Eurovisión importa (y a ti debería importarte): la historia geopolítica del Festival de Eurovisión

21 de marzo de 1964, un activista político del Grupo 61 –una subsección disidente del Partido Popular Socialista de Dinamarca– se sube al escenario de Eurovisión con una pancarta que reza “Boicot Franco y Salazar” en protesta por la participación de las dictaduras en el festival. La etnomusicóloga Dafni Tragaki explica el hecho como la confirmación del inicio de la toma de la cultura de masas como espacio político para la izquierda europea y la internacionalización de los movimientos sociales, que en sus palabras “culmina en las calles de París cuatro años después, en 1968”[1].

Como la mayoría de los eventos pertenecientes a la esfera de la cultura popular, el festival de Eurovisión ha sido descalificado en lo que a su relevancia fáctica se refiere y asumido mediáticamente como concurso trivial.

Los eventos internacionales permiten la exhibición y legitimación de la idea de nación. Eurovisión destaca entre ellos por basarse en la música y la danza, artes que parten del principio de expresión y por lo tanto de la subjetividad. Las características del festival permiten que las identidades, experiencias y reivindicaciones transmitan las subjetividades escogidas por cada país para ser representadas de cara a Europa a modo de actuación. La posibilidad de victoria en el festival se convierte por tanto en el hecho que confirma la legitimidad de las ideas patrias expuestas en el escenario como potenciales cosmovisiones compartidas, que al ganar se ven validadas por el continente europeo. Es por esto que el Festival de Eurovisión se diferencia del resto de eventos internacionales, que, si bien permiten crear consciencia global de la legitimidad de la nación, en el caso de los eventos deportivos sus características no dan pie a la transmisión de estas propias narrativas subjetivas.

La historia de Israel en el festival sirve de ejemplo de esta dinámica donde Eurovisión se convierte en el escenario legitimador de los intereses geopolíticos y propagandísticos del país. Existen dos enfoques diferenciados en intención y tiempo en relación a las participaciones israelís en Eurovisión: una primera etapa entre 1973 y 1998 donde prima la reivindicación de la propia identidad para validar el estado de cara al continente europeo, y una segunda etapa desde 1998 hasta la actualidad donde el país ha adoptado por regla general una política de diferenciación propagandística de los Estados árabes –enemigos políticos– a partir de la reivindicación de colectivos sociales y proyección de propaganda pacifista poco objetiva en relación a los actos bélicos del Estado. Dentro de la primera etapa destacan candidaturas como la de Ilanit con Ey Sham en 1973, una alegoría a la esperanza del pueblo israelí plasmada en una historia de amor entre jóvenes donde entre sus frases se cuelan descripciones presentes en Génesis y Deuteronomio para hacer referencia a la Tierra Prometida que Dios le ofrece a Abraham y el pueblo judío. Otro ejemplo relevante es Chai! de Ofra Haza en 1983, en el contexto de la Primera Guerra del Líbano –donde Israel ataca el denominado terrorismo palestino del sur del Líbano– el país presenta a Europa una canción con versos del calibre de “sigo viva, viva, viva, el pueblo de Israel está vivo” o “cantaré por siempre viva, voy a extender mis manos a mis amigos del otro lado del mar”, con explícitas referencias políticas.

La victoria israelí de 1998 con Diva de Dana Internacional –la primera mujer trans en participar y ganar el festival– marca el inicio de la segunda dinámica del país en Eurovisión, una dinámica en la que Israel encuentra el éxito en la narrativa de la propaganda indirecta, abandonando la reivindicación de la propia identidad como método legitimador. El país se presenta a través del festival como alternativa amable frente a las políticas discriminatorias de los países árabes hacia los colectivos minoritarios u oprimidos, y a su vez reivindica un deseo pacifista de puertas para fuera, lo que favorece la percepción internacional del Estado como legítimo. Esta narrativa se ha repetido especialmente en los últimos años con candidaturas como la de Hovi Star, Netta o Eden Alene. Dentro de esta segunda perspectiva cabe destacar la apropiación propagandística del discurso pacifista en candidaturas como la de 2009 con There Must Be Another Way, donde sus intérpretes Noa –judía israelí– y Mira Awad –árabe israelí de ascendencia palestina– presentan un mensaje de humanidad y esperanza. La candidatura adquiere valor propagandístico por el contraste con el contexto de la guerra palestino-israelí, en ese momento materializada en el Conflicto de Gaza, donde el ejército israelí acabó con la vida de más de mil palestinos. Los hechos ocurren simultáneamente y la candidatura se presenta a Europa bajo el eslogan “Israel, intentando encontrar otra manera”.

Otro evento geopolítico que presenta paralelismos con el festival es el actual conflicto ruso-ucraniano. Desde 2014, con la anexión ilegal de Crimea por parte del Kremlin, ambas potencias han tomado Eurovisión como escenario legitimador para lograr el título de expotencia soviética dominante narrativa y culturalmente, y así validar su discurso mediático en el continente. Así lo demuestra la candidatura rusa para Eurovisión 2014. El mismo día de la anexión, el país presenta Shinede las Hermanas Tolmachovy, que en forma de invitación alegórica a la paz mundial introduce entre su letra frases como “nadie va a tirarme abajo, algún día serás de mi propiedad”. Rusia repite estrategia en 2015 con Polina Gagarina y su canción sobre la hermandad con los pueblos vecinos A Million Voices, que obtiene un segundo puesto y consolida así la legitimidad de su narrativa. Ucrania ‘contraataca’ en 2016 con 1944 de Jamala y logra la victoria en el festival –siendo el ruso Sergey Lazarev favorito en las apuestas–. El tema, apoyado públicamente por la OTAN, versa en torno a las deportaciones tártaras en Crimea llevadas a cabo por la Unión Soviética en 1944, hecho considerado genocidio por la Rada ucraniana, no así por el Parlamento ruso. En 2017, y con Kiev como sede para el evento, Rusia escoge a Yulia Samoylova como representante, artista con atrofia muscular vetada en territorio ucraniano por haber accedido a Crimea en 2015 desde Rusia, acción penada por la ley ucraniana. Samoylova es incapaz de acceder a Ucrania, lo que provoca la renuncia eurovisiva de Rusia, que durante meses lleva a cabo una campaña mediática de desprestigio hacia Ucrania por no dejar participar a la cantante en silla de ruedas, convirtiendo su figura en la una mártir política. También los artistas ucranianos se han visto afectados por la situación del conflicto. En 2019, Maruv –artista ucraniana con vínculos comerciales con Rusia– renunció a su candidatura alegando un contrato abusivo contra su libertad de expresión tras haber sido preguntada públicamente por la pertenencia de Crimea a Ucrania. Este mismo año, la ucraniana Alina Pash, elegida como representante para Eurovisión 2022, retiró su candidatura tras ser acusada de entrar ilegalmente en Crimea y vestir en redes sociales una sudadera con los colores de la bandera rusa.

Tanto el caso de Israel como el del conflicto ruso-ucraniano ejemplifica el valor cultural del festival en lo que a la distribución de narrativas y discursos se refiere. La cultura popular, por ser la más presente entre los estímulos diarios de la ciudadanía, comunica y constituye el marco cultural dominante. Así lo ejemplifica la propia creación del Eurovisión en 1956. La OTAN se refiere en 1955 al proyecto de Eurovisión como ‘Festival del Atlántico Norte’ en las Actas del Comité de Cultura e Información Pública, desclasificadas en 2015. En estas, la organización muestra interés en utilizar el festival como medio propagandístico sutil y efectivo para la transmisión de valores y afirma que el festival permitirá influir favorablemente en la opinión pública de la OTAN.

Pero si hablamos de los inicios de historia geopolítica de Eurovisión desde la perspectiva propagandística, el caso del régimen franquista llama la atención como ejemplo significativo de interés institucional en el festival. En el contexto de un régimen que tras el fracaso del modelo autárquico pone el foco en Europa, el turismo y la cultura como método de legitimación y propaganda, participar en Eurovisión supone para la España de los 60 la aproximación cultural al viejo continente, sacar pecho del modelo desarrollista y de su nueva y abierta juventud ‘yeye’. La posibilidad de victoria se convierte entonces en el objetivo para consolidar la legitimación cultural en Europa. El triunfo en el festival supone para el país ver “aumentadas sus reservas de divisas en muchos millones”[2] como declara cinco días después de la victoria de Massiel –convertida en heroína patria por los medios del momento– en 1968 el director general de Radiodifusión y Televisión Jesús Aparicio-Bernal. Una victoria que aún hoy en día se encuentra cuestionada en términos de legitimidad por figuras como Josep María Baget[3], periodista que afirma como posible una influencia en las votaciones de las negociaciones con Alemania sobre la implementación del sistema PAL de televisión en color. Otras acusaciones destacables son las de la documentalista Montse Fernández Villa y el periodista José María Íñigo, que afirman la compra del voto francés, italiano y yugoslavo a cambio de la obtención de series de televisión de estos países que nunca llegaron a emitirse.

Si bien las acusaciones no son suficientes para afirmar la compra, el transcurso del festival de 1969, con Madrid como sede, confirma los intereses propagandistas del régimen, que utiliza Eurovisión como instrumento blanqueador de la realidad contextual del país en 1969. La aparente normalidad que pretendía transmitir el régimen se ve opacada por el estado de excepción del 24 de enero a consecuencia de las protestas por el asesinato de Enrique Ruano, las concentraciones frente a las embajadas europeas de España en contra de celebrar el evento en una dictadora y por países como Austria retirándose del concurso por la situación española. La prensa española del momento –con directivos designados por el régimen– recoge una versión alternativa de los acontecimientos. En el caso de Austria, la prensa recoge que el país no participa por no contar con un representante cualificado[4]. En el caso de la situación del país, centra su cobertura en las mejoras del Teatro Real –sede del evento, decorado para la ocasión por el mismísimo Salvador Dalí– y en recoger los pocos elogios internacionales hacia la organización[5] del festival. Esta propaganda va acompañada de cenas, eventos y excursiones turísticas con las delegaciones internacionales para hacer hincapié en el potencial turístico de una nueva España modernizada. Es una modernidad solo de puertas para fuera. Mientras la prensa vende la segunda victoria de España con el mono de 14 kilos de Pertergaz de Salomé como el pico de la innovación estética, la presentadora Laura Valenzuela es obligada a llevar forro bajo su vestido de encaje de Carmen Mir y el rótulo de Simone de Oliveira –representante de Portugal– presenta su canción de bajo el nombre de Despojada en lugar de Desfolhada. Es propaganda.

Resulta por tanto evidente que el Festival de Eurovisión no es un mero concurso de canciones. Desde los casos escogidos hasta el hecho de que el televoto español, polaco y sueco se corresponda en un 80% con las comunidades migrantes más presentes en los países, Eurovisión es año tras año ejemplo de geopolítica en diferido e históricamente ha reflejado las dinámicas políticas del continente. La cultura crea, transmite y valida narrativas, por más trivial que parezca, y en el caso de Eurovisión más.

Silvia Muelas Iglesias (@callatesilvia) es graduada en periodismo y humanidades.

Notas

[1] Tragaki, Dafni. (2013). Empire of Song: Europe and nation in the Eurovision Song Contest. Toronto: Scarecrow Press.

[2] (11 de abril de 1968). El próximo Festival de Eurovisión se celebrará en el Teatro Real o en el de Exposiciones y Congresos de Madrid. La Vanguardia. Recuperado de: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1968/04/09/pagina-7/34310108/pdf.html?search=Eurovisi%C3%B3n

[3] Baget, Josep María. (1992). Historia de la televisión en España (1956-1975). Barcelona. Publicacions de la Universitat Autònoma de Barcelona.

[4] (17 de enero de 1969). Austria no participará en el Festival de Eurovisión. La Vanguardia. Recuperado de: http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/1969/01/07/pagina-27/33571896/pdf.html?search=Eurovisi%C3%B3n

[5] (27 de marzo de 1969). Ciento veintiséis periodistas extranjeros estarán presentes en el Eurofestival. ABC Madrid. Recuperado de: https://www.abc.es/archivo/periodicos/abc-madrid-19690327-95.html

Fotografía de Eurovisión. Boicot de 1964.