Octubre 1917: Kerenski ya no vive aquí

El otro 1917.

La palabra revolución, en el orden del lenguaje cotidiano, es un término con contenido bastante confuso. En el diccionario de la Real Academia se ofrecen dos acepciones que definen su carácter de acontecimiento con consecuencias políticas relevantes: (1) Levantamiento o sublevación popular, (2) Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional. En una terminología de raíz marxista más precisa, por revolución se entiende aquella transformación que da lugar a un cambio en la dominación de una clase por otra. Así, cuando se habla de la Revolución Soviética de Octubre de 1917 se hace referencia justamente a la exitosa acción de masas, impulsada y orientada por el partido bolchevique, que derribó del poder político, social, económico y militar a las fuerzas de la burguesía dando el poder a las fuerzas del proletariado.

De manera general podría señalarse que la extensa literatura existente sobre tal acontecimiento, del que este año se cumple su centenario, aun sin desconocer o desconsiderar el rol que los distintos partidos y organizaciones presentes en el escenario de la revolución tuvieron en aquellos momentos, han tendido a conceder mayor atención y visibilidad al partido bolchevique por ser, en definitiva, el que protagonizó la acción revolucionaria.

El análisis de las razones que explican ese hecho, absolutamente innegable incluso para quienes lo condenan o rechazan, ocupa buena parte de esa literatura y casi con toda seguridad es de esperar que ese será el perfil preponderante en la ola de publicaciones que el centenario ha puesto en marcha. Aquí y ahora, sin embargo, quisiéramos abordar la revolución prestando atención a los derrotado pues toda victoria conlleva una derrota y tanto puede aprenderse de una como de otra. Lo que pretendemos es asomarnos a las causas y circunstancias que en aquella coyuntura, marcada por el desarrollo posterior a la Revolución Rusa de Febrero de 1917, determinaron el fracaso de las políticas llevadas a cabo por dos de las fuerzas socialistas allí actuantes: el partido de los social-revolucionarios y el partido de los mencheviques.

Antes sin embargo parece necesario trazar las grandes líneas sobre las que se desarrolla la historia previa al inicio de la revolución soviética de Octubre-Noviembre.

El pasado siempre reclama su sitio.

¿Dónde empieza un suceso, un acontecimiento, una revolución? Porque la historia donde el acontecimiento acaece y ocupa lugar es un fluir continuo, un sucederse de acciones (y omisiones). Difícil delimitar su inicio, el manantial que dio origen al río, el momento primo, el antecedente primigenio, la primera página. Elegir ese momento, ese inicio, no es vano o insustancial. La elección del principio transparenta el tipo de mirada desde la que se observa y se interpreta un suceso y hasta cabría deducir que esa elección comporta también la idea de un final.

Personalmente me inclino a pensar que, en relación a la Revolución Soviética de 1917, ese momento corresponde al trance histórico que supuso el estallido en 1914 de la Primera Guerra Mundial. Es entonces cuando en mi opinión se definen y expresan las principales fuerzas políticas que asumen la condición de revolucionarias —el partido Social- Revolucionario, el partido menchevique y el partido bolchevique— que tres años más tarde van a desempeñar los papeles protagonistas en el escenario histórico de la revolución. Obvio que no se puede ignorar la presencia en el tablero de otras fuerzas como los anarquistas, los liberales constitucionalistas (kadetes) o los monárquicos, pero no será en ellas donde situemos nuestra atención primera. En todo caso, y aunque partamos de la hipótesis de que los antecedentes de la revolución se encuentran en las respuestas que cada partido dio al estallido del conflicto bélico, habremos de centrarnos de manera especial en el período que transcurre entre la revolución de febrero y la revolución de octubre.

Cuando el Imperio zarista, en alianza con Francia, Italia e Inglaterra, declara la guerra a las potencias de la Entente, en el mapa político de la oposición revolucionaria los partidos socialistas que habían venido conformando la II Internacional se van a ver sometidos a fuerzas encontradas: por un lado, partidos que rechazan la participación en el conflicto, en coherencia con el pacifismo que se había venido asumiendo como valor fundamental desde la creación de la I Internacional; por otro, aquellos que, dejándose llevar por el patriotismo oportunista, los sentimientos y las presiones nacionalistas, aceptan, con mayor o menor entusiasmo, el inicio de las confrontaciones legitimando las políticas de “unión sagrada” en aras de una casuística en la que los conceptos de agresión y defensa se interpretaban y adjudicaban desde criterios que poco o nada tenían que ver con la objetividad de los hechos. En cualquier caso, la aprobación de los créditos de guerra por parte de los dos grandes partidos de los socialistas franceses y alemanes iba a suponer el derrumbe de aquella pretensión pacifista. En Rusia sería el partido de los bolcheviques el que mostraría su rechazo claro y rotundo; mientras, en las filas de los social-revolucionarios se aceptaba la participación como algo inevitable, cierto que sin demasiado entusiasmo; y finalmente los mencheviques, aunque lo rechazaron en un principio, en la práctica apoyarían las apuestas “defensistas”.

Esta diferencia en la actitud es clave para entender el desarrollo en Rusia de la Revolución de Febrero de 1917, un acontecimiento que suele presentarse por parte de la historiografía dominante —la escrita desde las ideologías conservadoras— como un ejemplo de revolución espontánea. Visión que olvida, interesadamente, la actividad de oposición a la guerra y contra la autocracia zarista desarrollada por el partido bolchevique a pesar de las condiciones de clandestinidad y fuerte represión en que se ve obligado a actuar.

Habría por tanto que hablar en todo caso de la revolución de febrero como una “revolución espontánea de larga preparación”. La cuestión del conflicto bélico y el desastre y desánimo que suponen las continuas derrotas del ejército zarista no son las únicas motivaciones que hacen posible el momento revolucionario: el acabamiento de un orden de cosas y la emergencia de una nueva legitimidad. A partir de la primera, manifestaciones “espontáneas” de las obreras y obreros de San Petersburgo, la secuencia revolucionaria se pone en marcha sin que el gobierno en el poder, deslegitimado por su impotencia para dar respuesta a los acontecimientos que se le enfrentan, logre detenerla. Manifestaciones in crescendo, represión in crescendo, primeras vacilaciones en las fuerzas de la represión, confraternización, alianza y fusión entre las fuerzas armadas y las masas de trabajadores, derrocamiento del régimen, abdicación del Zar, creación de un Gobierno Provisional con representación mayoritaria de la burguesía más o menos democrática, más o menos reformista, y al tiempo la creación de soviets de obreros y soldados que se hacen con la posesión de armas. Una compleja y dinámica secuencia de hechos y cambios en la correlación de fuerzas que va a dar lugar a un escenario que, a partir de la abdicación- derrocamiento del Zar, se ha venido definiendo como el período del “doble poder”.

Cabe recordar que el desarrollo de la revolución de febrero vino determinado por el impulso, el protagonismo y la actividad de la clase trabajadora a la que se sumaron también de manera activa los partidos revolucionarios, mientras que las fuerzas donde se encuadraba la burguesía liberal reformista, representada principalmente por el partido constitucionalista de los kadetes, mantuvieron una actitud de pasividad y apenas hicieron otra cosa que recoger de manera oportunista los frutos de la acción violenta llevada a cabo por los trabajadores, los soldados amotinados y algunos grupos de estudiantes.

Una situación de doble poder que institucionalmente se expresa, por un lado, a través de un Gobierno Provisional, que se establece y presenta como emanación “legítima” de la Duma parlamentaria, y por otro mediante la creación del Comité Ejecutivo del Soviet de obreros y soldados de San Petersburgo forjado al calor de las revueltas y enfrentamientos. Este cuenta con la legitimidad que le concede su propia fuerza protagonista y con el hecho, especialmente relevante, de que los acontecimientos le han concedido una posesión radicalmente significativa: las armas.

Formando parte tanto del Gobierno, en calidad de Ministro de Justicia, como del Soviet, por su condición de vicepresidente, se encuentra el abogado Alexander Kerenski, diputado destacado de la oposición en la antigua Duma zarista, una especie de Juno con dos caras, mediador entre uno y otro poder, que encarna mejor que nada y nadie ese tiempo de inestabilidad entre una y otra revolución. Kerenski, que sin duda cumplió un papel protagonista durante ese tiempo, da una versión de los acontecimientos de febrero en el que el papel principal recae sobre la Duma, mientras que concede a los soviets un lugar subsidiario:

«En la mañana del primero de marzo, el armazón del nuevo gobierno y su programa estaba ya organizado, y fue en ese punto cuando los representantes del Comité provisional abrieron sus debates con el soviet. Se proyectó la constitución de un gobierno provisional, enteramente formado por miembros del bloque progresista. En el último momento se ofreció una cartera ministerial a Chjeldze como ministro de Trabajo, y a mí, la de ministro de Justicia.

 El Comité provisional invitó al Comité ejecutivo del soviet a enviar a dos representantes como miembros del gobierno provisional, pero el Comité ejecutivo decidió rechazar la participación en el gobierno provisional porque alegaba que la reducción era de carácter “burgués”.

Esta decisión ofreció para mí un problema capital: ¿debía permanecer yo en el soviet y rehusar un puesto en el gobierno provisional, o aceptar lo último y dejar al Soviet?» (Kerenski, 1967).

Kerenski tiene especial interés en señalar que desde el principio de la revolución es el Gobierno Provisional en el que finalmente participa, el que desde la legitimidad parlamentaria gestiona el poder político, mientras que el soviet interfiere siempre de manera equivocada. Para él no existe doble poder: “Considerábamos de gran importancia eliminar la falsa impresión de que las fuerzas democráticas rusas estaban escindidas en dos campos: El “revolucionario” y el “burgués”. Los líderes del Soviet de Petrogrado habían logrado crear dicha impresión, de acuerdo con sus ideologías, más bien que respondiendo a la actitud popular.” Esta insistencia de Kerenski en negar la realidad del poder que los soviets detentan dentro de la situación revolucionaria que tiene lugar a partir de febrero desvela precisamente todo lo contrario: la impotencia del Gobierno Provisional para hacerse con el control político a pesar de sus deseos de devolver a obreros y soldados a la normalidad burguesa: soldados a los cuarteles, obreros a las fábricas.

Pero una vez más confunde los deseos con la realidad.

Del doble poder a la doble impotencia.

 El doble poder es una realidad política imposible. Existe y es objeto de estudio para la teoría política la división de poderes entre el ejecutivo, legislativo y judicial, pero cada uno de ellos tiene su territorio bien delimitado y separado, al menos en teoría, pues en la práctica la separación no está tan clara. Pero dos poderes gobernando al mismo tiempo resulta imposible de concebir, salvo que acudamos a la realidad cuántica en la que lo que es al mismo tiempo no es.

En la Rusia post zarista lo que realmente existía era un conflicto de intereses que se resolvía en cada momento en función de la correlación de fuerzas entre la burguesía y sus representantes en ese Gobierno provisional, donde el partido kadete era hegemónico, y el proletariado, que desde el Soviet mantenía las riendas de la situación. Quizá sea simplificar las interpretaciones, pero entiendo que cabe deducir que en realidad el poder lo detenta aquel que esté en mejores condiciones para defender esa posesión, es decir, quien tenga el control real sobre las armas. Al respecto parece conveniente traer a papel, aunque sea en resumen, dos documentos emitidos por cada uno de los “pretendientes” a fin de organizar, es decir, normativizar, determinadas relaciones en el interior del territorio social.

El 6 de marzo el Gobierno Provisional hace pública su primera declaración. Esta comienza con el enunciado del nuevo estado de la situación:

«Ciudadanos del Estado ruso. Un gran acontecimiento se ha producido. El antiguo régimen ha sido derrocado gracias al poderoso impulso del pueblo ruso. Ha nacido una Rusia libre y nueva. Este gran derrocamiento corona numerosos años de combate».

Sobre este inicio parece interesante comentar dos detalles: i) cómo el protagonismo de las clases trabajadoras se ha transfigurado en el impulso del “pueblo”; y ii) cómo las jornadas sangrientas que tuvieron lugar durante los últimos días de febrero ahora se diluyen en “años de combate” sin protagonistas concretos, salvo ese “pueblo” abstracto e inconcreto que, como sabemos, suele servir para poder no decir lo que no se quiere decir.

Como señalaba Martínez Marzoa (1976):

«Al hablar de “el pueblo”, se pretende encontrar en toda la sociedad, al margen de ciertos órganos muy específicos, en primer lugar, una positiva comunidad y, en segundo lugar, una común oposición (o, cuando menos, alienación) al sistema. Según esto, la revolución no tendría nada que revolucionar, sino solo expulsar a los cuatro o cinco bárbaros que impiden a ese bello conjunto desarrollar sus virtualidades. Lo cierto es que, cuando se pretende encontrar un punto de vista común a muy diversas capas de una misma sociedad, lo que se encuentra es el punto de vista de la sociedad de la que forman parte, esto es, el de la clase dominante, y que, por lo tanto, “el pueblo” no es otra cosa que la burguesía idealmente desprendida (en el mejor caso) de sus cualidades policiales, de las que no puede desprenderse en la realidad».

Sirva la cita como inciso espero que oportuno y volvamos a esa declaración del Gobierno Provisional en la que solo se encuentran buenas intenciones y felices futuribles:

«El gobierno hará cuanto esté en su mano. El gobierno considerará y respetará… promulgará leyes…»

La única medida inmediata sería la amnistía para los exiliados y los presos por razones políticas. En contrates con la declaración del gobierno, el primer mensaje del Soviet, el Prikaze I, prefiere el uso de los verbos en presente:

«El soviet de diputados obreros y soldados decide lo siguiente. Primero: En todas las compañías, batallones, regimientos, parques, baterías, escuadrones y administraciones militares de todas clases y a bordo de los buques de la flota de guerra, se escogerá inmediatamente, por vía de elección, un Comité de representantes entre los simples soldados de las unidades militares arriba indicadas… Cuarto: Las órdenes de la comisión militar de la Duma del Estado no deben ser ejecutadas sino en los casos que no se hallen en contradicción con las órdenes y las decisiones de los soviets de diputados obreros y soldados. Quinto: Las armas de todo género, como fusiles ametralladoras, automóviles blindados, etc., deben estar a disposición y bajo control de los comités de compañía y de batallón, y en ningún caso serán entregadas a los oficiales, aunque estos lo exigieran».

Vemos que el Soviet no se anda con retóricas: organización del poder militar en lo concreto, las armas, y también en lo simbólico: “Sexto:… la posición de firmes al paso de un superior y el saludo obligatorio quedan abolidos, fuera de servicio”. A la vista de esto queda claro que de las instancias que heredan el poder zarista, el poder real, es decir, el más fuerte, el que tiene mayor capacidad para determinar conductas, al menos al principio de la situación, es el poder del soviet.

Pero esto sin embargo no soluciona “el conflicto de competencias” de manera definitiva ni mucho menos, puesto que el Gobierno Provisional va a tratar de recuperar ese poder real del que ahora no dispone aunque siga contando, al menos en teoría, con la fuerza que le otorga la existencia de un ejército gubernamental que se resiste, también en lo posible, al poder que emana de los soviets. Como subraya Trotski (2007):

«La Revolución de Febrero modificó la situación en dos sentidos contradictorios: a la par que entregaba solemnemente a la burguesía los atributos exteriores del poder, la despojaba de aquella substancia de poder real y efectivo de que gozaba antes de la revolución. Y si eso pasaba en el dominio institucional, algo semejante ocurría en las fábricas donde los obreros se sentían dueños y los empresarios apenas se atrevían a gestionar y dar órdenes, mientras que en las aldeas los terratenientes sentían el odio de los campesinos como una amenaza constante. Cabría por tanto hablar de guerra civil in pectore».

Las tensiones que este doble poder desencadenaba se iban a comprobar con ocasión de los incidentes que se producen, por ejemplo, alrededor de temas como el de la jornada laboral y la Familia Real.

La jornada de ocho horas fue una de las cuestiones que puso a prueba las fuerzas de cada poder. Como era de esperar, una vez que la insurrección ha triunfado, los obreros y obreras confían en la llegada de cambios que favorezcan sus vidas; al fin y al cabo ellos han llevado el peso de la revolución. El mensaje de los liberales Los soldados al cuartel, los obreros a las fábricas es compartido también por el Comité de los soviets en el que los bolcheviques son minoría, pero hay muchas resistencias a cumplir con ese mandato. Los mencheviques, por ejemplo, apoyaban la idea de la reducción de jornada, pero afirmaban que no era conveniente forzar la ruptura con la burguesía: esa reivindicación debía posponerse, pues ahora se trataba de luchar por las libertades políticas. Lo curioso es que, en esa situación, sería la asociación de empresarios de las fabricas industriales los que acabarían aceptando el acuerdo ante la presión directa de unos obreros que ya por su cuenta, con el apoyo de los bolcheviques y sin necesidad de decreto alguno, se habían tomado las ocho horas de jornada como algo conquistado.

Se dio así la circunstancia de ver cómo incluso esos primeros soviets se vieron sobrepasados por el propio impulso de las masas. En cualquier caso, y esto es relevante, nadie en el soviet vio la necesidad de consultar con el Gobierno provisional a la hora de dar solución al problema.

Con ocasión del qué hacer con la Familia Real los enfrentamientos serían más visibles. Kerenski, nombrado Ministro de Justicia, realizó unas declaraciones en las que aseguraba que Nicolás II estaba en sus manos y que el derrocado zar se dirigía hacia Inglaterra bajo su vigilancia personal. Las masas obreras dejaron ver sus discrepancias y el Comité Ejecutivo del soviet se dio cuenta de que no podía apoyar, a pesar de la popularidad de que este gozaba en aquellos momentos, al ministro Kerenski. Decidió así tomar el control sobre el destino de la familia real desautorizando al Gobierno, aunque finalmente se llegase al acuerdo de que el arresto fuera en el propio Palacio de Invierno y no en la fortaleza de San Pablo, tal y como el Comité había propuesto.

Ahora bien, la pregunta es ¿por qué ese poder de los soviets no se tradujo en un arrinconamiento radical de la burguesía de la escena política? La respuesta es compleja. Conviene recordar que en los soviets la mayoría estaba en manos de los social-revolucionarios y los mencheviques. Había en principio escasa presencia de los bolcheviques, aunque, ciertamente, estos tenían una relativa y creciente influencia en las fábricas y talleres. Las masas urbanas y campesinas depositaban su confianza en los social-revolucionarios y mencheviques. Estos últimos, víctimas de una lectura eclesiástica de Marx, habían asumido la necesidad, antes de avanzar hacia el socialismo, de apoyar como etapa histórica necesaria e inevitable la revolución burguesa y democrática, mientras que los social-revolucionarios, aunque en su programa sostenían la necesidad de intervenir sobre el sistema de propiedad de la tierra, también aceptaban la necesidad de dar gradualmente los pasos para permitir que la burguesía reformista pudiera allanar el camino actuando a través de los aparatos del Estado. Entendían el soviet como forma de organización de los oprimidos, pero no como organización preparada para el asalto al poder.

Entre los teóricos mencheviques las condiciones objetivas no eran las propicias para ese asalto: el proletariado todavía era poco numeroso, carecía de preparación y un error en esa dirección les podría hacer perder el apoyo y las simpatías de las masas populares. En resumidas cuentas: ni unos ni otros, ni eseristas ni mencheviques, querían hacer la revolución. Unos, los eseristas, porque directamente no querían ir más allá de unas reformas más o menos avanzadas; y otros, los mencheviques, porque aún diciendo que querían hacerla entendían que no era el momento para hacerla. Dicho en palabras de hoy: no veían la existencia de las condiciones objetivas necesarias, ni entendían que el “sujeto histórico” estuviera preparado para ello.

En realidad tanto unos como otros, bolcheviques incluidos en esos momentos anteriores a la irrupción de Lenin y las Tesis de abril, en lugar de atreverse a construir el futuro habían decidido que fuera el futuro el que respondiera a todos los problemas. Un futuro que se acabaría identificando con la promesa de una futura Asamblea Constituyente a elegir en fechas cercanas pero inconcretas. La introducción del momento electoral como instancia política superior con capacidad de producir “calma social” no era nada nuevo en la historia. Marx en El 18 Brumario de Luis Napoleón lo recalca, y como sabemos su utilización como mecanismo de dilación sigue estando en activo. De alguna forma la promesa de la Asamblea Constituyente sin duda actuaba como mecanismo político para rebajar las tensiones provenientes de la dinámica social. La realización de esa Asamblea era la piedra sobre la que se legitimaban los poderes provisionales que la revolución había dado lugar. Se legitimaban poderes y a la vez prudencias, miedos y faltas de confianza en unas masas de trabajadores que, sin embargo, cada vez iban a dar más muestras de impaciencia revolucionaria.

Kerenski se va a la guerra.

En el mes de abril y con ocasión de unas inquietantes declaraciones, de tono y contenido claramente imperialistas, efectuadas por los ministros de Asuntos Exteriores y de la Guerra, se producen fuertes revuelos entre las guarniciones de las tropas instaladas en San Petersburgo. Como consecuencia tiene lugar una crisis ministerial pasando Kerenski a desempeñarse como ministro de la Guerra. Kerenski entiende que es necesario recuperar los “ardores guerreros” del ejército ruso, con lo que organiza y lleva a cabo una fracasada ofensiva durante el mes de julio. Coincidiendo en el tiempo, se producen nuevas revueltas y amotinamientos que el gobierno de Kerenski, ahora en coalición con mencheviques y eseristas, aprovecha para acusar a los bolcheviques de traición, de “vendidos al enemigo alemán”. Inicia así una fuerte persecución que obliga a Lenin a refugiarse en la clandestinidad y lleva a la cárcel a dirigentes como Trotski, la Kollontai, Kamenev y Lunacharski, entre otros. Kerenski entiende que es el momento de romper el poder de los soviets, acepta el puesto de primer ministro y pone de nuevo en marcha un gobierno de coalición en el que participan los constitucionalistas, social-revolucionarios y mencheviques.

Duros momentos en los que los soviets, todavía con mayorías no bolcheviques, aceptan la persecución a la que estos se ven sometidos. Pero quien también aprovecha la represión que sufren los bolcheviques es el General Kornilov que, en acuerdo o no con Kerenski —históricamente se mantienen dudas al respecto—, pretende imponer un gobierno dictatorial. Kornilov organiza un golpe de Estado que se verá rechazado por las fuerzas desplegadas desde unos renovados soviets en los que los bolcheviques, a pesar de la represión, han ido alcanzando la mayoría. El fracaso del golpe supone el retorno de los dirigentes bolcheviques y un cambio profundo en las condiciones objetivas.

Lenin, con ocasión de los episodios de julio, se había visto obligado a retirar la táctica de Todo el poder para los soviets:

«Ocurre con harta frecuencia que, cuando la historia da un viraje brusco, hasta los partidos avanzados necesitan de un período más o menos largo para habituarse a la nueva situación y repiten consignas que, si bien ayer eran justas, hoy han perdido ya toda razón de ser, han perdido su sentido tan “súbitamente” como “súbito” es el brusco viraje de la historia.

Algo semejante puede ocurrir, a lo que parece, con la consigna del paso de todo el poder a los Soviets. Durante un período ya para siempre fenecido de nuestra revolución, desde el 27 de febrero hasta el 4 de julio, pongamos por caso, esta consigna era acertada. Pero hoy, evidentemente, ha dejado de serlo. Sin comprender esto, tampoco podremos comprender ninguno de los problemas esenciales de la actualidad. Cada consigna debe dimanar siempre del conjunto de peculiaridades de una determinada situación política. Y hoy, después del 4 de julio, la situación política de Rusia es radicalmente distinta de la que imperó desde el 27 de febrero hasta esa fecha.

Entonces, durante aquel período ya fenecido de la revolución, en el Estado predominaba la llamada “dualidad de poderes”, fenómeno que expresaba, material y formalmente, el carácter indefinido y de transición del poder público. No olvidemos que el problema del poder es el problema fundamental de toda revolución.

Durante aquel período, el poder se mantenía en un estado de desequilibrio. Lo compartían, por acuerdo voluntario, el Gobierno Provisional y los Soviets. Estos últimos eran delegaciones de la masa de obreros y soldados armados y libres, es decir, no sometidos a ninguna violencia exterior. Las armas en manos del pueblo y éste libre de toda violencia exterior: tal era el fondo de la cuestión. Esto era lo que abría y garantizaba a toda la revolución un camino pacífico de desarrollo. La consigna de “Todo el poder a los Soviets” significaba el paso inmediato, realizable directamente en esta vía de desarrollo pacífico. Era la consigna de desarrollo pacífico de la revolución, que desde el 27 de febrero hasta el 4 de julio fue posible y como es natural, el más deseable de todos, pero que hoy es ya absolutamente imposible» (Lenin, 1973).

Pero ahora Lenin vuelve a verse obligado una vez más a reinterpretar, todavía desde la clandestinidad, el nuevo cambio de situación, el “análisis concreto de la situación concreta”. En carta de 30 de agosto al Comité Central, señala:

«La maniobra de Kornilov se ha producido de manera completamente inesperada, y representa un giro en la situación casi increíble.

 Y como siempre, ante sucesos de aparición brusca, conviene revisar las tácticas y, como en toda revisión, es preciso obrar con la máxima cautela, sin perder de vista los principios…

Combatiremos, estamos ya combatiendo a Kornilov, como lo hacen las tropas de Kerenski, pero no apoyamos a este. Al contrario, exponemos su debilidad. Ahí está la diferencia. Es una diferencia más bien sutil, pero esencial y que no debemos olvidar.

¿Qué constituye, pues, nuestro cambio de táctica ante la acción de Kornilov?

Estamos cambiando la forma de nuestra lucha contra Kerenski. Sin debilitar un instante nuestra hostilidad hacia él, sin retractarnos de una sola de nuestras manifestaciones respecto a él, y sin renunciar a nuestro objetivo de apearle de la cúspide, afirmamos que hay que tomar en cuenta la situación presente. No hemos de derribarlo de inmediato. Hemos de aproximarnos de diferente manera a la tarea de combatirlo. Por ejemplo, deberíamos señalar a la masa (que está luchando contra Kornilov) la debilidad y vacilación de Kerenski. Eso ya se ha hecho antes. Ahora, sin embargo, se ha convertido en el objetivo principal y aquí estriba el cambio…

En este momento hemos de hacer campaña no tanto contra Kerenski directamente como indirectamente, es decir, demandando una guerra contra Kornilov más y más auténtica, activa… Es el tiempo de la acción; la guerra contra Kornilov ha de ser conducida de un modo revolucionario, atrayendo a las masas, despertándolas, inflamándolas (Kerenski teme a las masas, teme al pueblo)… En la guerra contra los alemanes la acción es también requerida justo ahora; una paz inmediata e incondicional ha de ser ofrecida en términos muy precisos. Si se hace esto, podemos obtener bien una paz rápida o la transformación de la guerra en un conflicto revolucionario. De otro modo, los mencheviques y los socialistas revolucionarios seguirán como lacayos del imperialismo» (Lenin, 1973).

Los que perdieron.

 Quizá hoy, sin la tensión que aquellos momentos de la historia suponía, con el ánimo combatiente que supondría el ver que la posibilidad de cambiar el rumbo de la historia se estaba poniendo al alcance del proletariado, el adjetivo de lacayos que Lenin dedica a los social-revolucionarios y mencheviques nos pueda parecer un tanto excesivos. Cada momento de la lucha de clases implica un lenguaje determinado. Los “buenos modales” sin duda habrán de guardarse en determinadas situaciones pero en otras pueden llevar a confusión. También podría parecer injusto centrarse únicamente en estas dos formaciones a la hora de hablar de los derrotados por la revolución soviética de 1917.

Para derrota, podríamos decir, la de los capitalistas y sus socios: los partidos monárquicos, los constitucionalistas y demás liberales. Para derrotados, los gobiernos aliados que declararon la guerra al gobierno soviético y los ejércitos de los blancos que provocaron una durísima guerra civil en la que fallecería buena parte de la militancia comunista más preparada. Pero en cualquier caso, y aun con estas reservas, parece llegado el momento de dar cuenta del “ser y estar” —las ideologías y los hechos— de esos dos partidos que salieron derrotados de la revolución de Octubre y no tanto, quizá, por el partido bolchevique, sino por sus propios errores tanto estratégicos como tácticos. Como ya dijimos anteriormente ese sería el sentido de esta intervención: clarificar errores, aprender de ello y aplicarlos, si fuere, a estos tiempos de hoy.

El partido social-revolucionario (SR) había sido fundado en 1901 por Víctor Chernov a partir de la integración de varios grupos de aquellos populistas naródniks que en las décadas anteriores se habían volcado en tareas de concienciación política entre los campesinos. A partir de su fundación extendieron sus trabajos de propaganda y formación a los núcleos obreros de las principales ciudades industriales, aunque su fortaleza siguió asentándose en las zonas rurales y entre los pequeños artesanos. En materia de política agrícola los eseristas defendían, frente al programa agrario bolchevique que reivindicaba la nacionalización, la socialización de todas las tierras de propiedad privada y su transmisión a comunidades organizadas democráticamente. Este programa ganó el apoyo de un campesinado que conformaría la base de su militancia. En su ideología convivía una mezcla de ideología socialdemócrata reformista y de populismo. Compartían con los marxistas la visión del capitalismo como sistema de explotación, pero basándose más en la lucha egoísta de todos contra todos que en la lucha de clases. Su estrategia, aun teniéndose por revolucionaria, era de tendencia revisionista, y así proponían el paso gradual desde el capitalismo al socialismo, concediendo mucho peso a las reformas por vía pedagógica. Desde el punto de vista económico proponían una nacionalización gradual de los medios de producción y la introducción de medidas encaminadas a mejorar las condiciones de vida de los trabajadores: seguro obligatorio y gratuito, limitación del horario laboral, participación en la gestión de las fábricas., etc. Políticamente defendían el derecho de autodeterminación de los distintos pueblos del Imperio y la creación de un estado republicano y federal. En comparación con las formaciones socialdemócratas de los bolcheviques y mencheviques, su ideología respondía a lecturas confusas del marxismo y el socialismo utópico. Se consideraban como el partido llamado a realizar la alianza entre los intelectuales urbanos y los campesinos bajo los auspicios de la razón crítica. Representaban el deseo de los reformistas ilustrados, de la llamada intelligentsia, de salvar al pueblo de sus servidumbres frente al sistema feudal autoritario representado por la autocracia zarista. Para ellos la revolución no sería ni burguesa ni socialista, sino parlamentario-democrática.

De alguna forma los social-revolucionarios se veían a sí mismos como mediadores entre la burguesía y el proletariado. Ese fue un poco el papel que pretendieron cumplir a partir la Revolución de Febrero. Al menos ese fue el papel que debió de adjudicarse a sí mismo Kerenski. Sin duda una de sus señas de identidad más notables era la relevancia que en su pensamiento se concede al papel de las comunas tradicionales en el camino de la revolución. Estas evitarían en el campo tanto la propiedad individual como la fase capitalista previa al socialismo.

Esta lectura se apoyaba en una lectura del marxismo que el propio Marx habría legitimado en su carta de contestación a la dirigente eserista Vera Zasúlich en la que señalaba:

«El análisis presentado en El capital no da pues razones en pro ni en contra de la vitalidad de la comuna rural, pero el estudio especial que de ella he hecho, y cuyos materiales he buscado en las fuentes originales, me ha convencido de que esta comuna es el punto de apoyo de la regeneración social en Rusia, mas para que pueda funcionar como tal será preciso eliminar primero las influencias deletéreas que la acosan por todas partes y, a continuación, asegurarle las condiciones normales para un desarrollo espontáneo» (Carta a Vera Ivanova Zasúlich, 8 de marzo de 1881).

La renuncia a la lucha de clases y la relevancia concedida al individuo dio lugar a la atención que otorgaban los eseristas a los derechos civiles y políticos en detrimento de las cuestiones sociales.

El inicio de la Primera Guerra Mundial dividió profundamente el partido social-revolucionario entre los defensistas, que apoyaban las políticas del ejército, y los internacionalistas, que se inclinaban hacia la búsqueda de negociaciones de paz que los acercaban a la postura “derrotista” y pacifista de los bolcheviques. A pesar de estas diferencias los eseristas, que se convirtieron en un verdadero partido de masas tras la Revolución de Febrero, mantuvieron hasta finales de 1917 la unidad. Lo consiguieron, eso sí, a cambio de su parálisis al tratar de conciliar las posturas divergentes internas.

En realidad la actitud política del Partido Social-Revolucionario iba a estar muy condicionada por la trayectoria política de Kerenski. La crisis de abril supuso la caída del kadete Miliukov, la incorporación de Chernov al Ministerio de Agricultura y el nombramiento de Kerenski como Ministro de la Guerra. Esta entrada de los eseristas y de los mencheviques en la coalición gubernamental fue aprobada por el Comité Ejecutivo del Soviet de San Petersburgo. En todo caso y aun con Chernov en el gobierno, único representante más progresista entre conservadores y socialistas moderados, no lograron sacar adelante ninguna reforma agraria, quedando siempre sus promesas como algo a plantear una vez que se hubiera elegido la Asamblea Constituyente, cuya fecha de realización también se iba retrasando. Pero si el partido debía buena parte de su popularidad a Kerenski, por vía del propio Kerenski vendría su crisis y decadencia.

Como ya se ha comentado, en el mes de julio se producen dos hechos que tienen al líder “carismático” como protagonista. Por un lado, se inicia una ofensiva, a fin de renovar los ánimos de un ejército hasta entonces paralizado, que si bien empieza triunfalmente acaba siendo un desastre desde el punto de vista militar. Casi al mismo tiempo tienen lugar también, sin el respaldo de los bolcheviques, revueltas y nuevos amotinamientos de tropas en San Petersburgo que por una vez el gobierno logra controlar, aprovechando la ocasión para iniciar con falsas acusaciones una persecución de los bolcheviques. Como recuerda Lenin:

«A partir del 4 de julio la burguesía contrarrevolucionaria, del brazo de los monárquicos y de las centurias negras, ha puesto a su lado a los eseristas y mencheviques pequeñoburgueses, apelando en parte a la intimidación, y ha entregado de hecho el poder a los Cavaignac, a una pandilla militar que fusila en el frente a los insubordinados y persigue en Petrogrado a los bolcheviques».

En ese momento la coalición entre el bloque de los socialistas comandado por Kerenski y los representantes kadetes de la burguesía desequilibra a favor de las fuerzas conservadoras el llamado sistema de “doble poder” que venía produciéndose desde la revolución de febrero. Es entonces cuando se produce “el episodio Kornilov”. El general que había reprimido las revueltas de julio despierta las sospechas de Kerenski que ordena su cese y este intenta un golpe de Estado, que fracasa dada la resistencia organizada por unos soviets en los que el peso de los bolcheviques se había venido incrementando de modo acelerado. El affaire Kornilov desvanece el ya menguado carisma de Kerenski, confirma que el poder real es de los soviets y las masas, así como provoca el reforzamiento de los bolcheviques lo que obliga al gobierno a excarcelar a aquellos de sus principales miembros detenidos. Era lógico: los militantes de base del partido (unos 24.000 en marzo; cerca de 115.000 un año después) habían constituido el núcleo principal de las unidades y comités revolucionarios creados para combatir a Kornilov.

Mientras se acerca Octubre el deterioro de Kerenski, ahora en calidad de presidente del gobierno de coalición con la burguesía, no deja de reflejar el deterioro de todo el país. En el frente empiezan a desertar masivamente los soldados; en el campo los campesinos asaltan y ocupan las grandes fincas de los terratenientes; en las ciudades industriales las huelgas pasan a formar parte de la vida cotidiana, la inflación es galopante y empiezan a escasear o faltar los alimentos imprescindibles.

El partido de los mencheviques nace como una fracción o corriente minoritaria (de ahí el nombre) del Partido Obrero Social-Demócrata de Rusia (POSDR) tras la separación de la fracción bolchevique que había tenido lugar en el Congreso de Londres, en 1903, como consecuencia de las discrepancias sobre el carácter y condiciones que habría de reunir la militancia.

Las principales diferencias con la fracción bolchevique tendría lugar a partir de 1908, cuando la posición menchevique se acercó a las tesis revisionistas que proponían la necesidad de una revolución por etapas: primero alcanzar la democracia, estableciendo alianzas con las burguesías reformistas, para luego gestionar el paso al socialismo. Esas posiciones ideológicas les llevarían a confluir a partir de la revolución de febrero con las posiciones de los social-revolucionarios y a apoyar las políticas de Kerenski, aunque con momentos de crítica. En palabras de Lenin: “La división entre mayoría [bolcheviques] y minoría [mencheviques] es una directa e inevitable consecuencia de la división entre un ala socialdemócrata revolucionaria y otra oportunista”.

Esta evolución hacia posiciones reformistas iba a originar fuertes disensiones en el interior del partido. Ya en 1914 Yuli Mártov, uno de sus indiscutibles líderes, se opuso frontalmente a la participación en la Primera Guerra Mundial, pero esta no sería una postura unánime en el partido. Algunos mencheviques llamaron a “defender la patria”, como el histórico Georgi Plejánov, aunque la postura mayoritaria que prevaleció fue la de los “internacionalistas”. Después de febrero del 17 los mencheviques, aunque con menor peso que los social-revolucionarios, tendrían una importante presencia en los soviets y llegarían a integrarse en el gobierno de coalición promovido por Kerenski.

La ideología de los mencheviques se forma a partir una lectura parcial y reduccionista del marxismo, al que no asumen como crítica del capitalismo sino como teoría que apoya su idea sobre lo inevitable que iba a resultar en el desarrollo histórico de Rusia el paso por una sociedad burguesa. Es decir, del marxismo entendieron la necesidad de una revolución democrático-burguesa; no la crítica del capitalismo, sino la crítica de los restos al feudalismo que quedaban en el imperio zarista. De este modo, los mencheviques conectaron con las ideas, ilusiones y deseos de la intelectualidad burguesa y pequeño burguesa de reformar el sistema a base de introducir las libertades democrático-parlamentarias, influyendo también sobre los sectores más moderados de la clase obrera atraídos por la participación en el sistema. Los que llamaríamos reformistas o revisionistas. A partir de la revolución de febrero se opondrían a las medidas que pudiesen separar a los socialistas de los burgueses liberales. El proletariado debía en su opinión apoyar al nuevo Gobierno provisional e incrementar su influencia en la política del país, pero sin tomar el poder, para el que el proletariado no se hallaba aún preparado.

El desarrollo de los acontecimientos que dan lugar a la represión anti bolchevique del mes de julio y su ambigüedad respeto a la paz les irá haciendo perder apoyo popular en favor de los bolcheviques. El 25 de Octubre, cuando los bolcheviques comunican el éxito de la revolución al Congreso de los Soviets de toda Rusia, los diputados mencheviques junto con los social-revolucionarios de derechas denuncian lo que llaman el golpe de Estado bolchevique y abandonan la reunión. Trotski toma la palabra y les emplaza: “¡sois gentes aisladas y tristes; habéis fracasado; vuestro papel ha terminado! ¡Id donde pertenecéis: al basurero de la historia!”.

Los caminos de la revolución: paso, giro, viraje.

 Si lo de lacayos de Lenin ya era fuerte, lo de basurero de la historia de Trotski no se queda atrás. Suponemos que por basurero se estaba refiriendo al olvido, al olvido como condena. Y en verdad que la condena se sigue cumpliendo. Apenas nadie recuerda a Mártov, el gran líder menchevique, ni a Tserelli, Chernov o Plejánov. La historia sigue dando vueltas, en espiral que avanza, y desde un punto de vista dialéctico los basureros no existen. Lo que parece ser basura en un momento —y los bolcheviques fueron acusados de ser eso en algún momento (ahora mismo incluso) — en otro momento emerge y cobra otro significado. Lo relevante como hemos venido proponiendo es entender “su entendimiento”, es decir, las relaciones que estos partidos mantuvieron con la realidad que la historia les iba poniendo por delante y que ellos leían e interpretaban en función de su experiencia, desde los objetivos y categorías ideológicas que conformaban sus miradas al mundo.

Claro que la primera pregunta sobre su fracaso tiene que ver con cuál era en definitiva su objetivo. Tanto por sus manifestaciones teóricas y programas como, y sobre todo, por sus hechos, podrá deducirse que la revolución que suponían defender era una revolución desde las reformas graduales que partía del entendimiento de que en Rusia no se daban las condiciones que el marxismo, en su lectura, reclamaba como posibilidad para que la revolución tuviera lugar. En ese sentido no deja de ser llamativa la insistencia con que los mencheviques recuerdan y se recuerdan que el proletariado ruso no está preparado, en cantidad y en toma de conciencia, para protagonizar tal acontecimiento. Una insistencia que suena a autojustificación. Un argumento que, por la enorme carga de subjetividad que vehicula, no deja de ser un recurso confuso y confusionista. Si en los mencheviques es eso de las condiciones objetivas y subjetivas lo que frena y desvía el impulso revolucionario, en el caso de los social-revolucionarios el suelo de sus interpretaciones es todavía más claramente ideológico, en cuanto que recurren más a un deseo que a una realidad —el deseo de que la sociedad rusa todavía no esté fatalmente atravesada por el capitalismo— para negar la lucha de clases y, por tanto, el papel protagonista del proletariado.

Ahora bien, creo que lo que hoy podría aprenderse de ese “no ver bien” de mencheviques y social-revolucionarios no sería tanto estos errores en la mirada cuanto su incapacidad para ver lo inesperado, lo que está sucediendo, la realidad no como lo dado o sabido: el valor de las comunas, la debilidad del proletariado, sino como algo que “es” cambio, transformación continua.

En ese sentido creo que las dos largas citas que hemos introducido de Lenin  nos permiten apreciar su enorme capacidad para ver los saltos que se están produciendo a lo largo de los meses que van desde febrero a octubre:

«La peculiaridad del momento actual en Rusia es el paso de la primera etapa de la revolución, que ha dado el poder a la burguesía, por carecer el proletariado del grado necesario de conciencia de clase y de organización, a su segunda etapa que debe poner el poder en manos del proletariado y de los sectores pobres de los campesinos… La maniobra de Kornilov se ha producido de manera completamente inesperada, y representa un giro en la situación casi increíble… El viraje del 4 de julio consiste precisamente en que, a partir de él, ha cambiado bruscamente la situación objetiva. El equilibrio inestable del poder ha cesado; el poder ha pasado, en el lugar decisivo, a manos de la contrarrevolución» (Lenin, 1973b).

Es la incapacidad de los mencheviques y social-revolucionarios para “dejar de tener razón” lo que les impide adaptarse a las circunstancias históricas en la que deben desenvolver sus programas políticos. No llega con tener razón, hay que tenerla en el momento oportuno, dice Lenin. Es su incapacidad para —manteniendo los principios, es decir, la revolución como objetivo— arriesgarse a no saber y ser capaz de compartir ese riesgo que son un conocer en marcha, puro dinamismo.

Mencheviques y social-revolucionarios revelan con sus hechos su absoluto desconocimiento del tempo de la revolución. Posponen la revolución y olvidan que ni la desesperación ni menos el hambre son para las clases oprimidas una forma de conocimiento. El hambre es la inteligencia, como decía Juan Blanco. Olvidan que la revolución es una forma de expresión de quienes no tienen mucho tiempo para andarse con rodeos. Porque el proletariado son aquellos y aquellas a los que se les ha desposeído de su tiempo. Los mencheviques y social-revolucionarios se quedan en una verdad estéril: el sujeto revolucionario no está preparado. Lenin no se queda encharcado en la verdad. Tampoco se trata de alabar, conociendo ya el futuro éxito de la revolución, la perspicacia del diagnóstico leninista. Mejor comprobar que también él, como los mencheviques, admite que el proletariado carece del grado necesario de conciencia de clase y de organización pero a partir de ahí Lenin no se queda en el “no se puede hacer nada”, sino que sostiene la necesidad de variar ese “aquí y ahora” a base de explicar con persistencia, paciencia y de manera sistemática los errores. Lenin no se resigna y busca, desde la revolución, la verdad revolucionaria: “explicar de un modo particularmente minucioso, paciente y perseverante”, “nuestra tarea es explicar de manera paciente, persistente y sistemática”. Explicar, explicar, explicar. Paciencia y perseverancia. Es decir, trabajo de base. Frente a la impaciencia por “tocar poder” de mencheviques y social-revolucionarios. Ese es el arma que Lenin propone a los revolucionarios. El arma de la revolución antes del fordismo, en el fordismo y en el postfordismo.

Bibliografía

Kerenski, Alejandro (1967), Memorias, Luis de Caralt Editor, Barcelona.

Lenin, Vladimir I. (1973a), «Sobre las consignas», en: Obras  Escogidas, Editorial Progreso, Moscú.

Lenin, Vladimir I. (1973b), » Tesis de abril», en: Obras  Escogidas, Editorial Progreso, Moscú.

Martínez Marzoa. F. (1976), De la Revolución, Alberto Corazón Editor, Madrid.

Trotski, León (2007), Historia de la revolución Rusa, Veintisiete letras, Madrid.

Fotografía de José Camó, "Banderas de Octubre".