El relato generacional de Feria

«Me pusieron Manolito por el camión de mi padre y al camión le pusieron Manolito por mi padre, que se llama Manolo. A mi padre le pusieron Manolo por su padre, y así hasta el principio de los tiempos. O sea, que por si no lo sabe Steven Spielberg, el primer dinosaurio Velociraptor se llamaba Manolo, y así hasta nuestros días. Hasta el último Manolito García, que soy yo, el último mono». (Elvira Lindo, Manolito Gafotas)

«Las primeras palabras que le oí decir a mi padre fueron ‘pero Ana Mari, qué feílla es’. Esto lo sé porque me lo han contado, me lo han contado muchas veces, pero lo dijo la primera vez que me vio, nada más nacer. También sé porque me lo han contado que estuve tres días sin nombre porque mi padre y la Ana Mari no se decidían por ninguno. Él quería llamarme África, pero la Ana Mari se negaba porque le recordaba ‘a pobreza y a miseria’ y encima nunca habían estado en África». (Ana Iris Simón, Feria)

Una invectiva contra la juventud urbana

Feria, de Ana Iris Simón, es un cuento para adultos. La literatura infantil y juvenil funciona como espejo generacional en el que niños y niñas nos ubicamos en el mundo. Nos ofrece un presente similar al nuestro, nos señala los conflictos que nos preocupan y apunta con alegría al porvenir. Nos muestra nuestros miedos y nos arma con el coraje para afrontarlos. Por eso los adultos añoramos las narrativas con las que hemos crecido en grata compañía. La literatura infantil es un andador mental. En cambio, los cuentos para adultos son un bastón que alivia el peso de los años, un consuelo en nuestra madurez y nuestra vejez.

Vivimos entre dos crisis: una época de enormes cambios, de incertidumbres, de precariedad. De valores en declive, de horizontes que se estrechan otra vez. De crisis vital e identitaria, y de baja autoestima. Estas circunstancias piden a gritos cuentos para adultos, bastones que refuercen nuestra identidad o nos faciliten la conversión a nuevas formas de vivir y sentir nuestra existencia.

Las trampas de la identidad, la imperiofobia o Feria son otros tantos bastones, dirigidos a públicos distintos, que nos ofrece la siempre generosa farmacia editorial. Feria huele a esa nostalgia para quienes echan de menos la Expo del 92, el Peugeot 309 «sin sillitas ni cinturones», el whisky DYC o las vacaciones proletarias en el camping o en el Aquopolis. Es un cuento para adultos, que seduce con su escritura nostálgica, intencionadamente imperfecta, infantil y naíf. Con su estética kitsch, muy conveniente en estos tiempos en los que los diseñadores de interiores nos advierten de que el gotelé vuelve a estar de moda y el suelo de terrazo alivia las altas temperaturas del clima español. Huele a España, a una cocina donde el pisto se cuece a fuego lento: «si alguna vez alguien me pregunta a qué huele España responderé que a esa habitación, a la cocinilla, que cuando estaba mi abuela también olía a veces al jabón que hacía ella».

Como cuento para adultos, escrito por una mujer adulta que presta mucha atención en imitar el lenguaje de los cuentos infantiles, no se ahorra el mayor de los placeres de su público: despotricar de los jóvenes: «Hay mucho treintañero convencido de que es lícito llevar gorra en interior, de que es lícito, incluso, llevar gorra con treinta».

La pequeña protagonista del relato fue también joven: y como a todos los jóvenes que vienen a llevarse la vida por delante, le seducía lo nuevo. Los actimeles, las franquicias de comida rápida, las tiendas chinas, el Euro: «Estaba siendo testigo del fin de España, del fin de la excepcionalidad. Y no me daba cuenta». A lo largo de todo el libro vemos la historia de una contradicción generacional: el arrepentimiento por la inconsciencia juvenil, la mala fe de los sentimientos encontrados hacia lo popular y finalmente la reconciliación con los valores tradicionales. Así se encara Ana Iris con su generación:

Me ocurrió lo mismo con Camela cuando mis amigos lo empezaron a poner en los botellones, que a mí no me salía ponerme a vocear ‘cuando zarpa el amor’ con el vaso de vodka Knebep del Mercadona en la mano, porque cuando tus padres te llevan al teatro y al Reina Sofía los domingos o cuando simplemente no llevan toda la vida escuchando Camela mientras hacen de sábado es muy fácil apreciar lo que a ti te parece la cultura popular porque tú no perteneces al pueblo, no a ese pueblo, pero cuando te han llamado cueverota porque provienes de un lugar en el que no paran de sonar y sobre todo donde apenas suena otra cosa, pues te hace menos gracia.

En el fondo, el problema con lo popular se reduce a una cuestión de clase. Pero Ana Iris no enfrenta la «apropiación cultural» encarándose con Rosalía ni con la industria discográfica, sino con una «lumpen burguesía» que habría vaciado la cultura popular de su autenticidad tradicional, de su esencialismo. Contra la celebración que Walter Benjamin hacía de la reproductibilidad a la hora de despojar a las artes de su aura misteriosa para ponerla en manos de la gente, Ana Iris critica a esa misma gente por distanciarse del culto a la tradición. Bad Bunny se disfraza de mujer y eso es feminista, pero peca de adanismo porque eso de disfrazarse ya lo hacían nuestros padres (le tendré que preguntar al mío) en la mili o en el carnaval.

El gran pecado de la «lumpen burguesía», de la juventud urbana, es apropiarse de lo popular sin realmente haberlo vivido de cerca, «valorar lo popular, sin reparar en que popular es también la adicción temprana al alcohol y el fracaso escolar y las casas de apuestas y eso nadie lo celebra como parte de la cultura plebeya». El reguetón es también liberalismo, «porque el liberalismo no es solo una cosa económica, es también un señor cantándole a que ‘estar soltera está de moda / por eso ella no se enamora’ porque se conoce que amar es una cosa antiquísima y que la revolución será perreando hasta abajo o no será, y me gustaría a mí saber cuántos banqueros han sido guillotinados con la técnica de mover el piso moviendo el culo hasta abajo o de fingir follisquear con unos y con otros sin orden ni concierto».

Los jóvenes urbanitas que escuchan reguetón (supongo que esta panda de hípsters deberían volverse al teatro) no son sino «señoritos diciéndole al pueblo lo que el pueblo es». Ana Iris en cambio encarna lo popular, o al menos encarna la nostalgia de la autenticidad perdida: ella ha soportado demasiado tiempo la superioridad moral de este público en el fondo cultureta, ha sido víctima de los reproches silenciosos por ser familia de feriantes, y «cuando mi tía Ana Rosa o mi prima Marta me decían que había salido a los Bisuteros o que menuda bisutera estaba hecha, me enfadaba. Me enfadaba porque entreveía ahí una acusación, un reproche al que tardé muchos años en ponerle nombre: lumpen proletariado».

Dos cosas perturban al público maduro: los jóvenes y la izquierda

Feria es un libro destinado a un público adulto, desengañado. Y a los adultos no solo les gusta rajar de la juventud. También les encanta denostar a la izquierda. En este aspecto, Ana Iris Simón es más astuta y opta por la estrategia de los buenos conservadores: el paternalismo, que en este caso dirige hacia su propio padre, comunista comprometido.

La izquierda no ha comprendido España. En el capítulo titulado «Jesucristo fue el primer comunista», nos sorprende con extrañas confesiones, como que se aprendió de memoria un himno de la División Azul porque ‘la punki’ de su clase en 1º de la ESO tenía una versión en su MP3 y «me parecía muy bonito eso de que un ángel fuera cabalgando con brío y valor y de que le cantaran a una patria que echaban de menos desde la lejana y gélida Rusia».

Pero los comunistas como su padre parece que no eran capaces de mencionar España, de emocionarse con la patria. «A lo de por qué los comunistas parecía que no podían decir España sin sonrojarse directamente no me respondía o me respondía con la eterna pregunta, la de qué era España, y yo le decía entonces que España era precisamente esa pregunta, que nada más español que preguntarse qué es España y qué somos los españoles». Obviando que al menos tres partidos comunistas tienen el nombre España en sus siglas, es un desperdicio narrativo que Ana Iris se olvide de su anterior defensa patriótica del olor a pisto.

Creo que la defensa de España que hace Feria no es tanto un manifiesto propositivo, sino que se contenta con armar una caricatura, cuidadosamente paternalista, de la izquierda. Se trata menos de definir qué es España o qué debe ser (recordemos que España es una pregunta, con olor a cocina) que de reafirmar el tópico de que la idea de la patria no puede ser objeto de una izquierda internacionalista, globalista, separada de sus raíces. España no es una nación política, fruto de lo que decidamos quienes en ella vivimos, sino un sentimiento cultural que arraiga en las tradiciones. Por eso la invectiva a los jóvenes urbanitas entronca con la imagen de una izquierda demasiado intelectual, demasiado cultural, que al igual que aquellos la miran con desdén. Es la superioridad moral de la que tanto se habla. Y la autora de Feria, no lo olvidemos, está con “los de abajo”. Con lo que ella define como “abajo”, que hasta donde hemos leído parece reducirse a lo sentimental y a lo cultural.

Tres cosas perturban al público maduro: los jóvenes, la izquierda y el feminismo

Como no hay dos sin tres, y nadie espera a la inquisición española, tres cosas son las que realmente preocupan al público al que Feria se dirige: los jóvenes de izquierda y feministas. El capítulo titulado «la historia que emocionaría a Juan Manuel de Prada» narra la aventura de la joven Ana Iris reconciliándose con la tradición española y enfrentándose con su padre comunista para ir a misa a escondidas. Ana Iris decidió hacer la comunión pese a que su padre era «un ateo monoteísta, porque mi padre no era ateo, sino que creía fervorosamente en el ateísmo». Nuevamente, la izquierda es un dinosaurio y el ateísmo viene a ser una religión encubierta, como los intelectuales anticomunistas llevan desde los años cuarenta atreviéndose a denunciar contra el pensamiento hegemónico que les impide expresarse con libertad.

Ir a misa era un acto juvenil, rebelde, pero de una juventud que nada tiene que ver con aquella que había perdido los valores tradicionales: «también me gustaba llegar a casa y guardar el secreto, no poder contarle a nadie que había estado en misa, que también era un ritual, el del silencio».

El catolicismo entronca ahora con la sección femenina del libro: como le confiesa a su amiga de la infancia, «yo lo que quería era ser ‘un poco mujer florero’. Creo que en realidad no quería decir mujer florero, sino ama de casa…». El nuevo orden social nos ha hecho perder el amor romántico, cambiándolo por la mera satisfacción sexual:

«Acabamos, como siempre, yéndonos por las ramas y despotricando contra el Satisfyer porque no es sino una manera de abrazar la precariedad también en lo sexual y de desvincularnos en nombre de nuestra libertad y de empoderarnos en nombre del sexo vacío y del ‘bonobocapitalismo’…».

«Después el orden del día viró hacia que si estábamos intentando derruir el mito del amor romántico (…) no era porque fuera dañino –que no lo negábamos tampoco, todo tiene sus cosas–, sino porque éramos y somos unos mediocres y a los mediocres no les gusta intuir nada que aspire a lo sublime o a lo épico».

«Concluímos (…) que queríamos tener hijos y poder cuidarlos, no pagarle cuatrocientos euros al mes a otro para que los criara, y en que para gustar los hombres tienen que hacer pero a nosotras nos basta con ser y en la posibilidad de que toda mujer ame a un fascista como escribió Sylvia Plath».

Si estos pasajes emocionarían a cualquier conservador, es porque ponen en marcha lo mejor de la vieja apologética católica: ser creyente, en un mundo ateo y sin valores, es lo verdaderamente revolucionario. Este cuento para adultos está cargado de romanticismo.

Las introducciones de los libros siempre se leen al final

Feria se está popularizando como un himno contra la precariedad de la juventud. En esta línea discurre todo el primer capítulo, y por supuesto es la que más ha trascendido. Me preocupa darle la razón a Ana Iris con referencias culturetas, tan del gusto de la izquierda. Me preocupa utilizar demasiadas frases subordinadas o citas muy complejas, porque este libro es también un modelo de lenguaje sencillo, fácil, reiterativo como el de los cuentos infantiles. Pero Hegel ya dijo que los prólogos y las introducciones son prescindibles: la ciencia no tiene introducciones. En el caso del libro de Ana Iris Simón, hay que aplicar este método de lectura. El primer capítulo es la introducción que nos mete en el libro, que nos anuncia sus tesis centrales. El problema es que si solo leemos esas tesis, o si leemos el libro esperando que confirme sus tesis de partida, nos vamos a llevar un chasco. Por eso toca leer ese primer capítulo al final de nuestro comentario.

Ana Iris Simón pretende sostener un discurso generacionalmente joven. Ya hemos afirmado que no es así, o que la juventud de la que habla no es, en absoluto, toda la juventud. «Somos la primera generación que vive peor que sus padres», denuncia retomando el eslogan que se escuchaba en el 15-M, hace ya diez años. Lo retoma para reducirlo hasta que de él no queden ni los cimientos. Para ‘resignificarlo’. Nuestros padres, aunque «tenían menos papeles académicos que un galgo, sí que tenían, con nuestra edad, hijos e hipotecas y pisos en propiedad». Nosotros en cambio, «en propiedad no tenemos nada más que un iPhone y una estantería del Ikea de treinta euros porque no podemos tener más y ese es nuestro imperativo y es material. Pero nos autoconvencemos pensando que la libertad era prescindir de críos y casa y coche».

El círculo se cierra cuando regresamos a este primer capítulo, después de navegar por las turbulentas páginas de Feria. La hipoteca de Ana Iris Simón no se firma solo con el banco. Demanda una seguridad económica, pero también unas convicciones morales que hacen borrón y cuenta nueva con la lucha de nuestros padres y de nuestros abuelos para darnos una educación y una carrera, para llevarnos al museo o al teatro, para que no tuviéramos que ganarnos la vida en la vendimia. Con la seguridad económica de Feria, va también el culto a lo popular, no porque es popular, sino porque se encuentra arraigado en la tradición y en los valores del pasado. El coche de Ana Iris tendrá cinco puertas, porque hay que meter la sillita de los niños cuando vayamos el domingo a escuchar misa.

Slavoj Zizek decía, en uno de esos pasajes suyos poco desarrollados pero muy intuitivos, que la ideología fascista manipulaba auténticos anhelos populares por una comunidad verdadera sin competitividad ni explotación, pero la distorsionaba para legitimar y preservar las relaciones sociales de dominación. Que para poder manipular a las masas, debía hacerlo incorporando en su discurso anhelos auténticos, pero dirigiéndolos hacia sus propios objetivos. No estoy diciendo esto para colocarle a Feria el calificativo de ‘fascista’ ni ‘falangista’, porque además creo que eso no serviría de nada: solo contribuye a victimizar a la autora (a quien no quiero considerar víctima de nada) y a colocar nuestra crítica donde algunos quisieran verla, en la marginalidad política y la descalificación barata. No era esa mi intención y prefiero concluir en positivo, porque está claro que muchas personas se han visto seducidas por este libro y no quisiera hacerles creer que por reconocer lo verdadero y lo valioso que hay en este discurso, se les deba calificar de fascistas.

El problema es más profundo. Creo que el libro, pese a su lenguaje limitado, apunta a la línea de flotación de la izquierda. De una izquierda a la que las decepciones, las contradicciones y las dificultades de estos diez años convulsos han dejado muy tocada. En efecto, el libro viene de perlas para coronar el décimo aniversario del 15-M porque a diez años vista, lo que a muchas personas en este país ilusionó, algunos parecen querer terminar de enterrarlo y de ‘resignificarlo’. Yo soy de la opinión de que los análisis que hacíamos en caliente habrá que releerlos, para retomar la frescura del momento. Para recordar qué pedíamos cuando nos calificábamos de ‘juventud sin futuro’. Cómo vencimos las enormes reticencias que nos separaban desde la izquierda, ante un movimiento que no se quería definir de izquierdas. Y para recordar tantas cosas que no hicimos del todo bien.

Pero si apelo a los lemas de hace diez años, no lo hago con nostalgia, sino para recordar que ante las incertidumbres, los valores de ‘los de abajo’ siguen estando en nuestro ADN. Ya he dicho más arriba que Feria es un libro para adultos que se alimenta de las crisis vitales y de las crisis de autoestima. Y la izquierda joven y feminista lleva mucho tiempo en una crisis de autoestima permanente. Llevamos ya unos cuantos años escuchando discursos que se reivindican más obreros que el propio movimiento obrero. Que mientras el movimiento obrero asume la pluralidad y la diversidad, nos quieren devolver al enfrentamiento contra las luchas culturales y por la diversidad. Estamos escuchando ahora mismo que los obreros de verdad no quieren internacionalismo proletario, sino una política de cierre de fronteras y guerra contra el marroquí. Estamos escuchando que Franco fue más de izquierdas que los trabajadores organizados en los partidos de la izquierda. Y también escuchamos que quienes alzan la voz contra los discursos reaccionarios de la derecha populista somos los de la ‘superioridad moral de la izquierda’. Llevamos tanto tiempo escuchando que nos creemos superiores, que hace demasiado tiempo que nos empezamos a venir abajo y hemos consentido que nos intenten arrebatar una a una todas las ideas y valores que constituyen la izquierda, los valores de ‘los de abajo’. Toca poner pie en pared, y dejar de creer que somos una caricatura triste de nosotros mismos. Un pueblo organizado y maduro no consiente que lo duerman con cuentos.

Luis Felip (@luisfe_lip) es profesor de Filosofía y responsable de Educación del PCA.

Fotografía de Álvaro Minguito.