Síncopa y espectáculo: un recorrido por los estados perceptivos modernos y posmodernos (I)

El carácter abstracto de lo nuevo es necesario;
se conoce lo nuevo tan poco como el terrible
misterio del pozo de Poe.

Theodor W. Adorno, Teoría estética

  1. Introducción: a vueltas con la crítica

Cuando Marshall Berman definió la modernidad como un “experimentar la vida personal y social como una vorágine, encontrarte y encontrar a tu mundo en perpetua desintegración y renovación, conflictos y angustia, ambigüedad y contradicción”[1], una caracterización que sin duda le debe mucho, como se sabe, al retrato de Constantin Guys que ofrece El pintor de la vida moderna y a la poesía de Baudelaire en general, ya se habían vertido innumerables ríos de tinta a propósito de les enjeux de la cultura moderna, y se seguirían vertiendo en los años subsiguientes. La enésima prueba irrefutable de esa tendencia que podría parecer obsesiva la constituye este modesto texto: quien escribe se dispone, una vez más, a describir y a problematizar de alguna manera las consecuencias estético-políticas que arrastra consigo el proyecto fáustico; y quien lee, ahíto de deglutir tentativas semejantes, espera como mínimo encontrar en él indicios suficientes para afirmar que la autora posee un conocimiento adecuado de la materia, y, con suerte, algún aporte novedoso bellamente formulado. El palimpsesto de la crítica a la modernidad se ha vuelto profuso, abigarrado, pantagruélico, y pareciera que se halla desde hace mucho tiempo instalado en un microcosmos borgeano, sobre todo cuando se discute la cuestión desde posiciones intelectuales de izquierda: la gran biblioteca de la crítica de la cultura de las épocas recientes continúa almacenando ad eternum estas “críticas de la crítica crítica”, si se quiere aludir a la famosa expresión de Marx, y quienes las pronuncian aparentan llevar el disfraz de Pierre Menard, pues ejercitan la reescritura y la paráfrasis de lo que una vez dijeron Benjamin, Adorno o Marcuse, por citar tan solo algunos ejemplos, llegando a convertir en ocasiones el propio contenido y su glosa en un academizado mantra estéril incapaz de resistir a la pulsión fagocitadora del capitalismo.

A día de hoy, la ola posmoderna parece encarnar en sí misma la profecía autocumplida del agotamiento de la modernidad; los peores temores de los pensadores sobre los que pivotará la primera parte de este artículo acabarán por realizarse de manera exacerbada e imprevisible varias décadas después. Es preciso recordar que esa tentación de solazarse en la melancolía o en la impotencia era, junto a la inusitada preocupación por las superestructuras culturales, uno de los rasgos distintivos del marxismo occidental, según explicaba Perry Anderson[2]. Algo similar sucede ahora con lo que se tilda de posmoderno, que nos interesa por cuanto, se quiera o no, nos sitúa ante nuestra propia contemporaneidad: categoría polémica donde las haya, resuena en nuestros oídos como debió resonar para el pintor aprendiz de La obra maestra desconocida (1831) —ese famoso relato de Balzac— la misteriosa composición del maestro cuando esta se desveló por fin ante sus ojos: como una masa informe cuyas partes son indistinguibles y de la cual, sin embargo, alcanzamos a ver un “pie vivo”, es decir, un rastro que nos indica que, pese a todo, en ella están latiendo las fuerzas vivas de la historia. Eso podría ilustrar las reacciones antitéticas que, salvo honrosas excepciones, suele despertar tanto en el intelectual como en el gentil el acontecer posmoderno: o bien la completa impugnación de un modelo que, excesivo por definición, parece imposible de afrontar, de lo que se sigue que un pasado siempre más esplendoroso actúa a modo de refugio, como ocurre con el fundamentalismo racionalista de Gellner; o bien la aceptación cínica de un presente desposeído de cualquier tipo de proyección utópica, lo cual no es sino una forma enmascarada de melancolía que se expresa por la vía de una suerte de complicidad frívola entre el esclavo y el amo, a la manera (a nuestro parecer) de Sloterdijk.

Lo que proponemos aquí distará de ser una mera exposición de las características que atesoran uno y otro; tampoco consistirá en una enumeración razonada de apellidos notables. Más bien, recuperando el espíritu del Jameson que tuvo a bien instituir la práctica del “metacomentario”, y ante el convencimiento de que resulta tremendamente fácil incurrir en los lugares comunes ya conocidos, examinaremos las transformaciones que ha sufrido el régimen estético, como lo llama Rancière en su traslación del modernismo al posmodernismo, y en particular cómo la experiencia estética ha evolucionado a través de ciertos cambios producidos en la esfera de la percepción. Lo haremos a partir de la lectura que nos sugieren dos fragmentos de textos literarios, y no porque creamos, con una ingenuidad propia de ese Lukács tenazmente fiel al realismo —si bien cabe apuntar, y ese es otro debate, que su pensamiento estético y sus pioneros aportes a la sociología de la literatura han sido objeto de una cierta caricaturización, simplificación o deformación interesada de la que convendría desprenderse urgentemente—, que la literatura, como elemento integrante de la superestructura —sea lo que sea eso—, refleja las peripecias de la vida social y las problemáticas que plantean unas relaciones sociales de producción dadas; sino porque, como opina el crítico de filiación althusseriana Pierre Macherey, lo que la obra literaria exhibe son las contradicciones ideológicas del momento histórico de la que es testigo.

  1. Haussmann o las barricadas

—¿A dónde va el señor? —preguntó el cochero.

—¡A donde usted quiera! —dijo Léon, metiendo a Emma en el coche, que de inmediato se puso en marcha.

Bajó por la Rué Grand-Pont, atravesó la Place des Arts, el Quai Napoleón, el Pont Neuf y se paró en seco ante la estatua de Pierre Corneille.

—¡Siga! —dijo una voz que salía del interior.

El coche volvió a arrancar y, dejándose llevar hacia abajo desde el cruce La Fayette, entró al galope en la estación del ferrocarril.

—¡No, siga derecho! —gritó la misma voz.

El coche viró y se encaminó al paseo, trotando despacio entre los grandes olmos. El cochero se enjugó la frente, se puso entre las piernas el sombrero de cuero y llevó al coche fuera de las bocacalles, a la orilla del agua, bordeando el césped.

Siguió a lo largo del río, por el camino pavimentado de piedras redondas, y, durante mucho tiempo, por la parte de Oyssel, pasadas las islas. Pero de pronto se lanzó de un tirón a través de Quatremares, Sotterville, la Grande-Chaussée, la Rué d’Elbeuf, y se paró, por tercera vez, ante el Jardin des Plantes.

—¡He dicho que siga! —exclamó la voz más furiosamente que antes.

Y, reanudando la carrera, el coche pasó por Saint-Sever, por el Quai des Curandiers, por el Quai aux Meules, otra vez por el puente, por la Place du Champ de Mars y por detrás de los jardines del hospicio, donde unos viejos vestidos de negro se paseaban al sol en una terraza toda cubierta de yedra. Subió por el Boulevard Bouvreuil, recorrió el Boulevard Cauchoise, después todo el Mont-Ribundet hasta la cuesta de Deville.

Volvió atrás, y entonces, sin plan ni dirección, al azar, deambuló. Se le vio en Sain-Pol, en Lescure, en el monte Cargan, en Rouge-Mare y en la Place du Gaillardbois; Rué Maladrerie, delante de Saint-Romain, Saint-Vivien, Saint-Marclou, Saint-Nicasie —delante de la Aduana—, en la Basse-Vieille-Tour, en Trois-Pipes y en el Cimetiére Monumental. De vez en cuando el cochero, en su pescante, echaba miradas desesperadas a las tabernas. No comprendía qué furia de locomoción impulsaba a aquella pareja a no querer pararse. A veces intentaba escuchar lo que estaba pasando en la cabina, y lo que escuchaba parecían expresiones de cólera. Entonces arreaba fuerte a sus dos pencos bañados en sudor, pero sin cuidarse de los baches, tropezando acá y allá, no le importaba nada, desmoralizado como estaba y casi llorando de sed, de cansancio y de tristeza.

Y en el puerto, entre camiones y barricas, y en las calles, en las esquinas, los burgueses abrían unos grandes ojos ante algo que en provincia parecía muy extraño: un coche con las cortinillas cerradas y que iba y venía como un barco a la deriva, más cerrado que una tumba y tambaleándose.

Madame Bovary, parte III, capítulo 1

Esta escena de la obra más célebre de Flaubert, que se ha comentado hasta la saciedad, no describe otra cosa que la frenética errancia de un carruaje por las calles de Rouen; mientras, en su interior, Emma y Léon se entregan a los ansiados placeres de la carne, que un magistral ejercicio de elipsis omite deliberadamente como parte del flaubertiano tratamiento irónico de la realidad. En el monumental L’idiot de la famille (1971), Sartre había advertido que, en un sentido general, la humanidad (representada en la relación carnal de los dos amantes) quedaba aquí reducida a una materialidad inanimada (el coche vacilando por la ciudad): “C’est la transcendance humaine que l’auteur veut écraser contre terre, c’est le projet humain qu’il veut abolir, ce sont les fins humaines qu’il veut réduire à un ensorcellement de corps inanimés”[3]. Más allá de presentar una atractiva metonimia de carácter voluptuoso donde la descripción del medio de transporte ocupa el lugar que tradicionalmente debería ocupar la descripción de la pareja —por eso tanto las severas órdenes de Léon como los envites del cochero a sus caballos parecen en realidad estar dirigidos a Emma, en el sentido de que acompañan su ritmo erótico—, el texto (y, con él, la afortunada disquisición de Sartre) nos sitúa ante dos de los elementos fundacionales de la modernidad estética o modernismo: la importancia del espacio urbano, de cuyo horizonte es imposible evadirse por más que las cortinas del carruaje permanezcan cerradas, y la conciencia de la absoluta terrenalidad o fisicidad de lo humano, gracias a la cual el arte se desacraliza completamente y comienza a experimentar a partir de su propia materia, inaugurando así el camino de la autorreferencialidad.

Walter Benjamin fue, desde su infancia, profundamente sensible a las fascinaciones que es capaz de provocar la intrincada geografía urbana, donde la topografía y el callejero configuran un verdadero mapa político del cual se pueden extraer valiosas lecciones sobre la lucha de clases. En “Infancia en Berlín hacia el 1900” (1932), por ejemplo, rememora los frecuentes paseos con su madre por la capital alemana, que le permiten descubrir que la ciudad es, además del vistoso decorado que envuelve el confort de las clases acomodadas, también un espacio plagado de sujetos y colectivos marginales (prostitutas, pobres, traperos…) y, por tanto, propicio para el ocultamiento y la huida: “Ya por aquella época, cuando mi madre aún me reprendía por mi renuencia y mi paso soñoliento, comencé a percibir borrosamente la posibilidad de aliarme a aquellas calles, donde no me orientaba en apariencia, para escapar al dominio de mi madre”[4]. Cuando, años más tarde, decida que uno de los capítulos de su majestuoso Libro de los pasajes (Passagenwerk) deberá titularse “Haussmann o las barricadas” estará plasmando con ello la dicotomía de su propia vida: la disyuntiva de abandonarse a las comodidades de la clase en sí o de trabajar por los intereses de su clase para sí, opción esta última que lo conducirá, como es bien sabido, al exilio y al suicido. Flaubert escribe para los primeros, o desde sus ojos, incluso aunque el estrecho moralismo de aquellos le suponga en un momento dado algún que otro contratiempo judicial: los bulevares, plazas y muelles por los que pasa el carruaje de marras dejan traslucir un paisaje construido a expensas de la imposición de un modelo burgués de ocio muy concreto y en cuyas vías de comunicación lo que prima ante todo es la circulación del capital; exhiben, en definitiva, un urbanismo destinado a invisibilizar la confrontación de clases, ofreciendo en su lugar una pacificación cosmética de su escenario contemporáneo: la ciudad.

Efectivamente, las investigaciones de Benjamin, centradas en el caso de París, lo llevan a advertir a su manera que la consolidación del sistema de producción capitalista a través de una coalición entre el Estado, el capital financiero y los intereses de la propiedad de la tierra —algo que desarrolla extraordinariamente David Harvey en París, capital de la modernidad[5]— comporta una transformación excepcional de las relaciones espaciales y un afianzamiento del espacio urbano como terreno en el que se producen innovaciones tecnológicas y artísticas y donde acontecen importantes luchas políticas y sociales. Destaca por sobre todo lo anterior la fijación del pensador alemán por las máquinas y las invenciones mecánicas, que Fredric Jameson[6], por cierto, juzga antimaterialista por cuanto la insistencia en la invención y en la técnica como causa principal del cambio histórico significa prescindir de facto “de toda consideración de factores humanos tales como las clases y la organización social de la producción”. Aun así, ello posibilita que Benjamin realice un descubrimiento de gran trascendencia —que no debemos infravalorar por mucho que, en tanto que lectores de tiempos ulteriores, lo tengamos perfectamente asumido e incluso superado—: la fotografía y el cine, que representan el paradigma de las nuevas experiencias estéticas desarrolladas al amparo de las nuevas tecnologías, han puesto de manifiesto la crisis en la que se halla sumido el arte; una crisis que tiene que ver con ese mundo naciente al que ya saludaba Rimbaud en Une saison en enfer (1873) con motivo de la proclamación de la Comuna de París: “le travail nouveau, la sagesse nouvelle, la fuite des tyrans et des démons, la fin de la superstition”. Para Octavio Paz[7], la modernidad puede sintetizarse en el hecho de que “gracias a la técnica el hombre se encuentra, después de miles de años de filosofías y religiones, a la intemperie”, como plasma el poeta; y en esa intemperie, que recuerda al gramsciano claroscuro en el que surgen los monstruos, además de consolidarse definitivamente la ideología de la mercantilización, Adorno cree que “se ata estéticamente el nudo de individuo y sociedad”[8].

Tanto los nuevos medios técnicos como las experiencias estéticas novedosas de las que hablaremos a continuación encuentran en la ciudad —y en el sistema de producción fabril, en el caso nada desdeñable del constructivismo— su condición de posibilidad, como nos hizo ver la euforia futurista: la fotografía, por ejemplo, “hace de las calles, de las puertas y plazas de la ciudad, ilustraciones de una novela por entregas; despoja a esta arquitectura centenaria de lo que solo es su evidencia banal para dirigirla con intensidad al acontecimiento ahí representado”[9]. En efecto, el lector tiene la sensación de que el narrador flaubertiano describe Rouen a partir de una serie de secuencias fotográficas cuyo contenido semiótico es trasladado al lenguaje de forma esquemática, reduciendo el conjunto urbano a la evocación de ciertos lugares reseñables. El “acontecimiento ahí representado” al que se refiere Benjamin parece estar ligado a “lo transitorio, lo fugitivo, lo contingente” de Baudelaire[10], del cual dará cuenta, para empezar, el impresionismo. La afinidad de Benjamin con las vanguardias nace precisamente de la consideración de que estas corrientes artísticas manifiestan una comprensión adecuada de la realidad circundante: “Ningún rostro es tan surrealista como el verdadero rostro de una ciudad”[11]. En su ciclópeo libro sobre la Escuela de Frankfurt, el estudioso Rolf Wiggershaus[12] estima que Baudelaire articula antes que nadie y de manera muy aguda “el problema del poeta moderno: ¿cómo es posible la poesía en la sociedad tecnificada y capitalista?”. Esta pregunta parece estar claramente inspirada en la que se hiciera Marx[13] en los Grundrisse (1857): “¿Es posible Aquiles con la pólvora y el plomo? O, en general, ¿la Ilíada es posible con la prensa gráfica y la rotativa? Los cantos y las leyendas y la Musa, ¿no desaparecen necesariamente ante el lingote del tipógrafo, y las condiciones necesarias a la poesía épica no se desvanecen?”. Benjamin cree poder responderla satisfactoriamente en su artículo “Sobre algunos temas en Baudelaire” (1939): la literatura como forma artística tiene que adaptarse —y Baudelaire, Poe o Valéry demuestran que en parte lo ha hecho ya— a los shocks que causa en el individuo la continua recepción de estímulos que propalan las grandes masas ciudadanas en movimiento.

De este modo, el sinfín de experiencias táctiles y ópticas a las que predispone el tráfico de las grandes ciudades provoca en el individuo “una serie de shocks y colisiones” de duración instantánea, de las cuales el disparo de la cámara fotográfica con que se pretende captar un acontecimiento sería una especie de “shock póstumo”, y el hombre que se adentra en la multitud encarnaría una “reserva de energía eléctrica”[14]. El fragmento seleccionado de Madame Bovary(1856) invita a considerar incluso la posibilidad de que se desencadene un shock “bifronte”, por decirlo así: para los transeúntes, la rauda trayectoria del coche, que casi escapa a la vista, corresponde a la perfección con la impresión del shock: sentido como una momentánea descarga vibrante, como un caleidoscopio puesto en funcionamiento, lo cual es motivo de asombro, sobre todo cuando lo experimentan unos conservadores provincianos cuyo sistema sensorial no se halla todavía habituado a tales agitaciones; la reorganización de la experiencia en la modernidad requiere de un cierto entrenamiento, de una aclimatación a ese “nuevo reparto de lo sensible” del que insiste en hablar Rancière. Pero cabe conferir que, en el caso improbable de que Emma y Léon interrumpan su particular bacanal à deux para echar una ojeada a través de las ventanas, la sucesión de burgueses que les dirigen miradas de sorpresa, empequeñecidos y desdibujados a causa de la velocidad que adquiere el carruaje, contribuye a amplificar también en los pasajeros la despersonalización, desorientación o distracción perceptiva propia del shock. Se podría pensar que este último es el sentido que, por ejemplo, motiva a Naomi Klein[15] a emplear la fórmula “doctrina del shock” para hacer referencia a la destrucción o desposesión planificada que ejecuta el vigente “capitalismo del desastre” en los momentos de crisis, con la salvedad de que en Benjamin ese cortocircuito o síncopa inherente al shock acarrea además una posibilidad constructiva, quizás como la que sugieren el teatro épico de Brecht o cualquier otro montaje coetáneo, como el cine: la disolución en grados variables de la alienación.

Ya sea como experiencia traumática o como violenta invitación a politizarse, lo cierto es que el shock“metropolitano” que venimos comentando convierte a todos progresivamente en espectadores, transformándose de esta forma en un shock estético. Si se mira de cerca, esta “recepción distraída” propia del shock resulta indisociable del proceder del arte contemporáneo: el cubismo, el futurismo y, con especial intensidad, el dadaísmo socavan fuertemente los principios de la recepción tradicional, contemplativa, individual y concentrada; articulan, por su parte, una transgresión basada en la arbitrariedad, en el sinsentido aparente y en la inmediatez, características que prefiguran ya los recursos primordiales del posmodernismo. Sin embargo, como pensador dialéctico y flâneur aventajado, Benjamin es consciente de que el avance técnico revela una contracara: la del empobrecimiento de la experiencia, sobre la cual erigirá Adorno buena parte de su filosofía estética. Si bien es verdad que el shock benjaminiano se considera una “experiencia vivida” por cuanto se integra de inmediato en el terreno de la conciencia, su existencia misma está condicionada por el resquebrajamiento del régimen aurático, que Benjamin sitúa en el hecho de que la reproductibilidad técnica permite “desvincular lo reproducido del ámbito de la tradición” [16]; es decir, que las copias mecánicas masivas obtienen su éxito a costa de sacrificar la autenticidad de la obra, “el aquí y el ahora de la obra de arte, su existencia irrepetible”, su misterio. Según entiende Jameson, la pérdida del aura implica “la sustitución de la percepción humana por esos sustitutos y esas ampliaciones mecánicas de la percepción que son las máquinas”[17], y sin la presencia de las máquinas el shock moderno sería inconcebible, como hemos intentado mostrar. Además, la ejecución artística en sí misma se ofrece ahora al público a través de la mediación de todo un mecanismo: con la fotografía y el cine —con todo lo que concierne al ojo que mira por el objetivo— comienza el largo historial de la experiencia mediatizada, que está en el origen la noción debordiana de espectáculo. La atrofia del aura pone en evidencia que la obra moderna se emancipa del ritual y se fundamenta en una praxis distinta: la de la política (por cuanto empieza a intervenir sobre ella un criterio significativamente mercantil).

Gran parte de lo anterior se podría resumir aludiendo a esta impecable proposición de Adorno: “Es moderno el arte que, de acuerdo con su modo de experiencia y como expresión de la crisis de la experiencia, absorbe lo que la industrialización ha creado bajo las relaciones de producción dominantes”[18]. En el momento en el que el valor de uso de la obra de arte deja de estar asociado al ritual, arranca la “preponderancia absoluta de su valor exhibitivo”[19] en un mundo desacralizado: el reinado del valor de cambio; la obra de arte es ahora una “forma-mercancía” que, al ser reproducida indefinidamente, se inserta en la dinámica del mercado. Lo que espera de ella o identifica en ella el espectador, que es desde entonces un consumidor, se convierte también en una variable de importancia: la obra de arte se presenta como una tabula rasa de las proyecciones subjetivas del contemplador, como el vehículo de su psicología, y no ya como mecanismo desencadenante de la sublimación estética; esta actitud según la cual es la obra de arte la que se equipara al espectador y no al revés resulta de entrada visiblemente narcisista, y hoy podemos decir que se intensificará en las épocas venideras. Adorno denomina a este proceso, que consiste en reducir la distancia entre el objeto artístico y el contemplador, “desartificación del arte”, porque, en definitiva, estriba en “no dejar ser a las obras lo que son”[20]. Pese a que la producción de obras de arte se ha regido históricamente por directrices de carácter económico, como lo prueban el mecenazgo renacentista y otros tantos ejemplos, debatir sobre el valor de la obra de arte en la era de la superproducción obliga a considerar que la subjetividad del artista y la del público se han vuelto “objetos” a merced de las fluctuaciones de la ley del intercambio; es decir, que la cosificación de los objetos acaba por cosificar también a los sujetos, como ya sostuviera Lukács en Historia y consciencia de clase (1923). Dichos “objetos” se mercadean por obra y gracia de aquella amalgama de instituciones y agentes a la que Adorno y Horkheimer dedican un capítulo de la afamada Dialéctica de la Ilustración (1944), la “industria cultural”; vocablo que, por haberse popularizado en gran medida, nos parece que no precisa de explicaciones adicionales. En este sentido, “nos hemos vuelto pobres”[21] porque, en palabras de Adorno, el efecto de la estandarización y de “lo siempre-igual” (das Immergleiche) —dinámicas inherentes al funcionamiento de lo que Adorno llamaba el mundo administrado (verwaltete Welt)— conduce a la atrofia de la imaginación y de la espontaneidad de las masas por la vía de la producción en serie de productos destinados a la satisfacción narcisista de necesidades artificialmente creadas por esa misma lógica.

Un último apunte, que actúa en realidad como preámbulo del apartado consecutivo: la idea de la cosificación del arte que se halla implícita en argumentos como los que acabamos de mencionar impone la necesidad de buscar explicaciones en lo que Marx escribiera sobre el fenómeno del “fetichismo de la mercancía”: por lo pronto, en el capitalismo “la relación social entre los hombres adquiere para ellos la forma fantasmagórica de una relación entre cosas” y los caracteres sociales de su propio trabajo se presentan “como caracteres objetivos de los productos mismos del trabajo, o como unas propiedades sociales inherentes a la naturaleza de esas cosas”[22]. Puesto que es imposible sustraerse a él, en lo que concierne al arte el fetichismo se concreta en que la obra ofrece una imagen ideológicamente engañosa de su función: su consumo por parte del espectador la hace aparecer como si estuviera ahí desde siempre para satisfacer verdaderamente nuestras necesidades, y no como lo que es en realidad: producto fantasmagórico de la voluntad homogeneizadora de la industria.

Violeta Garrido (@violetluxemburg) es miembro de L’École des hautes études en sciences sociales y del consejo de redacción de 525ºFrevista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

Nota del editor: La segunda y última parte del artículo será publicada la semana que viene.

Notas

[1] Berman, Marshall (1994). Todo lo sólido se desvanece en el aire. Buenos Aires: Siglo XXI, p. 11.

[2] Anderson, Perry (1979). Consideraciones sobre el marxismo occidental. Madrid: Siglo XXI.

[3] Sartre (1988). L’idiot de la famille. Gustave Flaubert de 1821 à 1857. París: Gallimard, p. 1285.

[4] Benjamin, Walter (2012). Escritos políticos. Madrid: Abada, p. 32.

[5] Harvey, David (2008). París, capital de la modernidad. Madrid: Akal.

[6] Jameson, Fredric (2016). Marxismo y forma. Madrid: Akal, p. 63.

[7] Paz, Octavio (1971). El arco y la lira. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, p. 265.

[8] Adorno, Theodor W. (2004). Teoría estética. Madrid: Akal, p. 35.

[9] Benjamin, Walter (2012). Escritos políticos. Madrid: Abada, p. 68.

[10] Baudelaire, Charles (1999). Salones y otros escritos sobre arte. Madrid: Visor, p. 361.

[11] Benjamin, Walter (2012). Escritos políticos. Madrid: Abada, p. 67.

[12] Wiggershaus, Rolf (1986). La Escuela de Fráncfort. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, p. 224.

[13] Marx, Karl (1982). Introducción general a la crítica de la economía política. México D.F.: Siglo XXI, p. 61.

[14] Benjamin, Walter (2014). Baudelaire. Madrid: Abada, p. 180.

[15] Klein, Naomi (2008). La doctrina del shock. Barcelona: Paidós.

[16] Benjamin, Walter (1989). Discursos interrumpidos, I. Madrid: Taurus, p. 20.

[17] Jameson, Fredric (2016). Marxismo y forma. Madrid: Akal, p. 64.

[18] Adorno, Theodor W. (2004). Teoría estética. Madrid: Akal, p. 53.

[19] Benjamin, Walter (1989). Discursos interrumpidos, I. Madrid: Taurus, p. 30.

[20] Adorno, Theodor W. (2004). Teoría estética. Madrid: Akal, p. 30.

[21] Benjamin, Walter (2012). Escritos políticos. Madrid: Abada, p. 88.

[22] Marx, Karl (2014). El fetichismo de la mercancía (y su secreto). Logroño: Pepitas de calabaza, pp. 36-37.

Fotografía de Álvaro Minguito.