Inclinaciones políticas: vulnerables e inermes

Una imagen simple. Ella está inerme y él, vulnerable. Una, sin armas y el otro, en condición de ser dañado. Él aparece como desnudo: en el punto cero de su indefensión. Ella, sin corazas, no puede lastimarlo. Porque uno está íntegramente expuesto y la otra soltó sus armas es posible que la confianza surja entre los dos. Notemos que los términos inerme y vulnerable son adjetivos neutros, sin género. Se escriben igual tanto si se trata de calificar un sustantivo masculino como femenino. Podría ser ella quien aparezca como vulnerable ―abierta o expuesta a cualquier herida― y él quien permanezca inerme, desarmado. Por el contrario, víctima y victimario, términos que funcionan como sustantivo y adjetivo al mismo tiempo, sí requieren de la diferencia genérica. No decimos el víctimo y es muy infrecuente, aunque no incorrecto, hablar de la victimaria. Estas gradaciones del lenguaje no son solo matices; entrañan una serie de significaciones muy relevantes para la escena política contemporánea.

Sigo con una imagen algo más elaborada, extraída de una anécdota proverbial de la filosofía. Dicen que a Immanuel Kant no le gustaban los niños. Él mismo proclamaba que los niños, aún “deficientes” de entendimiento y razón, “con rumores, gritos, silbidos, cantos y otros alborotos…molestan a la parte pensante de la humanidad” (Kant, 1991a: 222) [1]. Dicen también que los ciudadanos de Königsberg ajustaban el reloj al ver al filósofo pasearse por la plaza del pueblo, siempre a la misma hora. Niños y relojes nunca fueron una buena combinación desde el punto de vista de la teoría política. En general, las disciplinas sociales casi siempre optaron por la regularidad de los relojes y la metodología antes que por observar el juego de los niños. Según cuenta la filósofa italiana Adriana Cavarero, para Kant estaba muy clarito a quiénes había que responsabilizar del barullo infantil. La culpa de tamaño desorden había que adjudicársela a madres y nodrizas puesto que, apenas el bebé comienza a balbucear y transformar sus primeros sonidos en palabras todavía muy deformadas, se muestran inclinadas a abrazarle y a besarle, en vez de aleccionarlo y reprenderlo. Como lúcidamente deduce Cavarero, lo que preocupaba a Kant era la relación íntima entre inclinación materna y dependencia infantil. Su fabulosa idea de autonomía individual ―de yoes adultos, erectos, todos igualitos como palos enfilados en la tierra y apuntando al cielo― no podía provenir de madres y cuidadoras inclinadas a consentir con ternura y alegría las expresiones lúdicas e imperfectas del habla infantil. La corrección del habla (que supuestamente preanunciaría la del hacer) era un esfuerzo que requería voluntad, firmeza y rigor. La pasión por el rigor y la brutalidad hacia lo frágil no era ninguna novedad en la teoría política occidental. Aristóteles ya decía en Política que era mejor exponer a los niños a la intemperie y al frío, así se les preparaba mejor para futuras campañas militares. También sabemos que Edipo, el héroe trunco de la tragedia griega, mucho antes de cometer su célebre parricidio había sido un bebito abandonado en el páramo por un padre temeroso de que su hijo lo destronara. El mundo de la polis era particularmente cruel con todos aquellos que no servían para ser reciclados en la batalla o para competir discursivamente en el ágora: mujeres, esclavos, extranjeros y, por supuesto, niños. La letra con sangre…o una pizca de violencia para cuando haga falta.

Curiosidades y pendientes. Si observamos las raíces de los términos dependencia e inclinación podemos intuir una relación poderosa. Depender, de – pendere en latín, quiere decir literalmente colgar hacia abajo: estar supeditado a otro, subordinarse o sujetarse a algo o a alguien distinto de uno mismo. Mientras que inclinación viene del griego klinê que significa cama; inclinarse es siempre doblarse en pendiente. Se trataría, por lo tanto, de una reverencia al revés. No nos inclinamos ante lo más alto sino ante lo más bajo. Pero, al igual que en la reverencia, el sentido de la inclinación es unidireccional y asimétrico: de arriba hacia abajo, nunca a la inversa. Deslizarse hacia algo o alguien que no está a nuestra altura, bajar o re-bajarse en cualquier sentido, ya sea físico o figurado.

En el lenguaje traspasado por ósmosis de la religión a la filosofía y de ésta al discurso científico, las inclinaciones tuvieron casi siempre mala prensa. Las sociedades pastorales hablaban de la inclinación hacia el mal. Un mal que podía acechar, por ejemplo, en la lascivia de las mujeres. Cavarero (2016: 3) señala que pensadores a los que se les podría suponer mayor apertura, como Pierre Proudhon, decían cosas tan halagüeñas como que la mujer estaba “más inclinada a la lascivia que el hombre, primero porque es más frágil, de forma tal que la libertad y la inteligencia pelean en ella con menos fuerza contra sus inclinaciones animales y, segundo, porque el amor es la mayor, sino la única, ocupación en su vida”[2]. Inclinarse equivalía entonces a dejarse tentar por los sentimientos, coto desterrado de la vida pública varonil y reservado a la oscuridad privada y femenina. Pero también era descarriarse por la vía de la animalidad y los instintos, sobre todo el sexual. Desviarse, perderse del recorrido moral trazado por la recta virtud, que no en vano viene de vir; es decir: de varón. Este imaginario geométrico y sexista de los cuerpos, los afectos y las pulsiones aún hoy sigue castigando a las minorías sexuales. En inglés, por ejemplo, se dice «straight» (derecho) para caracterizar la orientación heterosexual. Los oblicuos y las torcidas serían los homosexuales, las lesbianas, los transexuales, bisexuales, pansexuales…No olvidemos: klinê significaba cama.

Las perspectivas para inclinarse satisfactoriamente no mejoran en las sociedades científico-tecnocráticas, tampoco. La jerga estadística hoy nos habla de sesgos y con ello nos quiere prevenir de esas torceduras del pensar que ladean el razonamiento para un costado u otro. Así, se alude a los sesgos de clase, género, ideológicos o partidarios como a impurezas o desviaciones que degradan el razonamiento válido, es decir: el pensar recto o correcto. Esta dimensión de verticalidad en la forma de pensar no se opone, sino que más bien necesita y se complementa, con una dimensión horizontal. Así, se cree que los razonamientos han de ser en línea recta, simplísimos, para que todos y todas podamos seguirlos. Y esto vale tanto para las verdades científicas como para las verdades morales o de comportamiento. Nuevamente se nos aparece Kant (2003: 138): “dos cosas llenan el ánimo de admiración y respeto, siempre nuevos y crecientes, con cuanta más frecuencia se ocupa de ellas la reflexión: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí”. Desde entonces, la noción de lo humano se representó sobre un eje en forma de cruz. Una línea vertical que aspiraba al cielo y otra horizontal que gravaba en todos y cada uno de los hombres el imperativo categórico de la ley moral: actúa de tal forma que la máxima de tu acción pueda convertirse en ley universal, es decir: una ley igual para todos sin excepción. La rectitud y la verticalidad garantizan en este esquema no solo la independencia de los hombres sino, fundamentalmente, su igualdad. Que nadie sobresalga por encima de nadie pues a todos por igual les cubre la cabeza el cielo estrellado. Que todos se traten igualmente ante la ley puesto que así nadie será usado como medio o instrumento de nadie y cada uno podrá ser libre, razonable, autónomo, moral. Verticalidad y simetría riman con autonomía. Y también con bonhomía: la bondad y la sencillez de los hombres…pero solo de los hombres.

Inclinación y asimetría. Sin embargo, para las mujeres e infantes eso de estarse derechitos y erguidos tiene más complicaciones. Cavarero comenta que para Kant ―aunque sería válido extender este principio a gran parte de la tradición ilustrada― las mujeres, en especial las madres, y los niños eran figuras border-line. Representaban, en el confín de la escala zoológica, los últimos eslabones de la condición humana que por estar tan pegaditos al cuerpo y lo instintivo expresaban más marcadamente su parentesco con lo animal. Nada repugna tanto al yo autónomo e ilustrado como que lo rebajen o le recuerden su proveniencia zoológica. Así, se entiende mejor el enfado de Kant con las madres consentidoras y los niños bulliciosos. Cuando las cuidadoras miman al cachorro humano, muestran una inclinación natural compartida por otras hembras de la especie mamífera. Los infantes, que con sus berridos y balbuceos molestan “a la parte pensante de la humanidad”, serían algo así como bestias pequeñitas. Sin embargo, en un acto de arrojo entre negador y altruista, Kant busca salvar al recién nacido de la condición de bestia. En un párrafo de sus escritos antropológicos, rescatado por Cavarero (2014: 19), dice: “El niño que acaba de desprenderse del seno materno parece entrar al mundo gritando, a diferencia de todos los demás animales…a causa de considerar su incapacidad…como una violencia, con lo que al punto denuncia su aspiración a la libertad”[3]. Así que, según Kant, el niño no llora porque siente hambre, frío o miedo a que lo abandonen; sino porque, intuyendo su profunda incapacidad para valerse por sí mismo, reclama y grita por su libertad. Qué despropósito. Dicen que el autor de La Paz Perpetua tenía un carácter benevolente y apacible, que disfrutaba de la compañía de otros hombres jóvenes y de la conversación abierta y franca. Era, al fin y al cabo, un ciudadano del mundo en un rinconcito de Königsberg. Pero parece obvio que nunca se relacionó de cerca con bebés y mamás. Si hubiese tenido hijos o sobrinos, tal vez no hubiese pensado la libertad con tantas exigencias. La sola idea de que pudiese existir una relación de dependencia estructural, benigna y asimétrica, entre dos seres humanos era casi una tortura para Kant. Y lo sigue siendo en buena medida para muchos y muchas en la actualidad.

Los imaginarios de la igualdad y de la libertad negativa («hago lo que quiero, como quiero y cuando quiero», «mi libertad termina donde empieza la de otro», «hago lo que me da la soberana gana» y otros clichés) nos nublan la posibilidad de apreciar aquellas desigualdades imprescindibles en democracia. La madre o el padre que acuna a su hijo para calmar su llanto o que le ríe las gracias describen una inclinación y una asimetría que no puede ni debe ser igualitaria o recíproca. Nunca lo será y es trascendental, para el buen desarrollo del niño y de la comunidad política, que así sea. El niño lo demanda todo y no puede ofrecer nada a cambio. Si algo da ―y estoy segura de que muchos papás y mamás dirán que sus hijos “les dan” infinidad de bienes y alegrías― es porque el adulto puede transformar la demanda del niño en algún tipo de recompensa personal: experimentar la entrega, satisfacer la necesidad humana de contacto y cuidado, el regalo de la transmisión, un sentido más profundo de la vida, etc. Hay infinitas recompensas que trae la infancia: tantas como padres, madres y nodrizos o nodrizas haya en la ciudad. Pero el bebé o el infante, en su más íntima expresión, no “da” nada. Por el contrario, pide o, mejor dicho, implora: pide llorando, pues esa es una su forma típica de comunicar lo que siente. Quizás habría que darle alguna vuelta más a por qué nos pone tan nerviosos el llanto de los niños. Y, sobre todo, por qué nos molesta tanto que nos pidan, especialmente, si ese pedido se hace con lágrimas o desde el dolor de la herida.

La vulnerabilidad y lo inerme. A Emmanuel Lévinas le debemos la recuperación del concepto de vulnerabilidad para la filosofía y la ética contemporánea. Cavarero reconoce su deuda con él y la importancia de su pensamiento para poder salir de estas concepciones tan egoístas ―autorreferenciales o solipsistas son los términos técnicos que emplean los filósofos― del ser humano. Si deseamos otorgarnos la posibilidad de abrirnos a los otros en forma más altruista conviene comenzar por reflexionar sobre nosotros mismos de otro modo. Uno de los aportes de Lévinas es, precisamente, el pensar al ser humano no desde la esencia de lo que éste “es”, sino desde la relación con otro ser humano. El meollo del asunto no residiría tanto en “mi” identidad ni en “nuestra” forma de ser sino en aquello que somos para los otros. Otros que, justamente, no son como nosotros: ni nos pertenecen ni se nos parecen. La idea es sustraerle a la persona la posibilidad de identificarse demasiado con algo o alguien. Así, sin tanta identidad, dice Lévinas, es como mejor podemos ser para el otro. Importante que apreciemos la diferencia entre «ser para el otro» y «ser como el otro». No hace falta el parecido ni la igualdad para que alguien responda por alguien: alcanza con oír su súplica, su malestar, su llanto.

Para Lévinas, ésta es la relación humana más original de todas; lo primero que sucede cuando dos personas se encuentran, aquello que tiene prioridad por encima todo lo demás. Se trata de una relación ética puesto que viene definida por la responsabilidad: por el responder ante el otro. Notemos que Lévinas no nos habla de una relación solidaria. La solidaridad tiende a darse entre iguales y viaja velozmente hacia la mutualidad: «hoy por ti y mañana por mí». Ser para el otro, por el contrario, significa anteponer la necesidad y el reclamo del otro a mi necesidad o mi reclamo y no pasarle nunca la factura. Lévinas utiliza con maestría la metáfora del rostro del otro para describir esta relación entre dos seres humanos en que la vulnerabilidad de ese rostro tiene prioridad. Aquí también la relación viene dada por la dependencia y la asimetría. El rostro de ese otro, un otro con el que ni puedo ni debo identificarme, aparece materializado en algunas imágenes que este pensador judío extrae de la Torá. El otro es radicalmente otro y su rostro podría ser el “del pobre, de la viuda, del huérfano, del extranjero” (Lévinas, 2002: 9). Dice Lévinas: “El rostro en su desnudez de rostro me presenta la indigencia del pobre y del extranjero” (ibid.: 226) y su expresión me implora «no matarás».

Ciertamente, la vibración ética de estas imágenes resulta oportuna si lo que deseamos es desmontar la ficción de un yo soberbiamente autónomo y siempre preocupado por sí mismo. Pero, como añade Cavarero, la propuesta de Lévinas no solamente apunta a deconstruir la configuración autista del sujeto moderno sino también la idea de un yo violento y agresivo. Un yo egoísta, perpetuamente amenazado de muerte y primordialmente orientado a su conservación. El hombre que se vuelve un lobo entre otros lobos, aquel que vive en estado de temor y guerra continua. Y en este punto el planteo sobre la vulnerabilidad del rostro se sale de lo ético para adentrarse plenamente en el ámbito político.

En verdad, Lévinas escribe muy lejos de Kant y en las antípodas de Thomas Hobbes. El equiparar la vida a un estado de guerra constante presupone también cierta noción nefasta de igualdad: la de matabilidad de todos los seres humanos. En el universo hobbesiano, somos iguales porque el homicidio está al alcance de cualquiera, no es prerrogativa de una élite. Hobbes no menciona nunca el término vulnerabilidad, pero lo da por descontado en la especie homo y lo trata como el punto de apoyo necesario para instaurar su idea de poder político, su Leviatán. “Puesto que, en lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene fuerza suficiente para matar al más fuerte, o bien por una maquinación secreta, o bien por una confederación con otros que se encuentren en igual peligro” (Hobbes, 1651: 76). Así, el miedo iguala a los hombres siempre hacia abajo y les obliga a reverenciar la seguridad que brinda el absolutismo estatal. Quizás hoy Hobbes nos suene a la prehistoria de las ideas políticas. Pero conviene recordar que él fue el padre de la noción moderna de igualdad y de soberanía estatal. Y que, como cualquier padre, tiende a dejar su huella.

Pero volvamos a la demanda que nos molesta. La vulnerabilidad ―que viene del latín vulnus y significa herida, golpe o llaga― es casi siempre una cuestión de piel. Cavarero señala dos etimologías similares del término que habría distinguir. En su primera acepción, vulnus se relaciona con la herida de la derma, con la laceración de la piel. Aquí, el uso del término resuena con los escenarios de la violencia, la violación y el trauma. En este primer sentido la vulnerabilidad permanece enganchada al imaginario de la guerra. Son los guerreros los que se hieren unos a otros, los que asestan el golpe que desgarra letalmente. El temido vulnus inferre de los luchadores que, al traspasar la piel y dañar las partes más profundas del cuerpo, compromete la vida del otro. En esta acepción, el término vulnerabilidad no solamente no nos ayuda a salirnos del imaginario de la guerra, sino que nos recluye aún de forma más tremendista en él. Algunas veces, disparando las fantasías de invulnerabilidad, como cuando sobrevaloramos nuestras capacidades y nos sentimos «invencibles». Otras, como cuando nos sentimos impotentes y nos transformamos en esclavos de la seguridad.

Sin embargo, existe afortunadamente un segundo significado de la palabra vulnerabilidad mucho menos utilizado y bien prometedor para nuestro vocabulario político. Según esta segunda etimología, vulnus, a partir de su raíz «vel», apelaría fundamentalmente a la piel lisa, sin vello, depilada y desnuda. La piel sin protección alguna, expuesta en grado máximo, la piel tersa, suave y sensible como quien dice «la piel de un bebé». Ahora, la familia de imágenes desencadenadas difieren por completo del imaginario bélico anterior. Vulnerable refiere aquí el cuerpo humano, completamente desnudo, sin protección ni revestimiento alguno. De este modo, la figura emblemática del guerrero se desmorona, la batalla pierde sentido y se abre paso a la imagen del cuerpo del niño e, incluso, del anciano. El arquetipo del guerrero, con sus armas cortantes y su pelambre áspera como signo de virilidad atemorizante es reemplazado por un arquetipo de lo humano cuya piel desnuda anuncia su profunda fragilidad y exposición. El vulnerable, a través del arquetipo de la piel desnuda del niño, sin pelos ni protección, se transforma en el inerme, en aquel que carece de armas. El inerme no invita a la herida sino a la caricia. Esto lo sabían muy bien las mamás y las nodrizas a las que Kant reprendía por blandas. El que carece de armas, el bebé que llora, el anciano que pide o “el extranjero que perturba el en nuestra casa”, como decía Lévinas (2002: 63), no son solamente aquellos que no pueden defenderse. Más bien serían, esencialmente, aquellos que no nos pueden dañar. Y, como supieron desde siempre las que sí se inclinan, del que no puede lastimar tampoco cabe defenderse.

Notas

[1] . El fragmento citado aparece también en Cavarero (2014: 17).

[2] La traducción del inglés es mía.

[3] El texto citado pertenece a Kant (1991b: 181).

Bibliografía

Cavarero, Adriana (2014), «Inclinaciones desequilibradas», en: Saez Tajafuerce, Begonya (ed.) , Cuerpo, Memoria y Representación. Adriana Cavarero y Judith Butler en diálogo, Icària, Barcelona

Cavarero, Adriana (2016), Inclinations: A Critique of Rectitude, Stanford University Press, Sanford, California.

Hobbes, Thomas (1651), Leviathan or the Matter, Forme & Power of a Common-Well Ecclesiastical and Civil, Prepared for the McMaster University Archive of the History of Economic Thought, by Rod Hay. Versión electrónica disponible en: https://socserv2.socsci.mcmaster.ca/econ/ugcm/3ll3/hobbes/Leviathan.pdf (9/05/2017).

Kant, Immanuel  (1991a), “Conjectures on the beginning of Human History” en Kant. Political Writings, Second Enlarged Edition, Cambridge University Press, Cambridge.

Kant, Immanuel (1991b), Antropología en sentido pragmático, traducción de José Gaos, Alianza editorial, Madrid.

Kant, Immanuel (2003), Crítica de la razón práctica, Losada, Buenos Aires.

Lévinas, Emmanuel (2002), Totalidad e infinito. Ensayo sobre la exterioridad, traducción de Daniel Guillot, Ediciones Sígueme, Salamanca.

Fotografía de Álvaro Minguito. Valle de los Templos, en Agrigento, Sicilia. Al fondo, el templo de La Concordia.