Claveles marchitos

Una marea de claveles rojos recorrió las calles de Lisboa. En la madrugada del 25 de abril de 1974, un golpe militar había derrocado al régimen totalitario más antiguo de Europa, y en apenas unas horas, miles de personas salieron a la calle para recibir aquella libertad sobre la que tanto habían escrito en fados y otras melodías portuguesas.

La revolución de los claveles fue, sin duda, una de las más complejas manifestaciones de la lucha de clases. Pese a la esperanza de una vía pacífica hacia la democracia mediante la reconciliación de clases, las circunstancias económicas de la nación portuguesa acentuaron la brecha entre burguesía y proletariado, y la tensión social fue aumentando durante los meses posteriores al levantamiento militar.

Se ha escrito mucho sobre el papel que partidos, masas y sindicatos jugaron durante la transición democrática portuguesa. El marcado carácter de izquierdas que se le atribuyó a la revolución de los claveles queda todavía reflejado en el preámbulo de la constitución portuguesa, el cual recoge la apertura hacia un modelo socialista. Y si bien es cierto que en aquellos meses de revolución y cambio político se discutió la posibilidad de establecer una democracia socialista, aquella opción era más un temor infundado que un proyecto real.

Suele señalarse al Partido Comunista Portugués (PCP) como el gran promotor de esa idea de democracia popular. Sin embargo, lo cierto es que la estrategia de los comunistas estaba lejos de una revolución proletaria. El PCP había considerado la necesidad de construir una oposición democrática que reuniera a la burguesía progresista y al proletariado en un frente democrático común. Álvaro Cunhal —secretario del partido— sostuvo que el fin de la dictadura de Salazar solo era posible mediante una alianza entre clases, y ni siquiera contempló la posibilidad de un golpe militar.

Las condiciones históricas hacían muy difícil que un levantamiento popular derrocase la dictadura con facilidad. La rápida reacción del ejército contra su propio régimen no fue más que la consecuencia a las continuas derrotas militares de Portugal contra sus colonias en África. Por otra parte, el periodo revolucionario de 1968 que sacudió los cimientos de las democracias occidentales también se hizo notar en las universidades de España y Portugal. Muchos jóvenes accedieron al ejército ya influidos por el progresismo de sus espacios universitarios. Este cambio generacional, unido al descontento de buena parte de los oficiales portugueses, originó la creación del Movimiento de las fuerzas armadas (MFA), responsable del levantamiento militar de 1974.

Pese a la rapidez de los acontecimientos, el PCP no tardó en unirse a las movilizaciones populares. En apenas unos meses, se creó el Primer Gobierno Provisional, bajo la dirección del General Antonío Spínola y con la presencia del MFA, los comunistas del PCP, los socialdemócratas del Partido Socialista (PS) y los liberales y democristianos del Partido Popular Democrático (PPD). Pero aquella alianza no tardaría en romperse, y Spínola se vio obligado a dimitir luego de negarse a ceder la independencia de las colonias portuguesas.

El nuevo gobierno de Vasco Gonçalves, militar del MFA, comenzó una serie de reformas económicas con el apoyo del PCP y los sectores más izquierdistas del ejército. Se aprobaron medidas como la nacionalización de empresas y fábricas, mejoras salariales para la clase trabajadora y una reforma agraria que fomentase las cooperativas rurales y pusiera fin a los latifundios en el sur y centro de Portugal. En total, seis gobiernos provisionales se sucedieron en menos de dos años.

La nueva situación revolucionaria se volvió insostenible para buena parte de la clase política portuguesa. Pese a la colaboración entre el PCP y el PS, el giro sindicalista de las movilizaciones sociales provocó una brecha irreconciliable entre socialistas y comunistas. La idea del PCP era dirigir las reivindicaciones del proletariado mediante su propio sindicato: Intersindical. El PS, en cambio, apostaba por la pluralidad sindical, en parte porque era la única vía para lograr penetrar entre futuros votantes de clase trabajadora.

Uno de los aspectos más discutidos sobre este periodo es el papel del Partido Comunista. Es cierto que el liderazgo del partido en la revolución de los claveles fue un motivo de preocupación para Estados Unidos y otras potencias de la OTAN. Un reportaje del periódico de La Vanguardia en marzo de 1975 advirtió el temor a que Portugal se convirtiera en la «Cuba de Europa». El giro izquierdista de la revolución —que se agravó luego del fallido golpe de Estado de Spínola— hizo aumentar la preocupación ante un posible efecto dominó que se extendiera a España, Francia o Italia, creando un «Mediterráneo Rojo» —en palabras del presidente norteameriano Gerald Ford— con consecuencias impredecibles para la hegemonía capitalista. Pero los intereses del PCP no iban más allá de la reforma social y el dominio sindical. Si alguna vez existió la posibilidad de una democracia popular, no sería por la dirección ni el programa del Partido Comunista, sino por la conciencia de las masas trabajadoras.

Durante el verano caliente de 1975, una reacción anticomunista en el norte de Portugal amenazó la integridad de la militancia obrera, y el miedo a una guerra civil se apoderó del gobierno provisional, pero muy especialmente, del PCP, quienes consideraban que una ruptura nacional debilitaría el sindicalismo. A decir verdad, el riesgo a un conflicto bélico era relativamente poco probable, pues la mayor parte del ejército y otros cuerpos militares del Estado portugués seguían siendo partidarios de la revolución. Pese a ello, Vasco Gonçalves fue obligado a dimitir y se creó el VI Gobierno Provisional bajo la presidencia del almirante Pinheiro de Azevedo, más cercano al PS y al PPD. Pero ni siquiera en este contexto de amenaza derechista los partidos políticos de izquierda mostraron interés en desarrollar un proceso revolucionario de carácter socialista; tanto el PS como el PCP prefirieron batallar por una mayor implantación sindical y electoral que colaborar con los militares progresistas.

El descontento general de aquellos meses se hizo notar en numerosas movilizaciones organizadas por la clase trabajadora. Las manifestaciones, que en otro momento fueron consideradas un elemento fundamental para el proceso político, pronto se convirtieron en un problema para el Partido Socialista, pero también —y para sorpresa de muchos— para el PCP y la Intersindical. Desde la dirección del partido se señaló la irresponsabilidad y el peligro que escondía el espontaneísmo de la clase trabajadora, lo que sirvió para justificar la necesidad de una dirección sindical y mantener la hegemonía del partido en el terreno sindical ante la amenaza del oportunismo del Partido Socialista y la reacción anticomunista.

El gran problema del PCP es que no supo interpretar la fuerza revolucionaria del proletariado. La rápida caída del régimen hizo recuperar de un plumazo todas las libertades democráticas que fueron inmediatamente aprovechadas por la clase trabajadora. En Lisboa y otras ciudades, se organizaron asociaciones vecinales para la gestión de sus propios municipios. Se crearon nuevos espacios culturales y estudiantiles, y en numerosas fábricas y centros de trabajo se eligieron comisiones laborales para defender los intereses de la clase trabajadora. Es asombroso pensar cómo un pueblo, oprimido durante más de cuarenta años, era capaz de aprender en tan poco tiempo el valor de la libertad, la democracia y la lucha revolucionaria. Pero, por desgracia, el PCP no era capaz de ver su potencial.

El programa del Partido Comunista, incluso antes de la revolución, era cercano a las premisas que configurarán el pensamiento eurocomunista. Su estrategia era asegurar la consolidación de un régimen democrático en Portugal como paso previo al estado socialista. Ni siquiera el programa económico que aplicó durante la revolución tenía como fin inmediato una economía socialista. El PCP defendía las nacionalizaciones, sí, pero sin el control de la producción por parte de los trabajadores, y sometidas a un mercado económico capitalista.

Este hecho contrasta con la imagen que desde la prensa internacional y la oposición portuguesa se tenía de los objetivos del Partido Comunista, en parte, debido a las relaciones que la formación había mantenido con la Unión Soviética. Sin embargo, desde la clandestinidad, la apuesta del partido —que siguió definiéndose como marxista-leninista— siempre había sido la alianza entre clases, e incluso mantuvo una relativa reconciliación con el Partido Comunista de España, que también apostaba por la reconciliación como vía para derrocar el régimen franquista.

La relación del PCP y el PCE es una historia de frágiles alianzas y numerosos desencuentros. Cuando estalló la revolución de los claveles, Santiago Carrillo expresó su ilusión y esperanza de que aquel acontecimiento sirviera de ejemplo para las fuerzas antifranquistas. Pero a partir de 1975, Carrillo empieza a tomar distancias con Cunhal, e incluso llega a señalar su preocupación ante el giro izquierdista de la revolución.

Las razones de este cambio en las relaciones entre el PCE y el PCP no son del todo claras. Se ha discutido mucho sobre si la dirección eurocomunista de Carrillo y la ortodoxia marxista-leninista de Cunhal tuvieron algo que ver en aquella ruptura. Pero lo cierto es que, si las relaciones entre ambos partidos ibéricos no pasaban por su mejor momento, la colaboración entre el PCP y los Partidos Comunistas de Francia e Italia fue mucho más cordial de lo que cabría imaginar. Sin embargo, la enorme fuerza electoral de los dos partidos eurocomunistas en sus respectivos países hacía difícil una mayor implicación de estos en la revolución.

Son muchas las lecciones que se pueden aprender de la experiencia revolucionaria portuguesa. El espíritu libertario de la clase trabajadora fue lo que mantuvo con vida la esperanza del pueblo portugués. Quizás, si el Partido Comunista hubiera sido capaz de comprender el potencial revolucionario del proletariado y respetar su autonomía, el destino de Portugal —y, tal vez, de España— hubiera sido otro. Puede que circunstancias como la inexperiencia política del MFA, el escepticismo de los partidos eurocomunistas o la deslealtad del Partido Socialista, hicieran más difícil la reconciliación entre el pueblo y el PCP. Pero lo cierto es que la estrategia del partido nunca contempló la emancipación del proletariado, y las ilusiones del movimiento obrero, como sus claveles, se fueron marchitando lentamente.

En abril de 1976, la Asamblea Constituyente aprobó la nueva Constitución portuguesa, marcando el inicio de la democracia liberal y el final de la histórica Revolución de los Claveles.

Javier Verdejo (@Javier_VR99) es estudiante de Derecho y Ciencias Políticas en la Universidad Carlos III.

Referencias

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Fotografía de Álvaro Minguito