14 de abril: fiesta, revolución y patriotismo democrático

España no ganó una guerra en el siglo XX. Tampoco un mundial de fútbol. No existen a bote pronto en nuestro imaginario colectivo imágenes de alegría colectiva comparables en su potencia a las de la liberación de París o el final de la Segunda Guerra Mundial, con el marine besando a la enfermera en pleno Times Square.

Tampoco nuestra Transición generó instantáneas de felicidad colectiva comparables a las del pueblo metiendo claveles en la boca de los fusiles, como en Portugal, o a la de los berlineses subidos al muro que durante tantos años les había dividido. La muerte del dictador tuvo que celebrarse con discreción, descorchando las botellas en la intimidad de los hogares antifranquistas. Los españoles tampoco se bañaron en las fuentes para celebrar la aprobación de la Constitución. Ni los Pactos de la Moncloa. Quizá lo más cercano a una gran celebración colectiva en ese periodo tuvo lugar la noche del 28 de octubre de 1982, con la arrolladora victoria electoral del PSOE tras obtener casi 10 millones de votos y el 48% de los sufragios.

Una jornada de felicidad nacional

En un siglo XX marcado por la herida trágica de la Guerra Civil cuesta mucho encontrar ese instante de alegría colectiva que de alguna manera pueda calificarse, con todas las precauciones debidas, de júbilo nacional. Sin embargo España también acarició en la pasada centuria esa jornada de felicidad nacional. Sucedió el 14 de abril de 1931, cuando multitudes de personas se echaron a las calles en todo el país para festejar la proclamación de la Segunda República española y la partida del rey Alfonso XIII al exilio. Todas las descripciones de aquel día coinciden en señalar el carácter alegre, festivo, casi de verbena, con el que se celebró en España la caída de la Monarquía. Una fiesta que aún se alargaría hasta el día siguiente, y donde no serían bien recibidos aquellos que trataban de aguarla, como el puñado de militantes comunistas, que subidos en una camioneta recorrerían las calles de Madrid ondeando banderas rojas y gritando consignas inflamadas: ¡Abajo la República burguesa!, ¡vivan los soviets!

Soy consciente de que exagero cuando hablo de jornada de felicidad nacional. También había, claro está, ese día cientos de miles de monárquicos derrotados en sus casas. Y sobre todo cientos de miles de campesinos en las zonas rurales más atrasadas del país, “peatones de la Historia”, por utilizar una poética expresión de Manuel Vázquez Montalbán, ajenos a toda pasión política, y que seguramente vivirían aquel martes de primavera con la indiferencia propia de un día como cualquier otro. Quizá como mucho con una pizca de curiosidad acerca de qué podría ser aquello de la República. ¿A qué me refiero entonces al hablar de una jornada de felicidad nacional? A ese estallido de alegría colectiva que también viviría otra buena parte del país, mayoritaria en las ciudades, y que se sentía en aquel momento “el pueblo” por antonomasia, la genuina representación de la nación española frente al Rey y su camarilla. Era la España que seguía y discutía con interés los acontecimientos políticos producidos desde el final de la dictadura, y para la que la Monarquía era una institución anacrónica y corrupta que lastraba el desarrollo y la modernización del país en una Europa en la que las monarquías habían entrado en crisis desde el final de la Primera Guerra Mundial. Para todos estos sectores sociales que políticamente iban desde el liberalismo democrático hasta el obrerismo socialista o anarquista, el 14 de abril de 1931 significaría la oportunidad de un punto y aparte en la historia de España. La ocasión para refundar el país sobre bases sociales y políticas más justas. La emergencia del pueblo y de la voluntad popular, secuestradas durante décadas por la corrupción, el caciquismo y el autoritarismo.

El republicanismo: un nacionalismo sin Estado

Durante seis décadas, desde el final de la I República, el republicanismo había sido en buena medida una suerte de nacionalismo español sin un Estado español con el que sentirse orgullosamente identificado. Significativo de este vacío y desafección había sido el desarrollo por el movimiento republicano de toda una simbología nacional propia, alternativa a la oficial del Estado, identificada para los republicanos con la Monarquía, pero no con la nación española. Una cosa era, pues, España, y otra la monarquía española. La introducción del morado en la enseña nacional, con la invención de la bandera tricolor, inicialmente ligada a los ambientes republicanos federales, pero progresivamente asumida por todos los republicanos, pretendía reforzar la “castellanidad” del símbolo, y su componente antimonárquico, estableciendo así un puente histórico entre el moderno republicanismo y el movimiento antiabsolutista de los Comuneros castellanos del siglo XVI, cuyo color era precisamente ese. ¿El himno? Un problema todavía mayor. Aquí hay división de gustos, pues junto con el “Himno de Riego”, considerado algo chabacano y populachero, competía en popularidad como marcha oficiosa del republicanismo español…. “La Marsellesa”. Nada más y nada menos que el himno oficial de la República francesa, el Estado heredero del imperio napoleónico que había invadido España en la primera década del siglo XIX. La discusión en los primeros meses de la Segunda República sobre cuál debía ser el himno oficial del nuevo régimen derivaría en el llamado “Pleito de los Himnos”, tema difícil de resumir en pocas líneas y que daría para otro artículo.

Para unas élites progresistas, que por un lado eran afrancesadas pero por otro se sentían herederas de los patriotas del 2 de mayo de 1808, buena parte de los males de España venían del fracaso de su “revolución francesa” en el siglo pasado. El 14 de abril suponía para estas la realización, por fin, de la revolución liberal inacabada en el siglo XIX. Ahora de una forma incruenta, sin guillotina ni derramamiento de sangre. Una “revolución elegante”, como la ha definido con gran fortuna el historiador Rafael Cruz, que se apoyaba en la legitimidad de los resultados de las candidaturas republicano-socialistas en las grandes ciudades y las principales capitales del país, identificadas como la genuina representación de la voluntad popular y del pulso de la nación. Y es que para los dirigentes e intelectuales republicanos la revolución del 14 de abril iba mucho más allá del fin de la Monarquía. Suponía la reconciliación entre nación y Estado, una vez desaparecida la distorsión producida por cinco siglos de despotismo monárquico que había identificado el nombre de la nación con los intereses familiares de dos dinastías de origen extranjero. España recuperaba así, según el intelectual socialista Luis Araquistáin, sus genuinas esencias democráticas perdidas en la Edad Moderna con la implantación de la monarquía absoluta por Carlos V. “España, paciente, pero no muerta, como muchos creían, ha dado un admirable ejemplo de dignidad histórica y de energía viril”, escribía Araquistain en abril de 1931 en un artículo para El Sol que precisamente titulaba “1521-1931”. El socialista se refería así al largo periodo de tiempo transcurrido entre el aplastamiento de la revuelta comunera y la revolución democrática del 14 de abril:

“En abril de 1521, el absolutismo austríaco, instaurado en España, aniquiló en Villalar a los comuneros castellanos, representantes de las democracias municipales. En abril de 1931, los Ayuntamientos españoles derrotan, jurídicamente, a la Monarquía absolutista y restauran la República. Se cierra un gran ciclo histórico. Se consuma, pacíficamente, una honda revolución, que en su sentido etimológico quiere decir volver al punto de partida. Volvemos a 1521, a la suprema soberanía popular. Son cuatro siglos y diez años.  Muchos siglos y muchos años. Pero pocos si se tiene en cuenta la majestad de esta revolución española, única en la Historia. Tanto como una grandiosa epopeya política es una magnífica obra de arte”.

Una revolución elegante

Los críticos conservadores siempre recuerdan que los monárquicos fueron los vencedores de las elecciones del 12 de abril gracias al voto rural. Esto vendría a demostrar la ilegitimidad con la que nacía el nuevo régimen, tan pretendidamente democrático. Es cierto. Ni los republicanos ganaron las elecciones en votos, ni aquellas elecciones fueron convocadas como un referéndum sobre Monarquía o República.  Y es que muchas veces se nos olvida que el 14 de abril fue en efecto una revolución. Así lo vivieron y así se refirieron a ella sus contemporáneos, que hablarían sin rodeos de “la revolución española”. Una revolución pacífica y republicana, emparentada con otros procesos revolucionarios y democratizadores que acontecieron en la Europa de aquel momento, como la revolución portuguesa de octubre de 1910, la revolución rusa de febrero de 1917 o la revolución alemana de noviembre de 1918. Una revolución en la que fueron fundamentales el empuje social desde abajo, por parte de unas clases populares cada vez más organizadas e interesadas por la participación política, y desde las periferias, con el republicanismo catalanista como gran ariete democratizador y rupturista. Ambos vectores serían claves para que los heterogéneos líderes madrileños, temiendo ser desbordados por los acontecimientos, se decidieran finalmente a actuar el 14 de abril.

Recordemos que junto a la famosa proclamación de la República en la villa armera de Eibar, Gipúzkoa, que ha pasado a la historia como la más madrugadora, desde primera hora de la mañana se iría dando en todo el país un goteo de proclamaciones republicanas a nivel local. La más importante de ellas sería la de Barcelona, hacia el mediodía. Una proclamación por partida doble, que también reflejaba las dos almas, no siempre bien avenidas, de Esquerra Republicana de Catalunya: la más cercana al republicanismo español encarnada por Lluís Companys, y la más nacionalista, personificada por Francesc Maciá y los antiguos militantes de Estat Catalá, menos preocupada por acompasar los ritmos de Madrid y Barcelona, y que confiaba en la oportunidad política del final de la Monarquía para conquistar una relación de tipo federal o confederal entre Catalunya y el resto de España. La primera de esas dos proclamaciones que viviría Barcelona aquel 14 de abril sería llevada a cabo por Companys, y se limitaría a anunciar la llegada de la Segunda República española. La segunda, efectuada más tarde por Maciá, ya hacia el final de la mañana, le desautorizaría y proclamaría el Estado catalán de la Federación de Repúblicas Ibéricas. Los acontecimientos barceloneses despejarían las últimas vacilaciones de los políticos madrileños y precipitarían el ultimátum al monarca por parte del Comité Revolucionario presidido por Niceto Alcalá Zamora.

El 14 de abril en la construcción de un imaginario español democrático

Siempre oscurecido por presentarse como el preludio de la Guerra Civil, el 14 de abril fue sin embargo no sólo un estallido de euforia popular del que dan cuenta las imágenes y los testimonios de la época, sino también un acontecimiento político que deslumbró a toda Europa por su carácter a la vez revolucionario y pacífico, modificando positivamente la imagen internacional de España y aumentando el interés por nuestro país. Su recuerdo bien podría ocupar un lugar privilegiado en la construcción de un imaginario democrático de lo español, alternativo al nacionalismo español excluyente que hoy encarnan unas derechas radicalizadas, venidas arriba y convertidas cada vez más en el principal sostén del reinado de Felipe VI.

La propuesta que aquí se quiere lanzar es la promoción de un recuerdo de nuestra revolución lo más plural, poliédrico e incluyente posible, para convertir así al 14 de abril en punto de encuentro. Un lugar de memoria optimista y esperanzador, compartido por las diferentes tradiciones democráticas y progresistas de España. Desde un centro derecha liberal y moderno, desvinculado de la ultraderecha, hasta las diferentes expresiones de las izquierdas, pasando por los nacionalismos periféricos. Un recuerdo que debería “desguerracivilizarse”, separando cuidadosamente 14 de abril de 1931 de 18 de julio de 1936. Destacando, frente a la visión oscura que el relato neofranquista viene construyendo de la República desde la segunda legislatura de Aznar, el carácter democrático, pacífico, popular, plurinacional y sobre todo alegre del 14 de abril. Y es que el futuro al que aspiramos también necesita imágenes luminosas de su  pasado.

Diego Díaz Alonso (@DiegoDazAlonso1) es historiador y autor de Disputar las banderas. Los comunistas, España y las cuestiones nacionales (1921-1982) (Trea, 2019).

Fotografía: Bundesarchiv Bild. Celebración del 14 de abril de 1931 en Barcelona.