La Constitución ayer y hoy; ¿mañana?

La Constitución de 1978 se acordó entre fuerzas políticas condenadas a entenderse. Por parte de la UCD de Suárez y de la  derecha intrasistémica se necesitaba crear una legitimación democrática que revistierala originaria legitimidad franquista del rey sin destruirla. La izquierda exigía libertades políticas. La derecha necesitaba que la economía no cambiara de manos; la izquierda, derechos sociales para los trabajadores. El ejército tutelaba el proceso de cambio: tenía que conseguir impunidad para el golpe de 1936 —con el que iba la legitimidad del rey— y los horrores de la guerra civil. Y, por otra parte, se ponían límites a la descentralización del Estado. Desde fuera, el Imperio exigía la entrada de España en la Otan, pero la presidencia Carter dio una moratoria, un respiro, a este asunto.

Se acordó así una Constitución que reconocía y garantizaba las libertades políticas, aunque se procuró dotar al estado de un ejecutivo fuerte, un ejecutivo tentetieso y poco permeable a las demandas sociales. Se reconocían extensamente los derechos sociales, pero nada los garantizaba (y los pactos de la Moncloa ya habían iniciado los recortes a cambio de entelequias futuras). Se impuso al nuevo régimen una espada de Damocles al fundamentar la Constitución, o sea las libertades, en la unidad de España —y no en la voluntad de los españoles—, y al confiar al Ejército la custodia de tal unidad. Se crearon tres comunidades autónomas “históricas” (Cataluña, el País Vasco y Galicia) y se adoptó una norma según la cual podían constituirse otras, que quedaron indefinidas.

El poder judicial fue tratado como un pariente pobre en el nuevo sistema político. Se optó por adelantar la edad de jubilación para desprenderse de jueces franquistas —andando el tiempo se la retrasaría—, pero este poder no se independizó de los poderes legislativo y ejecutivo, a los que se dio vara alta para determinar la cúpula judicial. Montesquieu fue enviado al destierro, sobre todo porque, además, la fiscalía quedó en la esfera del ejecutivo y, más grave aún, porque no se dotó a la magistratura de un cuerpo de policía judicial dependiente orgánicamente (y no solo funcionalmente) del propio poder judicial. Tampoco se hizo nada para acreditar a la magistratura ante la ciudadanía: más que escasa de medios, con un sistema de reclutamiento decimonónico, se ha mantenido con muchas actitudes tan carpetovetónicas como el sistema de oposiciones a juez, y en bastantes casos subsisten entre algunos magistrados prepotencias incompatibles con la democracia. Todos conocemos ejemplos por la prensa: desde presidentes del Tribunal Supremo a jueces de primera instancia.

Con un ejecutivo fuerte gracias a la moción de censura constructiva, con un legislativo de bipartidismo imperfecto gracias a una ley electoral muy poco proporcional —eso arraiga en la disposición constitucional que señala a la provincia como circunscripción electoral, y no a la comunidad autónoma, inexistentes éstas en 1978—, y un poder judicial con pocos medios y poca capacidad de movimiento para perseguir la corrupción, el país ha vivido un largo período de libertades y relativa paz.

Pero con defectos graves: la actividad terrorista impidió durante años la paz interna verdadera, y de paso suscitó una ley antiterrorista nada ejemplar. En la guerra contra el terrorismo hubo asesinatos y secuestros de Estado: en algunos casos fueron juzgados y condenados algunos de los responsables. Hoy, gracias a la irresponsabilidad del gobierno aznarete, que introdujo al ejército en una guerra inicua, vuelve a gravitar sobre la sociedad española la amenaza terrorista. Pero en las causas Aznar no estuvo solo: Felipe González forzó la integración de España en la Otan engañando al pueblo al ir de farol a un referéndum sobre el asunto, y comprometiendo la no integración en la estructura militar de la organización. Aznar nos integró en ella sin más, y sin que la Otan tuviera siquiera la obligación de defender Ceuta y Melilla. La Constitución no ha impedido que fuéramos gobernados por trileros de la política.

Además está la corrupción. Muchas decisiones administrativas pueden tener un valor económico —un volumen de edificabilidad, una recalificación de terrenos, una adquisición administrativa…—, lo cual la suscita, y quien paga el pato sin notarlo es la gente corriente, en cuyos bolsillos, en definitiva, la corrupción hurga. Los casos son tantos, alcanzando a honorables presidentes de comunidades autónomas, que resultan hasta difíciles de recordar. La justicia no puede ser suficientemente eficaz para recuperar los dineros públicos perdidos ni para evitar cosas como el encarecimiento de la vivienda. En los ejecutivos central, autonómicos y locales hay medios para dificultar su actuación. Ya es mucho, creo que inédito en el mundo, dicho sea en honor del poder judicial, que por corrupción haya sido condenado un hermano político del rey y procesada una infanta.

Eso no obsta para reconocer bondades sistémicas sobre todo al régimen de libertades: ¡qué sociedad compondríamos sin ley del divorcio, sin legalización del aborto, sin discriminación positiva de las mujeres, sin matrimonios entre personas del mismo sexo, sin reconocimiento de las diversas orientaciones e identidades sexuales! La consciencia democrática ha avanzado entre las personas. Pero nos falta aún una verdadera ley de eutanasia, de asistencia al suicidio voluntario. Eso es duro. Pero también es duro que la Iglesia haya conservado poder para silenciar abusos sexuales, para salir impune del tráfico de recién nacidos, para inscribir en el registro de la propiedad bienes que son de los pueblos, y tantos otros abusos. La laicidad del Estado no se ha llegado a imponer.

Nos sigue faltando, sobre todo, una garantía de los derechos sociales. La reforma constitucional pactada con alevosía por Zapatero y Rajoy, al subordinar las pensiones y demás derechos sociales al pago de la deuda, constitucionalizó la falta de esa garantía. Habría, ¡ay! que revertir esta situación.

Sin embargo desde la aprobación de la Constitución  en 1978 han pasado muchas cosas. Cuarenta años después no solo tenemos problemas nuevos sino que estamos abocados a un mundo nuevo.

En 1978 apenas había empezado la revolución de la informática, ni la globalización, ni se había hundido la Unión Soviética y la crisis  de entonces era una fruslería comparada con la que arrancó en 2008. Para la inmensa mayoría de los ciudadanos estos cambios se tradujeron en un empobrecimiento gravísimo. El trabajo se remuneró mal, se volvió insuficiente para todos, inestable e inseguro; muchas personas perdieron sus empleos y no quedó espacio social para los jóvenes —todo ello mientras los ricos se han vuelto cada vez más ricos y se ha magnificado y hasta elogiado impunemente la desigualdad social—. La sanidad, que casi llegó a ser modélica, ha experimentado recortes desde entonces: se cierran quirófanos, faltan camas hospitalarias, los médicos son pocos y están mal pagados y sobreexplotados, se descuidan ciertas enfermedades y reaparecen en España otras que creíamos erradicadas. Desciende sin duda la esperanza media de vida.

¿Y qué decir de la escuela? La educación en España nunca fue buena de veras, pero las condiciones de trabajo de los educadores han empeorado. Habría que empezar por reeducarles a ellos, para actualizar sus metodologías y sus conocimientos. No puede ser que lleguen a la universidad estudiantes sin saber escribir o sin saber matemáticas en las especialidades de letras o de ciencias. Grandes  encuestas evaluatorias maquillan la verdad. Eso a pesar de que tengamos no pocos profesores volcados hasta el sacrificio en la educación.

Hoy el problema principal de la sociedad española se halla en el estatuto del trabajo y en la debilidad de los salarios directos e indirectos. Un cambio constitucional exigiría ante todo blindar los derechos sociales de las personas revirtiendo la desigualdad.

Ha explotado ahora un problema en la estructuración del Estado que afecta principalmente a Cataluña pero de rebote al sistema de las comunidades autónomas.

Cataluña jamás había dispuesto, en toda su historia, de la capacidad de autogobierno que ha llegado a tener al amparo del sistema de libertades. Pero gobernada casi continuadamente por partidos conservadores que se hacían necesarios para construir mayorías para el ejecutivo central, recibían de éste una concesiva desatención para las políticas implantadas en la autonomía catalana, que mediante una miríada de pequeñas medidas se encaminaba a crear una consciencia social tergiversadora de la historia local, una cultura falseada desde los medios públicos o subvencionados catalanes, por la escuela parcializada, todo orientado a la creación de una demanda permanente de una autonomía aun mayor y el reconocimiento de la ciudadanía catalana como nación diferenciada de la española. Con estas banderas se encubría, de paso, el robo continuado de dinero público por parte de los dirigentes políticos nacionalistas.

Eso ha dado en un movimiento independentista a la vez fuerte y débil. Ciertamente, esas políticas, orientadas a enfrentar a  la Generalitat con el Estado, han acabado enfrentando ante todo a los catalanes entre sí. El independentismo es socialmente minoritario en Cataluña, pese a que la falta de proporcionalidad de la normativa electoral catalana le dote de mayoría institucional. Esto último forma parte de su fuerza, al igual que su capacidad de movilización social. Pero es débil, ideológicamente peligroso por su falta de respeto de la legalidad (hay incluso alcaldes que a sabiendas deciden en contra ¡del Tribunal Constitucional!); su pretendida ley de transitoriedad jurídica era incluso una barbaridad mussoliniana. Es débil también por la fuerza de su pensamiento meramente desiderativo, sentimental. La absoluta falta de realismo político de los dirigentes independentistas de hoy permite comprender mejor la ceguera política de los dirigentes catalanes contrapuestos a Felipe V en 1714.

Pero esta situación de obnubilación fanatizada es, evidentemente, un problema para la convivencia. De momento ha suscitado una reacción fanática de la extrema derecha españolista, de la España negra. Revertir la situación será un proceso lento, que solo se verá facilitado cuando se ponga de manifiesto que los problemas reales y urgentes de la sociedad española son otros. Hoy, con el sistema de las comunidades autónomas ya constituidas —lo que no era el caso en 1978— convendría articular institucional y constitucionalmente un sistema federal que redefina competencias y sobre todo impida que surjan diferencias entre los ciudadanos según las comunidades en que habitan. Gravámenes y servicios semejantes para todos, independientemente de la sede institucional que los administre.

Ahora cabe observar los problemas que afectan a la Jefatura del Estado de un modo distinto al impuesto en 1978. En mi opinión, sin embargo, este tema no merece hoy por hoy que por él se produzca una fractura seria de la opinión ciudadana, pero sí son necesarias, al menos, una redefinición de las funciones de la Jefatura del Estado; la atribución de la jefatura militar suprema al presidente del gobierno; las condiciones de exigencia de responsabilidades y la normativa sobre la incapacitación del Jefe del Estado.

Si miramos hacia adelante, resulta imprescindible recuperar al menos una parte de la soberanía económica cedida a la Unión Europea: una parte que permita implantar políticas económicas distintas de las neoliberales, las únicas aceptadas hoy por la UE.

El principal problema que se plantea hoy en torno a la Constitución es la debilidad de las fuerzas políticas dispuestas a la necesaria reforma democrática en profundidad. Y que hoy las fuerzas políticas de la derecha parecen querer revertir parte de lo constitucionalmente conseguido.

Pero sigamos mirando hacia delante. ¿Qué problemas de envergadura tiene planteados de verdad la sociedad española? Está claro que el principal de ellos, a corto y medio plazo, consiste en revertir la fractura del metabolismo existente entre nosotros y la naturaleza: la crisis ecológica, cuya primera manifestación es el agotamiento de los combustibles fósiles y la necesidad de pasar a un modelo energético basado en fuentes de energía renovables.

El problema es de tal magnitud, pues significa entre otras cosas poner límites al crecimiento —el crecimiento que el capitalismo necesita y que defiende como panacea contra todos los males—, y, a la vez, abandonar el consumismo. Un consumismo al que se han entregado muchísimas personas de todas las clases de la sociedad española.

Los partidos y agrupamientos sociales contrarios a la desigualdad tienen, en sus propuestas para solucionar este grave problema, la posibilidad de unificarse y de ser ejemplares, de dirigir la vida colectiva en un sentido justo y razonable desde dentro y desde fuera del gobierno. Un reto, y también una verdadera oportunidad. No es retórica, lector; piénsalo. Es la pura verdad.

Juan-Ramón Capella es catedrático emérito de filosofía política y del derecho. Acaba de publicar en Trotta Un fin del mundo. Constitución y democracia en el cambio de época.

Fotografía de Álvaro Minguito.