Los Myrdal y la natalidad en España

La baja natalidad en España está en los cimientos de muchos de los problemas socioeconómicos y demográficos actuales. Por mucho que nos queramos lamentar del envejecimiento de la España vaciada, de la despoblación en la mayoría de provincias interiores o de los problemas de sostenibilidad del sistema de pensiones, solo a través de un programa de políticas públicas de alto impacto es posible resolver o mitigar este factor negativo. Un camino en ese sentido puede encontrarse siguiendo los ejemplos históricos de otros países que afrontaron con éxito una baja natalidad. Pero antes, examinemos los datos.

La tasa de natalidad española sufrió un vertiginoso descenso en la primera parte de la democracia actual, bajando desde los 2,77 hijos por mujer en 1975 hasta los 1,16 hijos por mujer en 1995, muy por debajo de la tasa de mantenimiento de la población, o reemplazo generacional, que se estima en 2,10 hijos por mujer. En los últimos años se ha observado un ligero repunte, aplanado en la época de la crisis financiera de 2008-2011, hasta un valor de 1,34 (2017), que fluctúa ligeramente con las oscilaciones de la inmigración extranjera. Este comportamiento es típico de los países pobres del sur de Europa como Portugal, Grecia o Italia, mientras que los países nórdicos, gracias a las medidas del Estado del bienestar, tienden a mantenerse estables en el entorno de los 1,85 hijos por mujer.

Como podemos imaginar, la caída de la natalidad está asociada al éxodo rural hacia las ciudades, así como a cambios de hábitos de consumo que priorizan la obtención de bienes y servicios a la fecundidad, el mayor acceso de las mujeres al trabajo y a la educación, y el mayor acceso a métodos anticonceptivos. La posibilidad de ejercer la planificación familiar significa que, al aumentarse los gastos de crianza de los hijos, notablemente en las grandes ciudades, estos entran en competición con otros gastos necesarios para vivir manteniendo el estilo de vida deseado.

Al mismo tiempo, la absorción de la población más joven por los grandes núcleos urbanos en detrimento de las zonas menos pobladas disminuye la natalidad en estas últimas. Después de todo, donde no hay padres y madres en edad de formar familia es imposible que nazcan niños. Así, las grandes ciudades actúan como el perro del hortelano con respecto a la natalidad; desfavorecen en sí mismas la formación de familias debido a los altos costes de la crianza y, al mismo tiempo, roban al resto del país de un gran número de personas jóvenes en edad de formar familias.

Los mismos factores antinatalistas que causaron la caída de la natalidad en los años 70 y 80 se han mantenido igual o han empeorado hasta nuestros días. Entre ellos, el altísimo desempleo sistémico de la economía española, la inestabilidad de los contratos temporales y la precariedad laboral, en especial para los menores de 30 años, se asocian a la dificultad en el acceso a la vivienda en las grandes ciudades a las que estos jóvenes a menudo tienen que mudarse para encontrar sus primeros trabajos.  Los alquileres abusivos en subida continua que ahogan la posibilidad de ahorro necesaria para la compra de la vivienda han multiplicado la desigualdad de ingresos entre los propietarios y los inquilinos, contribuyendo así a esta brecha intergeneracional.

En estas condiciones precarias y ante la incapacidad de disponer de estructuras familiares que reduzcan el coste de la crianza (la típica abuela que lleva al niño al parque, que difícilmente lo puede hacer si se encuentra a varios cientos de kilómetros de distancia), la influencia de los inmigrantes ha sido el gran pilar que ha sostenido la natalidad nacional. En general, la inmigración está asociada a adultos jóvenes, muchos de ellos interesados en la reagrupación familiar y generalmente provenientes de países con tasas de natalidad mayores que en España y, por tanto, que mantienen tradiciones natalistas.

A nivel de país, si se desean mantener las condiciones de inversión, trabajo, desarrollo y sociedad, podemos considerar deseable (al menos) el mantenimiento de la población, lo cual, dejando los fenómenos migratorios aparte, se lograría a través de una natalidad similar a la tasa de mantenimiento de la población, algo que, como decíamos, está lejos de ser una realidad en nuestro país. Además, si observamos el problema desde el punto de vista individual, es importante analizar por qué los españoles no logran tener el número de hijos que desean. En una democracia liberal como la nuestra, el Estado debe garantizar esta libertad positiva corrigiendo los factores que se lo impiden.

Así, una inspiración en la lucha contra esta caída la podemos encontrar en una pareja sueca, que fue clave en la instauración del Estado del bienestar en este país. Se trata de Alva Myrdal, Nobel de la Paz en 1982, y su esposo Gunnar Myrdal, Nobel de Economía en 1974. Conjuntamente publicaron en 1934 el extenso libro “La crisis en la cuestión de la población” (Kris i befolkningsfrågan), en un momento en el que la tasa de natalidad sueca se encontraba entre las más bajas de Europa. Los Myrdal contribuyeron a poner de manifiesto el problema demográfico sueco, explorando la necesidad de establecer mecanismos sociales que conjuguen la libertad de las familias, promuevan la natalidad y carguen una parte del peso de la crianza y la educación de los más jóvenes en los hombros compartidos del conjunto de la sociedad, aliviando así la carga directa de los padres. Específicamente, la acción de las instituciones de gobierno se debe centrar en la reducción de los gastos asociados al tener hijos, incluyendo apoyos al alquiler, universalización de la sanidad y ayudas directas asociadas a la maternidad.

De esta manera, este modelo no se basa en ideas caritativas que busquen proporcionar ayuda financiera a los más necesitados, sino en universalizar y conservar las estructuras nacionales a largo plazo. Allí donde los gobiernos totalitarios aplaudían a las familias numerosas por su espíritu patriótico e incentivaban los terceros y sucesivos hijos con premios económicos, el modelo pronatalista sueco elimina los obstáculos económicos y actúa como un catalizador que proporciona la libertad positiva de los ciudadanos a la hora de formar familias. Podemos imaginar una metáfora según la cual el pronatalismo dictatorial de la época premiaba con una escalera a aquellas familias que habían sido capaces de trepar (repetidamente) la muralla de la natalidad. En contraste, el modelo sueco suponía derribar la muralla.

Para conseguir la implementación de este programa político, el discurso de los pronatalistas suecos incidió en la importancia de que, aunque los intereses económicos privados de las élites dominantes se vieran perjudicados directamente, estos fondos se utilizarían para el apuntalamiento de la nación sueca asegurando su pervivencia en el tiempo (al fin y al cabo, son los años 30). Al tratarse de modelos universalistas que apoyan el derecho del conjunto de la población, es más sencillo contar con el apoyo de las clases medias que se ven beneficiadas directamente por estos sistemas de cobertura social, creando un gran consenso social y dificultando la oposición de las élites conservadoras. El problema de la natalidad actúa de este modo como una cuña que permite la inserción de políticas sociales universalistas, empujando la ventana de Overton considerablemente hacia medidas cada vez más progresistas y igualitarias.

Este último punto tiene una importancia capital en una sociedad envejecida como la española. Hoy, los incentivos electorales para la implementación de políticas sociales se ven afectados por el envejecimiento de los votantes. La población de edad avanzada goza de un alto peso específico con respecto a la población en edad de formar familias, algo que es notablemente más importante ahora que la generación del baby boom comienza a abandonar el mercado laboral para dedicarse en cuerpo y alma a la vida del jubilado. El envejecimiento poblacional, causado por la combinación de la baja natalidad junto al aumento de la esperanza de vida, tiene consecuencias directas en la sociedad y en la economía.

Aparece aquí un problema político de primer orden, ante el escabroso panorama asociado a los índices de pobreza infantil y juvenil, el inestable mercado de trabajo y la desigualdad generacional. Casi un millón de pensiones superan los 2.000€ mensuales, pensiones que son disfrutadas por aquellos trabajadores que han gozado de mayores rentas durante su vida y por tanto cabe imaginar que con mayores ahorros y mayor patrimonio, aumentando la carga sobre los hombros de los jóvenes adultos y limitando su capacidad económica para el establecimiento de familias. Al contrario que las pensiones, financiadas a través de las contribuciones laborales, las políticas pronatalistas tienen que competir directamente dentro de los presupuestos generales con el resto de políticas del país.

Nos guste o no, el desproporcionado poder generacional de los presentes y próximos pensionistas, en tanto que electores y en tanto que consumidores, está ya presente en la sociedad actual. Por lo tanto, cualquier política tiene que contar con al menos un apoyo parcial de esta parte de la población. Sin embargo, la resolución de la crisis de natalidad en nuestro país podría parecer un programa que tendrá una marcada importancia en un futuro lejano, muchos años después de que nos deje una parte importante de la generación actualmente jubilada. Para crear esta alianza, es necesario coordinar estas políticas a largo plazo con un discurso que tenga una importancia en el presente.

Por ejemplo, la sociedad acepta mayoritariamente que hombres y mujeres deben tener los mismos derechos, y que hay que derribar las barreras para conciliar familia y trabajo. Tanto la izquierda como la derecha apoyan la igualdad laboral de hombres y mujeres, la lucha contra la discriminación laboral, la libertad de cada familia para tener los hijos que desee. Esto permite impulsar con gran apoyo social políticas que se enmarquen en estos contextos.

Aunque estas políticas requieren una inversión elevada, los réditos a largo plazo serán seguramente beneficiosos para el país. Por supuesto, siempre hay oposición, pero los términos del debate deben cambiar: ya no se discute si una política es buena o mala, sino de cuánto cuesta y cuándo hay que hacerla. La equiparación de la baja por maternidad y paternidad, o la incorporación de las guarderías de 0-3 años en un sistema universal y gratuito son buenos ejemplos de cómo ideas socialmente hegemónicas están siendo utilizadas con fines pronatalistas.

Debemos establecer un horizonte hacia el cual queremos caminar como sociedad. En el contexto de la natalidad, una propuesta podría ser el fomento de una cultura comunitaria antineoliberal, que elimine las discriminaciones y que priorice los vínculos sociales al trabajo. Con esto como visión general, el programa podría llegar a incluir, por poner algunos ejemplos: la apertura todo el día de las escuelas como centros de vida infantiles, el desarrollo de un parque de vivienda pública al que puedan acceder las familias jóvenes, o el establecimiento de una renta básica acotada por edad, que permita el cuidado de los hijos sin depender de la estabilidad laboral.

En palabras de Gunnar Myrdal: “La solución son servicios: (i) gratuitos para todos los niños y todas las familias sin tener que comprobar sus recursos, (ii) planificados a través de la cooperación entre los ciudadanos de un país democrático bajo el principio de la solidaridad nacional, (iii) financiados a través de los presupuestos nacionales, y por tanto pagados a través de impuestos progresivos según la capacidad de cada cual”. Como Suecia en 1934, nuestro país se encuentra ante una gran oportunidad de establecer un programa global de políticas, ya no terapéuticas sino preventivas, ya no reactivas sino proactivas. Como demuestra el caso sueco, únicamente con una coalición intergeneracional de votantes que apuntale las políticas necesarias para crear un verdadero Estado del bienestar estaremos en condiciones de garantizar la sostenibilidad futura de la nación.

Diego Santo Domingo Porqueras (@diegosantodo) es doctor en Química Farmacéutica por la Universidad París XIII y actualmente ejerce como especialista clínico en el sector sanitario.

Fotografía de Álvaro Minguito.