Las claves de las elecciones del 3 de noviembre en EE. UU.

Ya queda poco para las elecciones presidenciales estadounidenses. El martes 3 de noviembre el actual presidente, Donald Trump, y su contrincante Demócrata, Joe Biden, se enfrentarán en una de las citas electorales más trascendentes de las últimas décadas. Los norteamericanos eligen entre continuar con un presidente cada vez más abierto a flirtear con posturas autoritarias o elegir a un candidato de semblante moderado que promete devolver el país a su presunto estado natural. Como trasfondo: las protestas antirracistas, la crisis (también económica) derivada de la pandemia global y el lento avance hacia un mundo multipolar.

Law and order contra retorno a la normalidad

¿Cómo afrontan la campaña electoral Trump y Biden?, ¿cuáles son las claves de sus respectivos discursos?

Trump es un personaje histórico crepuscular: aparece en un momento en el cual una era (la de la hegemonía global estadounidense) entra en decadencia, pero lo hace antes de que un nuevo orden haya cristalizado, convirtiéndose así además en una figura liminal, con un pie en un mundo pero apuntando a otro. Su lema de campaña de 2016 (Make America Great Again) es una mezcla de nostalgia y esperanza. Que América vuelva a ser ‘grandiosa’ puede entroncar (y continúa haciéndolo) con toda una variedad de temas: la angustia demográfica de los anglosajones blancos, la desindustrialización, el final del sistema unipolar, los temores hetero-masculinos ante el potencial desempoderamiento de los hombres, la sensación de derrota histórica de conservadores y religiosos en las últimas décadas… Desde una mirada antagonista se ha tendido a representar a Trump como una figura de orden (aunque un orden que acaba siendo personal, casi amenazado por el narcisismo de quien lo ejerce) y autoritarismo, pero es sin duda también un político que inspira esperanzas en sus seguidores, y que logra dibujar un horizonte imaginario en tiempos de presente absoluto.

En esta campaña parece haber dejado en parte de lado este pseudomesianismo (aunque hace guiños a teorías de la conspiración que le perciben como una suerte de héroe contra un establishment degenerado) para encarnar el orden y la autoridad presidenciales. Las protestas y los disturbios le han brindado una oportunidad para señalarse a sí mismo como solución al caos, aún a sabiendas que parte de la violencia tiene que ver con sus simpatizantes (incluyendo grupos paramilitares fuertemente armados) o con los excesos policiales. Su discurso tiene que ver con el marco law and order, ya explotado por Nixon a finales de los sesenta, y consistente en 1) señalar que el país atraviesa circunstancias excepcionales de desorden, 2) apuntar que o bien dichas protestas tienen que ver con el adversario político o bien este no puede resolverlas por su debilidad y 3) presentarse a uno mismo como única solución posible a dicho desorden.

Biden por su parte presenta la presidencia Trump como una suerte de pesadilla que se materializó en 2016 y que los estadounidenses llevan padeciendo desde entonces. Por supuesto, se trata de una estrategia discursiva. Trump fue elegido tanto en las primarias del Partido Republicano como en las consiguientes elecciones, y goza de la aprobación de la mayoría de sus compañeros de filas, pese a que su relación con estos está lejos de ser idílica. Podemos discutir qué sintomatiza su éxito, pero es innegable que tiene que ver con realidades sociales y políticas que están lejos de ser una anomalía. No es además la primera vez que un populista de derechas hace avances dentro del panorama político estadounidense: Sarah Palin y el Tea Party son probablemente los referentes que nos vienen a la mente al pensar dicha categoría, pero no olvidemos tampoco la existencia de figuras como George Wallace, Patrick Buchanan, Barry Goldwater o el mismísimo Joseph McCarthy.

Sea como sea Biden vendría a representar la vuelta a la normalidad tras el conflicto. Su discurso se centra en ‘unir de nuevo a los americanos’, ‘sanar las heridas’ y ‘volver a poner la economía sobre ruedas’. Su mensaje gira especialmente en torno a la nefasta gestión de la pandemia por parte de Trump, gestión que puede ser presentada como un síntoma de todo lo que este representa. El actual presidente es acusado por el líder Demócrata de ser incapaz de ‘proteger la nación’, un mensaje que reverbera fácilmente en un país acostumbrado a sentirse acechado por amenazas tanto interiores como exteriores. Centrar el debate alrededor de la pandemia y la incompetencia de Trump ayuda también a Biden a aparcar otros temas que su exadversario Bernie Sanders había puesto sobre la mesa y que gozan de popularidad entre muchos de sus votantes, como la transición energética, una política exterior liberal y cooperacionista o la transformación de la sanidad pública estadounidense. En cierto sentido su campaña es pasiva: trata de mantener un perfil bajo mientras se limita a lanzar invectivas contra Trump basadas en cuestiones de ‘sentido común’ y generalmente aceptadas, los llamados valence issues. Es una decisión racional: buena parte del voto que obtenga en noviembre será anti-Trump, no pro-Biden.

La pugna Trump-Biden es también una entre dos tough guys, aunque quizás de distinto tipo. Mientras que el actual presidente encarna la masculinidad de tipo arrogante, agresiva y bravucona, el aspirante se presenta más bien como un héroe protector capaz de acabar con ‘el malo’ y restaurar la paz en la comunidad. Biden ha subrayado además su cualidad de hombre fuerte con una serie de spots y fotografías que le muestran conduciendo un coche deportivo, bajando de un avión con las gafas de sol puestas o simplemente teniendo una actitud asertiva hacia los oyentes, todas ellas puestas en escena sin demasiadas capas semióticas. En cierta medida tal estrategia comunicativa tiene también que ver con los rumores acerca de su condición mental y las burlas de Trump en torno a su senilidad.

¿Qué está en disputa? ‘Swing states’ y voto blanco

¿Qué tiene que hacer exactamente Biden para ganarle a Trump? Como es sabido, Hillary Clinton consiguió más votos que este en 2016 (48.2% frente a 46.1%), pero aún así no fue ella quien acabó en la Casa Blanca. Esto se debe a que Estados Unidos tiene un sistema electoral desproporcional (y está lejos de ser el único país que ha optado por este tipo de sistema), esto es, los votos acaban contando de forma distinta. Y lo hacen en función del territorio (en este caso, del estado), por lo cual el voto por población en algunos estados está sobrerrepresentado. Se trata de un tema que hoy enfrenta a Demócratas y Republicanos, pero también a representantes de diversos estados: algunos consideran que un voto desproporcional es antiigualitario mientras que otros temen que los estados menos poblados sean olvidados por los políticos por su escaso valor electoral si se pasa a un sistema puramente proporcional.

Es por ello que los candidatos piensan en términos de voto total, pero también en términos territoriales. Ganar en Texas, por ejemplo, otorga 38 miembros del Colegio Electoral, que son quienes eligen más tarde al presidente, así que es un estado a tener en cuenta, mientras que Wyoming tan solo reporta 3, con lo cual los incentivos para disputarlo son menores. En algunas partes del país la victoria está asegurada para uno de los dos contrincantes. Por ejemplo, es altamente improbable que Trump gane en California o Nueva York, del mismo modo que lo es que Biden gane en Alabama o Kentucky. Pero hay una serie de estados (en torno a una docena) en los cuales el voto se disputa entre los dos candidatos: son los llamados swing states o battleground states, a veces también denominados purple states (por la mezcla entre el color rojo, Republicano, y azul, Demócrata).

Es el caso de Florida, por ejemplo, donde Biden está ganando popularidad entre los jubilados, un segmento poblacional que suele votar a los Republicanos. También está haciendo avances importantes en Arizona (donde los Demócratas no ganan desde 1952), especialmente gracias a la creciente urbanización (y suburbanización) de ciudades como Phoenix, así como a la creciente inmigración latina (el 66% de los votantes latinos votó a Clinton en 2016). Esta última es también una de las razones por las cuales Texas es cada vez menos ‘roja’ y más ‘purpura’. Aunque allí Trump tiene las de ganar algunas encuestas le sitúan a pocos puntos de Biden, mientras que en 2016 le sacó nada menos que nueve a Clinton. Si algún día los Demócratas ganan allí será un duro golpe para los Republicanos, dada la ya señalada cantidad de electores que otorga el estado sureño, aunque tampoco puede descartarse que se convierta en un swing state de forma estable y se mueva de una mano a otra. Sea como sea no hay que perder de vista que el voto latino no es tan consistente como el afroamericano (el 91% de los votantes afroamericanos votó a Clinton en 2016), entre otras cosas porque ser latino está lejos de ser una identidad homogénea, y una parte nada desdeñable de los hispanoamericanos se autodefine como ‘blanco’ antes que como ‘latino’.

Son precisamente los blancos quienes pueden ayudar a Biden a ganar las elecciones, en tanto el voto de otros sectores de la población no parece que vaya a moverse lo suficiente como para causar sobresaltos. En 2016 Trump se llevó el voto blanco por nada menos que 20 puntos, especialmente gracias a su éxito en las poblaciones rurales blancas y con los blancos (especialmente hombres) sin diploma universitario (no confundir con pertenencia a sectores obreros o populares). También tiene especial éxito entre algunos sectores religiosos como los evangélicos, aún a pesar de su tren de vida y su actitud poco ‘cristiana’. Biden por su parte le disputa a Trump el voto de los sin título universitario, pero es sobre todo fuerte entre jóvenes y población urbana.

Los blancos son hoy por hoy nada menos que el 70% de los votantes (y tienden a votar en mayor porcentaje que otras etnias), así que Biden esté logrando avances entre ellos es altamente significativo. Algunas encuestas le sitúan siendo apoyado por el 48% de tal ‘sector’, una cifra que los Demócratas no alcanzan desde los setenta. Trump parece ser consciente de esto e intenta articular un discurso en líneas raciales, lanzándose de forma cada vez menos disimulada a defender a contramanifestantes blancos que, como ya se ha comentado, acuden a menudo armados y han causado ya más de una muerte, y a la propia policía, cuya composición étnica está hoy por hoy lejos de ser inclusiva.

¿Y si Trump no acepta su hipotética derrota?

El sistema institucional estadounidense tiene un rasgo algo anómalo: el traspaso de poderes entre presidentes no se produce a los pocos días de las elecciones, sino en torno a un par de meses después. Por ejemplo, Trump ganó las elecciones el 8 de noviembre de 2016, pero no ocupó el cargo hasta el 6 de enero de 2017. La idea es disponer de tiempo para realizar una transición entre un equipo de gobierno y otro, en tanto en Estados Unidos el presidente debe elegir a un importante número de cargos de diverso rango que sustituirán a los del anterior mandatario.

Hace tiempo que la prensa estadounidense y buena parte de la ciudadanía se preguntan, cada día en voz más alta, si Trump podría renunciar a abandonar el puesto aún si pierde las elecciones. Al fin y al cabo, durante el proceso de transición presidencial seguirá en el cargo y gozando de sus funciones, así que quizás tenga tiempo para plantear dudas sobre el proceso electoral (hace tiempo que acusa a los Demócratas de preparar un fraude con el voto por correo) y dilatar su presidencia (¿hasta cuándo?), especialmente si el resultado es apretado y el recuento se retrasa en algunos estados a causa del voto por correo. Como aditivo: los votantes de Biden tienen mayor posibilidad (y deseo) de votar por correo, así que quizás los primeros resultados den ventaja a Trump.

Es cierto que una parte del centrismo estadounidense ha tendido a ser algo melodramático con la presidencia de Trump, refiriéndose de forma hiperbólica a él como un presidente totalitario y desatado, pero es innegable que existe cierto riesgo de que este trate de parapetarse en el cargo. Se trata de una posibilidad que nos llama la atención dada la robustez de la democracia americana (compárese con lo que viene ocurriendo en algunas democracias jóvenes de Europa Oriental en los últimos años) y la falta de precedentes, pero cada semana que pasa parece menos disparatado imaginar una situación de este tipo.

Es evidente que Trump está intentando torpedear las elecciones y sembrar dudas sobre la legitimidad de algunos formatos de voto que tendrán que emplearse a causa de la pandemia, pero ¿qué puede hacer realmente? En realidad, es probable que el riesgo se dé a nivel civil más que institucional. Cualquier intento de no reconocer los resultados por parte de Trump se encontrará con la oposición tanto del aparato judicial como del político, y nada invita a pensar (una vez más, siempre que no seamos melodramáticos) que el ejército vaya a ponerse de su parte de forma masiva. Pero a nivel civil no reconocer los resultados puede tener un impacto decisivo.

Imaginemos el siguiente escenario: es la noche electoral, Joe Biden gana aunque de manera más o menos ajustada y gracias al voto por correo, y Trump (vía Twitter o en pleno directo) se lanza a acusar a los Demócratas de fraude. Muchos de sus seguidores probablemente duden de sus palabras, o al menos esperarán a que se aclare la situación. Pero, ¿y si otros tantos, movidos por la lealtad a su presidente y jaleados por este, deciden pasar a la acción? No pocos votantes republicanos creen en teorías de la conspiración acerca de redes globales que controlan aparatos estatales y actúan contra políticos como Trump, así que es lógico preguntarse de qué serían capaces si creen que dichas redes han vuelto a hacer de las suyas y además han corrompido la democracia estadounidense. Podemos perfectamente imaginar un escenario de protestas violentas, en un país en el cual, como el lector sabe, buena parte de la población posee armas de fuego.

Sea como sea deberemos esperar a noviembre para saber qué ocurrirá tanto la noche de las elecciones como el día siguiente. Son muchas las incógnitas que se plantean y que este artículo ha intentado explorar: ¿mantendrá Biden su ventaja, tanto en líneas generales como en los swing states?, ¿cómo votarán los blancos finalmente?, ¿aceptará Trump el resultado? Y si no es así, ¿qué ocurrirá exactamente en las calles y en las instituciones?

Daniel Rueda (@daniel_rueda_) es doctorando en el King’s College de Londres, donde investiga sobre el populismo de derechas en Europa.

Fotografía de Álvaro Minguito.