Ibai Llanos y los multimillonarios precarios

El fútbol es un juego cuando bajo al parque y mi hijo de seis años me tira penaltis. Un juego un poco aburrido, pero un juego. En ningún caso lo es cuando el que tira el penalti es Leo Messi, el que lo intenta parar es Thibaut Courtois y Jaume Roures ha vendido los derechos del partido a ciento cincuenta cadenas de televisión de todo el mundo. En ese caso, es una mercancía y los involucrados son trabajadores, con sus derechos laborales como los de cualquier otro, su sindicato y su convenio. La seguridad laboral es algo que tiene que abarcar desde las capas menos beneficiadas de la sociedad a las más privilegiadas, más que nada porque son estas últimas las que suelen dar ejemplo mediático. ¿Cómo va un cajero a protestar por su horario si la prensa se llena de multimillonarios que presumen de no descansar ni un minuto pese a “tenerlo todo”?

Del mismo modo, los videojuegos son entretenimiento cuando pongo la Play y me relajo en el sofá. Pueden serlo incluso cuando, para compartir mi experiencia, por puro entusiasmo o egolatría, grabo la partida y la emito en mi canal de YouTube, aunque ahí ya entraríamos en terrenos pantanosos. No lo son en absoluto cuando alguien me paga por jugar, me dice dónde vivir, con quién pasar el día, y me exige unos resultados. En ese caso, es un trabajo muy mal regulado. Un trabajo peligroso por la circunstancia comentada antes: cómo quejarse por tus condiciones si un streamer o un youtuber genera contenido durante 15 horas al día y no abre la boca para quejarse. Si aguanta las crisis de ansiedad sin rechistar o es incapaz de vincularlas a su ocupación diaria porque, según él mismo ha interiorizado, su trabajo consiste en “hacer lo que quiere”.

Ahí es donde entra la figura de Ibai Llanos pero no solo. Ibai ha sido probablemente el personaje mediático de este 2020. Es imposible que tengas una red social y no te hayas encontrado con algún vídeo, siempre en una habitación oscura, comentando alguna partida, jugando a algún videojuego o simplemente charlando en red con figuras del deporte u otros streamers. Ibai es el que ha puesto en el tablero a la plataforma Twitch, al menos en España. No digo que haya sido el único, ni mucho menos, pero quizá el que más ha influido en el boom de una plataforma destinada a acabar con YouTube en el medio-largo plazo. Ibai gana por su trabajo 1,15 millones de euros según las estimaciones de CashNetUSA solo en suscripciones y publicidad. Aparte, su sueldo en G2, la empresa con la que actualmente colabora, y otro tipo de patrocinios o encargos.

Que Ibai es un privilegiado nadie lo duda. Él mismo escribía en su perfil de Twitter el 1 de julio: “… luego piensas en currar 12 horas en un bar por 900 pavos y piensas, bueno, mi curro tiene cosas malas pero esto es la hostia”. Lo interesante de este tuit es que Ibai reconoce que lo que  hace no es “lo que le sale de las narices” sino un trabajo. Un trabajo en el que no se siente explotado, donde no vive la precariedad salarial de otras profesiones. Ahora bien, la ventaja que tiene el camarero es que él elige dónde vive, dónde duerme y con quién desayuna cada mañana. En un mundo ideal, diríamos que incluso tiene su horario por contrato y una legislación que le ampara en caso de explotación. ¿Dónde está el horario de Ibai, dónde está su contrato y qué margen de decisión tiene sobre su propia vida?

El chico que soñaba con no ser repartidor de Glovo

Son miles los adolescentes que desean ser como Ibai Llanos y yo no les culpo. Aparte de multimillonario, Ibai es un tipo divertido, ocurrente, simpático y con una cara de buena persona que echa para atrás. Simplemente le falta lo que algunos llamarían “conciencia de clase”. Ibai es un trabajador precario que sacrifica sus derechos a cambio de dos condiciones: que le paguen mucho dinero y que le guste lo que hace. Sobre su situación personal no voy a decir mucho más porque solo él puede juzgar si le compensa o no tirarse horas y horas buscando la aprobación externa y retransmitiendo su intimidad. Es su decisión y aunque él reconoce a menudo que sufre de ataques de ansiedad y que necesita ayuda psicológica, tiene que ser el propio Ibai el que relacione esa ansiedad con las condiciones de su trabajo. A mí no me dan ataques de ansiedad por parar penaltis de mi hijo, volviendo al primer ejemplo. Y no me genera ninguna angustia enchufar la Play, desde luego. Al contrario. De nuevo, estamos ante la diferencia entre ocio y trabajo.

El problema que yo tengo con Ibai es su ejemplo, y no puedo evitarlo. Cuando Ibai viene a decir “estoy tan puteado como un camarero pero al menos a mí me pagan una pasta y esto me gusta” manda un mensaje algo perverso. No todo el mundo que se intente dedicar a su industria va a ganar millones de euros al año ni va a vivir en una mansión. No todo el mundo va a firmar por G2 o por la LVP. La experiencia nos dice que la tendencia de las empresas y las industrias en general es a reproducir las experiencias de éxito pero abaratando los costes. Ahí está el negocio. Si Ibai ha ganado un millón con las suscripciones y los visionados de Twitch, eso es que Amazon ha ganado otro millón a su costa simplemente por poner la infraestructura. No hay nada de espontáneo en todo esto, es un negocio y punto.

El éxito de Ibai llevará necesariamente a otras empresas o incluso a las ya mencionadas a repetir las mismas condiciones de explotación pero ofreciendo cada vez menos beneficios a cambio. Juzgar las condiciones laborales por los beneficios es muy peligroso puesto que estos varían rápidamente y de persona en persona. El ejemplo de Ibai o de Auronplay o de El Rubius o de quien sea va a servir para decirle al chaval de turno: “Dedica 15 horas de tu día a esto y compartimos luego lo que generes”. Es capitalismo en su forma más voraz y más cruda, incluso en la más peligrosa desde el momento en el que se vende como entretenimiento, como colegueo. Ibai no gana el dinero que gana por hacer lo que quiere, lo hace por atraer la atención de millones de personas. Ese es su mercado: la atención. Y la atención vale dinero en un mundo que tiende a lo contrario: a la dispersión.

En el momento en el que Ibai siguiera haciendo lo mismo y se lo pasara igual de bien jugando o comentando o charlando, pero la gente cambiara de sala a los cinco minutos o no se conectara a sus directos o no viera la utilidad en una suscripción premium, etc., Ibai dejaría de ganar ese dinero. Sé que es una obviedad, pero sirve para recalcar que no deja de ser un trabajador precario. En este caso, la precariedad se mide por la cantidad de cosas a las que tiene que renunciar con tal de mantener su trabajo tal y como él lo entiende. Un trabajo de no camarero, no reponedor, no teleoperador, no mensajero de Glovo. Un trabajo para ricos en el que él decide su futuro. O en el que no le importa sacrificar su decisión porque entiende que hay otras contrapartidas.

Hacia un mundo de Casera Cola

Este discurso no es nuevo, obviamente. El discurso del emprendedor, del hombre hecho a sí mismo, del que empezó con nada y mira dónde está ahora… Si a eso le unimos unas gotitas de determinismo rollo “la ley de la atracción”, “tú puedes alcanzar todo lo que te propongas”… tenemos la definición de lo que Weber llamó la ética protestante del trabajo pasada por el rollo New Age de los 60 y un poquito de pensamiento mágico del que alguien se aprovecha siempre. Yo no tengo problemas en ese discurso –bueno, los tengo pero me los guardo– cuando de alguna manera es sincero: alguien monta su pequeña empresa, se lo curra lo que haga falta y encima tiene problemas hasta para pagar el alquiler. Me alegro si le va bien, me entristece si le va mal. En cualquier caso, quiero que el Estado dicte normas para protegerlo, no lo quiero en un mar al amparo de los tiburones.

Me fastidia más cuando el hombre hecho a sí mismo tiene detrás a una gran multinacional y colabora a su vez ni más ni menos que con Jeff Bezos, es decir, cuando su éxito sirve para engordar aún más a la vaca. Me fastidia mucho más, he de decirlo, y no creo que sea el único, cuando el multimillonario precario encima me cae bien, me parece un buen tipo y lo primero que le diría si fuera mi amigo sería “sal de ahí cuanto antes”, no ya por una cuestión moral, que estamos todos muy viejos ya para eso, sino por una cuestión vital: la explotación no puede ser una forma de felicidad. Que Ibai las confunda es un problema suyo y de su psicólogo. Que las confunda toda la sociedad empieza a ser algo más preocupante.

Quedaría por analizar cuál es nuestro papel en todo esto, claro. El papel de los consumidores. Por qué le digo yo a Ibai que pare si luego consumo sus vídeos. Cómo he interiorizado que la explotación ajena, este chico encerrado en una mansión, como en las peores pesadillas utópicas de principios del siglo XX, puede ser una fuente de entretenimiento. Cómo utilizo mi suscripción a Amazon Prime para consumir Ibai Llanos o lo que sea. Cómo, en algún momento, se me pasa por la cabeza ofrecerme a mí mismo como mercancía. Es una curiosa forma de alienación, quizá la más extrema. No es ya que al trabajador se le aleje de lo que él mismo produce sino que se le aleja de sí mismo. Persona y personaje en el peor de los sentidos. No es lo que Ibai hace, es lo que Ibai es. Eso vende. Si Ibai cambia, se acabó el producto.

Disculpen la digresión y volvamos, para acabar ya, con el debate del anterior párrafo: ¿dónde quedamos nosotros? No lo sé. Me lo pregunto y no encuentro respuestas. Me niego a ser el moralista que reparte carnets de buena conducta. Cuando era pequeño, mi padre se empeñaba en negarse a que entrara Coca-Cola en su casa. En su lugar, compraba Casera Cola y sentía que así el mundo era un lugar mejor. La Casera Cola por otro lado era una cosa bastante mal hecha, demasiado dulzona y poco lograda. No duró mucho en las tiendas. Yo no la soportaba y precisamente el hecho de que me alejaran de la Coca-Cola por una cuestión moral hacía que más sintiera el placer de lo prohibido. ¿Debo ser yo como mi padre? ¿Lo deben ser ustedes? ¿Debería impedir a mi hijo determinadas clases de entretenimiento, debería impedírmelas a mí mismo?

Si todos nos pusiéramos de acuerdo en no consumir Rubius o no consumir Auronplay o no consumir Twitch, YouTube, Instagram, etc., ¿sería el mundo un lugar mejor como soñaba mi padre o sería un mundo dulzón y poco logrado, un remedo peor del pecado? Probablemente lo segundo. Esta gente trabajaría lo mismo pero por menos dinero. Lo haría. Encantados. Y detrás de ellos, otros tantos. Así se forman las burbujas: todos fantasearían con que algún día volverían a ganar lo de antes, lo que ganaba Ibai por tocarse las narices, qué tío, vaya vida se pegaba. Antes, los multimillonarios se paseaban por clubes y yates, hoy se encierran en habitaciones oscuras. En vez de irse de copas con las estrellas del deporte, comparten marca de cascos. Hay algo raro en todo eso. Algo frío, algo Jeff Bezos. Qué es exactamente, aún está por determinar.

Guillermo Ortiz (@guilleortiz_77) es escritor y filósofo. Autor de El chico que soñaba con ser Gianni Bugno (Contra, 2020).

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