Se han impuesto unos vínculos líquidos e inestables que nos han acabado visibilizando más como consumidores y electores-clientes que como ciudadanos activos e implicados en la gestión de los bienes comunes. La no-ciudad ha dejado, además, a los más vulnerables aislados y segregados, porque los vacíos y las fronteras arquitectónicas son también sexistas, clasistas y racistas. Porque son aquellos que más necesitan de la proximidad y la integración, los que tienen que pelear a diario con un espacio urbano cada vez más inaccesible, depredado y depredador.

Precisamente para afrontar ese aislamiento y esa vulnerabilidad en las “ciudades rebeldes” hemos querido ser sensible a los encuentros, los afectos y las experiencias colectivas, empoderando a los barrios y a los distritos. Hemos querido recuperar un relato común, un imaginario colectivo, que nos identifique con “los otros”, y hemos apostado por hacer comunidad. Hemos querido salir del circuito de la psicopatía social para poner en marcha una política con rostro humano que asuma nuestra mutua dependencia.

Y es precisamente por esta razón por la que hablamos continuamente de feminización de la política y de las instituciones; porque pensamos que la ciudad puede ser un espacio relacional incluyente y amable. De hecho, alguna relación tiene con esto el papel que han jugado y están jugando las mujeres en el nivel municipal (también en Catalunya), justo en un momento de recortes en el que necesitamos más unidad y más resistencia democrática que nunca. Nuestro reto como municipalistas no es, simplemente, ganar un espacio político sino transformar las reglas del juego, articulando otras lógicas y otras prácticas más relacionadas con la vivencia de interacción, la conexión emocional y la inteligencia colectiva. Es más, puede que este sea el mayor reto que tenga hoy la política como tal: socializar y construir formas estables de lo común.

Lo cierto es que los ayuntamientos del cambio son un síntoma claro del momento histórico que estamos viviendo. Estamos en el intersticio que se mueve entre diferentes sensibilidades políticas, en medio de una transformación cuyo calado no podemos prever pero que, en todo caso, sabemos que será relevante. Estamos abriendo puertas y ensanchando horizontes, sin ingenuidad ni adanismo, porque lo hacemos desde el trabajo que otras personas y otros movimientos hicieron por nosotrxs mucho antes. Y somos muy conscientes de que hoy tenemos la oportunidad de reconstruir una narrativa desde lo local que vaya más allá de encauzar el descontento y la protesta, y que tenga un impacto positivo sobre la vida cotidiana de la gente.

En el camino que hemos iniciado desde los Ayuntamientos del cambio hemos asumido que no hay solución política que no pase por una transformación social y cultural, y que esa transformación necesita de una lucha que tenga reflejo en las instituciones. Hemos asumido, además, que los cambios que proponemos no pueden hacerse en solitario, que nos exigirán confluir cooperativamente en escenarios globales concertados y definidos entre todos y todas. Por supuesto, una confluencia como esta ha de pasar por transformar las arquitecturas de poder en el orden nacional e internacional. Por eso no hemos diseñado un modelo municipal cerrado y aislante sino que nos hemos lanzado a trabajar en red con otras ciudades en España y en Europa.

Lo más valioso de la nueva realidad política de estos años ha sido que los ciudadanos y ciudadanas se han comprometido con el ejercicio de la política. Los frentes municipalistas han logrado así la primera conquista institucional de ese empoderamiento ciudadano. Lo más importante ahora es que este sea solo el primer paso en un camino que, sin duda, será largo y duro, pero que dará lugar a una construcción política más democrática, más justa y más descentralizada, en la que por fin sea la ciudadanía la que tenga la última palabra.