Pensar (mejor) en moda: la eterna tarea pendiente para cambiar el mundo

“Estoy rodeado de chavales que charlan y dan vueltas, sorbiendo por sus pajitas y lamiendo helados de cucurucho. Las chicas tienen el pelo enredado en colmenas ensortijadas. Ellos lucen pantalones de campana de los excedentes de la marina. Todos calzan botas negras de cuero. Hoy los mayores llevan boinas marrones encajadas sobre su pelo liso negro. Todos van con una insignia a la vista: FRENTE CHICANO DE LIBERACIÓN estampado sobre rifles cruzados”. El abogado y escritor misteriosamente desaparecido Óscar Zeta Acosta no escatima en su novela La revuelta del Pueblo Cucaracha (1973)[1] en descripciones de sabores, sonidos y atuendos para dar cuenta del clima en el que se gestó el movimiento Brown Power. Nuestra experiencia en el mundo nos ha enseñado en multitud de ocasiones que la estética es la manifestación visible del pensamiento –los años sesenta dieron buena cuenta de ello a través de la música y la moda–, pero también han sido numerosas las ocasiones en las que nos hemos resistido a verlo así.

La moda es muchas cosas. Un fenómeno social tan grande y profundamente enraizado en la estructura social y en nuestra manera de comunicarnos, que viene envolviéndonos como un complejo y diverso pelaje desde los salones palaciegos del medievo, no puede reducirse a una sola definición. Pero sí podríamos asegurar aquí y ahora que, desde sus orígenes, la moda ha sido y es una cuestión de identidad. Aunque atravesada por múltiples factores, siempre ha constituido una herramienta clave para codificar o camuflar una identidad que se presenta ante el mundo. También, como apuntó Simmel[2], una manera de canalizar la voluntad de acercarse a unos y diferenciarse de otros.

¿Por qué nos cuesta tanto, entonces, pensarnos a través de la ropa? ¿Imaginarla como lienzo para elaborar críticas al sistema, como plataforma para la proyección de utopías, como elemento que contribuye a los discursos, a las comunidades? ¿Si la moda no puede ser un arma cargada de futuro, por qué los jóvenes de los años sesenta se enunciaron a través de ella hasta consolidar una nueva clase social, una energía tan transformadora como reconocible? Este podría ser un repaso a las capacidades y posibilidades de una de las manifestaciones estéticas más largamente ignoradas e infravaloradas, pero también es otro a nuestras propias limitaciones para comprender su importancia y potencial.

La posibilidad de la moda como expresión política

Cuando, en la Gala MET de 2021, la congresista progresista Alexandria Ocasio-Cortez llevó sobre su inmaculado vestido el mensaje con el que pedía más impuestos para los ricos, la conversación sobre las maneras en la que la moda puede volverse política se extendió a lo largo y ancho de las redes sociales. No había ocurrido lo mismo, sin embargo, cuando Scarlett Johansson lució un delicado vestido floral de Marchesa[3] en la edición del evento en 2018, justo después de que la firma hubiese pasado por el boicot de las mujeres de Hollywood como consecuencia de la salida a la luz de los sistemáticos abusos de su entonces marido, Harvey Weinstein. Sin embargo, la voluntad de hacer un gesto político también estaba ahí.

Las subculturas son otro ejemplo recurrente a la hora de evocar el potencial político de la moda. Yo misma acabo de hacerlo abriendo este texto con el look de los jóvenes del movimiento de liberación chicano. En Subcultura, el investigador Dick Hebdige[4] escribe: “Al subvertir sus usos convencionales (…) el estilista subcultural otorga a la mentira eso que Althusser llamó ‘la falsa obviedad de la práctica cotidiana’ y abre el mundo de los objetos a lecturas nuevas y encubiertamente opositoras”. Lejos de las alfombras rojas, y lejos de los mensajes explícitos, parece costarnos identificar lo político sobre la ropa que llevamos puesta. Hemos aprendido a hacerlo en la comida que preparamos cada día, o la que nos llevamos a la boca en efímeras pausas de trabajo, pero todavía no en nuestro armario.

Prendas de algodón provenientes de países con precaria legislación laboral, materiales que ejercen un significativo impacto sobre el planeta y en el reparto de los recursos naturales, vestimentas que codifican en clave de género, firmas estratificadas a través de sus precios que subrayan las desigualdades sociales… Si observamos un poco, encontramos la lectura política sin dificultad. También podríamos hacerlo con las pequeñas firmas locales que se esfuerzan en contar solo con proveedores cercanos, aunque encarezca sus precios y les aleje de un precarizado grupo de clientes, o con quienes han reflexionado sobre sus pautas de consumo para construir un armario consciente y sostenible, o con quienes se preocupan por el origen de lo que compran, o por la manera en la que conservan y lavan sus prendas para prolongar su vida útil. La política está en tantos gestos diarios relacionados con la ropa y con la moda que es ingenuo por nuestra parte asumir que todo en ella es frívolo y, por tanto, que es una pérdida de tiempo reflexionar sobre ella.

La moda como bien de consumo sujeto a prácticas capitalistas

Se podría argumentar que parte del rechazo a la moda proviene de su carácter industrial en el marco del capitalismo de consumo. Su producción masiva, en el caso de la fast fashion, externalizada en países con precarias garantías para los trabajadores, produce un irreversible impacto en el planeta y activa una generación constante de necesidades en una población demasiado sometida ya. Todo esto convierte en legítima y urgente la reivindicación no solo de la transformación de este sector, sino también la divulgación de discursos críticos en torno a la moda y la manera en la que nos acercamos a ella desde nuestro papel de consumidores. Pero a menudo se elige sobre esto la negación de la moda como elemento social transversal. Una postura enrocada en la superficialidad de la moda, que la plantea como innecesaria, y que es habitual entre sectores que, sin embargo, no tienen problemas a la hora de pensar y ser críticos con otros aspectos del sistema. Estamos dispuestos a reflexionar, hacer pedagogía y reivindicar cuando se trata de muchos otros frentes, pero, si se trata de ropa, de pronto parecemos ignorar deliberadamente el hecho de que siempre nos presentamos vestidos en sociedad, y que aspiramos a identificarnos con lo que llevamos puesto.

Agotar la conversación sobre la política de la moda antes de que la mantengamos es no querer admitir hasta qué punto la ropa es arcilla en el proceso de constitución de las identidades de las distintas comunidades e individuos. Sobre otros bienes de consumo como los de la industria alimentaria o la automovilística, e incluso otros que también se sirven de estímulos para la acumulación, como el sector editorial o el del arte, sí que nos atrevemos a mantener discusiones colectivas y enriquecedoras que atañen a las condiciones de producción y a las pautas de consumo. Pero no está tan penalizado socialmente acumular libros, vinilos u obras de arte como lo está hacerlo con prendas. La voz de autoridad de quien se liga públicamente de alguna manera a la moda queda minada, especialmente si se refiere a discursos de transformación social. Intentar abordar la conversación desde una posición crítica, pero no de rechazo ni de condescendencia, es todavía un reto en 2022.

Una batalla clave por la sostenibilidad

De conseguir desbloquear esta conversación, de ser honestos respecto a nuestra relación con nuestro vestidor y dejar de fingir que no tiene un importante impacto sobre nuestra identidad, lo que podemos ganar es poner en marcha una alternativa a la producción y consumo de moda libre de la influencia de la fast fashion, actualmente una de las industrias más contaminantes del planeta. Algo que no lograremos si no podemos hablar de ello o si, para parecer más comprometidos en la lucha contra la emergencia climática, tenemos que seguir aparentando despreocupación por lo que llevamos puesto. Presumir de gastar entre poco y nada en ropa sigue siendo una actitud popular, especialmente entre quienes más concienciados están de la necesidad de un cambio. Pero los precios más bajos del sector están irremediablemente ligados a praxis alejadas de modelos de producción sostenibles. Ni siquiera la industria de segunda mano[5] promueve en nuestros días un ritmo de circulación de prendas que sea sostenible para el planeta.

Es cierto que, como consumidores, no podemos cargar con las responsabilidades de las grandes marcas de fast fashion[6], tras las que se suelen esconder algunas de las personas más ricas del mundo. Pero también lo es que podemos tomar consciencia de la problemática de la industria sin renunciar a afrontar nuestro papel como consumidores, dado que somos personas que salen cada día vestidas a la calle. En otros aspectos, como el de la industria alimentaria, empezamos a superar los falsos debates que paralizan nuestra capacidad de acción, o la plantean como incompatible con la crítica a quienes han construido fortunas en base a desigualdades.

Las prendas de moda rápida suelen venderse tres veces más caras de lo que ha costado producirlas, una producción que si no fuera masiva no sería rentable[7]. Sus fibras naturales no provienen de semillas ecológicas, algunas populares prendas de algodón, como los vaqueros, precisan de ingentes cantidades de agua, el tratamiento de las prendas de piel, en algunos países con menor legislación sobre el control de vertidos, contamina el agua de consumo humano y animal, la mano de obra se externaliza a países con escasa legislación laboral, por no mencionar la cantidad de kilómetros que recorre cada prenda hasta llegar a su destino, o cómo el ritmo de consumo que requiere esta industria para dar salida a su masiva producción no se daría si no fuera por la constante creación de necesidades a través de redes sociales o con colecciones nuevas cada dos semanas. A través de esta estimulación hemos alcanzado una situación por la que el consumo de moda a precios bajos se ha vuelto una práctica frecuente, para muchas personas incluso semanal.

Tener una conversación sobre cómo deberían ser los procesos de producción de la ropa que descansa en nuestro armario es también tenerla sobre los precios que corresponden a una moda elaborada de manera ética y sostenible en términos ecológicos. Y hablar de precios justos es, inevitablemente, terminar hablando también de la cantidad de prendas que deberíamos atesorar en nuestro vestidor, así como de tiempos y pautas de consumo lentas, conscientes y más ajustadas a nuestras necesidades.

Un capítulo necesario para crecer como feministas

¿Y por qué nos cuesta tanto hablar sobre moda? ¿Por qué evitamos otorgarle un cierto peso en nuestras vidas o en nuestras conversaciones o incluso en nuestro activismo? Si queda claro que es mucho y muy urgente lo que hay que cambiar en la industria, y también que negar su influencia en nuestras vidas no conduce a nada, ¿por qué seguimos tratando de manera condescendiente, infantilizando incluso a las personas que le dan importancia y valor político a la moda? Es complicado contestar a esta pregunta sin pensar en lo ligada que está la moda al universo de lo femenino.

Desde que en el siglo XIX los armarios masculino y femenino consolidaron la transformación que Flügel denominaría como la Gran Renuncia Masculina[8], y que hizo de la moda por primera vez en la historia una cuestión exclusivamente destinada a mujeres, el interés por la misma ha sido objeto de burlas, ha servido para restar autoridad a la voz de las mujeres, y ha permitido que todo lo relativo a la ropa sea leído como frívolo o carente de interés o profundidad intelectual. Tal vez la misoginia interiorizada todavía consiga, varias olas feministas después, que queden rechazos y prejuicios machistas que aún se acepten como legítimos sostenidos en público. Uno de ellos es el de detestar todo lo asociado a la moda como si no tuviera nada que ver con uno mismo. Como si fuera un pasatiempo para mentes distraídas de las verdaderas cuestiones de la vida. Como si no existiera desigualdad ni problemáticas que precisen de transformaciones urgentes en otros campos de la vida, o como si aquellas propias de la moda no se beneficiarán también de la reflexión, la conversación y el activismo.

Trabajar los prejuicios contra la moda puede suponer también crecer como feministas. Y podría abrir la puerta a solucionar una de las causas profundas de la emergencia climática y de las desigualdades sociales.

Notas

Alba Correa (@_albacor) es periodista freelance de moda y cultura. Actualmente escribe con asiduidad para Vogue España y El Orden Mundial.

[1] ACOSTA, Oscar ‘Zeta’. (2013). La revuelta del pueblo cucaracha. Antonio Machado Libros.

[2] SIMMEL, Georg. (2014). Filosofía de la moda. Casimiro.

[3] CORREA, Alba. (08 de mayo de 2018) Scarlett Johansson llevó el mensaje más valiente a la Gala MET (aunque no te lo haya parecido). Vogue España. Recuperado de: https://www.vogue.es/celebrities/gala-met/articulos/scarlett-johansson-marchesa-met-gala-2018/34682

[4] Hebdige, Dick. (2004). Subcultura. Barcelona: Paidós

[5] Correa, Alba. (24 de noviembre de 2021). El boom de la ropa de segunda mano no cambia el modelo de consumo, solo lo perpetúa. El Orden Mundial. Recuperado de: https://elordenmundial.com/el-boom-de-la-ropa-de-segunda-mano-no-cambia-el-modelo-de-consumo-solo-lo-perpetua/

[6] García, Leticia. (16 de diciembre de 2021). La falacia del «compra menos, compra mejor»: por qué el problema de la sostenibilidad no es culpa del consumidor. S Moda. Recuperado de: https://smoda.elpais.com/moda/la-falacia-del-compra-menos-compra-mejor-por-que-el-problema-de-la-sostenibilidad-no-es-culpa-del-consumidor/

[7] Sánchez, Lola & Jáuregui, Ramón. (23 de abril de 2018). ¿Cuánto cuesta realmente una camiseta de 3 euros? elDiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/euroblog/cuesta-realmente-camiseta-euros_132_2155879.html

[8] Díez, José Luis. (18 de agosto de 2015). Por qué los hombres vestimos más sobriamente que las mujeres GQ Spain. Recuperado de: https://www.revistagq.com/moda/articulos/la-gran-renunica-masculina-por-que-el-hombre-viste-mas-sobrio-que-la-mujer/22384

Fotografía de Álvaro Minguito.