La violencia en el poder político-social. Los casos de Facundo Castro y Javier Ordóñez

No afirmamos nada nuevo cuando determinamos, con la certeza de la experiencia y la vivencia del presente, que existe un problema de hondo calado en las fuerzas de seguridad cuando vemos a esta aplicar de forma desmesurada algunas medidas de control de la sociedad para que esta se vuelva dócil. Que sirvan como lección las cargas policiales contra los manifestantes del sur de Madrid que protestaban contra el confinamiento al que el Gobierno de la Comunidad les sometió. Por ello, entendemos que también ha de abordarse este problema desde una perspectiva de clase, analítica en lo social y reactiva en lo público. Porque, ¿de qué serviría hacer una crítica de la violencia (referenciando a Walter Benjamin) si luego no se depuran responsabilidades o si el Estado y el derecho se muestran cómplices de tamañas atrocidades? Valgan dos casos de brutalidad policial para dar una respuesta, por vaga que sea, a la pregunta planteada.

El primero, el de Facundo Castro. Este joven argentino desapareció el día 30 de abril tras ser detenido por la policía bonaerense a la entrada del municipio de Mayor Buratovich. Viajaba desde Pedro Luro, donde residía con su madre, hasta Bahía Blanca para encontrarse con su pareja. En el trayecto fue interceptado por agentes de policía y nunca más se supo de él. Hasta el 15 de agosto, día en el que un pescador encontró un cuerpo en avanzado estado de descomposición, siendo más tarde identificado. En efecto, el cuerpo en cuestión era el de Facundo. Desde el 30 de abril hasta el 15 de agosto, la familia del fallecido se preocupó lo suficiente como para que el caso haya saltado de las páginas de los periódicos locales a los tabloides sensacionalistas de medio mundo. En medio de presiones y amenazas por parte de los cuerpos de seguridad bonaerense, la familia Astudillo Castro ha procurado por todos los medios a su alcance que el nombre de su hijo no se perdiera en mitad de todas las noticias dramáticas por acción de la pandemia que obligaba al país latinoamericano a someterse a un período de confinamiento temporal. A pesar de que este crimen podría implicar hasta a cuatro policías, habiendo numerosas pruebas que apuntarían a una participación directa de los mismos (declaraciones contradictorias, cambios de fecha y ruta, etc.), la Fiscalía argentina no consideró suficientes los indicios para que estos fueran declarados oficialmente sospechosos.

El segundo, el de Javier Ordóñez, abogado colombiano que fue asesinado el 8 de septiembre de este mismo en el Barrio Villa Luz (situado al norte de Bogotá, una zona de clase media en la que se desarrollan diversas actividades económicas de cierta importancia para la ciudad) a manos de dos agentes de la Policía Nacional de Colombia, quienes le agredieron y torturaron con una pistola Taser hasta la muerte. Este asesinato desató una oleada de protestas que se han cobrado la vida de 13 personas y más de 400 heridos de gravedad. Quizás este caso no haya sido tan sonado como el de Facundo Castro, pero desde luego las repercusiones políticas que ha traído consigo son de un calado considerable.

Pero, ¿por qué en las sociedades liberal-democráticas ocurren este tipo de cosas aún cuando el ideal que persiguen estas mismas implican la participación directa de la ciudadanía en los asuntos políticos comunes? Ciertamente, no es porque en su teorización el sistema liberal no contemple la violencia como un torbellino que puede desestabilizar la normatividad democrática de los instrumentos contemporáneos del poder. Cuando Juan de Mariana o el propio Adam Smith articulan una noción de la violencia comprendida como un método de descarga simbólica de la fuerza ideológica que acumulan los sujetos políticos están introduciendo la autodefensa popular como un medio legítimo de aspirar a conseguir ciertos objetivos políticos que no pueden conseguirse mediante procedimientos democráticos pacíficos. Esto es algo que está en la génesis del liberalismo político más clásico y hasta clasicista: la capacidad de influir de unas clases no es lo mismo que la de otras. Así, el propósito del policía victoriano, sostén del orden de castas premoderno, queda sustituido por el de encargado del mantenimiento del normal funcionamiento de los engranajes y las poleas que perpetúan la idea del Estado liberal –si bien esta misma idea ha ido adaptándose a las coyunturas económicas subyacentes y que son causa última de su configuración–. No es mi intención aquí defender una visión mecanicista del Estado porque, en efecto, este no es una máquina que se limite a cumplir sus funciones de manera aséptica y asocial. Pero se ha de reconocer un cierto anquilosamiento de estructuras que vienen heredadas de los períodos dictatoriales por los que todo país ha pasado. Y estas estructuras no son otras, ni más ni menos, que los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado. En España lo sabemos bien.

Cuando no se depuran las responsabilidades correspondientes en los períodos de Transición los problemas se heredan. En el debate que abrimos sobre las fuerzas del orden público lanzamos unas preguntas: ¿fuerzas para quién, para qué y con qué medios? ¿Son los cuerpos de autoridad estatales un fin o un medio? Porque si son un medio, el lugar de destino no se diferenciaría mucho de esa utopía fascista que propugnaban los futuristas italianos a principios del siglo XX. Y si es un fin, reconocemos de manera tácita el fracaso de la idea de Estado como un ideal de convivencia en el que caben todos y cada uno de los sujetos que lo conforman. Siguiendo a Bakunin: si la represión es el fin, el Estado es solo un Dios nombrado de otra manera y la policía el brazo ejecutor de la Ley Divina. El anteriormente nombrado Benjamin realiza un análisis similar: cuando se instaura el derecho político se produce una violentación de la idea de “poder”, quedando esta ligada inexorablemente a la violencia policial, a aquello que se impone. Porque, y esto es importante, no confundamos la policía con los señores que nos paran cuando cometemos una infracción de tráfico. Si acaso, estos últimos son un mero agente tributario que ejercen cierta dosis de poder cedido por el Estado de manera temporal y situacional. El origen de la palabra policía proviene del griego politeia, en la que se define lo relativo a la polis y el carácter cívico del individuo. En el plano teórico-lingüístico, el Estado sería la máxima institución policial, ya que dicta el orden que se ha de seguir, la conducta del “buen ciudadano” y el marco jurídico por el cual se protege a aquél y se castiga al otro. Esta definición, constreñida desde los tiempos de las revoluciones liberales, no ha sido del todo asumida por la institución que la representa y casos como el de Facundo Castro y el de Javier Ordóñez delatan el verdadero problema genético que existe con una institución que todavía no ha aceptado la dimensión humana de su propia labor.

Caeríamos en la trampa (neoliberal) de asumir que todo cuerpo policial institucionalizado tiene una pátina coercitiva y que cualquiera que lo desee puede prescindir de este bien público y adquirir por un módico precio un servicio de protección personal que defienda a su pagador (el bien pudiente, claro está) como un dóberman defiende a su amo. Lo que sí está claro es que los sistemas democráticos actuales aún no han encontrado una forma de controlar los abusos de poder que tienen lugar cuando una institución se sabe impune. La fenomenología nos sugeriría hacer un análisis estético de las formas de violencia y por qué esta llega a desarrollarse en un grado tan descarado cuando un policía entra en acción y mata a un joven que solo quería visitar a su novia para aclarar el motivo de una discusión. Pero el policía se siente con tal impunidad que ni siquiera el hecho de saberse observado le retiene en su labor autoconcedida. La muerte de Javier Ordóñez está perfectamente registrada con todo lujo de detalles, igual que el asesinato de George Floyd o las cargas contra los manifestantes vallecanos. Bien porque consideren a los medios que denuncian este tipo de prácticas que son un incordio “asumible” siempre y cuando no trastoquen el núcleo de su actividad, o bien porque los medios participan del espectáculo dantesco que supone la retransmisión en vivo de la violencia policial, al final lo que nos queda es un entramado ideológico e histórico que nunca ha dudado en actuar contra los mecanismos de control que, supuestamente, controlan este tipo de instituciones y que ha hecho de la violencia un reflejo estético de su misma génesis.

En este sentido, se han articulado a lo largo de la historia mecanismos de contrapoder ciudadano que han considerado el ejercicio de la violencia popular un método de autodefensa, en contraposición a la ofensa policial que siempre tiene lugar cuando la acción ciudadana pone en jaque al derecho existente y amenaza con provocar una crisis de identidad al propio Estado. Es asumible pensar que el monopolio de la violencia no está en manos del Estado, como suele defenderse desde ciertos sectores de la contracultura; y, si alguien duda de ello, que mire la historia de las revoluciones desde el siglo XVIII y abandone el dogma. Pero es igual de asumible saberse despojado de culpa cuando, sin pertenecer uno a la institución policial, esta se ejercita. ¿Qué hubiese pasado si Facundo Castro o Javier Ordóñez se hubiesen defendido con éxito de sus agresores, siendo muertos estos y no aquellos? Sin el propósito de hacer política-ficción, quedaría explícito que el acto del hombre común, en el que este se defiende de su agresor, se vería como una violentación del orden de las cosas y no lo contrario. Que se desate una ola de indignación con este tipo de sucesos solo desvela el tipo sufridor del ciudadano medio de una democracia liberal, en la que este aguanta y soporta cierto grado de violencia hasta que, como un resorte, se produce un abuso que lo desborda todo. Al menos, durante un tiempo, hasta que todo vuelva a la vieja normalidad.

Raúl Conde García (@raulconde97) es estudiante de Filosofía en la Universidad de Sevilla y militante del PCE.

Fotografía de Álvaro Minguito.