Alemania, 1918-1919: la revolución que no pudo ser

En 2017, conmemoramos el centenario de la revolución rusa; el año pasado, el final de la Gran Guerra. La “revolución alemana” o, por decirlo más propiamente, su fracaso, es heredera de ambos acontecimientos: hija confesa –incluso imitadora- del Octubre ruso y consecuencia directa de la terrible matanza que, entre 1914 y 1918, asoló los campos de Europa. Igual que lo sucedido en el imperio zarista con los “diez días que conmovieron al mundo” –en la conocida expresión de John Reed–, el berlinés “enero rojo” de 1919 condensa, en el breve lapso de unos pocos días, imágenes y procesos de mayor alcance temporal, pues aunque las visiones épicas suelen asociarse a cambios súbitos y radicales, estos en modo alguno resultan entendibles sin complejos procesos de maduración previos.

Una comparación entre lo sucedido en Rusia y en Alemania, los dos hitos más descollantes de la oleada revolucionaria que acompaña y sigue a la Gran Guerra, corre el riesgo de resultar forzada en alguno de sus extremos: ni la económicamente desarrollada Alemania era la atrasada Rusia, ni Rosa Luxemburgo, por su carácter o su papel, casa bien con la imagen de “la Lenin alemana”. Pero un cotejo, aun superficial, entre ambos casos tal vez sirva para propiciar una reflexión histórica con resonancias políticas incluso en el presente, por más que el cambio de ciclo histórico de las últimas décadas aconseje extremar las precauciones a la hora de evitar juicios anacrónicos. También nos permite poner en juego hipótesis contrafactuales, siempre delicadas pero justificables –de forma limitada y controlada– cuando se trata de analizar encrucijadas históricas, y en la medida en que nos remiten a los supuestos y las estimaciones presentes en el obrar de los propios protagonistas. En otros términos, podemos preguntarnos legítimamente, ¿qué hubiera sucedido si triunfa la revolución alemana? O ¿acaso era inexorable que sucediera lo que sucedió?

Al igual que en Rusia, la revolución y su desenlace son producto de la guerra. Ante todo, del rechazo a la barbarie de una sociedad burguesa que, con tan aguda pluma, nos describió Rosa Luxemburgo en su folleto La crisis de la socialdemocracia: “avergonzada, deshonrada, nadando en sangre y chorreando mugre”. Es también fruto de la “traición” de los principales dirigentes del movimiento socialista, que enfatizaron igualmente, en tonos indignados, Lenin o la propia Rosa. La diferencia entre Rusia y Alemania radica en que, en este primer país, se produjo un hundimiento del Estado y un vacío de poder y, en el caso alemán, más allá de la inevitable caída de la monarquía tras la rendición militar, se mantuvieron casi incólumes la fortaleza de sus clases dominantes e incluso las bases del viejo militarismo prusiano. Otra disimilitud importante era la presencia en Alemania de una fuerte socialdemocracia mayoritaria (SPD), colaboracionista con su burguesía en la “unión sagrada” frente al enemigo exterior durante la guerra, y que, con algunas maniobras tácticas, logró mantener la fidelidad de la mayor parte de la clase obrera y frenar a una izquierda radical que era aquí relativamente débil y, sobre todo, dispersa y fragmentada. El Grupo Espartaquista que, bajo la dirección o inspiración de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburgo, se fue configurando en la oposición frontal a la contienda, a diferencia del Partido Bolchevique ruso, carecía tanto de la claridad de objetivos de éste –en especial de su principal dirigente– como de la hegemonía amplia o incontestada entre las fuerzas partidarias de la ruptura revolucionaria, además de encontrarse, al final de la guerra, orgánicamente vinculado al heterogéneo y vacilante Partido Socialdemócrata Independiente (USPD).

Otra diferencia –por continuar el cotejo– radica en que en Alemania no existían problemas añadidos esenciales que permitieran agrupar a fuerzas y reivindicaciones diversas en pro de la revolución (como la aguda “cuestión campesina” o la de las nacionalidades en Rusia); si bien es cierto que, en la medida en que existieran, la proverbial desconfianza del liderazgo (particularmente Rosa Luxemburgo) hacia las “mediaciones tácticas” o la “política de alianzas”, seguramente no hubiera sabido aprovecharlas como en Rusia. La revolución alemana se planteó, pues, como un proceso exclusivamente obrero, y, tal como la experiencia histórica mostraría después, resulta sumamente difícil –por no decir imposible– el triunfo de una revolución de componente estrictamente proletario; las revoluciones son siempre fenómenos complejos, híbridos e “impuros”.

Rosa Luxemburgo, que era plenamente consciente de la inexistencia, en el momento, de condiciones objetivas y sobre todo “subjetivas” para la revolución, se vio presa de su sentido ético a la hora de asumir un papel destacado en los acontecimientos, pero también de su convicción en la capacidad de las masas para aprender con rapidez en el transcurso del proceso. Los niños nacen gritando, aseguraba gráficamente para justificar el peligroso “infantilismo revolucionario” del recién constituido Partido Comunista y augurar, de paso, su pronta superación. Pero no hubo tiempo para esa maduración, que en Rusia también se produjo, en condiciones bien distintas, entre febrero y octubre.

El desarrollo de la “revolución alemana” es bien conocido, pero no está de más recordar alguno de sus detalles. El intento frustrado, en octubre de 1918, de abrir paso a una monarquía constitucional mediante un proceso controlado desde arriba dio lugar a la formación de consejos de obreros y soldados y a la marcha del emperador, quedando el poder en manos de los socialistas mayoritarios y de un Consejo de Comisarios en el que también participaban miembros del USPD, pero con mayoría de los “moderados”.

Entre noviembre y diciembre, los socialistas mayoritarios, apoyados por los sindicatos (en suma, los artífices de la “unión sagrada”) lograban estabilizar la situación, gracias a los pactos con la burguesía y los acuerdos con los militares. La mayoría del SPD en los consejos encaminó a estos hacia una práctica bien diferente de los soviets rusos, mientras los sindicatos pactaban con los patronos algunas mejoras (convenios colectivos, jornada de ocho horas, vagas promesas de “control obrero”), preparando el clima para la convocatoria de la asamblea constituyente en el mes de enero y el encauzamiento del proceso hacia una solución democrático-parlamentaria.

Por el contrario, la izquierda socialista mostró desde el principio su división y su inmadurez, intentado quemar etapas con el objetivo de imitar el modelo soviético sin condiciones para ello, obnubilada por las grandes movilizaciones de masas ansiosas de cambios, pero no por ello partidarias de una revolución social inminente. La incapacidad para atraer al “bando revolucionario” a un vacilante y heterogéneo USPD dejará aún más aislados a los sectores radicales. Los dirigentes espartaquistas liberados o salidos a la luz tras el fin de la guerra intentaron cabalgar sobre esta compleja situación con criterios distintos, más “izquierdistas” y voluntaristas en el caso de Liebknecht, más realistas en Rosa Luxemburgo, sin ser capaces de contrarrestar mínimamente la fuerza de una alianza contrarrevolucionaria que acabará con el asesinato de todos ellos y el aplastamiento del movimiento, en enero de 1919.

En diciembre, tenía lugar la fundación del Partido Comunista Alemán, agrupando a los espartaquistas y otros grupos menores, con predominio de posiciones ultraizquierdistas que ni siquiera el prestigio de Rosa Luxemburgo lograría contrarrestar. El nuevo partido (KPD) nacía con la expectativa de una revolución inmediata, aprobando, también contra la opinión de Rosa o Leo Jogiches, el boicot a las elecciones de la constituyente. Una vez aisladas las fuerzas de la izquierda, la provocación contrarrevolucionaria –destituyendo al jefe de policía berlinés, un socialista de izquierda– provocó una intensa agitación en Berlín, habitualmente considerada el ápice de la revolución. Liebknecht y algunos sectores de la izquierda del USPD plantearon la movilización no como una huelga para presionar o medir las propias fuerzas (según pretendía Rosa Luxemburgo y acordó la dirección del naciente KPD), sino como un movimiento para la destitución del gobierno encabezado por el socialista del ala derecha Friedrich Ebert. La contrarrevolución, con plena complicidad de los socialdemócratas mayoritarios, lanzó entonces contra los sectores revolucionarios a los grupos paramilitares anticomunistas (los “freikorps”), que no sólo asesinaron a Liebnecht o Luxemburgo, sino que aplastaron el débil movimiento revolucionario y continuaron con su “terror blanco”, provocando miles de víctimas, en los meses sucesivos.

El exceso de izquierdismo de algunos dirigentes de entonces tuvo, sin embargo, muchas menos consecuencias que la actitud contrarrevolucionaria de los socialistas mayoritarios. Colaborando en esta limpieza criminal, la dirección del SPD cortó los puentes con los sectores revolucionarios que terminarían desembocando en un partido comunista reconstruido sobre bases más amplias en el período inmediatamente posterior; lo cual dificultaría acuerdos posteriores, como los que pretendía la Internacional Comunista con su política de “frente único”, pero también –lo que es más importante– los que hubieran sido necesarios para intentar frenar el ascenso del nacionalsocialismo. La socialdemocracia, contribuyendo decisivamente a la derrota implacable de la revolución y aliándose con la reacción, no sólo propició la desafección de la izquierda y de amplias capas populares hacia la conocida como República de Weimar que entonces se estableció, sino que renunció, asimismo, a una política de reformas contra el militarismo prusiano y contra la oligarquía industrial y terrateniente, que hubieran facilitado una salida renovadora en Alemania, cortocircuitando los mecanismos de alimentación del futuro nazismo. No debemos olvidar que los “freikorps” nutrieron el primer golpe derechista contra la República, el de Kapp, sólo un año más tarde, y que el nuevo régimen se caracterizó por una notable inestabilidad y deslegitimación, que favorecieron la posterior salida autoritaria. A menudo, la alternativa al sufrimiento que provoca inevitablemente una revolución es otro, mucho mayor, que genera su fracaso.

El fiasco de la revolución alemana rompía además con las expectativas de quienes protagonizaron la revolución en Rusia, a la que consideraban simple preámbulo de la que tendría que producirse en los países desarrollados (Alemania era, sin duda, el principal candidato). Tras la ofensiva optimista de los primeros años que siguen a la creación de la III Internacional (marzo de 1921), vendrían los frustrados intentos de alianza (frente único) con la socialdemocracia que el foso previamente cavado hacía inviables, y el repliegue del “socialismo en un solo país”, que arrastró al aislamiento sectario al movimiento comunista durante más de una década. Aunque las hipótesis contrafactuales son –como señalamos– siempre arriesgadas, si no creemos en el determinismo estricto y la inexorabilidad de los procesos históricos, podemos imaginar otros desarrollos alternativos, tanto si (como parece improbable) hubiera triunfado de manera rápida la revolución de los consejos, como si se hubieran abierto perspectivas de éxito para el futuro, o simplemente si se hubiera consolidado una democracia avanzada, rompiendo con las hipotecas políticas y sociales heredades de la Alemania Guillermina de la preguerra. No cabe duda de que todos esos futuros imaginados habrían resultado, obviamente, mejores que lo que luego sucedió.

También cabe pensar en que el movimiento comunista que entonces se constituyó hubiera sido más plural, no monopolizado por la tradición bolchevique y las huellas que en ella pervivían de la peculiar situación rusa. Riesgo éste que, ciertamente, llegó a atisbar Rosa Luxemburgo, pero que también evocaría el propio Lenin. Tal vez hubiera sobrevivido o habría podido entrar en juego la rica herencia teórica luxemburguista, con su “realismo revolucionario”, su peculiar dialéctica de la organización y del papel de las masas (tan distinta a la visión de Lenin), su énfasis en la importancia (no sólo ética, sino también política) de la democracia socialista, sus prevenciones frente al nacionalismo… y tantos otros planteamientos relevantes. La historia fue, como sabemos, por otros derroteros, pero eso no impide que hoy reflexionemos sobre los caminos inéditos o, como decía Walter Benjamin, acerca de las posibilidades no realizadas; o que podamos leer la historia del movimiento revolucionario, sin anacronismos ni inadecuadas traslaciones de contextos, recuperando operativamente partes de tradiciones que la propia historia oscureció.

El fracaso de la revolución alemana no puso fin a la intensa convulsión social que siguió al final de la Gran Guerra en Europa, si bien –salvo episodios intensos pero efímeros y a despecho de las esperanzas de la nueva Internacional Comunista– constituye el punto final del proceso de cambio revolucionario a gran escala que hubiera podido producirse, así como el comienzo de la estabilización burguesa. La construcción de un nuevo mundo que pusiera fin a la barbarie desplegada de la sociedad burguesa, que se repetiría amplificada dos décadas más tarde, no fue, entonces, posible. El orden que volvió a reinar en Berlín, al que se refería Rosa Luxemburgo en su último y conmovedor artículo de prensa, no significó –a diferencia de lo que su optimismo le hacía creer– el principio de un nuevo ciclo revolucionario, sino de una restauración que propició la emergencia de la “peste parda” que –esa sí– conmocionaría Europa en un sentido bien diferente unos años más tarde.

Francisco Erice es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Oviedo y coordinador de la Sección de Historia de la FIM.

Fotografía de Álvaro Minguito.