Hacia 2023: por una agenda del cómo

Tras el décimo aniversario del 15M y la irrupción en los medios de la idea del llamado “frente amplio” en torno a Yolanda Díaz, se han publicado numerosos análisis y posicionamientos respecto al ciclo pasado y al futuro de las fuerzas antagonistas en el Estado español. En artículos, entrevistas, encuentros e incluso libros se han hecho compendios y valoraciones de los acontecimientos de estos años y de su conexión con la situación actual, lo que era necesario para afrontar el horizonte del próximo ciclo electoral y más allá. Pero nos parece que la diversidad de posturas afloradas no han cuajado en el proceso de debate y reconstrucción colectiva que hubiera sido deseable: parece más bien que cada cual, al menos cara afuera, sigue adelante su camino con una determinación sorprendentemente autosatisfecha. E intentando no mojarse mucho en la concreción sobre lo que debería ser o no ser ese ya bautizado “frente amplio” que, por el momento, se presenta como única propuesta de reagrupamiento de las fuerzas antagonistas. Una carencia de debate que era esperable porque en este tiempo no hemos sabido o podido dotarnos de los espacios que lo permitan, lo promuevan y lo cuiden.

Los procesos no deben forzarse, pero tras las elecciones en Castilla y León, a meses de las andaluzas y a menos de año y medio año de locales, más autonómicas y generales, tampoco se puede seguir sorteando el elefante en la habitación. Hacerlo conduciría, en el mejor de los casos, a pactos apresurados de las direcciones partidarias (o de los liderazgos) sin solidez alguna por la base, de lo que tenemos cierta experiencia de adónde nos han llevado. Es ya momento de mirar al futuro de manera que la inmediatez electoral y la construcción sólida a medio plazo no se obstaculicen sino que se potencien mutuamente.

Independientemente de lo que nos parezca ahora lo que se llamó la “máquina de guerra electoral” y sus consecuencias, parece claro que la situación actual no es la de aspirar a ganar “antes de que los poderosos se recompusiesen de su crisis”[1] en una “guerra electoral relámpago”. Lo que nos debería servir para hacer bien lo que se hizo mal en estos años, supuestamente para priorizar la eficiencia ante la urgencia de la “ventana de oportunidad”.

Pero tampoco es momento de avanzar “a paso firme con ritmos geológicos que nunca llegan a buen puerto” 1, mientras la temperatura del planeta sube literalmente año a año, la desposesión de lo común crece para mantener las tasas de beneficio en tal contexto y el neofascismo aprende aceleradamente para aprovechar las frustraciones crecientes. Frustraciones que, tras un generalizado repliegue de las movilizaciones, pueden hacerse visibles en manos temibles, en las calles y en las urnas, si no sabemos atenderlas.

En este escenario, y ante la inminencia del próximo ciclo electoral, no nos parece que seguir arrojándonos a la cabeza posiciones absolutas pueda sernos de mucha utilidad. Como no lo sería retirarnos a las posiciones estancas movimentistas[2] o de partido previas a 2011: por supuesto que las batallas por el “sentido común” y el levantamiento de movimientos populares fuertes y autónomos deben ir en nuestra agenda, pero ninguna de estas tareas tiene por qué ser contradictoria, sino sinérgica, con el asalto electoral. Por eso, más que repasar la historia de estos diez años buscando en el resultado de cada conflicto en las fuerzas antagonistas la confirmación de nuestras posiciones previas, creemos que es necesario afrontar colectivamente las dudas y dicotomías que sabemos compartidas pero que hemos visto utilizar como armas arrojadizas –a menudo contradictoriamente– por unas y otras.

Gestionar la diferencia

Venimos de un ciclo en el que cada facción de las fuerzas antagonistas se ha empeñado en demostrar que ante los formidables retos que enfrentábamos “su” elección estratégica en cada asunto en disputa era la clave imprescindible para ganar, aunque imponerla supusiera dar tal batalla interna que no quedara prácticamente nadie para aplicarla.

Somos muy conscientes de que esas diferencias estratégicas persisten, y que nuevas apelaciones bienintencionadas a la “generosidad” y la “altura de miras” no las resolverán. Pero también sabemos que esas distintas orientaciones existían cuando se supieron articular, por ejemplo, confluencias municipales con las que se ganó el gobierno de las principales ciudades. Y nos negamos a aceptar que solo seamos capaces de ese esfuerzo de acuerdo para ganar unas elecciones, pero no para decidir a continuación qué hacer con el (relativo) poder obtenido. Porque aceptarlo sería tanto como asumir que no nos merecemos el esfuerzo militante/activista de quienes empujan nuestras campañas electorales ni el voto de quienes nos eligen, y que quizá no les podamos echar en cara que terminen votando a quien –al menos– saben muy bien de qué manera les van a decepcionar.

Sea para construir colectivamente el movimiento o la red de movimientos populares que nos permitan transformar el país, sea para articular las confluencias electorales, o al menos sinergias entre distintas fuerzas aliadas en distintos niveles territoriales, hemos de partir de la base de que es sencillamente imposible optar a una mayoría social y electoral para realizar las transformaciones en las que estamos de acuerdo si no somos capaces de gestionar los desacuerdos. Hemos de partir de la humildad de reconocer que ni en el más álgido periodo de “novedad” y contestación ciudadana hemos conseguido superar el 24% del electorado en todo el Estado (sin contar el 3% de la izquierda independentista), siempre por debajo del PSOE en número de diputados, aún superándolo en un 2% de votos.

El horizonte sigue siendo sumamente inestable e impredecible, pero lo que sí parece claro es que sin un debate y acción que mejore las herramientas antagonistas disponibles hoy, las amenazas son muy serias[3] Y lo paradójico –y nada alentador– es que prácticamente todas las organizaciones de lo que se llamó el espacio del cambio fluctúan entre una aparente autosatisfacción por el camino emprendido, un resignado retorno a la marginalidad o una encomienda a surfear la respuesta social cuando esta “se” produzca: tres caminos poco proclives a un autocuestionamiento proactivo, más allá de la enésima autoexigencia de “ponerse las pilas”, aunque no se sepa cómo cargarlas ni si el motor que han de mover esas pilas precisa cambios.

Desde esta situación, y centrándonos en la representación electoral, creemos que es ya urgente promover la reflexión y construcción colectivas con un enfoque práctico hacia la confluencia o la sinergia de las fuerzas antagonistas, lo que incluye a las organizaciones actuales, pero ha de ser mucho más para tener opciones de éxito. Y esa construcción colectiva debe afrontar varias cuestiones clave, por más que se hayan demostrado polémicas en el “espacio del cambio”… o precisamente por ello.

Lo que decimos, lo que hacemos, quiénes lo hacen y con qué medios

El discurso transversal. Tras la experiencia de la pasada década parece ingenuo pretender que la sola vocación propia de evitar el encasillamiento “a la izquierda del PSOE” pueda evitar un intenso etiquetamiento mediático como “socialcomunismo” a todo lo que no sea derecha. Es cierto que esa presión externa con efectos negativos en una parte del electorado ya va a ser suficiente como para que necesitemos “marcar” diferencias con ese sector de población: no estamos aquí para que nuestro lenguaje y nuestra identidad sean, de momento, las mayoritarias, sino para que lo sea el apoyo a las políticas que promovemos. Pero también deberíamos haber aprendido (ya desde las primeras escaramuzas identitarias entre Podemos e IU) que abrirse a un público amplio, incluso despolitizado, no precisa despreciar la identidad, el trabajo y el lenguaje de miles de personas que aportan un músculo organizativo y una base social irrenunciable, que haríamos mal en dar por supuesta e incondicional.

La clave será cómo acordar un discurso que apele a las necesidades de la gente y a sus mejores valores compartidos, a la vez motivador para las personas con “identidad política fuerte” que pueden ser las más dispuestas a una participación estable que nos dé fuerza, sin “espantar” la participación de sectores que vivan la participación política y el voto más tangencialmente o que crean no situarse en el eje izquierda/derecha.

La acción. Ha sido mucho tiempo un lugar común que la izquierda está más cómoda actuando fuera del gobierno que dentro de él, lo que en cierto modo inconsciente la haría refractaria a conseguirlo o a abordar seriamente lo que necesita para lograrlo, que viene a resultar lo mismo. La experiencia del pasado ciclo, al frente de grandes ciudades o participando en gobiernos autonómicos o central, ha tenido –sea cual sea nuestra valoración de cada una de esas participaciones– la virtud de vernos gobernando, lo que ha podido suponer logros pero también ha generado los mayores conflictos (incluso fracturas) en las confluencias municipales o autonómicas. Se simplifican las posiciones al extremo entre la pulsión “gobernista” y la “refractaria a la cogobernación subalterna”, pero la verdad es que no hay una medida universal de cuáles son las condiciones para una cogobernanza no subalterna, ni existe una soberanía plena siquiera con mayoría absoluta en una institución.

Nuevamente, la clave estará en cómo decidir las condiciones para gobernar y los límites de la acción de gobierno o de pacto con otras fuerzas. Un acuerdo claro y sólido de los métodos de decisión que incluya quién y cómo se decide lo que se pregunta, y que no obligue a la hipermilitancia decisoria no es sencillo, pero ya hemos visto el efecto de las decisiones plebiscitarias planteadas unilateralmente.

La representación. Desde los tiempos en que se hacía sarcasmo sobre las primarias como “política yankee” ha llovido mucho, y hoy no es pensable una conformación de listas en confluencia sin algún tipo de elección conjunta desde la base. De hecho, en la medida en que se planteen equilibradamente, las primarias sin listas cerradas han llevado a una profundización democrática en las confluencias que aún se espera en organizaciones que las componen, donde permanecen los efectos faccionalistas de las listas bloqueadas.

La elección con una base muy amplia permite acercarse más al perfil que pueda tener tirón para el electorado general, pero prima a figuras “independientes” con relevancia mediática para un cargo de poder institucional, lo que puede estimular que se autonomicen de las decisiones de su organización o de los procesos de confluencia, de lo que tenemos también buenos ejemplos. O al contrario, un gran vuelco de organizaciones en primarias puede dar lugar a una elección en función del poder ejercido por líderes sobre el aparato de una organización para influir sobre el voto de sus personas afiliadas.

También la cuestión de la democratización territorial de las confluencias en los distintos niveles de representación debe resolverse. Por un lado, porque la complejidad y asimetría territorial de las confluencias –paralela a la del propio Estado– no puede ser fuente ni excusa para agravios comparativos como la espada de Damocles que viene siendo. Por otro, porque la mejor manera de integrar la llamada revuelta de la España vaciada en un espacio político transformador no es solo tener “las mejores propuestas” para las necesidades materiales en los territorios donde se da, sino ser y parecer quienes les damos el mejor cauce democrático.

En cualquier caso, otra vez un acuerdo claro y sólidamente apoyado desde abajo sobre el cómo decidir las listas y cómo se gestionará la representación obtenida es la clave.

Los recursos. Para vergüenza y descrédito de las llamadas “fuerzas del cambio”, prácticamente todos los conflictos internos de los pasados años han cursado con acusaciones y/o disputas por los recursos económicos derivados de la participación institucional. No en los términos de corrupción y puro provecho propio personal instalados en las derechas, pero sí en la competición por los medios económicos o los puestos de trabajo asignados a cada organización. Y las limitaciones de sueldos de los cargos representativos han alimentado paradójicamente un mecanismo perverso al detraer el exceso salarial de las personas electas para derivarlo no al proyecto común de las confluencias, sino a las organizaciones de partida. Lo que ha añadido una tensión adicional a las primarias, favoreciendo en ellas dinámicas faccionales además de las de idoneidad o siquiera afinidad ideológica, y luego ha contaminado las crisis internas, detonando rupturas explosivas. Pero es cierto que para las organizaciones políticas tiene un “coste” en términos de recursos económicos y humanos “delegar” la elección de representantes en confluencias al renunciar a presentarse a las elecciones por su cuenta. También en esta cuestión acordar democráticamente mecanismos de reparto de los recursos entre las organizaciones que confluyen, separándolos de la configuración de listas, disminuiría la pulsión faccionalista en su composición y en la gestión posterior de las diferencias.

Construir democracia

Planteamos pues que las decisiones sobre el discurso, la acción, la representación y los recursos de la confluencia de fuerzas antagonistas no solo son facetas aisladas cuyo contenido podría gestionar la dirección de una organización con mayor o menor acierto o coherencia política con un mandato homogéneo o al menos mayoritario, sino que en la forma en que se tomen tales decisiones en espacios de alta heterogeneidad, el cómo, es tan clave o más que el propio contenido de las decisiones para la propia supervivencia del proyecto. Tenemos la convicción de que solo una cultura de gestión de las potencias antagonistas mediante más y mejor democracia nos sacará del falso dilema entre transversalidad y disrupción.

Desgraciadamente, ha sido habitual confundir los lugares comunes del régimen con el sentido común de la mayoría social. Ese sentido común mayoritario era y es en el Estado español de los actuales años 20 sobre todo un sentimiento de las necesidades compartidas y una sensata falta de alineamientos partidarios rígidos a priori, pero en combinación también con una sana desconfianza hacia los poderosos, que los medios de esos poderosos han intentado –con cierto éxito– mutar en antipolítica. Pero nuestro “mejor populismo” ha tenido grandes dificultades para captar, traducir y devolver como propuestas políticas ese sentido común, evitando el erróneo atajo de aceptar renuncias para mostrarse como aceptable dentro de esos lugares comunes del régimen.

En la gestión de los grandes gobiernos municipales tenemos ejemplos claros de batallas culturales en las que no se supo dar la vuelta al marco impuesto por las derechas y sus medios: algunas renuncias pudieron parecer necesarias para evitar el linchamiento mediático en ese momento, pero aceptar los marcos ideológicos de tales persecuciones tiene el efecto de colaborar en la limitación del margen de libertades para la cultura, la protesta y la propia acción política.

Pero el problema no ha sido solo –que también– el impacto material y cultural de esas derrotas ante la población, sino que hayamos llegado a asimilar que cuidar la empatía con la mayoría social exige tales renuncias o, aún peor, que si alguien apela a esa empatía con el sentido común mayoritario, sus posiciones han de ser forzosamente menos transformadoras de la realidad material.

No: ni la transversalidad implica regresiones en la libertad de expresión y manifestación (todo lo contrario), ni la “gestión eficiente” es sinónimo de aceptar los parámetros desarrollistas que precise el beneficio empresarial. Nuestra apelación a la empatía con la mayoría social ha de servir para todo lo contrario: para hacer valer los procesos de participación que la implican, incluso para llamarla al voto cuando las decisiones valientes precisan su respaldo. Y hemos de ser capaces de hacerlo evitando a toda costa considerarla incapaz por no saberse de memoria nuestras jergas ni nuestros marcos de referencia.

Pero es difícilmente creíble que vayamos a practicar esa profundización democrática hacia afuera si le tenemos miedo de puertas adentro en los espacios de confluencia, si no prevemos los mecanismos democráticos que solventen un conflicto desde la base de un proyecto emancipador, en vez de tomar la decisión la alcaldesa o la mayoría del resto de cargos electos a quienes ese proyecto encumbró.

Más democracia para la gestión de nuestra diversidad, de nuestra acción y de nuestro discurso no garantiza el éxito electoral ni el avance social de nuestras posiciones: solo es una condición insoslayable para lograrlos. Y, por cierto también, la condición indispensable para articular candidaturas unitarias donde proceda lograrlas. Presentar más de una candidatura en cualquiera de las 45 circunscripciones que eligen menos de 10 escaños tiene un efecto autodestructivo determinado por las meras matemáticas de nuestro sistema electoral y nuestra demografía. Pero incluso al hacerlo en las siete de más población donde se aduce el efecto de “ensanchamiento del electorado al aumentar la oferta”, creemos que es muy difícil una competición electoral entre fuerzas transformadoras sin entrar en una batalla faccionalista que termine perjudicando al conjunto.  La percepción de un caballo ganador creíble a medio plazo a nivel estatal es muy difícil cuando en cada nivel territorial hay sistemáticamente geometrías variables, con “marcas” y procesos nuevos en cada convocatoria que no hacen percibir un “proyecto de país” con la mínima credibilidad y perseverancia. Generar la percepción de un proceso/bloque histórico/movimiento duradero, amplio y fuerte ha de ser el objetivo. Y para ello, asentarlo mediante herramientas democráticas que lo cohesionen ha de ser nuestro reto.

Un gran reto, pero una gran oportunidad: el desarrollo de formas de participación democrática desde la base en las decisiones clave, incluyendo a personas no afiliadas a partidos en confluencia, abre el melón de la forma misma de la participación política. Lo que se propuso en distintas plataformas municipalistas como la forma de otorgar poder a estas personas puede ser la forma de disolver la competencia faccional, de mestizar y recombinar a las afiliaciones y activistas de organizaciones distintas, a la vez que se atrae a la participación a sectores refractarios a la pertenencia de partido.

Sí, mientras escribimos esto casi podemos ver los ojos como platos y las caras de susto y leer los pensamientos: ¡Quieren cargarse los partidos! ¡El cesarismo otra vez! ¡Adanismo! ¡Cargarse la organización es cargarse la democracia! No estamos diciendo que la forma-partido sea antidemocrática ni que esté muerta. Estamos diciendo que, precisamente para evitar el cesarismo, tengan o no esos césares soporte faccional organizado detrás, necesitamos más democracia. Estamos planteando que tenemos que desarrollar y acordar plataformas de participación flexibles que permitan una sinergia funcional entre:

  • Partidos-clásicos que votan determinadas cuestiones desde la base mientras otras son decididas por representantes electos, y tienen estructuras y responsables sectoriales y territoriales, cuotas y/o otras obligaciones de la afiliación… lo que les permite una estabilidad, incidencia social/creación de opinión, representatividad y trabajo militante de gran valor.
  • Participantes en los debates y actividades de una plataforma de confluencia con estructuras mínimas donde se deciden desde abajo regularmente cuestiones de la organización o de su acción institucional.
  • Votantes de primarias y de cuestiones importantes en ámbitos previamente decididos.

Llevamos unos años ensayando estas formas de participación diversas en las confluencias municipales, no sin carencias ni conflictos. Pero creemos que ha llegado el momento de ser audaces y caminar en la dirección de ampliar estas vías al conjunto del Estado. Sabemos que un cambio de paradigma como este no se hace a toque de silbato, pero también tenemos claro que la única forma de articular un espacio viable de transformación con potencia electoral es empezar a andar un camino capaz de incluir democráticamente a las personas y las organizaciones que aspiran a esa transformación.

En 2022 no podemos atarnos únicamente a formas de participación creadas en el mundo del siglo XIX, que han mostrado su potencia pero también sus limitaciones, en especial en cuanto a la ampliación de los apoyos que necesitamos. Pero tampoco podemos fiar el futuro a la elevación de líderes o lideresas de quienes dependamos mesiánicamente sin contrapeso ni organización de base democrática alguna que solo nos “permitan” votar plebiscitos o currar en campañas sin poder de decisión alguno.

En primer lugar por la extrema debilidad de un modelo verticalizado al extremo, que vendría a ser la caricatura de lo peor de un partido tradicional y ha mostrado sus riesgos y consecuencias en las organizaciones de la «nueva» y «vieja» política, tanto aquí como en Francia o Italia. Pero sobre todo porque no resolvería nuestra necesidad central: integrar y gestionar las diferencias para lograr un modelo amplio enfocado a ganar y mantener mayorías sociales y electorales. Un modelo que, para funcionar eficientemente y mantenerse en el tiempo, tiene que contar con la confianza de su músculo activista, de la red capilar que, no solo en campaña electoral, da y recibe de la mayoría social que lo sostiene. Un modelo que, sin esa red, colapsa como un castillo de naipes dejando nuestra relación con la mayoría social, por mucha comunicación política que sepamos, en manos de unos medios fuera de nuestro control y de unas redes sociales sobre las que los poderes económicos vuelcan su capacidad manipulativa.

Vivimos un momento de auténtico cambio de época en el que, casi diríamos providencialmente, disponemos de la figura mejor valorada en el panorama político español. Contamos con decenas de miles de personas: unas organizadas, otras dándose un respiro, otras aún buscando cómo implicarse… que, pese a la extenuación de esta maldita pandemia y las múltiples decepciones y conflictos previos, están deseando arrimar el hombro aunque solo sea por mirar un horizonte de esperanza.

Yolanda Díaz está asumiendo una gran responsabilidad personal. Pero el conjunto de las fuerzas antagonistas, de sus organizaciones y de las personas que formamos parte de ellas tenemos una mucha mayor responsabilidad colectiva que no podemos delegar en sus aciertos o errores: crear las condiciones, impulsar los mecanismos y cuidar los procesos que hagan posible ese horizonte.

Tras la invasión nazi de Francia, el filósofo antifascista Jacques Maritain fue una de las personas para cuya acogida como refugiado en USA medió Eleanor Roosevelt. Y años más tarde, junto a ella, transmitió al equipo redactor de la Declaración Universal de Derechos Humanos que era “posible un acuerdo universal en los cómo sobre los requerimientos elementales de la dignidad, sin necesidad de partir de una teoría común en los por qué[4]. La declaración se aprobó con la abstención en 1948 de los Estados socialistas, recelosos de que se le diera un uso dirigido a enaltecer las formas de las democracias occidentales. Sin embargo, los sucesivos Pactos Internacionales por los Derechos Civiles pero también Económicos, Sociales y Culturales que generó han terminado siendo abanderados por las fuerzas de izquierda como palancas para la justicia y la libertad en todo el mundo.

Hoy creemos también que los debates sobre los porqués y los qués entre las fuerzas antagonistas son necesarios para aprender colectivamente, para reflexionar y crear propuestas y soluciones. Pero también sabemos que no podemos esperar a convencernos mutuamente o a ponernos de acuerdo al 100% de nuestra explicación del mundo –en los porqués– para trabajar en lograr esos qués  compartidos en tan alta medida: necesitamos ponernos de acuerdo en los cómos. Cómo acordamos, para el aquí y el ahora, lo que decimos, lo que hacemos, quiénes lo hacen y con qué medios.

Esa es la agenda del cómo a la que te/nos invitamos.

Pepe Paz (@PepePazYdesarme) es dinamizador comunitario y experto en Derechos Humanos y Políticas Públicas.

Juan Manuel Aragüés (@JArags) es profesor de Filosofía en la Universidad de Zaragoza y autor de Deseo de multitud. Diferencia, antagonismo y política materialista.

Notas

[1] Errejón, Íñigo. (10 de noviembre de 2020). Lo que pudimos. Lo que podremos. Jacobin América Latina. Recuperado de: https://jacobinlat.com/2020/11/10/lo-que-pudimos-lo-que-podremos/

[2] Rodríguez, Emmanuel. (6 de mayo de 2021). Dejar de ser de izquierdas. CTXT. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20210501/Firmas/35952/pablo-iglesias-izquierda-espana-15M.htm

[3] Moriche, Jónatham F. (7 de junio de 2021). España puede convertirse en la Hungría del Mediterráneo. Le Vent Se Lève. Recuperado de: https://elcuadernodigital.com/2021/06/07/en-manos-de-pp-y-vox-espana-puede-convertirse-en-la-hungria-del-mediterraneo-entrevista-a-jonatham-f-moriche/

[4] Pallarés Yabur, J. (2018). Una introducción a la relación entre Jacques Maritain y algunos redactores nucleares de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Revista de filosofía open insight, vol.9 (nº.15), http://www.scielo.org.mx/scielo.php?pid=S2007-24062018000100173&script=sci_arttext

Fotografía de Álvaro Minguito