El campo tiene motivos

El pasado 20 de marzo vimos en las calles a miles de personas convocadas dos meses antes por las organizaciones agrarias, regantes, Cooperativas Agroalimentarias, Alianza Rural, la federación de caza y la asociación de criadores del toro de lidia, con un amplio y diverso manifiesto. A pesar de la amalgama de lemas y reclamaciones que resulta muy complicado (por no decir imposible) compartir en su totalidad, o la disconformidad con algunos “extraños compañeros de viaje” allí presentes o de algunas de las soluciones que cada cual proponía, es necesario reconocer que el campo tiene motivos para reclamar nuestra atención.

A toda una serie de argumentos lejanos ya en el tiempo, hay que sumar el malestar por las consecuencias de una tensión geopolítica que ha terminado de explotar con la invasión rusa de Ucrania, provocando el incremento descontrolado de las materias primas y el desabastecimiento de algunos mercados, mientras crecía, a su vez, la voracidad especuladora de muchos agentes que controlan los mercados mundiales. El conflicto bélico ha afectado a la principal fuente de gas de la Unión Europea, lo que ha tenido una reacción encadenada sobre el conjunto de la producción y distribución energética; pero, también, en la zona en conflicto se localiza el 30 % del mercado mundial de trigo, el 20% de maíz y el 75% de girasol, por lo que hoy nos encontramos con unos precios de los cereales por encima de los que se daban cuando se produjeron las “primaveras árabes”.

Esto ya preocupa al Programa Mundial de Alimentos de la ONU por la hambruna que se puede producir en algunas regiones del planeta: los países en vías de desarrollo, los más pobres, están viviendo la crisis alimentaria más grande de las últimas décadas. Si con la pandemia se perdieron todos los avances en lucha contra el hambre de los últimos años, ahora retrocedemos aún más. Países como Egipto, Líbano, Yemen y Túnez estarían entre los más afectados por el aumento de los precios del trigo. Solo pensemos que, para Líbano, Ucrania es la fuente del 80% de las importaciones anuales de trigo; Túnez, por su parte, depende de las importaciones ucranianas y rusas para el 60% de su consumo total. Y como ellos, los restantes 20 países que ya estaban en situación de alerta alimentaria. Hablamos de una situación de máxima gravedad: hambre, en sentido estricto.

Por otra parte, el sector en nuestro país se empieza a ver afectado por el incremento del coste de la energía (hidrocarburos, riego, transporte…), los fertilizantes, las semillas y el resto de materias primas que importamos en cantidades industriales. Y ya no es solo qué ocurre con las importaciones, sino qué precio pueden alcanzar los insumos necesarios. A esto añadan lo ilógico de tener problema para abastecer de cereales y soja para pienso de cerdos que se exportan a China y a Rusia, cuando es de suponer que este mercado, en este contexto, seguirá bajando a marchas forzadas. Estos sectores claramente enfocados a la exportación ya se veían amenazados tras años de expansión, por diversos factores. Entre ellos, y como estamos viendo en estos días, por la recuperación de China de su crisis porcina, que está llevando a un notabilísimo descenso en sus importaciones de carne de porcino. Y seguimos, porque para garantizar este volátil mercado se está planteando relajar la vigilancia sobre la importación de transgénicos. Años de políticas basadas en el principio de precaución pueden ir a la basura.

Más allá de que algunas formaciones políticas hayan querido dirigir de manera torticera e interesada los mensajes del 20M, el sector agrario, y especialmente la explotación social y familiar, llevan décadas languideciendo. Y así lo vienen denunciando las organizaciones agrarias que ya protagonizaron movilizaciones antes de la pandemia.

Las raíces del problema hay que buscarlos en varias causas. Probablemente, y en primer lugar, por un sistema económico que busca la rentabilidad económica por encima de todo y que se basa en la competitividad, primando la concentración y lo que ha venido llamándose “economía de escala”; también por sucesivas reformas de la PAC, más comprometidas en el cumplimiento de los acuerdos de liberalización de los mercados que con los principios que inspiraron su creación o con la soberanía alimentaria; o la falta de voluntad política para establecer unas reglas equitativas en los mercados que permitan unos precios justos para los productores y las productoras y accesibles para los hogares.

Recientemente, con el debate de las macrogranjas, se pusieron de relevancia algunos ejemplos paradigmáticos. La macrovaquería que se proyecta en Noviercas (Soria) para albergar 23.500 vacas lecheras, además de unos impactos ambientales terribles, pone en riesgo la viabilidad de 600 explotaciones familiares repartidas por todo el territorio, especialmente del norte peninsular, y es que tenemos que pensar que la media española es de 57 vacas por explotación. Asimismo, la COAG señalaba que en España hay un millón de explotaciones agrarias de las que el 93,4% tienen un titular físico y el 6,6% son empresas, que obtienen ya el 42% del valor de la producción.

En términos macroeconómicos, en principio, la “agricultura” no está en peligro con unas cifras de producción y renta agraria total o de exportaciones que han crecido en los últimos años. Sin embargo, el acaparamiento de las estructuras productivas y la voracidad de los mercados han convertido a la agricultura social y familiar en un elemento a proteger. Y es importante resaltar ese “en principio”, porque el sector agroalimentario industrializado y fuertemente petrodependiente está cavando su propio colapso en un contexto de descenso de los combustibles fósiles y de cambio climático, en el que el acceso al agua está seriamente comprometido. No se trata, al menos no solo, de los ciclos recurrentes de sequías: años de sobreexplotación y contaminación de acuíferos no permiten recuperarse de un mal año de lluvias. Y la vulnerabilidad de nuestros cultivos aumenta vertiginosamente después de años de políticas que han primado el regadío y el paso a intensivo y superintensivo.

Las consecuencias de todas estas dinámicas ya las conocemos: despoblación, envejecimiento del sector, crecimiento de la agricultura industrializada, concentración de los recursos productivos, abandono de la cabaña ganadera…

Nos equivocamos si caemos en debates polarizados entre entorno urbano y medio rural o entre ecologismo y agricultura, ya que no es posible entender un término sin el otro. No son términos contrapuestos, sino ideas relacionadas y en las que encontrar las alianzas en el marco de una sociedad más justa, de la sostenibilidad y del futuro del planeta y un mundo rural vivo. Y nos equivocaremos aún más si creemos que el rural es un todo homogéneo, bien el escenario de los Santos Inocentes, bien una suerte de Arcadia feliz. En el mundo rural hay diversidad, posiciones políticas profundamente conservadoras junto a grandes ejemplos de lucha comunal y comunitaria, terratenientes que cobran la PAC desde el sofá de su casa en el barrio de Salamanca, pero también mujeres que luchan desde hace años por conseguir la completa implantación de la ley de titularidad compartida, que no cierren el centro de salud o por la supervivencia de la escuela rural. No regalemos a la derecha y la extrema derecha algo que no les corresponde: señalemos a los culpables y acompañemos en sus justas reivindicaciones a nuestra clase.

En estos dos últimos años hemos dado importantes pasos, a pesar del terrible momento que supuso la pandemia: la aprobación de medidas largamente demandadas por el sector como la flexibilización del paquete higiénico sanitario o la ley de cadena alimentaria que prohíbe la venta a pérdidas han sido hitos de los que sentirnos orgullosos. Aunque debemos reconocer que se ha fallado en la comunicación de estas medidas. ¿Cómo, si no, entender que en la movilización del 20M hubiera consignas contra la venta a pérdidas? ¿Cómo entender que estas consignas fueran coreadas por representantes de los partidos que, con su voto negativo, pretendían impedir la aprobación de leyes justas y necesarias para el rural?

Sin embargo, sabemos que los esfuerzos de estos dos años no son suficientes para desmantelar años de políticas de sabotaje social a nuestros territorios: debemos reclamar el compromiso de las administraciones, en todos sus niveles (Comunidades Autónomas, Estado y la Unión Europea), y de una forma transversal en las competencias en fiscalidad, agricultura, medioambiente, consumo, comercio, economía… Debemos escuchar las voces de quienes tienen motivos para reclamar medidas en el horizonte más inmediato que alivien la situación coyuntural que estamos atravesando.

A medio plazo, resulta necesario elaborar un Pacto de Estado en defensa de la agricultura social y familiar. En 2017, la Asamblea General de la ONU aprobó el Decenio para la Agricultura Familiar 2019-2028 como marco para que los países desarrollen políticas públicas e inversiones para favorecer la agricultura familiar y contribuir al logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible.

Para ello, debemos replantear las políticas agrarias e invertir las dinámicas que tradicionalmente han beneficiado a rentistas y terratenientes, para vincularlas a la actividad agrícola con criterios sociales y ambientales, garantizando rentas y costes de producción, basada en los principios de la soberanía alimentaria y con vocación de futuro en un contexto difícil de crisis ecosocial. Como decían de una preciosa manera, la agricultura familiar enfría el planeta. No hay contradicción entre el mundo rural y el ecologismo si somos capaces de unir las luchas.

La sociedad tiene que dar el respaldo en favor de la producción de alimentos en una agricultura sostenible social y ambientalmente, legitimada socialmente, por un mundo rural vivo, y por el modelo de agricultura y ganadería familiar, social y sostenible, ligada al territorio.

La situación del sector agrario es el mayor desencadenante del abandono rural, pero no hay únicamente un factor en el proceso de vaciado y envejecimiento de los pueblos, de la misma forma que no pensamos que las soluciones vayan a venir de la mano de una sola medida. Hay que hablar de garantizar servicios públicos básicos y de generar las condiciones que hagan de la vida en los pueblos una alternativa digna y viable para nuestro proyecto vital.

Y mucho cuidado con quienes, aprovechando las legítimas preocupaciones del sector (e incluso el cabreo monumental, por qué no decirlo) buscan enfrentar al mundo rural con el ecologismo o el feminismo. Las políticas feministas no solo no son responsables de la situación actual, sino que las mujeres han sido, tradicionalmente, las grandes damnificadas de las políticas trituradoras de la agricultura familiar y las pequeñas explotaciones: el 63 % de las personas que abandonan el campo son mujeres. Y aunque hoy en día hay siete millones de mujeres en nuestro medio rural español, más de 26.000 han abandonado en la última década el trabajo en la agricultura. Mujeres que no solo han sacado adelante al sector agropecuario sin apenas reconocimiento económico o social, sino que desempeñan un papel fundamental para nuestra sociedad peleando día a día por alcanzar el acceso a servicios básicos y romper la brecha que, a cada paso, parece mayor.

En términos capitalistas el medio rural no es rentable, pero como sociedad que valora otros bienes (culturales, ambientales, sociales…) debemos acotar los marcos de rentabilidad económica de los sectores. Señalemos a los responsables y tejamos alianzas con quienes, como nosotras, entiendan que el modelo agroalimentario que necesitamos no llegará de la mano de señoritos a caballo que jamás han sufrido las consecuencias de sus políticas.

Eva García Sempere (@EvaGSempere) es bióloga y responsable de Ecologismo de IU.

Jesús García Usón (@JesusGUson) es ingeniero agrícola y responsable de modelo productivo y ecologismo de IU Aragón.

Fotografía de Álvaro Minguito