Internet o el delirio de un mundo sin consecuencias

Puede que el nombre de Elisa Lam os suene de algo. Puede que alguno recuerde el famoso vídeo en el ascensor del Hotel Cecil en el que se pone a pulsar botones compulsivamente y a hacer gestos a alguien que no vemos en pantalla. Puede que hayáis visto la serie documental de Netflix –Escena del crimen: desaparición en el hotel Cecil– sobre su muerte. Puede que os sea una total desconocida y en cualquier caso daría igual porque Elisa Lam solo está aquí para dar el título a este artículo. O casi. Desde meses antes de su desaparición, la canadiense de origen chino mantenía un diario en Tumblr –hablamos de 2013– en el que compartía sus sentimientos con desconocidos. Se sentía segura. Se sentía libre. En uno de sus posts definía internet como “un mundo sin consecuencias”. Me fascinó la frase.

Elisa Lam presentaba un trastorno bipolar. Si la realidad ya es dura para cualquiera, para alguien con trastorno bipolar y fobia a los medicamentos, el mundo puede ser un entorno realmente hostil. En ese sentido, Internet da la seguridad del simulacro. Parece mentira que su uso habitual en los hogares españoles tenga solo unos veinticinco años de antigüedad. Internet tiene el peligro de que te puede dar la sensación de que tú controlas la realidad en vez de sufrirla. De ahí, “el mundo sin consecuencias”. Tú eliges tu propia aventura, por así decirlo. Tú decides y la decisión es hasta cierto punto reversible.

Ahora bien, ¿es esto verdad? No tiene pinta. La comunicación con otros puede hacerse a miles de kilómetros de distancia y desde la comodidad de un despacho o un dormitorio, pero sigue siendo comunicación. Y sigue habiendo “otros”. Parte del encanto del mundo online es que es tan grande, que uno siente que se puede perder sin que nadie vaya a ir a buscarlo. La actuación desde el anonimato. Uno deja de ser uno y pasa a ser un avatar. Abandona la persona y abraza al personaje. El personaje que se exhibe, el personaje que comenta, el personaje que observa sin más, pero desde la distancia de la pantalla del móvil, la tableta o el portátil.

Durante años estuvimos fantaseando con cómo sería la realidad virtual y nos la imaginábamos como una recreación del día a día. Un “second life”, para los que ya peinamos canas. No íbamos bien encaminados. La realidad virtual tiene sus propias reglas y sus propias referencias. Sus propios escándalos, sus propios acosos, sus propias estrellas. Internet no solo es un lugar donde alguien muy famoso interactúa con sus fans. Internet es un lugar donde la fama se crea y donde el propio concepto de fan se diluye en algo parecido a “colega” que alimenta mi ego y en ocasiones mi bolsillo. Todo depende del “like”, todo depende del RT. Facebook e Instagram son cada vez menos “diarios” a lo Elisa Lam y se han convertido en plataformas para colgar “directos”, para interactuar con otros avatares o para cultivar la imagen que uno está dando y que no tiene por qué ser “real”, solo ajustarse a la narrativa.

Bienvenidos al mundo autorreferencial

El hecho de que la realidad virtual no sea sin más una réplica más o menos lograda de la histórica –vamos a utilizar este término para diferenciar el personaje de la persona– plantea obviamente muchos problemas. De entrada, los códigos son distintos y tenemos que aprender a interactuar utilizando ambos. Para los treintañeros, cuarentañeros, etc. será un adaptarse desde un código al otro, claro… pero, ¿y para los adolescentes? De repente, hay dos códigos de comportamiento y ambos tienen su grado de necesidad. No es solo que los chicos que me hacen “bully” en el recreo luego me acosen por internet, que, obviamente, sabemos que sucede. Es que en ocasiones tengo que evitar a los del recreo y evitar también a los de internet, que son distintos. Tengo que temer por mi salud mental y la de mi avatar.

En un mundo tan autorreferencial, ¿dónde queda la empatía? Una de las “instrucciones de uso” de uno de mis blogs favoritos allá por 2005 decía: “Si me conoces personalmente, no puedes utilizar nada de lo que leas en este blog”. De nuevo, evitar las consecuencias. O intentar controlar los daños, más bien. Los comentarios, las interacciones, las visitas, la publicidad de Google AdSense, etc. serían el valor de tu realidad virtual; todo lo demás funciona como una plusvalía que a menudo ni siquiera queremos: no pretendemos que nadie nos entienda ni que quiera ser nuestro amigo ni nada por el estilo. Queremos crear nuestra propia comunidad que se desvirtualice lo menos posible. Si me siento solo, en vez de la radio, pongo Twitch y alguien me habla. O Clubhouse. O en vez de Netflix, me conecto a un Podcast.

¿Qué tiene todo eso en común? Que se están dirigiendo a ti pero no esperan de ti más que tu presencia, tu observación. El número para el algoritmo. Y tú tampoco esperas nada de ellos. Que te entretengan, punto. Ya no hago una foto sobre algo que estoy disfrutando sino hago algo, lo disfrute o no, porque entiendo que la foto va a merecer la pena. Que va a generar una reacción que se quede en el ciberespacio. Las anécdotas pueden ser reales o inventadas porque se dirigen a desconocidos. El “diario” de Elisa Lam acaba convertido en objeto de estudio y disección por parte de gente que jamás la tuvo delante. Las relaciones se complican, tanto en términos de educación como de respeto al otro. Todo queda en el campo de juego, como dicen los futbolistas, pero es inevitable que te afecte. Te afecta. Punto. Pero no puedes dejar que te afecte demasiado o, si no, ya sabes, “a llorar a la llorería”.

La reacción torpe

Luego están las consecuencias sociales. Si cambian las relaciones personales, cambia todo. Si ponemos un filtro de distancia en nuestros sentimientos, en nuestros razonamientos, ¿cómo podemos quitarlo cuando realmente sea necesario? El mundo de Internet es un mundo sin derechos. Un mundo libertario para lo bueno y para lo malo. O pretende serlo. Pretende cumplir la utopía de que todo es de todos pasando por alto a todos los intermediarios que negocian con la mercancía. ¿Hasta qué punto cala ese mensaje en nuestras relaciones en carne y hueso? ¿Hasta qué punto el cibertrabajo no abusa de determinados excesos que ya se veían en las oficinas? Si internet, como tecnología, está siempre disponible. Si , en tus redes sociales, te muestras siempre disponible. ¿Cómo no vas a estarlo para tu jefe?

Aparte, esto afecta enormemente al concepto clave de “conciencia de clase”. Si con el paso del tiempo ya era complicado hallar esa conciencia –la reconversión del capitalismo tras la II Guerra Mundial dio pie a todo tipo de contradicciones en el mundo occidental, englobándolo todo en el muy socialdemócrata “Estado del bienestar”–, ¿qué podemos esperar ahora? ¿Dónde está mi “clase”? ¿Dónde están mis compañeros de viaje? ¿Basta con colocar un símbolo en mi perfil y ya está? ¿Dónde quedan los problemas reales, las luchas sociales, la necesidad de solventar las injusticias? Me paro en este último término. Acostumbrados a habitar “un mundo sin consecuencias”. Acostumbrados a crear un mundo sin consecuencias, ¿cómo vamos a reaccionar cuando esas consecuencias sean tan reales que duelan?

Yo no creo que sea casualidad que las protestas más recientes sean especialmente e innecesariamente violentas. Da la sensación de que la gente que va a la calle a romper o quemar lo que se le ponga por delante por cualquier causa que considera vagamente defendible lo hace con la torpeza del novato. Sé que en los medios de comunicación vende más lo contrario: la idea de que hay bandas hiperorganizadas, venidas de países extranjeros, con años de experiencia, dispuestas a sembrar el caos, pero no me convence. No digo que no haya parte de verdad, digo que esto no son los años noventa. Esto, a menudo, es gratuito. Y eso tiene que ver con que no medimos. No sabemos cómo reaccionar ante lo que nos molesta y nos cuesta horrores cambiar de código.

En Twitter sería muy fácil: le hacemos Trending Topic a base de insultos, en Twitch podríamos dar rienda suelta a nuestro enfado, a nuestra rabia, y colgarla después en YouTube. Pero, ¿qué hago con la realidad? ¿Cómo la cambio? ¿Qué puede pasarme si me excedo? ¿Qué es excederse? Si hay un denominador común en casi todas las protestas posteriores al 15M –posiblemente, la última reivindicación mayoritariamente analógica y en la que la tecnología estaba al servicio del propósito histórico– es que apenas han conseguido resultados. Se quedan en una propuesta de Change.org pasada por olor a contenedor quemado. En términos reales, se consigue muy poco y muy de vez en cuando. La realidad, hay que decirlo, la manejamos fatal.

De la ofensa y sus grados

Un mundo sin consecuencias es un mundo sin conflictos. Un mundo de stories amables y de influencers sonriendo mientras anuncian ropa de marca. Un continuo anuncio publicitario con final feliz que te repite todo lo que tú eres capaz de hacer, lo especial que eres, todas las convenciones que puedes romper si te lo propones. Un mundo que no te prepara para la decepción, que te desarma de alguna manera, que te confunde, que te domestica. Un mundo de imitación, de “quiero ser como ellos” con el riesgo de que puedo creer que realmente lo soy: yo también tengo mis followers (aunque no sean tantos), también tengo mis likes, tengo mis retweets, una vez un vídeo mío se hizo viral… Me basta.

Y cuando no me basta, ya digo, sobrerreacciono. No quiero extenderme sobre la “cultura de la cancelación” porque ni la acabo de entender bien ni me parece un tema que se pueda resumir en dos párrafos. Cuando intuimos el conflicto no deseado, cuando intuimos una consecuencia que rechazamos, nos saltamos el contexto y nos saltamos todo. Internet es un lugar maravilloso para universalizar determinadas protestas y para dar voz y visibilidad a determinadas injusticias… pero es muy deficiente a la hora de darles contexto. Los linchamientos son constantes. Lo mismo nos escandaliza el pedófilo o el violador que el que ha colgado un vídeo “ofensivo” o ha hecho un chiste fuera de tono.

No hay términos medios porque lo que hay es miedo y una falsa sensación de seguridad. En general, con las excepciones que cada uno podrá aportar, el mundo online y sobre todo el mundo de las redes sociales es un mundo tremendamente conservador. Un mundo en el que todo el mundo te dice lo que tienes que hacer, decir y pensar… porque tienen miedo de que sea de otra forma. En ese sentido, sí que reproduce la ideología dominante durante dos siglos: la de la burguesía que quiere que todo cambie sin cambiar nada.

Y en este mundo de ofendidos, incluso nuestra soledad, nuestra comodidad, tiene consecuencias. Yo no sé a cuánta gente le parecerá mal este artículo. Si fuera sensato, lo habría escrito teniendo en cuenta que necesito su aprobación, sus visitas, sus elogios. Habría estado pensando párrafo tras párrafo en cómo evitar meterme en problemas, huir de los malentendidos, alejar las acusaciones merecidas de “pollavieja”. Porque pasa. Porque Elisa Lam, si hubiera conseguido en vida lo que logró en muerte, es decir, que millones de personas investigaran en su día a día en Tumblr, no podría ser la Elisa Lam virtual que decidió ser. Cada comentario tendría su consecuencia en forma de otro comentario. O de ser música, de una campaña para que no sacara más discos, o no diera más conciertos. O que nadie comprara su libro si fuera escritora.

El “mundo sin consecuencias” con el que soñó cuando cerró la puerta de su habitación y creyó que dejaba el ruido fuera acabaría desapareciendo, desintegrándose entre sus manos. Porque, si uno lo piensa, nunca todo lo que hemos hecho ha tenido más consecuencias, virtuales y reales, porque nunca hemos tenido tanto auditorio. Y vivir con ello es complicado, claro. Internet es maravilloso, quiero que eso quede claro. Pero es peligroso, no podemos obviarlo. Y socialmente complejo, pues descansa en las individualidades. Unas individualidades que, a menudo, son poco fiables. Cambiar el mundo, la aspiración revolucionaria, requiere del conflicto y de la consecuencia. Anhela la consecuencia, no el sofá. Dejarlo claro y darle un nuevo contexto es el reto de los próximos años.

Guillermo Ortiz (@guilleortiz_77) es escritor y filósofo. Autor de El chico que soñaba con ser Gianni Bugno (Contra, 2020).

Fotografía de Álvaro Minguito.