Nociones básicas de epidemiología para saber que no sabemos (casi) nada sobre la pandemia del COVID-19

La epidemiología, ciencia que tiene más relación con las matemáticas que con la medicina o la biología, nació con John Snow (no el de Juego de Tronos). Este médico inglés, aficionado a los mapas, fue el primero que, utilizando un plano de Londres, correlacionó la epidemia de cólera que afectó a la ciudad en 1853 con el origen del contagio, una bomba de agua situada en el epicentro de aparición de los casos de cólera. Bastó con clausurar esa fuente pública para que la epidemia remitiese.

Sin embargo las cosas no son tan sencillas y las variables que inciden sobre la propagación de una enfermedad infecciosa son tan altas que hace que las predicciones sobre la evolución de una pandemia tengan un gran componente estocástico (la estocasticidad es el grado de incertidumbre que tenemos en las predicciones debido al azar). Para entendernos, es como si tirásemos 20 veces una pelota desde la cumbre de una montaña, dejándola rodar. Es muy difícil que caiga dos veces en el mismo sitio. Cualquier pequeña piedra que haya en el trayecto, vegetación, brisa, etc., va a generar pequeñas modificaciones en la trayectoria que se irán multiplicando por el camino. A pesar de eso siempre hay algunas variables que influyen más que otras. Aquí vamos a exponer algunas que nos pueden servir para entender el desarrollo que ha tenido y que tendrá la actual pandemia de coronavirus.

  1. El agente infeccioso.

Los coronavirus siempre han estado pululando por nuestro alrededor. De hecho se estima que entre el 10 y el 20 % de los resfriados comunes están provocados por coronavirus. Esto hace más complicado su detección. Nota: habrá que saber si las pruebas de detección de anticuerpos utilizadas en el diagnóstico rápido del Covid-19 pueden dar falsos positivos por reacción cruzada con los anticuerpos producidos por otros coronavirus menos virulentos.

Otra cosa interesante de los coronavirus es que su estructura externa (formada por glicoproteínas y lípidos) es sensible al calor, detergentes, disolventes orgánicos (como el etanol) y desinfectantes (como la lejía), lo que lo hace más vulnerable cuando está fuera de su hospedador.

Por último, está la alta capacidad de mutación de los virus, dificultando aún más las previsiones de infectividad y morbilidad. En general los virus nuevos tienden a mutar a cepas menos letales pero con mayor capacidad de propagación. Esto se realiza por mecanismos de selección natural, ya que si el virus mata rápidamente a su hospedador, el difunto dejará de ser un vector de propagación. Así que tendrán más posibilidades de expandirse aquellos virus que dejen vivos a sus víctimas, explotándolas como fábricas productoras de partículas víricas sin que su hospedador apenas se dé cuenta. Algo así como la conversión del esclavista a empresario capitalista (por utilizar un símil…). Hasta ahora no parece que el COVID-19 haya mutado significativamente como para variar su letalidad, pero eso puede pasar en cualquier momento.

  1. Reservorios.

El coronavirus se multiplica entre la población de animales salvajes, fundamentalmente mamíferos, como la jineta, el tejón, los murciélagos o el pangolín (no busquéis en la fauna ibérica, que no lo tenemos). La presión que estamos ejerciendo sobre la fauna silvestre hace que el salto de virus de animal no humano a humano sea frecuente (zoonosis). Un vector habitual de virus son las aves (gripe) y los murciélagos (rabia), posiblemente porque tienen la manía de volar y su capacidad de dispersión es mayor que la de un pangolín, por ejemplo.

  1. Vía de propagación.

Este virus se transmite básicamente por vía aérea y por fómites (material inanimado, como mesas, asideros de puertas, etc.). Los virus no viajan libres por el aire, sino en aerosoles o en gotas de Pflügge (las mismas que soltamos al toser o al intentar pronunciar “Pflügge”). La distancia a la que llegan estas gotas no es muy alta, y además depende del tamaño de la gota (a mayor tamaño, menor distancia). No hay evidencia de que este virus se contagie por la ingestión de alimento o agua, aunque se han detectado partículas del virus en heces de enfermos.

  1. Periodo de incubación.

A mayor tiempo de incubación, más peligroso es el virus, porque es más difícil hacer una correlación entre infectado y fuente. Otro problema inherente de este virus es su capacidad infectiva aun cuando los infectados están en periodo de incubación (cinco días de media).

  1. Susceptibilidad del hospedador.

Aunque puede infectar a toda la población en general, el coronavirus ha mostrado muy baja virulencia en jóvenes, siendo más peligroso en mayores de 60 años y personas con patologías previas. Llama la atención su virulencia en personas hipertensas. En algo puede influir el hecho de que el virus, para entrar en las células del hospedador utiliza como molécula diana la enzima convertidora de angiotensina 2 (ECA-2). Esa es la misma enzima que regula la formación de angiotensina 2, la hormona implicada en la constricción de los vasos sanguíneos (y, por tanto, generadora de hipertensión), convirtiéndola en angiotensina 1-7 (vasodilatador). Se ha sugerido que las personas hipertensas sobreexpresan la ECA-2, lo que permitiría al virus más puntos de entrada en la célula.

  1. Medidas de contención.

Actualmente no existe un medicamento específico contra el virus. Un ibuprofeno o un paracetamol van a bajar la fiebre pero no van a evitar el curso de la enfermedad ni elimina la capacidad de contagio.

Las barreras físicas, como las mascarillas o el aislamiento son efectivas si se cumplen los protocolos. Cualquier mascarilla tiene cierto grado de protección aunque unas más que otras. En general sirven más para evitar que un infectado contagie a los demás que para evitar ser contagiado. El uso de mascarilla es algo muy extendido en Japón, donde las utilizan al primer estornudo. Esa cultura de la prevención ahorra una gran cantidad de dinero en sanidad y permite la propagación más lenta de las enfermedades de transmisión aérea. Quizás sea la razón de la baja incidencia del coronavirus en Japón. En el futuro deberíamos tener por norma el uso habitual de mascarillas, sobre todo en los transportes públicos y sitios cerrados con afluencia de público.

En el caso de los virus, la vacunación es la medida profiláctica más efectiva. Lo peligroso de este virus no es tanto su virulencia, sino la inexistencia de una vacuna. Para que una vacuna funcione no hace falta que esté el 100 % de la población inmunizada. Aunque el porcentaje sea pequeño, las personas inmunizadas hacen de cortafuegos y ralentizan la dispersión del virus. Por suerte el tiempo necesario desde la detección de los antígenos inmunogénicos hasta la comercialización y distribución de una vacuna se ha reducido desde los aproximadamente 15 años que se tardaba antes a dos o menos años. Ello se debe al espectacular salto que ha dado la biología molecular y el uso de la bioinformática. La técnica, denominada “vacunología inversa” consiste resumidamente en secuenciar el genoma del virus para luego conocer, mediante bioinformática, las proteínas que puede codificar. A partir de ahí se seleccionan los antígenos más idóneos para fabricar una vacuna. Una vez llegado hasta aquí hay dos vías: la que han realizado los chinos es la de insertar esos genes en una célula (generalmente una bacteria) para que fabrique en masa esa molécula. Una vez purificada se puede utilizar como inmunógeno. La técnica que parecen estar utilizando los norteamericanos es más novedosa, y consiste en fabricar una secuencia de ARN mensajero que se inyectaría directamente en los individuos. Las células de los propios individuos inmunizados serían las que fabricasen la vacuna por el proceso denominado “traducción” (producción de proteínas a partir de ARN mensajero). El uso de ARN mensajero como vacuna parece ser más seguro que las vacunas de ADN, cuyo peligro potencial era que esos genes se insertaran en el genoma de la persona vacunada o que recombinase con otros virus. La vacunación es una medida profiláctica que se podría usar para evitar el contagio de personas sanas, pero no curaría a las ya enfermas.

También está en fase de experimentación clínica el uso de medicamentos inmunomoduladores, como la cloroquina, que se utiliza en otras dolencias. El virus, en los casos más graves, induce una acción masiva de citoquinas (moléculas relacionadas con el sistema inmunitario) que generan un proceso inflamatorio severo en los pulmones, efecto que evitaría estos fármacos.

Por último también se está probando el uso de la inmunización pasiva, algo que también se ha utilizado para curar el ébola. Consiste en extraer anticuerpos contra el coronavirus de una persona infectada y ya curada, e inyectárselo a una persona enferma. También se pueden obtener a partir de cultivos celulares, pero su fabricación requiere mayor tiempo de investigación. Esta inmunización tiene un periodo de protección muy corto y solo serviría para evitar la muerte en los casos graves.

Una vez que tenemos una epidemia en ciernes hay que tener en cuenta varios conceptos que van a determinar su evolución:

  1. Dosis infectiva.

Número de microorganismos necesarios para producir una infección. Los virus precisan dosis muy pequeñas para desarrollar la enfermedad.

  1. Transmisibilidad.

Es la capacidad del agente para propagarse de un huésped a otro causando enfermedad.  Depende de la frecuencia de contactos entre personas. Los valores iniciales que se disponen muestran que el COVID-19 tiene un número básico de reproducción (R0) en torno a 2,5 (una persona enferma contagia de media a 2-3 personas), mientras que la gripe tiene una R0 aproximada de 1,5. Conforme avanza la epidemia la transmisibilidad se reduce, porque cada vez hay menos personas sanas no contagiadas a las que infectar. En la transmisibilidad influyen de manera notable las políticas de confinamiento y de barreras a la transmisión del virus (como por ejemplo, el uso de mascarillas). Esta es la parte donde más incidencia pueden tener las decisiones políticas que se tomen a corto plazo.

  1. Patogenicidad y virulencia.

Capacidad para producir enfermedad y gravedad de la enfermedad, respectivamente.  En el caso del coronavirus no es muy virulento, pero su alta capacidad infectiva y transmisibilidad hacen que en valores absolutos aumente su incidencia, y con ella los casos graves.

  1. Incidencia

Es el número de nuevos infectados por número de habitantes en un periodo determinado. Tenemos un problema con esta epidemia: no sabemos su incidencia real, porque no se diagnostica a todas las personas, y muchas de ellas son asintomáticos. Para tener una idea habría que hacer varios cientos de test al azar distribuidos entre la geografía española y los distintos grupos de edad y sexo. Sin embargo, los pocos test que se realizan se están realizando sobre personas que presentan síntomas. A partir de este desconocimiento, las previsiones sobre la evolución del virus se hacen complicadas.

  1. Prevalencia

Es el número de casos activos (tanto nuevos como los que siguen estando enfermos) por número de habitantes en un tiempo determinado. Es fácil de calcular conociendo el tiempo medio de curación de la enfermedad. La prevalencia se obtiene multiplicando la incidencia por el número de días que dura la enfermedad. En el caso del coronavirus el tiempo medio de duración de la enfermedad está sobre los 15 días.

  1. Letalidad

Se calcula sobre la incidencia, por lo que volvemos a tener el problema de no saber la mortalidad real del virus. Por ello cuando intentamos calcular el porcentaje de mortalidad entre los distintos países nos salen datos tan dispares. Cuantos más diagnósticos se realizan sobre la población general, más fácilmente afloran los casos asintomáticos, con lo que el porcentaje de mortalidad se acerca más a la realidad. En algunos países el diagnóstico solo se realiza sobre personas con ingreso hospitalario, lo que hace subir artificialmente el porcentaje de mortalidad.

Para comparar la mortalidad entre países lo mejor es utilizar la mortalidad por millón de habitantes. Si hacemos eso veremos que Italia y España son los países con mayor mortalidad con diferencia (al día de hoy). A pesar de ser más fiable esta comparativa, tampoco está exenta de error. Hay que recordar que no es posible comparar datos tomados con distintos criterios. Por ejemplo, en algunos países han muerto personas por coronavirus que han sido diagnosticadas oficialmente como neumonía, por lo que la letalidad del virus queda enmascarada; en otros no se incluyen aquellas personas que han fallecido en residencias o las fallecidas con patologías previas graves. Comparar la letalidad cuando no se utilizan los mismos criterios es inútil, y solo sirve para generar alarma o tranquilizar, sin ninguna base real, o para ser utilizado como arma arrojadiza entre distintas posiciones ante la crisis. En resumen: si no estás seguro de que se puede comparar, no compares.

  1. Inmunogenicidad.

Capacidad del patógeno para producir anticuerpos que den protección frente a nuevas infecciones. Parece que este coronavirus genera inmunogenicidad en las personas curadas, aunque no se sabe la duración de dicha protección.

Un problema que tienen ahora en China es, curiosamente, el éxito que han tenido en contener el virus, ya que han conseguido mantener el virus con una baja incidencia, pero eso también ha impedido que la mayor parte de la población quede inmunizada. Así que ahora el peligro es que penetre el virus desde otros países, ya que el número de inmunizados de forma natural es tan bajo que no permite su función de barrera contra la expansión del virus.

Con estos mimbres tenemos lo básico para intentar gestionar una epidemia. Sin embargo, los acontecimientos han ido mucho más rápido que la capacidad de dar una respuesta planificada y con la antelación que demandaba la circunstancia. En tres meses se ha tenido que conocer lo básico de un virus desconocido: su transmisibilidad, tiempo de incubación, virulencia, letalidad, incidencia por edad, capacidad de mutar, reservorios, agentes químicos que lo inactivan, medicamentos que lo controlan, antígenos idóneos para fabricar una vacuna, etc. Todavía no sabemos si se va a comportar como un virus estacional y su incidencia va a disminuir con la llegada del verano. A todo esto hay que añadir las variables sociales y económicas inherentes a las múltiples posibilidades de actuación, intentando no matar moscas a cañonazos, pero sin quedarse corto con políticas de contención poco eficaces y dañinas a largo plazo. Todo esto ha hecho que la respuesta mundial frente a la pandemia no haya sido todo lo rápida que se hubiese deseado (una vez que conocemos sus consecuencias).

Por ejemplo, esta pandemia se ha comparado muchas veces con la gripe, una pandemia silenciosa que, sin embargo, en España produjo el año pasado más de 500.000 infectados y 6.000 muertes, mientras que hace dos años produjo 800.000 infectados y 15.000 muertes. La letalidad de este coronavirus parecía semejante a la de la gripe, ya que las primeras impresiones fueron que el 4 % de mortalidad detectado en China se iba a quedar en el 0,7 % en Europa. Sin embargo, la letalidad y transmisibilidad del COVID-19 se han mostrado mayores que la gripe, generando un efecto sinérgico entre ambos factores que ha supuesto un incremento exponencial del daño producido por este coronavirus respecto al que produce la gripe.

Por otra parte hay que señalar que ya teníamos experiencia de pandemias que se habían controlado, e incluso que se habían quedado en una “anécdota”, como pasó con la Gripe A (2009). Con la gripe A los gobiernos se gastaron ingentes cantidades de dinero en antivirales y en una nueva vacuna que al final no se usaron porque la virulencia del virus mutó y se asemejó a una gripe común. En aquella época surgieron muchas voces críticas denunciando el derroche de dinero destinado a una falsa pandemia generada por los medios de comunicación y las empresas farmacéuticas. Quizás parte de la parálisis inicial de los gobiernos con el coronavirus esté relacionado con esta experiencia.

En estos días proliferan los sabios a posteriori, pero los conocimientos biomédicos y epidemiológicos no lo determinan los nigromantes ni las pitonisas, sino los datos de los que se dispone en cada momento, y que van cambiando a veces por días, otras por hora. El acierto político no se debe medir en la capacidad de predicción astral, sino en la capacidad de cambiar y dar respuesta inmediata a los datos que va aportando la ciencia, poniendo el interés general por encima de los dictados de las élites económicas.

Eva García Sempere (@EvaGSempere) es coordinadora del Área de medio ambiente de Izquierda Unida.

Salvador Arijo Andrade (SalvArijo) es profesor de microbiología de la Unidad de Málaga.

Fotografía de Álvaro Minguito.