La cotidiana experiencia del consumo

La experiencia consumista se ha convertido en la actividad humana por excelencia, se ha instalado en nuestras vidas de tal manera que apenas queda espacio vital que no haya sido colonizado, ya sea por consecución (cuando consumimos) o en grado de tentativa (cuando nos vemos tentados a consumir). Más pronto que tarde nos tendremos que acostumbrar a hablar del animal consumista en lugar del animal cívico.

El consumismo pertinaz está imbricado en nuestra sociedad tan profundamente que no podemos renunciar a cierta cautela a la hora de plantear una crítica. Sin embargo, la precaución no es óbice para no desvelar la preocupante extensión del modus vivendi consumista a gran parte de nuestras relaciones personales, profesionales y familiares.

Para ello, en primer lugar debemos desechar la cegadora normalidad consumista y asumir cierto extrañamiento respecto a una actividad que, por su cotidianidad, necesita de un distanciamiento para su plena comprensión. Nos podemos servir, a tal efecto, de aquellos que se sintieron extranjeros en un recién instalado mundo consumista.

Acudir así, por ejemplo, a la sugerente antropología visual de Cartier-Bresson (1908-2004) que durante las décadas de postguerra y con inigualable pericia fue recogiendo instantáneas plagadas de individuos concupiscentes que observaban objetos en estanterías y escaparates. También podemos acudir a Georg Simmel (1858-1918), uno de los sociólogos más avezados en el empeño de dilucidar las pulsiones más significativas de la sociedad, incluso cuando estas aún estaban en ciernes.

La sociedad en el dinero

En el año 1900 Simmel publicó Filosofía del dinero, un libro del cual se pueden obtener claves esenciales para recrear teóricamente la cotidiana experiencia del consumo. Para ello, antes de nada, debemos reconocer el protagonismo que tiene el dinero como símbolo de nuestra sociedad. En este sentido, simboliza una sociedad que se ha constituido como una red de interacciones sociales recíprocas y de intercambio, apoyadas en la forma social llamada dinero y que tiende a través del consumo a la cosificación de su entorno.

En esta definición de la sociedad representada a través del dinero desvelamos cuatro circunstancias esenciales para la génesis y reproducción de la experiencia consumista.

La primera concierne a la necesaria interacción social entre sujetos sociales que recíprocamente establecen un intercambio. Segundo, este intercambio se sustenta en un sistema de valoración basado en el cálculo y la cuantificación a través del precio que aporta la forma social dinero. En este sentido, el propio Simmel definía el peculio como una acumulación abstracta de valor. La tercera y cuarta circunstancia requieren de una mayor concreción.

El consumo

La tercera circunstancia para interpretar la experiencia consumista es el consumo propiamente dicho. Este se debe definir no como una mera acción sino como una constelación de emociones, sentimientos, hábitos y costumbres que nos socializan o programan como individuos consumistas para vivir en un modelo de sociedad concreta y claramente identificable para la cual lo importante ya no es la propiedad sino gastar dinero. Aquí estaría la primera transformación del individualismo posesivo que C. B. Macpherson entreveía en la teoría política de Locke. Ahora el individualismo pasaría a ser consumista. El consumo pone el énfasis en la sucesión de objetos y no en el producto. De ahí el protagonismo de la forma social dinero. Las monedas están hechas para rodar, como escribe el propio Simmel: “mientras no está en movimiento no es dinero”.

En definitiva, la propiedad pierde intensidad como objeto crítico y en su lugar cobra protagonismo el consumo. A tal efecto se puede aludir a las fuerzas que, como el aire disuelve a los sólidos, disuelven la propiedad. Por ejemplo, se podría acudir a la obsolescencia o a la sucesión cada vez más vertiginosa de las modas como tendencias que incitan al consumo devaluando la propiedad.

La cosificación

La cosificación es una de las circunstancias sociales más notables de la experiencia consumista. Implica, por un lado, que las cosas se convierten en elementos esenciales de nuestras vidas y, por otro, que la forma en que nos relacionamos con los objetos se convierte en el modo de interacción que utilizamos con el conjunto del universo social.

Simmel habla de la rebelión de las cosas y no de las masas como la auténtica sublevación social contemporánea. En efecto, los objetos han colonizado nuestro entorno hasta el punto de que nos relacionamos más con ellos que con otras personas o nuestras propias ideas. Incluso a veces nos relacionamos a través de ellos con el espacio personal y social que nos integra y circunda. Además, la manera en que nos relacionamos con las cosas se ha convertido en la forma paradigmática de interactuar con nuestros congéneres.

De esta manera las exigencias que reclamamos a los objetos se han instalado en nuestra forma de interpretar el resto de nuestras relaciones sociales y personales. En este sentido intentamos cada vez más cuantificar el valor de nuestros contactos personales y reclamamos innovación, adaptabilidad o novedad a las personas que nos acompañan como si fueran aparatos.

La cosificación propia de la experiencia consumista ha instalado en nuestras vidas hábitos y costumbres que se despliegan más allá de nuestras relaciones con las cosas. Todo ello en detrimento de realidades sociales y psicológicas más complejas y profundas que quedan marginadas, infravaloradas o dañadas. Este es el caso, por ejemplo, de la personalidad, que se convierte en vasalla de los objetos de los que depende y del valor objetivo que se le pueda atribuir.

Cuando el consumista se instala indisoluble en su hábitat se va desvaneciendo su personalidad como consecuencia de dos procesos inherentes a la cosificación: su adaptación a las exigencias impuestas por los objetos y su convivencia con productos cada vez más cultivados pero menos enriquecedores. Ambos confluyen en este vasallaje de la personalidad.

Las cosas que nos rodean son exigentes. Vivir en torno a ellas nos impone formas de vida, a veces con consecuencias imprevistas. Tanto las propiedades como su consumo nos reclaman tiempo y atención y nos piden modos de actuación. Como consecuencia de esta relación carente de neutralidad se puede atisbar una segunda transformación del individualismo posesivo de Locke que nos invitaría a hablar de un individualismo poseído. En este sentido nos resulta clarividente la pregunta que Michel de Montaigne se hacía al jugar con su gata: ¿cómo sé que no es ella quien está jugando conmigo? Claro está, ahora el entorno es menos naturalista o animalista y más materialista y abigarrado pero la perspectiva es la misma: ¿cómo sabemos que no son los objetos los que están jugando con nosotros?

La personalidad debe ser libre e independiente o, al menos, consciente de las dependencias que se forjan entre ella y los objetos que le rodean. La cosificación como concepto peyorativo no supone una relación equilibrada entre la personalidad y los objetos que nos rodean. Esta situación se ve instigada por el consumismo, pues este implica un anhelo hacia los objetos, su posesión y, finalmente, su consumo. Ello conduce a la mimetización del consumidor con el producto consumido. El consumismo es una estrategia, consciente o inconsciente, que nos invita a la cosificación de nuestra personalidad y nuestro entorno.

Simmel detectó un proceso realmente interesante: “las cosas que llenan y rodean objetivamente nuestras vidas […] están increíblemente cultivadas”.

La creciente cultura de los objetos que nos acompañan supone que estos cada vez son más sofisticados, más atractivos y más sugerentes. Sin embargo, los objetos actuales no están dispuestos a compartir su cultura, de hecho son opacos e incompresibles en la mayoría de las ocasiones. En su defecto, lo que comparten con el consumidor es su utilidad como estímulo positivo o la inanidad satisfactoria de cumplir un anhelo consumista como estímulo negativo. En definitiva, esta creciente cultura de los objetos no va aparejada de un incremento de la cultura individual y adolece, por tanto, de una ausencia de enriquecimiento espiritual para la personalidad.

El propio Simmel afirma que como consecuencia de esta tendencia, la cultura de los individuos se encuentra en retroceso. Los ejemplos que muestra el berlinés no nos causarían perplejidad en la actualidad: degeneración del lenguaje hablado y escrito o la frivolización e intranscendencia de las conversaciones cotidianas.

Conclusión. La desmesura del individuo consumista

Las cuatro circunstancias sociales con las que reconstruir teóricamente la experiencia consumista (la interacción social recíproca y de intercambio; la forma social dinero; el consumo; y la cosificación) nos dan el diagnostico de las cuatro pulsiones en las que reside la desmesura de la modalidad existencial del individuo consumista.

En primer lugar, cuando las costumbres sociales quedan colonizadas por la exclusiva interacción social recíproca y de intercambio se desplazan y anulan otras formas de interactuación. Es lo que pasa, por ejemplo, con aquellas basadas en los afectos.

En segundo lugar, el dinero como forma extensiva de valoración del mundo social erradica otras formas de valoración no cuantificables y destinadas a la cualificación.

En tercer lugar, el consumo ha desincentivado la práctica de actividades no extractivas de recursos naturales, personales y profesionales. Ha ido asimismo imponiendo en nuestras vidas cotidianas emociones y sentimientos tendenciosos, hábitos y costumbres sesgadas.

Y en cuarto lugar, la cosificación revindica el imperio de los objetos anulando la libre determinación de la personalidad.

En definitiva, la experiencia consumista se ha convertido en predominante y con ello se han desplazado hacia la periferia de la existencia social y personal toda una gama de experiencias alternativas y más fructíferas.

Es el momento de ver para no creer que los hábitos que nos han condicionado en la cotidiana experiencia del consumo son inextinguibles o excluyentes. Ante todo debemos elogiar la observación de un mundo social desde la sorpresa y el extrañamiento. Solo así podremos recomponer desde la inteligencia creativa y la profundidad teórica el mundo en el que nos hemos acostumbrado a vivir. En los ojos cautivos de los consumidores que retrata Cartier-Bresson se aprende a mirar desde fuera una experiencia que nos tiene apresados en una cárcel que nos persigue como la jaula de Kafka perseguía al pájaro.

Fotografía de Sara Mateos.