Palmo a palmo, emancipación e ideología del cuerpo

Gracias al teletrabajo puedo ir a currar sin tener que pisar las calles. Cada mañana, una vez sentado frente al ordenador doméstico y conectado al escritorio remoto que me une a aquella computadora que dejé abandonada en el trabajo, se me aparece la misma visión: en un despacho oscuro y vacío, una solitaria pantalla proyectará el movimiento del cursor, el abrir y cerrar de archivos y páginas web. Nadie habrá frente aquel ordenador tenaz, pero, incluso sin cuerpo que le acompañe, enviará los correos electrónicos que le ordene.

Aquel ordenador no será consciente de su soledad, ni siquiera de la presencia distante que lo maneja. Sin embargo, mi cuerpo sí lo es del espacio que ocupo y de la distancia que he salvado gracias a la conexión remota entre dos computadores. Un cuerpo en casa, el ordenador en la oficina y el trabajo que simultanea el hogar y el despacho.

Cada mañana, cuando se unen esa visión y esta reflexión, caigo y recaigo en la carnalidad de mi cuerpo. No es el único momento del día en que me ocurre.

El comienzo de Alicia en el país de las maravillas es una buena alegoría de esta caída. Lewis Carroll nos trasmite el tedio, que al final del libro sabremos que también es sopor, en el que Alicia se encuentra momentos antes de que se le aparezca el apresurado conejo blanco al que perseguirá hasta precipitarse en el largo túnel de la madriguera. Por aburrimiento también, caigo y recaigo en la madriguera que es la carnalidad de mi cuerpo.

“El aburrimiento es el tiempo estancado en el cuerpo” escribe Santiago Alba Rico y, continúa, “es por eso la cosa más banal y más seria del mundo”. No le podemos negar oportunidad e idoneidad al aburrimiento, por reconocernos que somos en nuestro cuerpo, por su presencia ensimismada, ocupando un espacio, sin velocidad, ni rumbo, ni atención. Ese estancamiento del tiempo en el remanso del cuerpo pudiera ser el que deseaba Marisa Madieri: “Quisiera un tiempo que no pasa, la hora de la ‘persuasión’, porque sé que no me espera nada más hermoso que el presente que vivo”.

Cuenta John Cage que en una ocasión se encerró en una cámara anecoica para escuchar el silencio; sin embargo, se encontró con el sonido de su cuerpo. Al salir, confesó al ingeniero de sonido que esperaba afuera que en el interior de la cámara escuchaba un sonido agudo y otro grave. A lo que este contestó que el sonido agudo era su sistema nervioso y el grave, su sistema circulatorio.

Extrañas formas de manifestarnos en nuestro cuerpo, por aburrimiento y a través del silencio. Ahora bien, ¿cuál es el significado y el valor de esa carne en la que descubrimos que somos? “Hay momentos, y uno de ellos es este que me oprime ahora, en que me siento más a mí mismo que a las cosas externas”, escribe Fernando Pessoa en El libro del desasosiego para desvelarnos una opresión en ese sentirnos que excluye lo exterior. Sentirnos en nuestro cuerpo puede significar el comienzo de una emancipación o, lo que es lo mismo, darnos cuenta de una opresión.

Se trata de la emancipación más realista y humilde de todas las posibles. Reconocernos en el cuerpo, sin necesitad del espejo o la cámara narcisista, ni de las agujetas deportistas, ni de la resaca etílica, ni de los ardores estomacales. El aburrimiento y el silencio nos emancipan en el espacio primordial: el del cuerpo y su carne.

Es fácil olvidarse del cuerpo, Alba Rico en Ser o no ser (un cuerpo) nos describe un magma social, cultural, político y económico que nos inunda en ese olvido. Él no habla de olvido. A mí, sin embargo, me parece preciso aludir a la pérdida en la memoria del cuerpo en el que nacimos. En esa primera etapa del desarrollo cognitivo que Jean Piaget llamó sensorial-motora y que abarcaría desde que nacemos hasta los dos años, somos todo y exclusivamente cuerpo, hasta el punto de que no podemos diferenciarnos del entorno, como si todo fuera nuestro cuerpo o nosotros en el cuerpo lo fuéramos todo. Parece una tendencia, que, conforme crecemos, vayamos diferenciándonos del entorno y, llegado un momento, nos volvamos otra vez entorno, pero, en esta ocasión, olvidándonos de nuestro cuerpo.

Wislawa Szymborska dedica un poema a la cebolla, aludiendo al porqué los que no somos cebolla, nos olvidamos del cuerpo. La cebolla es solo cebolla, es cebolla cebolla de verdad, / hasta el colmo de la cebollosidad. /Por fuera cebolluda, cebollina hasta la médula, podría escrutar su interior/la cebolla sin temor. Nosotros estamos condenados a ser muchas cosas contradictorias, caóticas e incomprensibles. La cebolla no podría olvidarse de su cuerpo, porque es solo su cuerpo idéntico, capa tras capa. Nosotros lo olvidamos porque se puede disolver en la mano que da un puñetazo, en los labios que besan, en los ojos que lloran, en la boca que sonríe o en la cabeza que piensa.

Esta sinécdoque de la carne en la que la parte o miembro colapsa el significado del todo corporal es una de las formas de olvidar el cuerpo, pero no es la única. De entre todas ellas las que más me interesan son las que a través del ingenio de la palabra transforman el cuerpo. Con las metáforas se puede dejar de ser cuerpo, pero lo que resulta atractivo y tentador, puede resultar peligroso, incluso sin tener aviesas intenciones.

Al aterrizar en el cuerpo y asumir su naturalidad, lo primero que sorprende es lo repleto de vida que está. De hecho, podríamos decir que el cuerpo es la vida, sin que corramos el riesgo de obviar algo fundamental. Esta vida que a veces crece y se expande y a veces disminuye y mengua, pero que nunca desaparece hasta llegado el día en el que se desvanece definitivamente, es la que se enjaula a través de ciertas metáforas de las que hay que emanciparse. Vaya por delante que hay metáforas que liberan, el cuerpo a veces es una de ellas. Pensemos en esa enorme masa de carne, metal y madera, sonido y silencio, que es una orquesta y concibámosla como un cuerpo y una máquina. Ni el papel que interpretan los instrumentistas, ni su director son los mismos, ni el sonido y el silencio que percibimos son iguales de percibir la orquesta como un cuerpo o una máquina. Porque nunca será lo mismo escuchar latir un corazón que rugir un motor, ni mucho menos escuchar el silencio que deja un corazón detenido que el que deja un microondas al terminar de calentar la leche.

Aunque no es la única que logra privar de vida al cuerpo, la máquina es una metáfora tan pertinaz en dicho afán que bien merece ser desmontada. No conozco otro filósofo como Friedrich Nietzsche, tan preocupado por la vitalidad y los peligros que le acechan en la actividad intelectual. Algunas de sus reflexiones pretenden derribar aquellos nichos en los que se sepulta una vida que de otra manera sería libre. En Sobre la verdad y mentira en sentido extramoral escribe: “La ciencia trabaja inconteniblemente en ese gran columbario de los conceptos, necrópolis de las intuiciones”.

Efectivamente, la ciencia puede enterrar ideas e inspiraciones inabarcables en sus conceptos y reconocerlo no niega ni sus avances, ni sus beneficios. “Con el desarrollo de la ciencia y de la tecnología lo que se produjo es el rechazo de la esfera propiamente corporal de la condición humana”, afirma David Le Breton. Este rechazo se efectúo reduciendo el cuerpo a una versión del mecanicismo en la que se integraban funciones y procesos en una increíble máquina humana en la que huesos y órganos parecían piezas intercambiables y reparables. Sería injusto negar que una aproximación mecanicista al cuerpo humano pueda haber resultado útil, pero tampoco neguemos que concebirnos como máquinas más allá del entorno técnico de la medicina altera nuestra forma natural de entendernos. No me preocupa, en esta ocasión, la imagen que el personal sanitario tenga de nuestros cuerpos, me preocupan las formas en que nos levantamos y acostamos como quien pretende encender o apagar una máquina, creer que añadimos combustible al cuerpo cuando nos alimentamos, desear conectarnos a la red como si fuéramos un cable de teléfono o querer cambiar de ideas como quien actualiza un software. Son todas ellas ideas cotidianas consecuencia de un desbordamiento de la ciencia y su visión del cuerpo, pero distorsionan nuestra forma de estar en el cuerpo. Pueden parecer inocentes, pero si analizamos atentamente muchos de los mensajes que nos traslada la industria farmacéutica a través de la publicidad, nos damos cuenta de que la forma en que promocionan sus productos vitamínicos, por ejemplo, aunque aluden a una presunta aportación de vitalidad, acuden a todo un imaginario apoyado en el incremento de la productividad o la energía como si el cuerpo fuera más una cadena de montaje que un ser vivo. Si una industria tan inteligente como la publicitaria no disimula el imaginario mecanicista del cuerpo es porque es consciente de que al expresarlo conectamos con él, lo compartimos, nos resulta creíble y satisface nuestros anhelos.

Que pretendamos incrementar la productividad de nuestro cuerpo, antes que liberarlo, apoyarlo o comprender sus cansancios, sí me preocupa. Por ello, creo que volver al cuerpo es un acto de emancipación, algo más realista y humilde que la falsa omnipotencia que nos quieren ofrecer a través de suplementos destinados a complementar algo como el cuerpo que no es que esté incompleto, sino cansado. El cansancio no es lo opuesto a la vitalidad, sino un síntoma de malestar, se puede erradicar el cansancio sin que nos sintamos más vivos. De hecho, no todos los cansancios son iguales. En un libro escrito en Linares por Peter Handke, Ensayo sobre el cansancio, se distinguen los cansancios de los trabajadores manuales y los de aquellos que cuidan las máquinas automáticas, de los primeros escribe: “Tengo imágenes conmovedoras”; de los segundos: “No tengo (aún) ninguna”. Y es que hay cansancios y cansancios, pero todos ellos tienen su valor; Handke escribe: “La inspiración del cansancio dice menos lo que hay que hacer que lo que hay que dejar”. El cansancio está lleno de una vitalidad preventiva.

Ni el cansancio resta vitalidad al cuerpo, ni unas recetas farmacéuticas se la añaden; sin embargo, algunas metáforas pueden amortajarlo. Junto a la metáfora de la máquina, que amortaja por omisión omitiendo la vida, se puede amortajar por exposición o desvelo. La mortaja expositiva se decanta por dos expresiones metafóricas: la cartográfica y la de la magnitud. La primera, dispone del cuerpo como si de un espacio transitable y conquistable se tratara; la segunda, transforma el cuerpo en dato.

Bien sabido es que la anatomía se ha inspirado en las disciplinas de estudio del espacio. No en vano una obra anatómica sensacional como Sobre el edificio del cuerpo humano (1543) de Andres Vesalio alude al cuerpo humano como un edificio. Además, forma parte de un movimiento anatómico y médico que defendió las disecciones corporales como método de descubrimiento morfológico. Tampoco es casual que el Renacimiento supusiera a un mismo tiempo el triunfo de un lenguaje cartográfico y una nueva exposición del cuerpo humano diseccionado. Esta analogía se mantendrá durante el Barroco, usándose incluso para la presentación de obras anatómicas. Existe una edición alemana de las Tablas Anatómicas (1683) de Giulio Casserio en la que el frontispicio muestra en un primer plano un cuerpo humano diseccionado en un theatrum de anatomía y, en un segundo plano, una estantería en cuya balda superior un globo terrestre muestra la aún imprecisa silueta del continente americano. Los órganos internos fueron el nuevo mundo de los anatomistas.

No se puede criticar que el cuerpo humano se convierta en mapa, si así se encuentra mejor la enfermedad. Pero como en el caso de la máquina, la metáfora puede desbocarse. Recordemos, además, que los mapas no solo descubren el territorio, también lo crean y, además, pueden ser el pretexto de una conquista. El écorché exhibicionista que habita un consultorio no es problemático, más allá de sus imprecisiones. Sin embargo, esas dudosas geografías humanas que se deslizan en multitudes a través de cualquier pantalla, ofreciendo cuerpos a la conquista de cualquier deseo, sí que lo son. Las pretensiones de anular distancias imposibles de salvar con la exposición de cuerpos inmediatos y en detalle privan de vitalidad a la carne. No se trata de acudir a los pulcros argumentos del mojigato, sino de apelar a la conciencia de un proceso por el que infinidad de cuerpos quedan desperdigados a disposición de un consumo impotente y de unos ojos concupiscentes. Todo ello olvidando, por mor del mercadeo de la carne, que cuerpo y persona son lo mismo.

Pero, junto a la cartográfica, la segunda metáfora expositiva del cuerpo humano es la de la magnitud. Todo se puede medir, inclusive el cuerpo. Existen, además, formas más precisas de medir que otras. Según nos cuentan, hubo tiempos en los que la cuantificación era imprecisa e incapaz de abarcar lo más grande y de apreciar lo más pequeño, pensemos en los referentes que servían para medir el tiempo: ni soles, ni lunas, ni estrellas surcando el cielo servían para cuantificar el instante más breve. Hoy en día y tras siglos de progresiva perfección todo se puede medir, llegando incluso hasta el absurdo; gracias a la típica escala Likert, en un supermercado cualquiera nos pueden pedir incluso que midamos nuestra satisfacción. Si existe una magnitud para la satisfacción, cómo no iba existir para el cuerpo.

Una vez aplicada la metáfora de la magnitud, es más fácil transformar el cuerpo en dato. No obstante, el dato puede abandonar el cuerpo y convertirse en una referencia útil, pero hueca de humana carnalidad. Como las monedas que ponen precio, los datos están hechos para rodar; pero ni el precio es el valor, ni el dato la carne y ese rodar puede suponer un distanciamiento entre lo que importa. Las tecnologías de la información y de la comunicación a través de los macrodatos o inteligencia de datos  funcionan sobre la metáfora de la magnitud aplicada al cuerpo y son conscientes de la utilidad de cuantificar las manifestaciones de la carne. Sin embargo, puede que la utilidad que encuentren no sea la que favorezca al cuerpo o incluso le perjudique, porque no es lo mismo convertirnos en temperatura para que un médico nos diagnostique, que convertirnos en una talla de pantalones para que nos vendan ropa o en edad para que una aseguradora ajuste el precio de nuestra póliza. Además, varios datos entre sí no explican nada, serán correlativos, meras descripciones, la causalidad es el privilegio de la carne con la carne, solo en la realidad del cuerpo se entienden sus razones. La temperatura no evidencia la infección, ni la talla de los pantalones el porqué hemos engordado, ni la edad, lo jóvenes o ancianos que nos sintamos, ni lo sanos o enfermos que estamos. La magnitud del cuerpo en definitiva puede abandonar su interés y olvidarse de las razones de su piel, el dato puede ser, incluso, el cadáver que deja un delito.

Emanciparse del cuerpo es imposible y pretenderlo es delirante. Emanciparse en el cuerpo es, sin embargo, algo humilde y realista. En cualquier instante, de aburrimiento o de silencio, por ejemplo, podemos apreciar nuestra entraña más carnal, sentir la vida con sus placeres y sus cansancios. Desprendernos de sus engranajes, borrar los límites de su territorio y cancelar el dato de su magnitud, puede ser un acto de rebeldía frente a la explotación, el colonialismo y la manipulación de la carne. Álvaro Campos llamaba a Walt Whitman el demócrata epidérmico; aunque es cierto que la piel es como la línea que comprende el círculo, bien podríamos adentrarnos en la carne de esta metáfora para un demócrata y aludir a la democracia carnal para así, palmo a palmo, ir confeccionando una ideología de los cuerpos.

Javier Vega es lector, padre y empleado público en la Administración General del Estado.

Fotografía de Álvaro Minguito.