El Ministerio del Tiempo y el fluido Benjamin-Olivares. Sobre nuestra historia y sus pozos

Con un tesón casi más propio del vendedor ambulante, Sindulfo García aguanta las preguntas de un público escéptico: si el viajero del tiempo se desplaza hacia atrás por el continuo temporal, “¿no sucederá… que se vaya haciendo más joven?”. La respuesta es inmediata: “Eso es lo que acontecería si la ciencia no lo hubiera previsto todo”.

El sabio Sindulfo García ha encontrado una solución: hacer al viajero inalterable al paso inverso del tiempo, “merced a unas corrientes de un fluido de mi invención”. Con esta argucia más o menos ingeniosa (en otros momentos el sabio García define el tiempo como “una faja atmosférica”, y el mundo como “una lata de pimientos morrones”), Enrique Gaspar y Riambau afrontaba en su novela El anacronópete (1887) los inevitables vericuetos dialécticos, paradojas y desafíos argumentales con los que se topa todo narrador que juega con el tiempo.

Es verdad que las soluciones –o los conceptos físicos subyacentes– envejecen mal, en esta y en casi todas las otras ficciones. Fue un acierto de los creadores de la serie Ministerio del Tiempo el haber esquivado muchos de estos problemas adscribiéndose (parcialmente) a la corriente literaria que ha prescindido de artilugios de uno u otro tipo para justificar el viaje en el tiempo; una corriente que empieza en el siglo XVIII y que en el último siglo y poco va desde Mark Twain a Kurt Vonnegut.

Otro acierto, o al menos otra nota interesante, es el origen judío del artefacto narrativo del que se sirvieron los hermanos Olivares –creadores de la serie– para facilitar el viaje temporal de sus personajes. Se trataba (pues en su segunda temporada la ubicación del Ministerio en la serie sufrió un repentino traslado) de una inmensa escalera que desciende hacia las entrañas de la tierra, una torre invertida, quizás infinita, excavada en pleno Madrid. Casi como un homenaje secreto a Edgar Neville, o Rafael Cansinos Assens.

Benjamin en la ventanilla

Algo así pensaron tanto los creadores como algunos comentaristas que tiraron de ese mismo hilo para llegar hasta Benjamin. Para el pensador alemán la historia se ha abierto, o en cierto sentido se ha roto. Como nos diría su gran amigo Scholem, la historia está quebrada, como lo está el recipiente de la creación en la cábala luriánica: roto en infinitos fragmentos, abierto a que las criaturas humanas puedan liberar de cada uno de ellos una chispa de la totalidad divina.

En su libro sobre la tarea del traductor, Benjamin recuerda ese recipiente roto y compara la tarea del traductor con esa infinita empresa humana. El traductor produce otro fragmento, dice Benjamin, en el que se refleja no el fragmento que intentaba “copiar”, sino la imposible pieza completa; un texto total e inexistente, una lejana referencia que incluiría todas las variaciones, matices y lenguas.

La historia está, decíamos, hecha jirones, “mónadas” de tiempo al cuidado del historiador materialista, capaz de indagar en su complejo mecanismo interior (tesis XV) y liberar algo que está en todos los fragmentos. En ellos el materialista histórico reconoce “el signo de una interrupción mesiánica del acontecer, una oportunidad revolucionaria en la lucha por el pasado oprimido”.

La tarea es, entonces, la de extraer, o mejor, desplegar todas las ruedas y resortes de esas mónadas de historia (quizás la mala conciencia del Ángel de la historia provenga de que él conoce al relojero que las puso en tan terrible armonía) y “hacer saltar una época fuera del transcurrir homogéneo”. Entonces surge una infinidad de retazos, muelles e hilos que componen la historia de los vencidos, sepultada entre las ruinas de la historia y silenciada por los vencedores. Es aquí donde brilla, en la operación que lleva a cabo el historiador materialista, la posibilidad de redención. Reescribiendo la historia redimimos a los vencidos, se dice.

No tiene por qué ser necesariamente así. Decía Terry Eagleton que la de Benjamin era la “curiosa idea de que podemos cambiar el pasado”; pero avisaba también de que este pasado se cambia por lo que hacemos en el presente.

No se trata de cambiar lo que no existe ni tampoco de hacer saltar la lógica de sucesión histórica en los libros, introduciendo anacronismos y victorias donde no las hubo. Más bien se trata de hacer anacrónico al relato de los vencedores de la historia.

Viendo la historia a través, el materialista histórico no es como los “tralfamadorianos” de Kurt Vonnegut en Matadero cinco, que creen que todo existe simultáneamente y apenas entienden el paso del tiempo. El pasado existe, quizás, pero solo como posibilidad de redención, o en palabras de Benjamin en una nota para sus Tesis sobre el concepto de historia:

“El materialista histórico que va en busca de la estructura de la historia pone en práctica, a su manera, una especie de análisis espectral. Así como el físico reconoce el ultravioleta en el espectro solar, así él reconoce una fuerza mesiánica en la historia. El que quiera saber en qué estado se encuentra la “humanidad redimida”, a qué condiciones está sometida la entrada en ese estado y cuándo se podrá contar con ella, hará preguntas que no tienen respuesta. Es como si preguntara por el color de los rayos ultravioleta”.

Es decir, que la redención total del pasado no está materialmente a nuestro alcance; podemos intuirla indirectamente, como un rastro que aparece traducido en la pantalla de nuestro instrumental de laboratorio. Pero no hay que desfallecer. Está a nuestro alcance asomarnos a ella fugazmente cuando llega un instante revolucionario. Sin la lucha presente, no puede haber redención. Por ello, cuando en cada presente se hace posible no ser derrotados, la historia se abre y a ella nos asomamos, fortaleciendo ese hilo invisible de redención que unía a Benjamin con la Comuna de París, con Espartaco, con Müntzer (o con el pueblo escondido tras los “grandes nombres de la historia”). Pero la redención de todos esos fragmentos no está en la posibilidad de “reescribirlos”, en hacer de los vencidos los vencedores “morales” de su combate por la supervivencia. Está en que la victoria del presente abre la posibilidad de hacerles vencedores junto a nosotros. Vencedores de nuestro presente, y protagonistas de una virtual (porque solo podemos intuirla) y auténtica “historia universal”. Una historia universal en la que el principio metodológico sea la presencia de todos estos fragmentos incompletos. En otra nota dice Benjamin:

“No toda historia universal tiene que ser reaccionaria. Lo es la historia universal carente de un principio constructivo. Es el principio constructivo de la historia universal lo que permite que ella sea representada en la historia de lo parcial”.

El pasado “lleva un índice oculto que no deja de remitirlo a la redención”, y es cuestión de desenterrarlo, por tanto. Pero esta red de referencias, como las pruebas de un caso, o las notas de un glosario al final de un libro, está muy finamente articulada. Según Terry Eagleton la historia es frágil, y debe abordarse con cuidado, porque el pasado “contiene recursos vitales para la renovación del presente”. ¿Y si para ganar el presente hubiera que conservar y reconstruir el pasado?

El Ministerio del Tiempo, “El Ministerio del Tiempo” y la Torre de las Siete Cacerolas

Una cosa es, efectivamente, lo que hace en la ficción ese Ministerio mágico en el que el pasado queda “abierto”, diseminado en mil puertas de una torre invertida, y otra lo que no deja de ser una serie de televisión. En la ficción el Ministerio protege la historia, y le suponemos un conocimiento definitivo y cerrado de ella, que pone en práctica en cada “misión” de sus personajes. En nuestro panorama televisivo, por otra parte, El Ministerio del Tiempo está sometido a todas las fricciones, tensiones, aciertos y errores de lo que supone escribir, producir, promocionar y mantener en la parrilla una producción audiovisual. Sería ingenuo, entonces, pensar que la producción de ficciones audiovisuales sí parte de un conocimiento cerrado de nuestra historia, o que en todo caso, si fuera posible tal cosa, pudiera defender ese conocimiento ante financiadores, entes públicos, comités… y el campo minado de la opinión pública en tiempos de caceroladas y cruces de Borgoña.

De repente, esa “torre invertida”, ese enorme agujero bajo el centro histórico de Madrid, cobra un significado especialmente ominoso. Porque la serie de ficción El Ministerio del Tiempo se produce sobre un vacío, sobre una gigantesca brecha en la narración de nuestra historia. Pero no es un vacío que pueda reconocer abiertamente: para funcionar como ficción, debe velarlo con una proyección imaginaria, un inexistente “consenso” popular sobre cuáles son los hechos y cómo fueron los personajes que los viven. Y ese inexistente consenso produce, cuando no monstruos, sí componendas y equidistancias que de nuevo nos devuelven a la casilla de partida, a la misma incomprensión sobre quiénes somos o cómo hemos llegado hasta aquí. Quizás por eso la ficción discurre en un laberinto de puertas y mapas que se mueven o borran; quizás por eso, como inconscientemente, el gran pozo o torre invertida ha desaparecido en los capítulos de esta nueva temporada.

Esta estructura cambiante de la torre en la ficción se refleja en los juegos de equilibrio que deben hacerse en el guion para tranquilizar o acomodar lo máximo posible a una audiencia en permanente estado de alarma historiográfica. No es este lugar para señalar esas equidistancias o componendas, ni desahogarnos con rectificaciones en un sentido u otro. La cuestión, antes de dejar a un lado la serie El Ministerio del Tiempo y centrarnos en el artefacto de ficción llamado Ministerio del Tiempo, es más bien señalar que estos problemas internos de la escritura y/o producción de la serie no le son exclusivos, sino que precisamente obedecen al modo disfuncional en el que en nuestro país el conocimiento historiográfico se traduce en narrativas públicas. Porque con pocas excepciones, no hay coincidencia alguna entre los (infinitos, afortunadamente) problemas discutidos en la historiografía seria, y las discusiones públicas sobre la historia de España. La prueba es que, cuando las segundas se han intentado hacer pasar por las primeras, el resultado han sido abscesos textuales, objetos historiográficos no identificados: panfletos best-sellers, diccionarios con entradas de estraperlo.

Estos misteriosos artefactos tuvieron su público, no sabemos aún si impulsando o aupándose a la ola revisionista que hoy suena metálica contra los aplausos sanitarios. La cuestión es, aparte de benjaminiana, plenamente gramsciana; porque en realidad no se trata de detalles de escritura, de fallos en el planteamiento del guion. Constitutivamente (de momento) esa traducción de la historiografía consolidada a una narración compartida de nuestra historia es imposible, porque la pervivencia de gran parte de la estructura institucional, empresarial y comunicativa actual depende del aislamiento de ese debate y producción científica, de su incomunicación dentro de una burbuja. Y cuando la burbuja se ha roto por alguna capilaridad, llegando al cine o la novela, un mecanismo automático procedía a aislarlos (la falsa pero muy popular asimilación del cine español a la obsesión con la guerra civil, y con ello su descrédito como entretenimiento) a la vez que otro mecanismo los neutralizaba (la implacable implantación de modelos estéticos postmodernos y neoliberales, con el énfasis en la ambigüedad moral y política, en la intimidad y el aislamiento individual respecto de los procesos históricos, etc.).

No: ni se puede mejorar el retrato que hace la ficción sin cambiar modelos productivos, relaciones laborales, instituciones, comités, televisiones, periódicos (y sus prácticas, pluralidades, precariedades), ni podemos esperar que la ficción los cambie por nosotros. Como decía Gramsci, quien no da cosas, no puede dar palabras.

La materia de la que están hechas las burocracias

Dejemos ya para otra ocasión la descripción de nuestras cuitas históricas concretas. Hablemos, entonces, de si realmente el Ministerio que aparece en la ficción es una institución reaccionaria y nosotros unos silenciosos cómplices de su relato histórico.

Eso –la legitimación del relato de los vencedores– es lo que ocurriría si contempláramos en la pantalla el retrato de un cuerpo funcionarial que estuviera al margen de la historia. Una burocracia extraída de todos los tiempos, casi como un cuerpo angélico de seres purgados de toda compasión y apego a la realidad histórica que viven o visitan. Pero según examinamos los ficheros, y leemos (o vemos) sus aventuras, parece que los agentes del Ministerio habitan en La o en suhistoria, y la viven y padecen como todos los demás. Vivirla, es querer cambiarla. Si viven su historia, personal y social, entonces viven en un permanente deseo de redención.

Pero incluso siendo así, podría ocurrir que, viajando en el tiempo, y marchitados en una gris vida burocrática, los agentes perdieran ese pulso redentor y sucumbieran a un (pseudo) hegeliano «fiat historia, pereat mundus». Es decir, podrían acabar rendidos ante la Necesidad histórica. Esta, al decir de Benjamin, era el gran error del economicismo de la socialdemocracia alemana, que en su crítica al fascismo validaba la misma fe en el progreso que lo sostenía.

Pero los personajes de Olivares llevan consigo el peso trágico de la redención. Parece como si tuvieran en su poder un fluido que los protege de la grisura de la Necesidad histórica, y les hiciera no un cuerpo angélico más allá de la historia, sino la materia misma de la que está hecha esa auténtica historia universal. Como si ellos mismos fueran aquella la “luz ultravioleta” en la que se expresa la historia de los vencidos (y, de hecho, están hechos de luz, si no la del proyector, al menos la de nuestras pantallas).

Merced a ese fluido (o quizás tinta de escritor), los agentes ven –y vemos con ellos– en cada capítulo el amasijo de ruinas que compone la historia, en su terrible presencia agonizante. La tragedia del funcionario del tiempo no es su fracaso en cambiar la historia, sino la consciencia terrible de que debe defenderla en su integridad, grávida tanto del relato de los vencedores, como de la ultravioleta luz invisible del hilo de redención de los vencidos. Por ser este último más frágil, su tarea es, además de trágica, angustiosa: hacer bien una tarea que detestan.

Queda por ver, sin embargo, cómo se puede hacer en la ficción esa historia materialista que reivindicaba Benjamin; cómo rescatar esas mónadas de tiempo en cuya totalidad late no solo el hilo redentor de los vencidos, sino la multiplicidad de vidas que componen la «longue durée» braudeliana o, dicho en términos más marxistas, la vida de las clases trabajadoras y populares. Desde luego, por múltiples razones es inevitable que una serie como esta se remita a figuras históricas, retomando el justamente olvidado método historiográfico de los “grandes personajes de la historia”; deliberadamente, quizás, los guionistas añaden a esas grandes personalidades una sombra de pobreza, locura, injusticia y dolor, y en algunos casos (aunque no los suficientes), del pueblo que las rodea.

Quizás la solución a la cuestión del progreso, tema fundamental en Benjamin, no sea la de hacer estallar la historia, que es lo que querría Nietzsche. Puede que la respuesta sea detenerla urgentemente y descender en ella, como en una escalera interminable, e ir rescatando todos los fragmentos de la historia de redención, haciendo benjaminianamente bueno el título de un capítulo de El anacronópete, a saber: “En el que se prueba que ADELANTE no es la divisa del progreso”.

Pero en ese caso necesitaremos un poco de orden. Quizás, incluso, un poco de burocracia. Acaso también, entre otras cosas, porque la burocracia es archivo. Posiblemente mucho más o mucho menos que archivo. Y a su vez, sin ellos, el diálogo con la historia es imposible, y con él, la protección de sus posibilidades de redención.

El archivo nos dice, por ejemplo, que Gramsci y Picasso compartieron, o al menos eso pensaba el joven sardo en 1913, el interés por “la descomposición en planos de la imagen” como reflejo en la pintura de la “serie sucesiva o paralela de substantivos-planos que se intersectan” en la nueva prosa literaria de Marinetti. También comparten, en su historia póstuma, un nombre propio, que aparece dos veces: para poder desentrañar los interrogantes abiertos sobre la detención y el fracaso de varios de los intentos de excarcelación de Gramsci, los historiadores, especialmente en los últimos años, se han dado de bruces con el archivo personal de Giulio Andreotti, donde parecen estar y salir con cuentagotas algunas respuestas, recopiladas desde el interior de la maquinaria estatal italiana, o prestadas por Gorbachov.

Al buscar por qué la exposición de 1953 (año electoral, con un PCI ganando fuerza) en la Galleria Nazionale d’Arte Moderna de Roma no pudo contar con el cuadro de Picasso sobre y contra la guerra en Corea, el profesor Fernando Castro se encontró en los archivos (así lo explicó en una conferencia de hace dos años) una carta nunca publicada de Giulio Andreotti adhiriéndose al comité de la exposición deseando (o advirtiendo) “que el acontecimiento no se vea perturbado por interferencias de otra naturaleza” al margen de las “expositivas”.

Qué secretos guarda el archivo sobre las traiciones, errores o manipulaciones alrededor de Gramsci, o sobre la lucha desde la derecha europea contra el Picasso icono comunista y pacifista, es tarea para historiadores. Que estos y tantos fragmentos de la historia se recompongan en una narración compartida por todos no es tarea de la ficción, sino de los militantes, activistas y ciudadanos conscientes que despejen el espacio para que finalmente las palabras se puedan dar junto a las cosas. Por ejemplo, una sociedad antifascista.

Antonio J. Antón Fernández (@Akiro_Vigila) es filósofo y autor de Slavoj Zizek: Una introducción (Sequitur), Crónicas del neoliberalismo que vino del espacio exterior (Akal) y El sueño de Gargantúa. Distancia y utopía liberal, de próxima publicación también en Akal.

Fotografía de Álvaro Minguito.