Click, hegemonía y naufragio. Ni traducimos ni navegamos como el piloto en su nave

Quisiera empezar con una queja y una advertencia: basta de Steven Pinker. Y no se lo digo a usted, sino al algoritmo.

Por supuesto, es culpa mía: quizás porque le sigo en alguna red social, o porque retuitea al autor de uno de los libros más hermosos que se han escrito sobre la traducción, Douglas R. Hofstadter. Le Ton Beau de Marot (y el epílogo a su traducción de Françoise Sagan) es un monumento a la imposibilidad del oficio de traductor, y también su reivindicación, además de un canto desolador a la pérdida y al combate contra ella. También contiene reflexiones sobre Lem, que no solo es mi gato, sino también el autor polaco de un relato de ciencia ficción sobre una máquina capaz de crear cualquier cosa… bajo la condición de que su nombre empezara por la letra n, como si absurdamente (dice Hofstadter) cosas y nombres habitaran en el mismo plano.

Para el espectador (a mi espalda, mirando mi pantalla) esto puede ser una excusa: el algoritmo me ha desenmascarado, yo sería un pinkeriano. Lo tomo como un insulto, pero en la vida real no podemos ir con un «una bio» en la que diga que nuestros retweets no significan adhesión, qué le vamos a hacer. Y el caso es que a todos «nos cala» de vez en cuando el algoritmo de internet, y lo digo así, de forma incorrecta: por abreviar (como si hubiera «un» algoritmo) y sobre todo por evitar marcas comerciales, porque a veces se nos olvida que lo son. Pinchamos en un video (de «internet») casualmente, como quien hacía zapping en el televisor, y se nos condena a una cadena de acontecimientos audiovisuales que probablemente acaben con una recomendación de alfarería húngara, o la parodia de un video viral surgido de un programa de noticias. Es curioso: el prescriptor robótico casi siempre nos ofrece comentarios en los márgenes, y no (por decirlo en jerga noventera) la cosa genuina.

Y cuando lo hace, «la cosa genuina», por supuesto, es algo más inocuo: no es Jeanine Añez dando un golpe de Estado, no es una huelga en Castilla y León, no es la represión de una manifestación o Azealia Banks diciendo a cámara «fuck the Constitution». Me gustaría decir que volvemos a aquel mundo de marginalia, pero la selección algorítmica de la realidad tiene más de barroca que de medieval.

En general nuestras páginas de «recomendaciones», y da igual de qué plataforma hablemos, son como un siempre cambiante y adaptable experimento en traducibilidad: la premisa tácita en ellas es que la traducción entre culturas y situaciones políticas es posible, y su corolario, que puede hacerse en directo, y así lo vivimos cada día. Es posible incluso que se nos esté empezando a olvidar que es solo una premisa, una hipótesis impuesta. Porque la traducibilidad nunca dejó de ser un elemento para el debate, ni los marxistas del siglo pasado la dieron por descontada. En su cuaderno 15, Gramsci reflexionaba sobre la traducibilidad entre el desarrollo sociopolítico alemán y el francés en el siglo XVIII; pero lo hacía tentativamente, y en el mismo epígrafe en el que recordaba la hegemonía mundial de la cultura occidental.

La traducibilidad opera sobre un plano horizontal, esto por aquello, pero que no tiene por qué ser paralelo a otros planos, y por eso, las más de las veces, está inclinado sobre una asimetría, una hegemonía. Sin tomar en cuenta esa dimensión, nos parecerá que un político norteamericano equivale a otro de nuestra ciudad; el lema de una manifestación que nos emociona en otro continente tendrá el mismo resultado aquí; las tácticas activistas aplicadas en Nueva York serán las más efectivas entre nuestros conocidos; lo que convence a los legisladores en la City (no, no me equivoco) será económicamente virtuoso en nuestra región europea. Nudge, job hopping, gestión de  las emociones, ok boomer, influenciar.

No sé si los han visto. Los videos de manualidades, digo. Un tipo pone cualquier cosa en un torno horizontal: un tocón, un montón de palitos de helado pegados, un diputado regional. El caso es que los hace girar y girar, les mete el punzón, y tras reducirlo y limarlo, acaba produciendo un bonito plato hondo para poner las llaves, o una copa para el popurrí; el video explota esa categoría estética, acaso reciente, en la que nos regocijamos contemplando las virutas de aluminio que produce una máquina de laminado, o el sonido de una panificadora mientras sus operarios fabrican bollos sin parar, como Charlot en la cadena de montaje, pero con más azúcar. En El Sueño de Gargantúa caí en la tentación de comentar otra variedad: los videos de «arquitectura salvaje», pero quizás fuera un fenómeno más circunstancial de lo que pensaba. Curiosamente, esos robinsones en una jungla ecuatorial, construyéndose su propio chalet y piscina con barro y juncos, han dejado de aparecerme entre las sugerencias de videos. Pero volviendo al video del carpintero y su torno polivalente, en realidad la utilidad del producto es siempre lo que más me inquieta, precisamente porque es irrelevante, y el atractivo está en la espectacularización del proceso productivo. La mercancía en venta es ahí el puro despliegue de fuerza de trabajo, alienada ya no de su producto, sino de sí misma. Y efectivamente, hasta a un basto tocón le sacan partido; como con Joe Biden.

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Cuando la poeta afroamericana Amanda Gorman (o más bien su agencia literaria) desató la polémica hace unos meses, emergieron muchas preguntas: algunas legítimas, otras menos, pero parece que en su mayor parte eran retóricas. Este es un gran problema de estos días y estas fiebres digitales, en las que gran parte del atractivo (mercantil, en algunos casos) de las polémicas que vivimos dependen de que todos nos hagamos preguntas retóricas, porque no estamos dispuestos a discutir nuestras respuestas.

La pregunta que muchos se hicieron es si, tomando al pie de la letra la respuesta oficial de la agencia literaria de Gorman, quien traduzca a una autora cuya voz nos llega desde circunstancias específicas y responde a una sensibilidad social y política delicada, debe pertenecer también a esas mismas circunstancias y sensibilidad. Pero esta pregunta, sin duda suscitada por la misma agencia, es justamente la pregunta equivocada. Porque la intervención de Gorman, que pretende ser precisamente eso, una intervención, tiene que ver con una materialidad muy palpable: con el mercado laboral, con su campo de visibilidad. De visibilidades e invisibilidades liberales, y de cuestiones literarias, también trata El Sueño de Gargantúa, si se me permite la cuña: puede usted saltar ya el anuncio.

La traducción es –si no por tradición, al menos por su propia lógica– sororidad y fraternidad en práctica: por definición traducimos al diferente. No podemos esperar que la voz de Homero nos llegue al castellano a través de sus contemporáneos; es más, quizás nunca hemos entendido mejor la Odisea que cuando nos la ha contado, más de dos milenios después, una traductora británica que como nosotras ve el mar azul, y no de color vino, y que es capaz de discernir y subrayar una voz patriarcal allí donde ni el propio Homero, ni mucho menos nosotros, podríamos haberla percibido.

Esta nueva mirada tiene más virtudes (si se me permite, pace Derrida, confundir una vez más virtud y visión) que la simple visibilización de la presencia femenina: la diferencia en traducción nos trae aperturas y desvela nuevas contradicciones. Con la traducción de Emily Wilson surgen nuevas preguntas, como: ¿es Calipso un modelo potente de feminidad, o también puede ser el anverso de la antigua cultura de la violación? ¿O quizás ella es también el producto de una asimetría inserta en la misma estructura de poder? ¿No son acaso sus esclavas las que sostienen la desafiante heroicidad de Penélope?

Se podría decir también que estas reflexiones surgen más bien de una igualdad: de la cercanía de la traductora a ciertas opresiones enclaustradas en el texto. Así que nos encontramos con que igualdad y diferencia siguen estando entretejidas, o quizás estamos a la deriva entre ellas, como dicen Malabou y Derrida (de los que tomo de contrabando el título de este artículo), esquivando el naufragio. Pero está claro que este no es el problema. Lo que la poeta afroamericana busca es ni más ni menos que haya otras que tengan las mismas oportunidades que ha tenido ella. Desde luego, Gorman no es una heroína del «hood» como muchos izquierdistas necesitarían que fuera; pero tampoco es una burguesa, aunque estudiara en Harvard y contara con madrinas literarias de prestigio. Su familia no es estrictamente pobre, y su formación la jalonan centros privados y becas substanciales. Pero ser afroamericana, de familia monoparental con estrecheces, y con necesidades educativas especiales, compone una situación atravesada por demasiadas dificultades y desafíos como para tildarla de privilegiada. Conoce y sufre la discriminación, y por eso intenta hacer una pequeña, humilde intervención: despejar el camino a otras allá donde pueda.

Esto sugiere una duda que sí podría ser interesante. Es posible que Gorman quisiera hacer de esa intervención algo generalizado, o sea, en todos los países en los que una editorial quisiera traducir su obra poética. Pero es muy probable que no haya sido posible: en otras lenguas esta intervención suya no ha trascendido, posiblemente porque no se ha producido, y parece que sí ha ocurrido en dos lugares, Holanda y Cataluña, que para sus agentes pueden muy bien ser mercados literarios «pequeños», pero con suficiente relevancia para abrir el debate.

O quizás debería decir «para potenciar las ventas». Porque la explicación podría haber sido perfectamente: «nuestra representada busca impulsar la inclusión de traductores afrodescendientes en un ámbito que les está vedado en Europa». Pero entonces no estaríamos hablando de todo esto. Y sobre todo, no lo estaríamos haciendo aquí. Era más prudente hacer la voladura controlada en un mercado editorial pequeño, para aumentar el valor de futuros contratos en los mercados grandes. Lo sabemos perfectamente: de haber ocurrido en Alemania, Francia o España, nunca habríamos sabido nada de los –comprensivos y concienciados, todo hay que decirlo– traductores descartados. Esta es la parte menos feliz de la «intervención» de Gorman, y una vez más no tiene que ver con ella, ni con su acertado golpe sobre la mesa: lisa y llanamente, tiene que ver con los mercados.

Otro asunto, bien diferente, y señalado en algunos artículos recientes que no me han convencido, es la cuestión de su traducibilidad. No de los versos de Gorman, sino de su «intervención».

El llamamiento a buscar traductoras afrodescendientes, dicen algunos críticos, puede tener sentido en Estados Unidos, pero no en Europa. Esto es parcialmente falso, pero bien interesante. Es decir, y me traduzco: no es nada fácil de explicar. Porque la construcción racial de clase no ha sido la misma en los dos continentes. Como he intentado explicar en otro lugar (aquí la publicidad de mi libro va embedded –denle a la campanita), en Estados Unidos hubo una compleja dinámica de clase en la simultánea consolidación decimonónica de la «whiteness» y la «blackness» dentro de las clases subalternas norteamericanas, y no tiene un paralelo exacto europeo. Pero no es lo mismo decir esto, que decir que no haya racismo en Europa. No implica que no haya sesgos étnicos y raciales en nuestro mercado laboral, y por supuesto, no implica que haya que desechar dinámicas de discriminación positiva con las trabajadoras afrodescendientes en España. Sí implica que la traducción de este asunto no es perfecta, sin resto, y que en este país hay que tener en cuenta muchas más discriminaciones y deudas históricas, entretejidas entre ellas, y con otro sistema que las atraviesa. Véase el último libro de Pastora Filigrana.

Es cierto, una consecuencia no deseada de la acción de Gorman es que se pierda el trabajo de traductores y escritoras emergentes (en el caso holandés se trata de una persona no binaria), o que quede en balde el esfuerzo de editoriales pequeñas que valientemente querían emprender la travesía de publicar a una autora afroamericana en Europa, y que con el impasse queden a merced de tiburones editoriales.

Pero también puede ocurrir que, con la publicidad que todo el revuelo ha provocado, la multinacional del libro que pretenda hacer caja se verá en la situación de que una autora dicte sus condiciones. Que no es poco.

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En noviembre de 2015, dos investigadores de Stanford publicaron en el Journal of Experimental Social Psychology un estudio sobre las reacciones de la población blanca al ser confrontada con la realidad de la desigualdad racial. En uno de los experimentos realizados para el estudio, los sujetos del grupo principal leían un texto sobre los privilegios de los blancos en Estados Unidos, antes de completar dos cuestionarios, uno sobre las desigualdades en la sociedad, y otro que aludía a las dificultades personales que habían superado o sufrido durante su vida. Entre las conclusiones del estudio, Lowery y Phillips destacaban que “los blancos expuestos a las pruebas del white privilege afirmaban haber sufrido y superado más dificultades que aquellos no expuestos a tales evidencias”.

Sin negar explícitamente la existencia de ese privilegio racial, la demostración nítida de su participación en un orden de dominación empujaba a muchos a aferrarse a una construcción autobiográfica que minimizara el privilegio, o les exculpara de gozar de ventajas comparativas: en ocasiones, los llevaba a escudarse en otras discriminaciones.

Pero no es lo mismo descubrir los propios privilegios entre líneas, en el efímero momento de reflexión que provocan las casillas de un cuestionario, que afrontarlos en un ámbito público.

En el mismo año en que los autores del estudio realizaban sus experimentos, la prensa de Houston se hacía eco de la historia de un estudiante del Lone Star College de Tomball, Texas. El joven, cuya identidad se protegió desde entonces (a diferencia de muchos otros casos), se encontró, “escandalizado”, con que el profesor de una asignatura introductoria le encargaba completar un antiguo test elaborado por Peggy McIntosh en los años ochenta, llamado “white privilege checklist”, que servía como una primera herramienta crítica: una excusa para que los alumnos analizaran críticamente diferentes condicionantes y mecanismos sociales. Entre los numerosos ítems de la “lista” estaban los siguientes: ¿puedes ir a hacer la compra sola casi siempre, segura de que no te seguirán ni acosarán? ¿Puedes encender la televisión o ver la portada del periódico, y ver representadas a personas de tu raza? ¿Puedes lograr un empleo gracias a un empleador que discrimina positivamente, sin que tus compañeros de trabajo sospechen que lo lograste solo por tu condición?

El estudiante en cuestión, rápidamente apoyado en redes sociales –y cuyos defensores harían campaña por Trump unos años después– se negó a realizar la tarea; pidió ser eximido de la asignatura, denunció al profesor y a la universidad. Pero su mayor logro fue invertir la reflexión y que diversos medios estatales y nacionales convirtieran su “indignación” ante una tarea escolar en “el controvertido examen de un profesor del campus de Tomball”.

No obstante, lo más interesante es el abanico de reacciones que la lectura de la lista provocó en el anónimo estudiante blanco de Texas. “Si no me sentí cómodo allí delante del ordenador, no puedo ni imaginar qué habría pasado si hubiera respondido frente a toda una clase”. El profesor (o profesora, según el periódico tejano que se lea) se vio obligado a retirar el ejercicio, quizás por orden de su Facultad, quizás por prudencia ante un acoso que un par de años después, en plena efervescencia MAGA, habría llegado a niveles peligrosos; todo por haber “incomodado” a un estudiante.

El desmontaje de las estructuras de poder produce todo tipo de efectos, pero esa “incomodidad”, un término que seguramente encubre emociones mucho más fuertes, suele dar paso a un efecto muy interesante: “basicamente sentí que debía sentirme marginado, rechazado, y que debía sentirme mal”. Y sin embargo estamos hablando solamente del desmontaje de los privilegios a nivel individual: enfrentarse a argumentos racionales sobre nuestra situación en el mundo. Otra cosa muy diferente es vivir el desmontaje colectivo de los privilegios, el lento avance de los movimientos que intentan reconstruir los cimientos de una sociedad dividida en muchas miserias y dominaciones.

Que un mentecato –cualidad compatible con ser un refinado novelista candidato al máximo galardón internacional– exponga públicamente sus temores patriarcales en forma de terribles profecías, es de agradecer, porque permite visibilizar los problemas tácticos que tarde o temprano deben afrontar los movimientos emancipadores. No digo despreciar, sino afrontar. El feminismo conoce estas reacciones: al acompañar su avance, quienes disfrutamos del patriarcado pasamos del sentimiento de “incomodidad” a la frustración, y de esta última a toda una serie de emociones y construcciones paranoides. Esta súbita productividad de nuestro magín tiene una primera explicación sencilla: desmontar privilegios es tocar un sistema de dominación. Hasta aquí todos somos feministas. Pero tocarlo, modificarlo, supone preparar una nueva distribución del poder. Y que otros obtengan o arranquen poder en un sistema desigual y de múltiples dominaciones significa que obtienen, necesariamente, la posibilidad de abusar de él. Es una obviedad lógica, pero no conductual. Nunca estamos realmente preparados para ceder privilegios: la voz del miedo nos dice que hoy, aquí, otras/otros como yo podrán emplearlos contra mí. Y esto se intuía ya en las respuestas de los sujetos del experimento: de repente se propaga, por cada fibra del cuerpo, la sensación de desnudez. Nos descolgamos, y ante el vacío nos urge encontrar otro asidero: puede que tenga privilegios por ser blanca, o cis, o por ser español de nacimiento, pero yo también sufro en la medida en que…

Y no ayuda la estructura material del debate público, a saber: las redes sociales. Una estructura profunda que, por razones económicas, potencia la segmentación, el aislamiento, y el marketing del yo. Como contagiados por esa inercia, las respuestas colectivas unitarias parecen quimeras, así que empiezo por mí, y fuera de mi colectivo, nulla salus. Y si “parece” que gozo de algún privilegio, el poder que amenazan con arrebatarme podré defenderlo desde otra trinchera. Así que, como señalaban Lowery y Phillips, se reproducen de nuevo mecanismos de negación, y con ellos la racionalización de nuestra negativa a construir una acción unitaria. Y este proceso de racionalización y negación es universal. Porque universal es la red de múltiples dominios a la que estamos sometidos, y múltiples son los modos de negar nuestra realidad y la de otros: así ocurre con aquella famosa “feminista” canadiense con su letrero contra las mujeres trans (me remito a ejemplos distantes por aquello de don’t feed the troll), o los militantes gays y racistas de la Lista Pim Fortuyn, o sobre todo, la obsesión anti-inmigrante de, precisamente, los españoles.

Esta red múltiple de la que hablábamos tiene un nombre largo y farragoso. Por feo que suene, existe algo llamado «capitalismo blanco». Existe una norma «cis-hetero-patriarcal». Existe, de hecho, la combinación de todos estos apellidos. Por eso su ruptura atañe a todo el mundo. Por eso, cuando solamente se debilita un eslabón, todos los demás se refuerzan y reorganizan.

La imagen de la cadena es de mala traducibilidad: porque hubo momentos en que bastó con romper un anillo del engarce para liberarse de las ataduras, pero hoy solo nos vale con romper todos los eslabones a la vez.

Antonio J. Antón Fernández (@Akiro_Vigila) es filósofo y traductor. Ha traducido y editado, entre otros, a Slavoj Žižek, Perry Anderson, Antonio Gramsci o John Reed. En 2021 ha publicado en Akal su último libro El Sueño de Gargantúa. Distancia y utopía liberal.

Fotografía de Álvaro Minguito.