Mentar la soga en casa del verdugo

Dentro de la cultura de El Argar, que se desarrolló entre los siglos XXII y XVI antes de nuestra Era en el sureste de la Península Ibérica, hay un yacimiento que me parece apasionante, el del Cerro de la Almoloya en la Sierra Espuña, en Murcia. En los momentos finales de esta cultura, se produce la máxima ocupación, el apogeo, de este asentamiento de tipo palacial.

Cuando en las culturas de la Edad del Bronce hablamos de palacios no estamos manejando el concepto versallesco y cortesano que nos evoca en la Edad Moderna, sino de edificaciones, o conjuntos de edificaciones, que cumplen las funciones de almacenamiento, elaboración de productos manufacturados y distribución de forma centralizada. Para la peña que estudia estas cosas eso es importante porque habla de una sociedad jerarquizada, donde un grupo social en la cúspide toma decisiones de calado que afectan a la vida de toda la población. Y eso les encanta, porque entienden que, cuanto más estratificada y jerárquica sea una sociedad, más avanzada estará y más posibilidades de ofrecer contextos arqueológicos interesantes tendrá. El Argar es la primera cultura urbana del Mediterráneo occidental, y con mucha ventaja respecto a las que le siguen, pero un día tonto, a mediados del siglo XVI antes de nuestra Era, se desmoronó, y la gente, que es lo que nos importa, se dedicó a vivir en núcleos más pequeños, más autosuficientes, menos dependientes de actividades comerciales y con menos jerarquía, lo que nos ofrece horizontes arqueológicos más pobres y con menos posibilidades de montar congresos chachis con hallazgos deslumbrantes.

Uno de esos hallazgos deslumbrantes fue una tumba de una mujer en La Almoloya que a juzgar por su ajuar funerario debió de ser una persona que tomara decisiones importantes para la vida de la gente, no solo en su entorno inmediato, sino probablemente en todo el área de influencia de la cultura argárica, una especie de jefa de Estado de la Edad del Bronce. También es muy interesante el hecho de que los huesos de las piernas de muchos de los cadáveres hallados en el yacimiento presentaran deformaciones consistentes con la actividad de cabalgar, en un momento de la historia en el que los pueblos que criaban caballos lo hacían con el fin de consumir su carne, su leche y otros productos derivados.

Pero yo voy a llamar la atención sobre un enterramiento inusual en lo que el equipo que excavó este yacimiento llama la “sala de audiencias”, una enorme nave vacía, provista de asientos corridos, una gran pira y un podio donde probablemente se sentó esta mujer en muchas ocasiones a presidir asambleas. Con el cuerpo bajo la pira, para que ardiera eternamente, y con la cabeza cerca de la superficie, mirando hacia arriba, en una zona de paso, para que todo el mundo le pisara la cara para siempre, yacía un cadáver que estaba inhumado así, sin más, sin vasija funeraria y sin más ajuar que una enorme piedra dentro de la boca. Está claro que no era el más popular de la ciudad, pero también parece pertinente inducir que la piedra en la boca era para imponerle silencio más allá de la muerte, que calle para siempre.

Cuando en casa supimos que Almudena Grandes había muerto nos invadió un pesar palpable, medible, una pena como un enterramiento de la Edad del Bronce. Y fue su muerte, y su tratamiento en el yacimiento de desafueros que es Twitter, lo que me hizo descubrir que era una escritora muy incómoda para un nutrido grupo de tuiteros que, cuando analizas sus perfiles, no dan la impresión de ser grandes lectores. Pero abundan los comentarios del tipo, y cito textualmente, “tuvo grandes éxitos en sus primeras novelas, pero luego derivó hacia contar ‘batallas’ de la guerra civil y ya empequeñeció su obra”. De modo que podría pensarse que la incomodidad la causa en la gente que considera que a quienes osan hablar del periodo en el que el franquismo se impone por la fuerza y la fase en la que se consolida el régimen, y, ya que estamos, hasta pasadita la transición, convendría enterrarlos con una piedra bien grande entre los dientes.

Pareciera que el pecado de Almudena Grandes fuera narrar la memoria de la resistencia antifascista en el interior y de la gesta del exilio republicano en la lucha contra los nazis en el exterior, pero no es eso, no, lo que no se le perdona. Almudena Grandes señala con escrupulosidad entomológica el pecado original del IBEX 35, el saqueo a la burguesía republicana por parte del golpismo franquista, la transferencia inmobiliaria, de capitales y de iniciativas empresariales a los arribistas del régimen a través de la inicua Ley de Responsabilidades Políticas que, vigente entre 1939 y 1945, siguió siendo eficaz hasta los años sesenta. Y todo ello narrado en páginas de las que cualquiera que guste de contar historias podría presumir. La amnistía de 1977 es recibida como un punto y aparte para quienes tuvieran delitos de sangre, pero en realidad es un sarcófago de hormigón para el chernóbil del expolio de la burguesía nacional-católica a la burguesía que creía posible una democracia homologable en España, un Estado respetuoso con la separación de poderes, laico, igualitario, republicano y resuelto a eliminar los vestigios tardofeudales que lastraban el desarrollo y el progreso. No pudo ser. Y punto. Si es feo venir a mentar la soga a casa del ahorcado, cuánto más lo es venir a mentarla a casa del verdugo.

Almudena Grandes osó narrar las historias que explican por qué la derecha parlamentaria española está incapacitada para la democracia, por qué puede estar eventualmente dispuesta a tachar de ilegítimo un gobierno constituido con arreglo escrupuloso a lo establecido por la Ley, por qué puede reclamarse constitucional cuando contradice cada artículo de la Constitución Española, porque en sus argumentarios “constitucional” no significa relativo a la Constitución, sino al momento constituyente, mitológico, fundacional, inspirado por el hálito divino, de la indisoluble nación española.

A la derecha que odia de forma militante la memoria de Almudena Grandes le trae sin cuidado el pueblo, qué fue de él, cuánto sufrió, cómo se echó sobre sus costillas famélicas la gran tarea de la recuperación económica de la posguerra, cómo convirtió en energía creadora el hambre y la desesperanza, la falta de vitaminas y proteínas, y devolvió a la economía a la senda del crecimiento. Eso les da igual. Lo que les ofende profundamente es que alguien venga a contar la historia del robo a mano armada, y nunca mejor dicho, de los ricos intolerantes, obcecados, tridentinos y carpetovetónicos, a los otros ricos, a los que creyeron ilusos que una España diferente podría llevar a todo el pueblo a unos niveles de bienestar muy superiores.

Almudena se fue sin concluir su programa vital, y eso sí que debe de ser terrible. Las decenas de miles de personas que yacen en las cunetas, en los páramos y en las inmediaciones de los cementerios sin que nadie se ocupe de forma decidida y sistemática de exhumar e identificar, tienen cada una una enorme piedra dentro de la boca, una piedra simbólica que les priva de relatar su historia para que sea inserta en la historia común. Almudena se había propuesto retirar esa piedra y acercar su oído a lo que quiera que tuvieran que contar para escribir los Episodios Nacionales que el silencio impuesto por los verdugos del franquismo nos han hurtado.

No ha tenido tiempo. Pero ha dejado textos inspiradores que nos obligan a continuar su misión. Hay que seguir mentando la soga en casa del verdugo.

Alicia Ramos (@lumpenprekariat) es cantautora de causas pobres y escritora. Una vez creyó haber ganado una batalla y al final era mentira. Pero lo que importa no es ganar, sino no rendirse nunca.

Fotografía de la Real Academia Española.