Bezos, Kabul y la ambivalencia del movimiento

 

Porque uno de los rasgos constantes de toda mitología pequeñoburguesa es esa impotencia para imaginar al Otro. La alteridad es el concepto más antipático para el «sentido común». Todo mito, fatalmente, tiende a un antropomorfismo estrecho y, lo que es peor, a lo que podría llamarse un antropomorfismo de clase. Marte no es solamente la Tierra, es la Tierra pequeñoburguesa, el cantoncito de pensamiento cultivado (o expresado) por la gran prensa ilustrada. Apenas formado en el cielo, Marte queda, de esta manera, alienado por la identidad, la más fuerte de las apropiaciones.

Roland Barthes, Mitologías

 

La tierra está llena de refugiados, humanos y no humanos, sin refugio.

Donna J. Haraway, Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno

 

Las imágenes del aeropuerto de Kabul son esperpénticas: miríadas de ciudadanos afganos que, desesperados, se lanzan a la carrera contra aviones estadounidenses que continúan su despegue. Poco después, la caída. Estos vídeos guardan un claro paralelismo con la famosísima fotografía de Richard Drew, El hombre que cae, en la que se observa el salto al vacío de un suicida desde la torre ardiente del World Trade Center. La incomodidad visual y el dolor morboso de la debacle afgana, expresada en esas fugas frustradas, en todas aquellas caravanas migrantes a la derivay las que están por venir–, encuentra su opuesto en la aventura espacial de Jeff Bezos y otros multimillonarios de su misma calaña. La obscenidad de estas imágenes enfrentadas, con apenas tres semanas de diferencia, arroja luz sobre la principal brecha de nuestro tiempo: aquella entre quienes se pueden mover según su conveniencia –espacio exterior inclusive– y aquellos a los que, sencillamente, no les es permitido. Esta realidad se despliega en dos ideas-fuerza antitéticas y fundamentales, cuyo mínimo común denominador es el movimiento: la secesión de las élites y la expulsión –activa o pasiva– de las mayorías.

Nos valemos de esta oposición caricaturesca entre el magnate de Amazon y el caos de Kabul para defender que el debate de la movilidad condensa la naturaleza de lo desigual y exterioriza las divisiones más crudas de la actualidad. En ese sentido, el concepto de desigualdad se revela como una “palabra-hospital”, un término que engloba y abarca todos los males habidos y por haber, una idea sobre la que se proyecta el “eslogan de cualquier malestar civilizatorio”[1]. Si bien Paul Ricoeur utilizaba esta idea para denunciar la sobrecarga semántica de algunos palabros, utilizados en exceso y con objetivo muy dispares, este texto la emplea sin matices ni ambages: en efecto, la desigualdad aparece como la principal preocupación de nuestro tiempo, y sus efectos son vehiculados de las más diversas formas, destacando entre ellas, claro está, la movilidad.

Siguiendo esta lógica, el movimiento humano se desvela como la expresión más dinámica de la inequidad contemporánea, el clivaje fundamental de la presente época, que va más allá de un desplazamiento del punto A al punto B, de un mero movimiento cinético o, incluso, de las astronómicas cifras e influencia de la industria turística. Así, la movilidad es, ni más ni menos, la traslación moderna de la lucha de clases, su traducción a los términos de la globalización fronterizada en el capitalismo tardío. Desde un cierto simplismo autoconsciente, se ha repetido hasta la saciedad que lo contrario de un migrante es un turista: este antagonismo –en efecto, algo maniqueo– es un buen punto de partida sobre el que estructurar el discurso contra las desigualdades en la era de la movilidad.

En ese sentido, el movimiento es un fenómeno multidisciplinar y particularmente complejo, un proceso cuyo significado político está todavía por redescubrir y que se halla condicionado por una tensión irresoluble entre coacción y búsqueda de libertad. Esta tirantez se expresa en múltiples frentes dicotómicos: desde la brecha entre el libertinaje del capital y las mercancías y las limitaciones estructurales del movimiento humano, hasta la distinción, más cruda y enraizada, entre aquellos que se pueden desplazar libremente –hasta la Luna, con un poco de suerte– y aquellos cuya circulación se halla vedada, franqueada por altos muros y concertinas, condicionada por ciclos electorales y vaivenes geopolíticos.

La primera idea hace referencia a la voluntad de huida de los multimillonarios, la secesión de aquellos más ricos, del famosísimo –a veces sin rostro ni nombre ni voz– unoporciento. La hazaña espacial de los Bezos, Bransons y Musks no es más que la constatación, llevada al paroxismo, de un deseo nihilista de deserción. “Hacer algo simplemente porque es posible hacerlo” parece ser su motto, pero no solo: la aventura galáctica de los superricos no constituye un hecho aislado, sino que se muestra como la expresión más escabrosa de ese proceso acelerado de secesión. Mientras que, en palabras de Ranabir Samaddar, la terrenal fuga de los migrantes es su forma viable de resistencia, la evasión cósmica de los más adinerados es el despliegue, cínico y desvergonzado, de una autoridad sin los pies en la tierra.

La consolidación de esta “clase aérea” –tal y como la califican Antonio Ariño y Juan Romero en La secesión de los ricos–, elevada sobre los Estados sin comprometerse con el destino de ninguno de ellos, se da en paralelo al progresivo afianzamiento de un mundo amurallado. Iniciativas como la de Peter Thiel, fundador de Paypal, obsesionado con la construcción de una gran plataforma en aguas internacionales para escapar del control estatal, o la de Elon Musk, ofuscado en hacer de Marte un lugar habitable, conviven con el incremento incesante de muros y vallas. Por supuesto, estos casos son tan solo algunos de los ejemplos más grotescos, pero la voluntad de fuga de las élites va más allá: la evasión fiscal, el offshoring o el mantenimiento de paraísos fiscales conforman la estrategia más “cotidiana” y redundante con la que los millonarios ejercitan su propia secesión. En conjunto, estas prácticas son vistas como una expresión más de la exopolítica neoliberal, el movimiento centrífugo característico de toda una época que Paolo Gerbaudo relaciona con las nociones de externalización, exportación y elusión de responsabilidades característica del libre mercado[2].

Junto al festejo exógeno de las élites y a su búsqueda de un afuera exento de compromisos y ataduras, la deriva securitista de la globalización favorece los procesos de segregación espacial y aislamiento selectivo que afectan a amplias mayorías. Estas dinámicas han llevado al historiador David Frye a denominar este embate frontericida como la “Segunda Era de las Murallas”[3]. Y es que, según los datos del Centre Delàs d’Estudis per la Pau, se ha pasado de seis fronteras fortificadas, antes de la caída del Muro de Berlín, a la escandalosa cifra de sesenta y tres en la actualidad[4]. Esto es: al mismo tiempo que se robustece lo que Sherwin Rosen llamaba la “economía de las superestrellas” y Ulrich Beck la “geografía de los superfluos”, el sistema-mundo avanza a marchas forzadas hacia la constitución de un auténtico apartheid global.

Esta última idea nos lleva a un segundo planteamiento clave, perfectamente visible en la catástrofe de Afganistán y en los flujos migratorios por venir: el carácter represivo del régimen fronterizo coloca a la expulsión como la categoría central del tardocapitalismo. En las últimas décadas se ha producido un aumento en el número de los desplazamientos forzados, causados por guerras, hambrunas, enfermedades, adquisiciones de grandes extensiones de tierra para la extracción de beneficios, manipulación financiera de la deuda y, por supuesto, cataclismos ligados a la crisis climática. Lejos de mostrarse como hechos puntuales, Saskia Sassen apunta al carácter sistémico de este tipo de expulsiones. Para la socióloga neerlandesa, estos fenómenos son impulsados por lo que denomina como “formaciones predatorias”: la suma de complejos instrumentos de políticas públicas y de avances tecnológicos, financieros y de mercado, al servicio de superricos, grandes corporaciones y nuevas lógicas coloniales.

Así, el concepto de expulsión no remite en exclusiva a desalojos forzados, sino que se refiere al fenómeno más amplio de la coerción de la movilidad: cuándo puedes desplazarte, cuándo no, cuándo es posible huír y cuándo, por fuerza, debes permanecer. Lo opuesto a la secesión de las élites no es la obligatoriedad de la fuga, sino la arbitrariedad e incertidumbre del movimiento. Entre otras muchísimas cosas, la crisis afgana –y el más que previsible repliegue europeo ante la llegada de refugiados– viene a reflejar, una vez más, la naturaleza coactiva de la movilidad, y, observada junto al viaje espacial de Bezos y cía, el carácter obsceno de esta dicotomía, Zeitgeist de toda una época.

¿Y cuáles son, al fin y al cabo, las consecuencias de asumir la ambivalencia del movimiento? Desvelar la centralidad de la movilidad obliga a desplazar el foco del análisis –al menos parcial y momentáneamente– de la omnipresencia del Estado-nación al propio movimiento. Tal y como apuntan Deleuze y Guattari, la “historia ha sido escrita desde el punto de vista de los sedentarios, en nombre de un aparato estatal unitario”, frente a una suerte de nomadología que ambos filósofos entienden como el “reverso de la historia”[5], una intrahistoria en la que migrantes y refugiados son protagonistas, sujetos activos en las disputas de sentido contemporáneas.

Más allá de estas afirmaciones, es necesario enfocar el análisis de la movilidad a partir de su ambigüedad constitutiva y, en consecuencia, tener en cuenta las siguientes precauciones: no se debe caer en una apología estetizante del nomadismo ni en la romantización del desplazado como el “sujeto revolucionario por llegar”[6], del mismo modo que tampoco se puede caer en concebir la excentricidad de Elon Musk como la figura unívoca del capitalista posmoderno. El antagonismo entre ambas lógicas es mucho más complejo, lleno de gradaciones, grises y contrapesos, pero, de nuevo, su articulación política requiere de dualismos nítidos, dispuestos a canalizar la complejidad de una realidad laberíntica. Lo que hace falta, siguiendo este argumento, son imágenes capaces de movilizar; aprovechar el punctum –que diría Barthes– de la fotografía de Afganistán y los milmillonarios intergalácticos, aquella punzada que duele, despierta y emociona, para así ensamblar en una misma narrativa el drama de Kabul y el viaje de Jeff Bezos al espacio.

En definitiva, la quiebra del vivir-juntos, asediada por una desigualdad rampante, la emergencia climática y las desventuras neoimperialistas en un multipolarismo esquizofrénico, puede ser observada con mayor lucidez en los regímenes de movilidad. La estampa es clara, incluso instrumental –y, por qué no, reduccionista–: el vuelo galáctico del magnate de Amazon versus la tragedia de aquellos afganos a los que se les impidió escapar en aviones semivacíos. Esta es, en resumen, la imagen sobre la que construir programa y discurso: la ubicuidad impune y excéntrica de unos pocos frente la parálisis impuesta y el desplazamiento forzoso de otros muchos.

Carlos Corrochano Pérez (@corrooch) es politólogo y jurista por la Universidad Carlos III de Madrid y estudiante de Filosofía en la UNED. Máster en Teoría Política por la Universidad Complutense y Máster en Geopolítica y Estudios Estratégicos por la Universidad Carlos III de Madrid.

Notas

[1] Ricoeur, Paul. (2019). Ideología y utopía. Madrid: GEDISA.

[2] Gerbaudo, Paolo. (2017). The Mask and the Flag: Populism, Citizenship and Global Protest. Londres: Hurst Publishers.

[3] Frye, David. Muros. (2019). La civilización a través de sus fronteras. Madrid: Turner.

[4] Ruiz Benedicto, Ainhoa & Akkerman, Mark & Brunet, Pere. “Muro amurallado: hacia el apartheid global”, Centre Delàs d’Estudis per la Pau, Informe 46 (Noviembre de 2020).

[5] Deleuze, Gilles & Guattari, Félix. (2020). Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia. Madrid: Pre-Textos.

[6] Khosravi, Shahram. (2021). Yo soy frontera,. Barcelona: Editorial Virus.