Ningún paso adelante; dos pasos atrás: el populismo de izquierdas como callejón sin salida

El momento populista

Al principio fue “el fin de la historia”. El colapso de la Unión Soviética y la consolidación de la hegemonía estadounidense a nivel planetario anunciaron una época posideológica y pospolítica marcada por un gran consenso de centro entre liberales y socialdemócratas, que se encargaron –a partes iguales– de camuflar sus devastadoras políticas neoliberales bajo nociones aparentemente neutras como mundialización o gobernanza. La crisis capitalista de 2008 provocó una denuncia de este escenario socio-político que podríamos denominar democracia desfigurada, como hace Nadia Urbinati, o incluso posdemocrático, por usar la expresión de Colin Crouch. Un entramado sistémico-institucional que adquiere la apariencia democrática, con procedimientos electorales, libertad de expresión y división de poderes, pero que mantiene su función real de concentrar el poder y la riqueza en manos de una reducida élite económica, garantizando la desregulación, la confusión entre lo público y privado, la subordinación a organismos y tratados supranacionales antisoberanos o la supresión de derechos sociales.

En este contexto, las medidas de austeridad tomadas por el Gobierno del PSOE priorizando el pago de la deuda (despido fácil, congelación de pensiones, privatización de servicios públicos) y sus efectos sobre la población (aumento del paro, disminución de derechos laborales y expectativas de vida) empobrecieron a la clase media y obrera y pusieron de manifiesto la crisis de reproducción social del capitalismo tardío, esto es, la fractura generacional que de forma tan instintiva expresó el Movimiento 15-M con el eslogan “Somos la generación que vivirá peor que sus padres”, convertido hoy en profecía autocumplida.

Los Indignados también trajeron consigo una renovación de la semántica política en cuanto a la protesta y emancipación social: el eje izquierda-derecha dejó paso a fórmulas de articulación colectiva como “los de abajo contra los de arriba” o “el 99% vs. el 1%”. De este modo, se inauguraba un nuevo ciclo de movilizaciones sociales, agrupaciones políticas y demandas institucionales denominado momento populista, que según palabras de Carlo Formenti consistiría en “la forma que la lucha de clases tiende a asumir en una fase histórica en la cual las identidades tradicionales han perdido consistencia y autoconciencia”[1].

Desde los últimos años se viene sugiriendo que el populismo sería, por tanto, la respuesta de las clases subalternas al capitalismo tardío y su contrarrevolución neoliberal. Como buena parte de los conceptos filosóficos y de las ciencias sociales, populismo es ya una palabra maldita o un comodín que se ha sometido a toda clase de aproximaciones teóricas con mayor o menor fortuna para explicar un conjunto de realidades empíricas muy variadas y difícilmente asimilables entre sí. Pero de entre todas las líneas de investigación sobre el tema, les debemos a Ernesto Laclau (1935-2014) y Chantal Mouffe (1943) el esfuerzo intelectual por elaborar un cuerpo doctrinal –que adquiere la forma, incluso, de brújula política– a propósito de la razón populista en general y del populismo de izquierdas en particular. Nuestra intención es evaluar críticamente las posibilidades, límites y riesgos de la estrategia populista, tomando como referencia tres problemas fundamentales que afectan a la comprensión de la sociedad, la formación de voluntades colectivas y la estrategia política.

¿Crisis o destrucción de la razón?

Ya implícitamente en su obra temprana Política e ideología en la teoría marxista (1977) y de manera categórica en el clásico, escrito junto a Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista (1985), Laclau lleva a cabo toda una declaración de intenciones: “hoy nos encontramos en un terreno claramente posmarxista”[2]. Así las cosas, para estos autores es necesario un ajuste de cuentas con la tradición socialista que –de un modo extravagantemente caricaturesco– es perfilada como “esencialista”, “determinista” y “fundamentalista”, coincidiendo por cierto con las apreciaciones de intelectuales neoliberales como Friedrich Hayek o Karl Popper.

Frente a un marxismo imaginariamente concebido como atrofiado, sería necesario introducir la contingencia total y la singularidad absoluta en cuanto forma de adaptar la teoría política a la época de los nuevos movimientos sociales. Como agudamente se ha preguntado Stathis Kouvelakis, si la cuestión se presenta en estos términos dicotómicos e incluso tramposos, “¿quién de nosotros osaría a defender una mezcla (totalmente incoherente por lo demás) de ingenuo determinismo y de creencia mesiánica sobre la misión del proletariado frente al encanto de la apertura, de la contingencia y de la pluralidad de posiciones subjetivas?”[3]. El problema, como se intuye, es que desechar el marxismo in toto falsificando sus principios y exagerando sus tendencias más “ortodoxas” es una tramposa estrategia que toma la parte por el todo y termina por tirar al niño con el agua sucia.

Una vez se ha repudiado al marxismo, Laclau está en posición de asimilar y reivindicar irreflexivamente aquellas corrientes filosóficas tan de moda en su época como son el posestructuralismo o la deconstrucción. Estas consagraron buena parte de su arsenal teórico a eso que conocemos como posmodernidad, o “lógica cultural del capitalismo tardío” –según la célebre fórmula de Fredric Jameson–, un dispositivo intelectual encargado de celebrar y fomentar las condiciones culturales y psicológicas óptimas para la conservación del neoliberalismo. Autores como Jean-François Lyotard o Michel Foucault se ocuparon de certificar la muerte de las metanarrativas que hasta entonces habrían orientado a la humanidad: concretamente, el socialismo –denunciado como un gran relato que en realidad sería un mito– fue el enemigo número uno de estos y otros pensadores, a la vez que implícitamente alzaban el rango de la democracia liberal-capitalista al de horizonte irrebasable hasta el fin de los tiempos. Desde el momento en que la sociedad dejaba de ser comprendida desde la categoría de totalidad social, para concebirse como un juego heterogéneo de relaciones inconmensurables entre individuos atomizados (pues hasta el sujeto, para ellos, había muerto), la política no pudo consistir más en la representación de unos intereses por parte de una voluntad colectiva y se asumió la inexistencia de bases racionales para criticar la explotación capitalista y proponer una alternativa éticamente más viable.

Veamos cómo se expresa el mismo Laclau a propósito de estas cuestiones: “lejos de percibir la «crisis de la razón» como un nihilismo que lleva a abandonar cualquier proyecto emancipatorio, creemos que se abren oportunidades sin precedentes para una crítica radical a todas las formas de dominación”[4]. Otras citas al respecto, siempre de Laclau: “[…] reformular los valores de la Ilustración en la dirección de renunciar a sus orígenes epistemológicos y ontológicos racionalistas”[5]; “nuestras acciones no pueden seguir siendo justificadas apelando a un tribunal externo a nosotros mismos (Historia, Doctrina, Partido)”[6]; “la historia no apela a ninguna lógica subyacente o astucia de la razón que explique el cambio social […] Innovación radical significa institución radical [es decir, ahistórica], y esto es lo que llamamos lo político”[7]; “el punto crucial es que el antagonismo es el límite de toda objetividad. Esto debe ser entendido en su sentido más literal: como la afirmación de que el antagonismo no tiene un significado objetivo”[8]. Más: “no hay sujetos históricos previos al discurso”[9]; “los sujetos son construidos en el interior del discurso”[10] y “todo sujeto se construye en el interior de una cadena significante”[11]. Entre el misticismo y la vacuidad, continúa: “Lo social existe solo como el intento vano de instituir un objeto imposible: la sociedad. La utopía es la esencia de toda comunicación y práctica social”[12]. Y, por si fuera poco, el pensador argentino se considera deudor de una tradición intelectual que tiene sus raíces en la filosofía de Nietzsche y en aquello que denomina “el inevitable fracaso de toda identidad”[13] u “objetividad como relación de poder”[14]. Por último: «el hecho de que una decisión sea, en última instancia, arbitraria, significa que la persona que toma una decisión no puede establecer un vínculo necesario con un motivo racional»[15].

Se sientan así las bases de una razón populista que, a medio camino entre el eclecticismo voluntarista y la arbitrariedad radical, es incapaz de ofrecer una explicación omnicomprensiva de las instituciones y estructuras del capitalismo global. Al mismo tiempo, obliga a la izquierda a renegar del nervio racional-ilustrado que ha animado siempre al movimiento socialista si no quiere ser acusada de dogmática. En esta perversa inversión de los valores, las palabras de György Lukács a propósito del ambiente intelectual que animó al fascismo siguen siendo de actualidad, ahora aplicadas a una filosofía política que paradójicamente no duda en denominarse de izquierdas:

Desde Schopenhauer, y sobre todo desde Nietzsche, asistimos a un proceso en que el pesimismo irracionalista va minando y destruyendo la convicción de que existe un mundo exterior objetivo y de que el conocimiento imparcial y concienzudo de este mundo puede ofrecer la solución a todos los problemas provocados por la desesperación. El conocimiento del mundo va convirtiéndose aquí, cada vez más marcadamente, en una interpretación del mundo progresivamente arbitraria. Y esta tendencia filosófica viene a realzar, naturalmente, la actitud de esas capas sociales que todo lo esperan de la “superioridad”, pues no se trata, para ellas, tampoco en la vida real, del análisis frío y sereno de las concatenaciones objetivas, sino de una interpretación de decisiones, cuya motivación permanece por fuerza ignorada. Y es fácil comprender sin necesidad de grandes razonamientos que se esconde aquí una de las fuentes psicológico-sociales de la fe en los milagros: por muy desesperada que sea la situación, ya surgirá –se piensa– un “genio ungido por la divinidad” […] que se encargue, con su “intuición creadora” de buscar la solución de todos los problemas. Como es evidente, asimismo, que cuanto más en peligro se halle la “seguridad”, cuanto más directamente se vea en juego la misma existencia individual, mayor fuerza tienen que cobrar, necesariamente, esta credulidad y esta fe milagrera[16].

La incógnita del sentido común o hacia una hegemonía sin hegemonía

La teoría populista se ha concebido como estrechamente deudora de las ideas y categorías del comunista italiano Antonio Gramsci (1891-1937), cuyo pensamiento a veces convertido en fetiche y otras totalmente desfigurado, supuestamente anima la teoría y praxis del populismo de izquierdas. En realidad, hay una resignificación tan insondable de su filosofía que a duras penas puede apreciarse filológicamente (pero también políticamente) una continuidad. Las ideas de sentido común, en tanto elemento sobre el cual movilizar a los sujetos, y de hegemonía, como operación de articulación política, pueden ilustrarnos al respecto.

En una entrevista a Íñigo Errejón en La Sexta, el político afirmaba lo siguiente a propósito de la ganadora de un conocido programa televisivo: “Le he dedicado más tiempo a estudiar a Gramsci que a Amaia, pero en realidad es lo mismo. Es entender y respetar el sentido común de tu sociedad”[17]. Más allá de lo anecdótico, estas palabras –así como otras intervenciones– revelan que la idea populista de sentido común está ya dada de antemano y, por tanto, es algo que no debe discutirse críticamente, sino movilizarse (sobre todo en clave anti-establishment). Si atendemos a las reflexiones gramscianas la cuestión es sin embargo muy diferente: el sentido común adquiere un sentido pasivo, que no permite per se conducir los humores de las clases subalternas a un objetivo emancipador: de lo que se trata, más bien, es de (re)crear un nuevo sentido común más elevado o, por decirlo en términos hegelianos, llevar a cabo una negación determinada del sentido común previo que resulte en una concepción del mundo autónoma, crítica y consciente (con capacidad, por ejemplo, de no depender en exceso de ciertas oligarquías mediáticas)[18].

En esto último pensaba Gramsci precisamente al aludir a una “reforma intelectual y moral” de las masas, que consiste en partir de las contradicciones intelectuales del pueblo y tener en cuenta –siempre parcialmente– ese sentido común para expresar una cosmovisión superior y, con ella, un nuevo sujeto colectivo y hegemónico que al tomar conciencia de sí abre y fomenta el spirito di scissione. Recordemos el siguiente pasaje: “Una filosofía de la praxis no puede evitar presentarse inicialmente con una actitud polémica, en cuanto superación de un modo de pensar preexistente. Es decir, como crítica del «sentido común» […]”[19]. No se trata de adaptarse al sentido común ya dado sino de superarlo en una conciencia del mundo superior y revolucionaria que permita al “pueblo” dejar de ser subalterno. De ahí el interés de Gramsci en exigirse “elevar intelectualmente a los mayores estratos populares posibles” y “dar personalidad al amorfo elemento de masa”[20].

Frente a la adaptación a lo dado y la demagogia, que solo puede producir más desconcierto y cinismo político en un contexto de atomización social neoliberal, conviene insistir en la necesidad de desarrollar una “voluntad colectiva” que se atreva a transformar –política y pedagógicamente– a las “masas trabajadoras desorganizadas, dispersas y pulverizadas en el pueblo indistinto” para devenir un bloque social nacional-popular.

La noción de hegemonía es uno de los temas centrales de las reflexiones de Ernesto Laclau y Chantal Mouffe desde los inicios de su colaboración intelectual. Desvinculada de su matriz leninista y gramsciana, adquiere la forma de un dispositivo apolítico cargado de rasgos idealistas. Como hemos visto más arriba, la teoría populista renuncia a abarcar y comprender racionalmente la sociedad a través de determinadas posiciones de clase ya que –se cree– el orden social carece de fundamento, de modo que tanto los discursos como los hechos adquieren eficacia exclusivamente en el momento de su enunciación. De este modo, la realidad socio-política queda reducida a mera “coyuntura” –siempre “abierta y singular”– y al libre juego de los “significantes vacíos”, haciendo que el “discurso” aparezca investido de habilidades taumatúrgicas al margen de la comprensión de momentos históricos concretos, la relación de fuerzas sociales o un programa político capaz de condensar una visión del mundo coherente y determinada.

Al populismo le basta con elaborar un lenguaje capaz de contener elementos protouniversalistas (pueblo, nosotros, los de abajo), y sin embargo, como señala Pasquale Voza a propósito del concepto gramsciano de hegemonía, debería tratarse más bien de “la activación procesual del «espíritu de escisión», entendido por el mismo Gramsci como «la progresiva adquisición de la propia personalidad histórica»”[21]. Para la teoría populista, este es un punto ciego, ya que lo confía todo a un líder carismático que funciona a modo de pantalla unificadora donde proyectar las diferentes pasiones tristes (enfado, resentimiento, indignación), una situación alienante –por usar una categoría clásica– que no tiene a priori un sentido progresivo.

A propósito de la lógica hegemónica, Laclau y Mouffe sostienen que se basa en el “carácter abierto e incompleto de toda identidad social [que] permite su articulación a diferentes formaciones histórico-discursivas” y, además, afirman que “la identidad de la misma fuerza articulante se constituye en el campo general de la discursividad”[22]. También en un libro de Íñigo Errejón y Chantal Mouffe leemos unas reflexiones a propósito de la hegemonía como “tipo de poder político que se caracteriza no por la imposición o contraposición formal de ideas, sino por la capacidad de rearticular temas y demandas de otros sectores integrándolas en un discurso nuevo que les da un significado diferente”[23]. Si la referencia, como siempre han afirmado, es Gramsci, estamos ante una verdad a medias. Para el comunista italiano la hegemonía consiste en un dispositivo intersubjetivo dotado de una densidad materialista (no en vano alude a las relaciones de producción económica, las de tipo político y las fuerzas militares) que no es reducible al ámbito discursivo-simbólico desde el momento en que “si la hegemonía es ético-política, no puede no ser también económica, no puede no tener su fundamento en la función rectora que el grupo dirigente ejercita en el núcleo decisivo de la actividad económica”[24]. Sin atender al plano material y económico, en sentido amplio, la hegemonía de la teoría populista se reduce a mera retórica o ingeniería social, acaso eficaz para reunir velozmente consenso electoral pero incapaz de construir un bloque social contrahegemónico con capacidad de farsi Stato.

Camino a ninguna parte

Si tenemos en cuenta cómo la teoría populista comparte –lo quiera o no– buena parte de sus principios con la razón neoliberal (fobia al Estado, atomización social, antihistoricismo, relativismo epistemológico, lógica de la demanda y fetichización de la sociedad civil como lugar de la emancipación, entre otros) parece legítimo preguntarse por las consecuencias prácticas de estas afinidades electivas. En un momento de transición e incertidumbre como el de la actual reestructuración capitalista, existen dos salidas posibles para la «hipótesis populista»: la revolución pasiva o la intrascendencia política.

La idea de revolución pasiva o “revolución sin revolución” alude a los momentos de crisis y rupturas de hegemonía, como sucedió con la crisis de legitimidad del sistema bipartidista español en el año 2011. En estas situaciones, un movimiento populista puede adquirir la capacidad de maniobra necesaria para formular una oferta política transgresora canalizando algunas demandas populares –las menos radicales– y acoplándolas en tendencias renovadoras del régimen político existente aparentemente decisivas (prometiendo “al pueblo” inclusión y cambios radicales) sin que se produzca, en realidad, una ruptura con el sistema político vigente, sino la mera inclusión de nuevas élites políticas en el mismo. Esta es la vía de un “populismo de izquierdas” que ha renunciado a disputar el control de la producción material, las condiciones de reproducción social e incluso la distribución de la riqueza, por lo que merecería la pena abrir un debate sobre cómo la estrategia populista, en su versión “de izquierdas”, es un mero dispositivo de renovación de la socialdemocracia adaptada a los tiempos post-2008.

La otra hipótesis que sugerimos tiene que ver con la subalternidad del populismo de izquierdas respecto a los partidos socialdemócratas tradicionales. Incapaz de articular una visión del mundo propia, definida y sugestiva, la retórica de los “significantes vacíos” termina por ser neutralizada y asimilada –transformismo mediante– a manos de la socialdemocracia, a quien previamente se le ha entregado todas las armas teóricas y afectivas en nombre de una desmesurada y espuria “alerta antifascista” que, como todo, también tiene su fecha de caducidad. En fin, el populismo de izquierdas como mera función simbólico-compensativa al servicio del mal menor. Por estas razones, cada vez se hace más urgente un cambio de rumbo y orientación en sentido socialista que evite el amargo desenlace de una disyuntiva nefasta: irrelevancia política o neoliberalismo progresista.

Alejandro Sánchez Berrocal (@asanchezbe) es investigador FPU en el Instituto de Filosofía del CSIC y doctorando en Filosofía por la UNED con una tesis sobre el populismo de izquierdas en España.

Notas

[1] Carlo Formenti, Il socialismo è morto, viva il socialismo! Dalla disfatta della sinistra al momento populista,  Milán: Meltemi, 2019.

[2] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid: Siglo XXI, 2001, p. 28.

[3] Stathis Kouvelakis, Contra la razón populista. La vía muerta de Ernesto Laclau, 2019. Acceso digital: https://vientosur.info/spip.php?article14995 (última consulta: 12/09/2019).

[4] Ernesto Laclau, New Reflections on The Revolution of Our Time. Londres: Verso, 1990, pp. 3-4.

[5] Ibid., p. 83.

[6] Ibid., p. xiv.

[7] Ernesto Laclau, The Making of Political Identities. Londres: Verso, 1994, p. 4.

[8] Ernesto Laclau, New Reflections on The Revolution of Our Time. Londres: Verso, 1990, p. 17.

[9] Ernesto Laclau, «Tesis acerca de la forma hegemónica de la política». En Labastida Martín del Campo, Julio (coord.). Hegemonía y alternativas políticas en América Latina, 1998, p. 23.

[10] Ibid., p. 41.

[11] Idem.

[12] Laclau, New Reflections on The Revolution of Our Time, p. 92.

[13] Laclau, The Making of Political Identities, p. 32.

[14] Laclau, New Reflections on The Revolution of Our Time, p. 31.

[15] Idem.

[16] György Lukács, El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler. Barcelona: Grijalbo, 1976, p. 70.

[17] Íñigo Errejón: «OT nos dice algo de hacia dónde quiere ir nuestro país», 2018. Acceso digital: http://vertele.eldiario.es/noticias/Errejon-Salvados-OT-dice-quiere_0_1995400444.html (último acceso: 12/09/2019).

[18] Gramsci habla del sentido común como “filosofía ingenua del pueblo” y “concepto equívoco, contradictorio, multiforme, y referirse al sentido común como prueba de verdad es un sinsentido” (Gramsci, Antonio, Quaderni del carcere. Turín: Einaudi, 2014, pp. 1399-1400). En un libro colectivo de reciente publicación, Manuel Anselmi ha señalado cuál es el error interpretativo fundamental de Laclau respecto a Gramsci en este sentido: “desde la perspectiva de Laclau, el pueblo del populismo se rige por un sentido común ya dado que está como base del consenso político […] [En el populismo] el sentido común permanece invariable, incluso inalterado, y permite solamente una identificación o base cívica común. Al contrario, en Gramsci el concepto de sentido común en la acción revolucionaria no debe mantener esa acepción pasiva, porque no es el sentido común ya dado el que permite una transformación en sentido progresivo y socialista, sino más bien la intervención por parte de la vanguardia, de los intelectuales revolucionarios, del partido, sobre ese sentido común dado, con la finalidad de alcanzar un nuevo sentido común revolucionario” (Anselmi, Manuel, “Gramsci nel dibattito sul populismo contemporáneo”, en: Guido Liguori (ed.), Gramsci e il populismo, Milán: Unicopli e International Gramsci Society-Italia, 2019, pp. 110-111.

[19] Antonio Gramsci, Quaderni del carcere. Turín: Einaudi, 2014, p. 1080.

[20] Véase Alberto Burgio, Gramsci. Il sistema in movimento. Roma: DeriveApprodi, 2014.

[21] Pasquale Voza, “Del Popolo-Nazione al Populismo”, en Liguori (ed.). Gramsci e il populismo, p. 93.

[22] Ernesto Laclau y Chantal Mouffe, Hegemonía y estrategia socialista, Madrid: Siglo XXI, 2001, p. 155.

[23] Íñigo Errejón y Chantal Mouffe, Construir pueblo. Hegemonía y radicalización de la democracia. Barcelona: Icaria, 2015, p. 141.

[24] Antonio Gramsci, Quaderni del carcere. Turín: Einaudi, 2014, p. 1591.

Fotografía de Álvaro Minguito.