Apuntes en mitad de la crisis

Si algo va quedando claro con el paso de las semanas, desde que el mundo entero vive bajo la amenaza del COVID-19, es que la doctrina política y económica neoliberal se ha revelado ineficiente ante un problema de tal envergadura como la pandemia provocada por dicho virus.

El egoísmo universal lleva a una sociedad a su autodestrucción. Como ha demostrado la teoría de juegos evolutivos (véase, por ejemplo, el trabajo de Christoph Adami y Arend Hintze)[1], la estrategia «mezquina y egoísta» no es una «estrategia evolutivamente estable». Los seres humanos somos seres interdependientes. A largo plazo, la estrategia social más provechosa para todas las partes es la cooperación y no el individualismo depredador. Por eso, como decía Kant en La paz perpetua, hasta un pueblo de demonios desearía regirse por un modelo constitucionalista antes que dejar actuar a cada individuo a su libre arbitrio, con tal de que todavía conservasen el entendimiento.

El criterio de rentabilidad no sirve para la gestión de aquellos bienes que, por su naturaleza, afectan a derechos esenciales, como es el derecho a la salud. Por ello, en estas semanas estamos viendo la necesidad de poner los medios de titularidad privada al servicio de la colectividad. El mercado supuestamente autorregulado es incapaz de producir una asignación justa de recursos, como para dar respuesta a las necesidades de atención médica de todas las personas que ahora están enfermando por el coronavirus. Se pone de manifiesto que sin una adecuada intervención del Estado, sin una fuerte inversión pública y una importante planificación económica, nos veríamos abocados al más estrepitoso de los desastres. El Estado no ha muerto. Sigue siendo, hoy, tan necesario como ayer.

La globalización económica neoliberal ha traído con ella la fuga del capital, cada vez más volátil y escurridizo, que produce preferentemente allí donde puede asumir menores costes. Esto se hizo patente por la falta de mascarillas, batas médicas y otros instrumentales y materiales básicos de trabajo, lo que demuestra que nuestra economía ha perdido músculo productivo en beneficio de un modelo de desarrollo muy endeble, basado en un sector servicios que es puro humo.

En verdad, una gran parte de la actividad económica que sustenta a nuestra sociedad es inútil, explotadora, perjudicial para el medio ambiente, nociva para la salud, puramente especulativa, etc. Pensemos en tantas y tantas cosas: la prostitución, el tráfico de armas, el negocio de los juegos de azar, el turismo desaforado, el sinsentido futbolístico, la mayor parte de las finanzas, las empresas multinivel, las ventas de mil cosas totalmente absurdas…

Walter Benjamin decía que la revolución no es un momento de aceleración, sino, al contrario, un momento de echar el freno a la «locomotora del progreso» que nos lleva hacia el abismo. Ahora que la locomotora debe ralentizarse a la fuerza para que podamos preservar la vida, podemos intentar dar un giro a la trayectoria. Y tal vez de ahí demos un salto hacia otro lugar no previsto que habrá de traer, en algún futuro indeterminado, nuevas oportunidades.

Podríamos, por un momento, imaginar cómo sería una economía basada en necesidades humanas reales y no en la producción permanente de necesidades ficticias; una economía que basara su funcionamiento en la satisfacción del bien común y no en una lógica privatizadora de todos los ámbitos de la vida, cuya única razón de ser es la reproducción de las condiciones que permiten la rentabilidad del capital.

Entonces deberíamos tratar de consensuar socialmente un listado mínimo de necesidades elementales que tendrían que elevarse como pilares de la economía: la salud, la educación, la vivienda, la alimentación, el cuidado de ancianos o personas dependientes, la seguridad, la información, la investigación científica, la innovación tecnológica, la producción de energía, el transporte, la protección del medio ambiente, la «cultura» y las artes en general y un ocio controlado.

El Estado debería tomar las riendas del control de la economía y, con la Constitución como referente, indicar cuáles son los sectores preferentes. El objetivo sería construir un sistema económico orientado hacia la reciprocidad, que satisfaga las necesidades humanas, que respete los ciclos ecológicos y pueda mantenerse en el tiempo sin agotar los recursos.

Una Renta Básica Universal ayudaría a conseguir tal objetivo. No es la única medida que puede tomarse, ni la panacea que vaya a solucionar todos los males, pero me parece que en la situación actual es la propuesta que tiene mayor capacidad transformadora de la sociedad.

En primer término, la Renta Básica permitiría que las clases populares (la mayoría social) podamos tener aseguradas unas condiciones mínimas para el ejercicio de nuestra libertad, en un contexto de destrucción masiva de empleo en el que la existencia material de las personas no puede ya quedar vinculada a la posesión de un «puesto de trabajo».

Además, podría contribuir a eliminar buena parte de los empleos-basura que en las condiciones actuales de nuestro sistema siguen siendo para muchas personas su única forma de subsistencia. Gracias a una Renta Básica, las personas ya no se verían abocadas a aceptar trabajos denigrantes porque dispondrían de un mayor margen de maniobra a la hora de planificar sus vidas. Muchas actividades socialmente nocivas que la gente sigue realizando, por lo general, por un móvil exclusivamente económico, podrían ser abandonadas, repercutiendo así en una mejora de la calidad de vida.

Y si bien no supondría la erradicación total de las estructuras de explotación, sí podría contribuir a una importante modificación de las relaciones en el «capitalismo realmente existente», pues también tendría otros efectos tales como reducir las jornadas laborales, embridar a los poderes financieros y facilitar el reparto de las tareas domésticas y de cuidados.

Por otro lado, una nueva política fiscal, fuertemente progresiva, será necesaria para hacer frente a la devastación económica que se avecina. Es imprescindible que las grandes rentas aporten a la reconstrucción social proporcionalmente más que las rentas bajas. No debe repetirse lo ocurrido tras la crisis de 2008, la cual terminamos pagando las clases trabajadoras, con el resultado de un mayor empobrecimiento de la población y una mayor desigualdad social.

Con todo, es muy dudoso que el capitalismo vaya a morir tras esta crisis. Ha sido capaz de sobreponerse a otras muchas. En su artículo «Contra el optimismo»[2], Javier Sampedro vaticina que cuando esta crisis termine y podamos volver a salir de nuestras casas, se impondrá de nuevo la «normalidad» a la que estábamos acostumbrados.

Motivos para el optimismo no hay muchos, francamente. Es cierto que las crisis, en contra del tópico establecido por el «pensamiento positivo», más que oportunidades para el aprendizaje son vendavales que amenazan con sacar a flote la peor parte de la humanidad.

Algunos indicios ya se están observando, como en la ciudad ecuatoriana de Guayaquil, donde los cadáveres se agolpan en las calles ante el colapso de las funerarias, mientras las clases altas se refugian en sus casas confortables en zonas bien protegidas de la ciudad. Existe el riesgo de que la crisis económica provocada por las medidas de confinamiento precipite un estallido de violencia social en muchos lugares, si las élites enriquecidas no son suficientemente generosas para afrontar la situación. En realidad, es algo que las películas de temática «catastrofista» ya nos han anticipado muchas veces: en momentos de excepcionalidad apocalíptica, los ricos corren a salvarse a sí mismos y abandonan a su suerte a los pobres, lanzando a estos a una lucha feroz por la supervivencia.

Sin embargo, también es cierto lo que señalaba hace años Edgar Morin: «El caos en el que la humanidad corre el riesgo de caer trae consigo su última oportunidad»[3]. Puede que una situación límite sirva también para precipitar una transformación que conduzca al sistema a fases mejoradas de su propio desenvolvimiento, a una organización social más racional y más justa. Hölderlin habría dicho lo mismo cuando afirmó que allí donde crece el peligro, crece lo que nos salva. Cuando nos encontramos en situación de amenaza y entonces la única estrategia para superar la dificultad es la ayuda mutua, vibran los resortes ocultos de la fraternidad humana: solo nos queda apelar a la confianza o desfallecer en la desesperación.

En todo caso, no podemos tener certeza de cuál será la dirección que nuestra sociedad tome. Dicha dirección dependerá de contingencias y azares nunca del todo predecibles. Y, sobre todo, de las luchas sociales que en su seno se produzcan y de los resultados de tales luchas, las cuales se están visibilizando ya en nuestro país de una forma descarnada, avivadas por una derecha que ve en peligro la credibilidad de sus propuestas.

En efecto, el miedo a perder el control de eso que llaman «el relato», frente a unos hechos cuyo desarrollo viene a poner en entredicho los dogmas de una ideología neoliberal incompatible con la dignidad, conduce a los líderes de la derecha a desbarrar contra el gobierno legítimamente constituido. En primer lugar, para desviar la atención de su potencial electorado; y, en segundo lugar, para posicionarse ventajosamente en la lucha social que vendrá después, cuando consigamos vencer al bicho infeccioso y entonces haya que reorganizar políticamente los restos de la tormenta.

En el fondo, esa lucha que se libra es la misma de siempre, y va mucho más allá de las siglas políticas concretas: es la contienda entre quienes desean construir relaciones sociales más basadas en la igualdad, la solidaridad y el cuidado de la vida, y quienes prefieren que la depredación y el expolio se extiendan sin cortapisas por todos los ámbitos.

Aprovechemos el silencio que nos traen estos días de obligado encierro para reflexionar sobre ello. Tal vez, solo tal vez, podamos salir fortalecidos como individuos y como sociedad si conseguimos prolongar, más allá de esta coyuntura, este sentimiento de hermanamiento universal que ahora nos convoca.

Andrés Huergo es licenciado en Filosofía por la Universidad de Oviedo. Actualmente se dedica a la docencia en la enseñanza secundaria.

Notas

[1] Christoph Adami y Arend Hintze. (2013). Evolutionary instability of zero-determinant strategies demonstrates that winning is not everything. Nature Communications, Article number: 2193.

[2] Sampedro, Javier. (3 de abril de 2020). Contra el optimismo. El País. Recuperado de: https://elpais.com/ciencia/2020-04-02/contra-el-optimismo.html

[3] Morin, Edgar. (15 de enero de 2003). Globalización: civilización y barbarie. Clarín y Le Monde. Recuperado de: https://www.clarin.com/opinion/globalizacion-civilizacion-barbarie_0_Bk4C3fgCYg.html

Fotografía de Álvaro Minguito.