¿A qué tiene miedo la Unión Europea?

En un escenario global en el que no termina de encontrar su sitio, la Unión Europea se encuentra sumida en su enésimo proceso de reinvención. Esta vez resurgen viejas tensiones en torno a la Conferencia sobre el Futuro de Europa, fruto de las contradicciones de un proyecto inacabado y en constante mutación. La voluntad de ir agregando estructuras de Estado propias de la UE, como la Guardia Europea de Fronteras y Costas (Frontex) o la Fiscalía Europea, sin que eso suponga el fin de las diferentes estructuras de cada Estado miembro, da muestra de ello. Sin embargo, desde el inicio de la pandemia del Covid-19 el eje de estos debates en la UE se ha centrado en la política exterior y de seguridad común. Como reacción a la pérdida de centralidad de Europa en la geopolítica mundial, en Bruselas se suceden las propuestas que pretenden convertir a la UE en un actor relevante, en vez del actor secundario que la crisis de Rusia-Ucrania ha vuelto a poner de manifiesto que es.

Pero las propuestas como el fin de la norma de la unanimidad en la toma de decisiones sobre política exterior, o la Brújula Estratégica –el proyecto estrella del Alto Representante, Josep Borrell– no se articulan en torno a un discurso de construir alianzas mutuamente beneficiosas o potenciar el rol de la UE en los foros multilaterales. Al contrario, se construye en torno a un discurso del miedo perfectamente alineado con la narrativa que emana de los centros de pensamiento ligados a la OTAN. El eje de este relato es la imagen de una Europa caracterizada como un lugar pequeño y arrinconado, que se encuentra bajo constantes amenazas de los actores que tiene a su Este: principalmente Rusia y China. Y para promover este relato la herramienta que se utiliza es la amenaza de guerra híbrida.

El concepto de guerra híbrida, que no tiene una definición internacionalmente aceptada, se caracteriza por ser deliberadamente amplio. De acuerdo a este marco, cualquier elemento que resulte mínimamente disruptivo al statu quo es susceptible de ser calificado como fruto de una intervención extranjera hostil. Desde un movimiento social contestatario, hasta la presencia de un medio de comunicación. Con esta narrativa de una UE que está siendo atacada, la derecha europea ha pedido incluso la ilegalización de medios como Russia Today en territorio comunitario.

El concepto ha venido desarrollándose poco a poco a lo largo de la última década, utilizándose de forma progresiva. Y ya en 2017 se inauguró el Centro de Excelencia Europeo para la lucha contra las amenazas híbridas, un centro financiado por la UE y la OTAN con sede en Helsinki, que ejerce de centro de pensamiento y articulador de diferentes académicos especialistas en este tema. Su ubicación en el país de la UE que comparte una frontera más extensa con Rusia no es casual y muestra cómo este concepto se utiliza de forma constante en la estrategia de confrontación con Moscú.

Un ejemplo claro de esta flexibilidad del término para introducir la vinculación con Rusia en la narrativa de diferentes conflictos que vive la Unión Europea es lo que hemos visto en las últimas semanas en la frontera entre Bielorrusia y Polonia y, por supuesto, en la frontera de Rusia, donde la utilización de esta categoría ha permitido que la llegada de unos miles de personas refugiadas haya permitido poner en suspensión toda una serie de derechos básicos –impidiendo el derecho al asilo, suspendiendo la libertad de movimiento de toda la población, o bloqueando el trabajo de los periodistas en la zona–.

De esta forma, lo sucedido en la frontera oriental de la UE nos demuestra la laxitud del término, puesto que este jamás se ha utilizado cuando las personas migrantes son instrumentalizadas por los tiranos amigos de Europa como Erdogan o los monarcas marroquíes. Pero en un contexto de enfrentamiento con Rusia en el que Bielorrusia y Ucrania se ha convertido en tableros de juego, esta calificación resulta tremendamente funcional. Por otro lado, nos demuestra además que esta es una narrativa también funcional a los intereses de la extrema derecha y los gobiernos que ya ostenta en la UE. El Gobierno ultraconservador polaco, por ejemplo, ha sido el principal abanderado de esta clasificación como guerra híbrida, e incluso ha llegado a sopesar la activación de la cláusula de apoyo mutuo de la OTAN.

Desde hace años, los gobiernos de extrema derecha en Polonia, Hungría o Eslovenia y sus partidos aliados han utilizado este discurso de una Europa atacada desde fuera para avanzar en sus posiciones e imponer recortes en derechos fundamentales. Así, no solo han conseguido aprobar leyes como la que limita gravemente el trabajo de asociaciones y ONGs en Hungría –sembrando la constante sospecha de que son agentes extranjeros–, sino que, sobre todo, han conseguido cuestionar una serie de consensos sobre los que se asienta nuestro modelo de derechos.

El cuestionamiento y la progresiva ruptura de los consensos sobre los derechos por parte de la extrema derecha y la construcción de una política exterior europea basada en la existencia de amenazas externas de las que defenderse, son dos cuestiones que se entrelazan. La extrema derecha vuelve a imponer una agenda del miedo ante la pasividad de una izquierda que aún no es capaz de construir una propuesta alternativa europea lo suficientemente detallada. Y así, el bloque político de derecha liberal hegemónico en la UE y el bloque de la extrema derecha se alimentan mutuamente presentando una confrontación en lo electoral respecto a algunas cuestiones, pero manteniendo la unidad en cuanto a un proyecto económico y de modelo de producción que, en nuestro contexto de crisis ecosocial, es insostenible.

El movimiento del tablero hacia la derecha ya es perfectamente constatable cuando la presidenta de la Comisión Europea, Ursula Von der Leyen, califica la llegada de refugiados a Polonia como un ataque, o describe el papel de Grecia en tanto que Estado fronterizo como “escudo de la UE”. También, cuando las políticas del Gobierno polaco, que han merecido la apertura de un proceso por vulneración del Estado de Derecho, puede ser perfectamente apoyado desde Bruselas cuando las víctimas de esa vulneración de derechos son personas migrantes o demandantes de asilo.

Ante esta paulatina destrucción de los derechos adquiridos, la estrategia de la izquierda en la última década ha sido puramente reactiva. Es evidente que hay que defender los consensos construidos en torno a los derechos humanos, pero esto no es suficiente, y se ha demostrado que es un marco que no tiene capacidad de apelar a personas desmovilizadas.

Los grandes movimientos sociales de este tiempo –el movimiento feminista y el movimiento de justicia climática–, se cimientan precisamente sobre la generación de nuevos derechos y, por tanto, nuevos consensos. Es imprescindible aprender una lección de estos movimientos que, sin estructuras rígidas detrás, han conseguido ser masivos precisamente interpelando a las personas en la creación de nuevos marcos. Frente a quienes atacan frontalmente los derechos humanos, la estrategia no puede ser la de apretarnos juntos en una pequeña trinchera para defendernos, sino la de salir a disputar nuevos derechos que son urgentes.

El apoyo socialdemócrata a la nueva presidenta conservadora del parlamento, la conocida antiabortista Roberta Metsola, en vez de la candida del GUE, Sira Rego, ejemplifica de manera paradigmática cómo no hay que combatir a las derechas.

Jon Rodríguez Forrest (@JonSForrest) es responsable de relaciones internacionales de IU y coordinador de su delegación en el Parlamento Europeo.