Por qué el zombie era yo

Los zombies de hoy en día han cambiado mucho. No cuesta reconocer, ni siquiera a un admirador del género como yo, que las historias de no-muertos destacan poco por la originalidad de sus argumentos; sin embargo, aquellos zombies de las películas de George A. Romero parecen casi una broma comparados con los actuales. Los de Black Summer, la serie de Netflix dirigida el año pasado por Karl Schaefer, han dejado atrás la torpeza, la lentitud, la estupidez y la piel verdosa del cadáver que se levanta, para convertirse en seres temibles de verdad. Ahora son más inteligentes, son tenaces, corren a la desesperada y, sobre todo, parece moverlos algo más que el hambre o las ganas de contagiar.

Volverse zombie es algo que no se desearía a nadie, se vea como se vea. Tanto si defendemos que son los fantasmas de nuestra civilización autodestruida (podría pensarse aquí en The Dawn of the Dead, de 1978), como si creemos que son la metáfora de los abusos de una mayoría, o si incluso decimos que representan una sociedad en la que hay que devorar a los demás para sobrevivir, la “zombificación” implica dejar de ser individuo, persona libre.

Debe existir alguna razón, entonces, que explique el aplastante éxito de los zombies frente a otros monstruos en las obras audiovisuales de los últimos años. Ellos, a diferencia de la criatura de Frankenstein, los vampiros o las momias, no han pasado por la “alta literatura” en el camino que va del folclore a la cultura de masas. Se sabe que las creencias vudú impresionaron a los norteamericanos que ocuparon Haití, y que desde los años veinte del siglo pasado la palabra “zombie” se vuelve más y más popular. Eso sí, con significados diferentes de los que tenía en las comunidades haitianas: el hombre rechazado por sus vecinos podía ser maldecido con la “zombificación”, es decir, con la posesión de su cuerpo por un brujo que lo volvía un títere sin voluntad. Convertirse en zombie implicaba dejar la comunidad, aislarse. En nuestra concepción los zombies son siempre multitud, pero una multitud tan ajena a la manera en la que entendemos la civilización que, a diferencia de otras criaturas parásitas y bien situadas en el sistema, vienen a suponer su final. No podemos separarlos del apocalipsis, o al menos del colapso.

La perspectiva es terrorífica de veras; uno se encuentra en medio del apocalipsis zombie y tiene enfrente tres funestas certezas. La primera es que sus vecinos, en un número cada vez más absoluto, lo buscan con toda la furia de este mundo, y del otro, para devorarlo. La segunda es que se trata de simples cuerpos, sin rastro de la persona que solían ser, por lo que ya no debe haber escrúpulos al defenderse de ellos. La tercera es que los que quedan sin contagiarse son tanto o más peligrosos que los no-muertos, y en las películas contamos con un buen surtido de bandidos, psicópatas y violadores para demostrarlo, pero con más razón cuando quien ahora es mi aliado va a querer devorarme luego.

Y los zombies implican, como digo, la posibilidad de convertirnos en uno de ellos, lo cual no se parece ni de lejos a la sugerente tentación de pasar a ser un poderoso y seductor vampiro, por ejemplo. En el caso de Black Summer con más motivo, porque todo aquel que fallece se despierta no-muerto, haya sido mordido o no. Aunque se hable de un virus, más parece una maldición: los muertos vuelven llenos de odio y vuelven con ganas de correr. En la representación clásica del género la lentitud era una señal irónica de lo inevitable: puede que corras más rápido que ellos, pero no puedes correr siempre, y la muerte acabará por atraparte. Una de las pioneras del cambio fue 28 days later (2002), que daba una aterradora fuerza al género con la ciudad de Londres desierta después de que una infección sanguínea, a la que los protagonistas llamaban “la rabia”, se desatara. Sus infectados, que ya se movían con una velocidad impropia de los zombies de otras épocas, crearon tendencia y fueron replicados en numerosas películas y series de televisión: The Walking Dead (2009), World War Z (2013), la surcoreana Train to Busan (2016) o la propia Black Summer (2019).

Las fechas pueden ser motivo de confusión, pero pocas veces son producto de la casualidad. El mito del zombie se relaciona casi siempre con una violencia desatada, para sorpresa de todos, en el centro mismo de la civilización. Este puede ser económico (Nueva York, Londres) o puede ser un centro, por así decirlo, idiosincrásico (un pueblito apacible del Middle West norteamericano). Y 28 days later apareció en los cines unos meses después del atentado contra el World Trade Center de Nueva York. George W. Bush describió aquel ataque en el discurso a su nación del 20 de septiembre de 2001 de la siguiente manera: “Los americanos han conocido guerras, pero durante 136 años han sido en suelo extranjero […]. Los americanos saben las consecuencias de la guerra, pero no en el centro de una gran ciudad durante una pacífica mañana. […] Todo esto nos ocurrió en un solo día, y la noche cayó sobre un mundo diferente, en el que la libertad misma está siendo atacada”[1]. Así que probablemente la nueva era post-11S, que trajo consigo la “política del terror” adoptada en países de todo el mundo, aportó su granito de arena al renacer del género.

¿Cómo no van a aterrarnos de nuevo las películas de zombies? Después de la llamada “edad de oro” del género (1965 – 1985), los no-muertos quedaron para la sátira o las comedias adolescentes, hicieron reír antes que gritar. El videojuego, con una secuela de Resident Evil saliendo al mercado cada uno o dos años desde 1996, fue el único formato en el que estas criaturas sobrevivieron con dignidad. Pero el siglo XXI nos ha devuelto el mito más actualizado que nunca. ¿Cómo vamos a ser indiferentes? ¿Quién no ha sentido que una parte de sus conciudadanos, y una parte creciente, siempre creciente, conspira en su contra por su manera de vivir y de opinar? Los debates políticos son cada vez más encarnizados, los votantes de las otras opciones parecen más intolerantes, y los partidos compran millones de “bots” en redes sociales (perfiles falsos, cuerpos digitales sin vida detrás) para que repitan infinitamente sus proclamas[2]. Uno pensaría que en esas circunstancias hay que buscar aliados, pero la experiencia de estas películas nos pone en guardia: los descuidos de los demás pueden sernos mortales, o peor, el de al lado puede estar a punto de empujarnos contra los zombies para salvarse él. Esa desconfianza radical en España parece haberse convertido en parte de la idiosincrasia popular: según una reciente encuesta, mientras que el 85% de los españoles encuestados creen haber cumplido la cuarentena con máxima responsabilidad, sólo el 17% cree lo mismo de sus vecinos[3].

La pandemia de nuestros días ha hecho la comparación más obvia, si cabe. El confinamiento, la distancia de seguridad con nuestros semejantes, las filas para el aprovisionamiento, todo ello puede hacernos sentir como intrépidos supervivientes de un colapso largo tiempo anunciado. Hemos visto también fotografías de las grandes ciudades del mundo desiertas[4], casi abandonadas, lo que hasta ahora había servido como impactante paisaje de muchas películas apocalípticas. E infinidad de expertos, pensadores, científicos y escritores nos han dicho que estos meses largos de coronavirus ya suponen un cambio de época, un borrón y cuenta nueva; los hay que incluso han querido dar por muerta y enterrada a toda la era económica de lo que se conoce, por abreviar, como neoliberalismo[5]. Al margen de valorar estas opiniones, y siguiendo el famosísimo chiste de Fredric Jameson, hay que recordar que no solo no hemos sabido todavía imaginar un fin del mundo sin capitalismo, sino que puede que la auténtica pandemia llegue ahora, después del virus. Quizás el auténtico “verano negro” sean los meses que vendrán, en los que la recesión anunciada durante años[6] ha de caer, ahora sin peros, sobre nosotros.

Por fuerza nos tenemos que identificar con los supervivientes de la horda de zombies de Black Summer. La serie goza de un ritmo de infarto, con episodios cada vez más cortos e intensos, y su estética participa de lo que podríamos llamar realismo inmediato, digno del mejor Iñárritu: la cámara, en movimientos vertiginosos y largos planos secuencia, sigue los acontecimientos con intención de involucrarnos más que de narrarnos algo. Sabemos incluso menos que los personajes, ignoramos sus pasados, sus intenciones o sus pensamientos; solo participamos de su desesperada y realista carrera por la vida, con la cual debemos identificarnos. Sin embargo, algo me dificultaba realizar esa identificación entre personaje y espectador. Le di muchas vueltas: ¿por qué me resultaba tan complicado sentir empatía por estos supervivientes de una civilización naufragada? A lo largo de los episodios van apareciendo diferentes personas, desde quienes matan por gasolina hasta los que se dedican a las orgías y a las drogas mientras el mundo arde. Nuestros protagonistas, en cambio, tienen propósitos más nobles: ¿cómo no ponerse en el lugar de gente que atraviesa un mar de zombies por sus hijas, por su familia?

La pista reveladora está en el primer capítulo de los ocho, y no se vuelve a repetir en toda la serie. Colosal en su estructura narrativa, el capítulo está subdividido en fragmentos encabezados por el nombre de un personaje. Uno de ellos, titulado “Lance”, nos muestra a una pareja que discute hasta que un todoterreno atropella a la mujer y se da a la fuga; el novio también la abandona pronto, seguramente al tanto de lo que va a pasar. Los siguientes minutos muestran la perspectiva de la nueva zombie, invadida en su renacer por un sobrenatural rencor, deseosa de atacar a cualquiera de los vecinos. Eso, el rencor de los que han sido dejados atrás, la ira de quienes han sufrido la soledad y el miedo, es lo que parece mover a los muertos en esta serie. Lo cierto es que en una catástrofe sin precedentes, que deja a buena parte de la población a merced de la ley del más fuerte, los abandonados a su fortuna podrán parecer criaturas rabiosas y agresivas. Al ver la serie, es fácil creer que uno formará parte de esos supervivientes condenados a buscarse la vida y a adaptarse a una nueva moralidad que obliga a cosas desagradables. Pero esos son muy pocos, solo los más afortunados; lo más seguro es que no sea así. Por eso me di cuenta de que, signifique lo que signifique la metáfora de los no-muertos, cuando repartan los papeles de la función es probable que a mí, y a muchos otros, nos toque ser zombies.

Gonzalo García es graduado en Humanidades en la Universidad Carlos III de Madrid y máster en Estudios Comparativos de Literatura, Arte y Pensamiento de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona. Ha trabajado en la enseñanza y en el sector de la divulgación cultural y del patrimonio.

Notas

[1] (20 de septiembre de 2011). President Buss addresses the Nation. The Washington Post. Recuperado de: https://www.washingtonpost.com/wp-srv/nation/specials/attacked/transcripts/bushaddress_092001.html

[2] (28 de noviembre de 2019). Twitter detiene su plan para eliminar millones de cuentas inactivas tras una oleada de críticas. BBC. Recuperado de: https://www.bbc.com/mundo/noticias-50574142

[3] Sánchez-Cuenca, Ignacio. (02 de mayo de 2020). El precio de la desconfianza. La Vanguardia. Recuperado de: https://www.lavanguardia.com/opinion/20200502/48893611582/el-precio-de-la-desconfianza.html

[4] Liubchenkova, Natalia. (06 de abril de 2020). In pictures: Deserted cities as anti-coronavirus lockdowns introduced around the globe. Euronews. Recuperado de: https://www.euronews.com/2020/03/18/in-pictures-deserted-cities-as-anti-coronavirus-lockdowns-introduced-around-the-globe

[5] Lent, Jeremy. (29 de abril de 2020). El coronavirus marca el fin de la era neoliberal. ¿Qué será lo siguiente? Open Democracy. Recuperado de: https://www.opendemocracy.net/es/el-coronavirus-marca-el-fin-de-la-era-neoliberal-qu%C3%A9-ser%C3%A1-lo-siguiente/

[6] Bernardos, Gonzalo. (08 de enero de 2019). ¿Una nueva crisis mundial en 2019? Crónica Global. Recuperado de: https://cronicaglobal.elespanol.com/pensamiento/nueva-crisis-mundial-2019_212199_102.html

Fotografía de Álvaro Minguito.