El feminismo será igualitario o no será feminismo

El feminismo es componente esencial del pensamiento crítico que recorre los sistemas políticos democráticos. Combate al patriarcado con la misma transversalidad que el patriarcado ejecuta su poder y visibiliza los déficits que las sociedades pueden tener en materia de igualdad. Engarza, hila y recorre el sistema con vocación universal, tal vez no sea el único internacionalismo pero su peculiaridad frente a otros es que sigue vivo.

Barre fronteras y disuelve fracturas, ahora bien, siempre y cuando hablemos de ideologías que se mantengan inquebrantables frente al axioma de la igualdad. El feminismo no surge porque las mujeres hayamos advertido entre nosotras la mirada de una “esencia compartida”, no hay esencia de la femineidad y las experiencias sociales y económicas nos conducen más a la divergencia que a la cohesión. El feminismo surge porque los aspectos degradantes de la falta de igualdad nos impelen a denunciar la posición genérica heredada por tradición cultural. El feminismo es vindicación de la igualdad y sólo tiene cabida dentro de las ideologías que priman la igualdad frente a cualquier otro valor.

Con el objeto de asentar esta premisa no está de más recordar que el feminismo tiene su fecha de nacimiento en el momento en el que las ideas de igualdad y ciudadanía empiezan a concurrir en paralelo, es decir, siglo XVIII pensamiento Ilustrado europeo. En un mundo en el que la igualdad no formaba parte ni de la vida política ni de la vida cotidiana, reivindicarla era un acto de proeza imaginativa pues ni siquiera se disponía de conceptos para pensarla. La Ilustración fue audaz y dotó a Europa de las categorías sobre las que construir una tradición democrática (igualdad, libertad, contrato social, legitimidad del orden político, individuo…), el feminismo fue osado y actuó como correctivo de una vanguardia que no había incluido a las mujeres en el nuevo discurso de la modernidad y la ciudadanía. La igualdad es pues marca de la Ilustración y del feminismo.

Hubo otros discursos anteriores en el tiempo que, frente al desprecio procurado hacia las mujeres, exponían quejas y argumentaban la revalorización de las virtudes femeninas. La ciudad de las Damas de Christine de Pizan escrito en el año 1405 es un buen ejemplo de este modo de razonar que, no por proceder de una pluma femenina, se podría calificar de feminista. No hay en De Pizan un intento de pensar la igualdad entre hombres y mujeres, no hay una problematización de las diferencias impuestas por razones de género, no se habla de igualdad porque no existe aún un concepto universalizador ni siquiera virtualmente (Amorós: 2005 ). Sólo hay un discurso de la excelencia de las virtudes atendiendo a tradición y un memorial de agravios para quienes ni siquiera podían aceptar que las mujeres, como féminas, ocuparan un lugar en la sociedad.

Y vienen estas referencias a tiempos pretéritos a causa de las polémicas que aún resuenan tras la campaña electoral. En debates televisados son convocadas mujeres de diferentes corrientes ideológicas dando por hecho la existencia de una continuidad genérica entre ellas. Pero no solo por ser mujer se es feminista, ni tampoco por ser mujer y tomar la palabra en el espacio público se es feminista y, menos aún, se es feminista cuando alguien se autoproclama como tal pero considera diferencia natural lo que es en realidad es opresión cultural. Cuando las tertulianas de izquierdas hablan de discriminación por razón de género, las de derechas las dan por resueltas. ¿Falsa conciencia, alienación?, el término podría ayudarnos a explicar la situación si estas mujeres no hubieran tomado conciencia de la desigualdad de género padecida por la mitad de la humanidad, pero deja de ser útil cuando muchas de esas mujeres niegan la situación porque les interesa sacar provecho de la misma. El feminismo es un igualitarismo y solo la tradición política de la izquierda prioriza la igualdad.

Denunciar el feminismo impostado es muchas veces interpretado como incapacidad para conjugar un nosotras. Inmediatamente se recupera el mito de la enemistad como modo natural de relación entre féminas y se concluye que, una vez más, somos incapaces de lograr un éxito como colectivo. Pero carece de sentido ser solidaria por encima de ideologías, ser solidaria con alguien que defiende que la situación desigual de las mujeres es justa y buena, pues la solidaridad, como afirma Amelia Valcarcel (Valcarcel:1997), es una virtud igualitaria y sostenerla fuera del igualitarismo se convierte en una trampa.

La fraternidad de la consigna revolucionaria francesa fue sustituida por el término solidaridad cuando las primeras feministas intentaron obviar el sentido masculino de lo fraterno. Siglos después, el feminismo norteamericano generalizó el término más específico de “sororidad” para hacer referencia a la “hermandad entre mujeres”, una nueva expresión que reducía el ámbito de la solidaridad al colectivo de las mujeres pero no denotaba atributos distintos a los de aquella. Solidaridad es hacer sólido, permanecer unido y sororidad implica también cohesión gracias a una lucha común que, de modo independiente, no podría librarse. Sororidad es la palabra del feminismo radical, solidaridad es la del sufragismo, la del movimiento obrero y la del anarquismo y, en uno y otro caso, ha llamado a cerrar filas. Sin duda alguna no son sinónimos de benevolencia, ni de amistad, ni de empatía o de compasión (aunque incluya alguno de sus aspectos) porque son excluyentes. Por solidaridad debemos ayudar, pero también debemos abstenernos de ayudar, la solidaridad es, y cito de nuevo a Valcarcel, una virtud ruda. La sororidad también lo es.

En un tiempo en el que los intereses económicos trivializan las ideologías y los valores cambian de significado en el breve lapso de una campaña electoral, el feminismo no ha de consentir que se lo banalice. En nuestro núcleo teórico y ético se mantiene la fuerza moral de la igualdad y sobre ella se asienta una solidaridad/sororidad imprescindible para que el colectivo de las mujeres se nombre a sí mismo. No somos posibilidad, no somos polémica, no somos moda, ni moneda de cambio en manos de ideologías interesadas; somos el principal resorte de transformación de la sociedad. Una igualdad que implica simetría y equipolencia nos nuclea y, en el horizonte feminista, se vislumbra también una igualdad que no implica uniformidad ni homogeneidad sino un nosotras que, al nombrarse, nos devuelva la individualidad. El feminismo será igualitario o no será feminismo.

Susana Carro es Doctora en Filosofía con la tesis Del arte feminista al arte femenino y en 2018 publicó Cuando éramos diosas. Estética de la resistencia de género (Editorial Trea).

Fotografía de Álvaro Minguito.