Síncopa y espectáculo: un recorrido por los estados perceptivos modernos y posmodernos (II)

  1. Tántalo o la supervivencia ampliada

BEBIENDO EN EL COCHE

Es agosto y no he
leído un libro en seis meses
salvo una cosa titulada The Retreat From Moscow
de Caulaincourt.
Sin embargo, soy feliz
cuando voy en coche con mi hermano
bebiendo una pinta de Old Crow.
No vamos a ningún sitio,
conducimos sin más.
Si cerrara los ojos durante un minuto
no sabría dónde estoy
y me tumbaría encantado a dormir para siempre
a la orilla de la carretera.
Pero mi hermano me da un suave codazo.
En un momento va a pasar algo.

En Todos nosotros: poesía completa, Raymond Carver

Una de las críticas que Jacques Rancière le hace a la conceptualización teórica que ha trascendido sobre el modernismo —tanto académica como divulgativa— es que queda sometida a un engranaje de dicotomías que se presentan como contradictorias: autonomía/heteronomía, artístico/estético, arte/no-arte, etc., y que solo considera legítimo uno de los términos del par antagónico, sin percibir que esas paradojas constituyen el principio fundante de la modernidad estética como tal. Para un autor que sostiene que la posmodernidad no representa ninguna ruptura radical respecto a la modernidad —a diferencia de lo que establecen visiones más superficiales como la de Arthur Danto—, sino que es, antes bien, su comprensible continuación, la contraposición que se comenzaba a plantear ya en tiempos de Benjamin entre alta cultura autónoma y un incipiente kistch carecía de sentido entonces y con más razón carece de sentido ahora, en el sentido de que tanto una cosa como la otra conviven bajo el mismo régimen de comprensión y disfrute de lo artístico. En una línea similar, Boris Groys sostiene que el posmodernismo occidental surge en el momento en el que el modernismo, incapaz de vencer al arte comercial, se convierte en su aliado y “se integra cada vez más en el torrente único de ese arte que era determinado por las necesidades del mercado”[1]. Con los análisis pioneros de Jameson a la cabeza predomina entre los críticos culturales la opinión de que la posmodernidad certifica la disolución definitiva de las fronteras entre los géneros “elevados” y “bajos” —si es que estas existieron alguna vez, apostillaría Rancière—, suceso que se concreta en la incorporación de motivos modernistas a la cultura popular y viceversa: las técnicas surrealistas aplicadas a la publicidad constituirían un ejemplo de la primera posibilidad. El texto de Carver que encabeza este apartado ilustra a la perfección dicha tendencia, pues lo que tradicionalmente se adscribía al género lírico —un poema— se despliega ahora mediante formas que recuerdan directamente a las del anuncio televisivo o a las de la escena cinematográfica de serie B sobre el american way of life: narrativo, neutral, sencillo y sin pretensiones, renuncia a cualquier tipo de exploración poética en pos de una insustancialidad sin resultados altamente estéticos. Desgastadas ya las ideas antipasatistas y revolucionarias de las que hacían gala las vanguardias, el autor estadounidense —no es baladí llamar la atención sobre su nacionalidad— se entrega a la efímera estetización del consumo, cuyo mayor exponente al respecto quizás sea Warhol, sin plantear ninguna cuestión relativa a lo porvenir o a su propio lenguaje, y pareciera que desde entonces todo deviene literariamente apto —aunque también es cierto que una buena parte del arte de la posmodernidad se caracteriza porque, llevando la poética de Mallarmé al paroxismo, solo consigue hablar de su propio lenguaje. En ambos casos, lo que se pone de manifiesto es el abandono de toda perspectiva crítica, pues “la condición postmoderna es como el dadaísmo sin la guerra o el surrealismo sin la revolución”, según la analogía de Sadie Plant[2]: monólogos que se sirven del collage y el pastiche, es decir, de recursos que ponen en marcha una parodia sin sátira, sin impulso corrosivo. En suma, los originales estilos modernistas se convierten, al pasar por la pátina de la posmodernidad, o bien en un idiolecto completamente aséptico y reificado —siendo el texto un ejemplo de esta primera tendencia—, o bien en un discurso parasitario de la tradición que no obstante la simplifica sobremanera, como demuestran las ficciones históricas de todo pelaje surgidas al calor de las últimas décadas.

En este sentido, si el arte de vanguardia, tal y como lo concebían sus ideólogos, era el trabajo directo sobre el fetiche, con el propósito de recuperarlo del mercado capitalista, el arte posmodernista parece ser su completa antítesis: concebido por y para el consumo de masas. En virtud de esta rivalidad, tanto Raymond Williams en Politics of Modernism (1989)[3] como más tarde Perry Anderson creen que la cultura modernista era opositora por naturaleza e “irremediablemente elitista: era producida por exiliados aislados, minorías hostiles y vanguardias intransigentes”, mientras que la posmodernista es a todas luces “mucho más vulgar”[4]. En cualquier caso, no se trata aquí de engrosar las filas de del gremio de los “apocalípticos” y despreciar sin más a los “integrados”, para hablar como Umberto Eco (1985)[5]. Nos parece razonable la hipótesis de que todos los supuestos giros posmodernistas están articulados dentro del mismo régimen estético del que ya participaba el modernismo: uno en el que, como hemos visto, “la mirada no puede saciarse nunca”. De hecho, la cada vez más indiscutible primacía de lo visual en los tiempos contemporáneos —algo que las indagaciones benjaminianas ya habían identificado— transmuta al espectador/consumidor en una personificación actualizada de la figura mítica de Tántalo, el hijo de Zeus condenado a sufrir eternamente la tentación sin satisfacción: el sujeto posmoderno, vapuleado sin cesar por la urgencia de lo nuevo y del imperativo publicitario, está expuesto a una multitud de estímulos formulados a través de imágenes, lo cual, de alguna manera, “mortifica al ojo reificado del espectador”, dice Jameson[6], y lo obliga a recrearse en el deseo ilimitado, a la manera de la “máquina deseante” que postulan Deleuze y Guattari en El Anti-Edipo (1973)[7], si se quiere. Y la lógica que subyace al funcionamiento de la industria cultural radica justamente en el fingimiento ideológico de que los productos culturales que se consumen responden a una necesidad genuina del espectador, y no, como reconoció Adorno, que en realidad estos productos sacian, aunque nunca por completo, los deseos enaltecidos por el propio sistema. Pero, a decir verdad, la industria cultural está lejos de ser un aparato complaciente con las necesidades del público y, en general, con todo aquello que no sea su propia reproducción: “No es el deseo el que se apoya sobre las necesidades, sino al contrario, son las necesidades las que se derivan del deseo”[8].

Como decíamos, las pantallas a través de las cuales socializa y contempla este sujeto son “máquinas de emoción perpetua”[9], cuya ininterrumpida intensidad y potencia inconmensurable desencadenan un respuesta libidinal espasmódica, plagada de altibajos y caracterizada por la alternancia de las fases maníacas y las depresivas, un poco como ese “esquizofrénico artificial” que es un “andrajo autistizado producido como entidad”[10]. Esta reacción, que Jameson apoda “lo sublime histérico”, encubre en realidad una degradación de lo afectivo y acaso nos pone sobre aviso del riesgo de que, como plantea Fisher[11], “la experiencia del «shock de lo nuevo» haya quedado definitivamente atrás”. La consecuencia más flagrante de ello bien puede ser la conformación de un sujeto insensibilizado e insatisfecho por principio y con una parte de su psiquismo inmunizado a todo acicate o bien habituado a la seguridad que le proporcionan exclusivamente las sensaciones placenteras (esto es, incapaz de digerir coyunturas complejas). Volviendo al poema, el sujeto de la enunciación se encuentra apresado en la ambivalencia que acabamos de describir (o, por mejor decir, el poema la representa): la carretera que se extiende ante sus ojos coadyuva a componer una atmósfera de paz y tranquilidad que recorre todo el texto; pero, hacia el final, esa sensación cercana incluso al éxtasis es interrumpida inesperadamente por el codazo del hermano, que, como una descarga eléctrica, activa el sistema sensorial del sujeto sin motivo aparente: algo va a pasar, pero realmente se trata de una preocupación todavía sin objeto; esta fluctuación afectiva recuerda a la dinámica que tiene lugar, por ejemplo, en las películas de terror, donde los momentos de calma y de tensión se intercalan dando lugar a un ritmo agitado y espasmódico con el que resulta difícil concentrarse.

Así, aunque Duchamp erigiera toda su filosofía estética con el fin de rebelarse contra lo que él llamaba el “arte retiniano” —entendiendo por ello el principio mimético tradicional, el cuadro de caballete—, sus creaciones lo posicionan primero como precursor y luego como portavoz de un arte posmodernista lúdico y recreativo que, a pesar de todo, no deja de ser plenamente “retiniano”, y quizás más que nunca. Y no solo porque el ready-made evidencie en el artista una conciencia plena de la disociación existente entre la categoría de Arte y una estética de lo bello o de lo útil que le pueda estar asociada, haciendo público con ello un programa estético completamente carente de ambición (o, al revés, tan vasto que la etiqueta de lo “estético” puede acabar abrazando cualquier cosa con solo consagrarla nominalmente como arte); sino porque los objets trouvés funcionan fundamentalmente aludiendo a un potente soporte audiovisual que requiere de la complicidad del espectador para poder comunicar todo su sentido, el cual ha podido quedar inexpresado en la ejecución del artista o, por el contrario, se ha expresado de manera no intencional y debe descifrarse[12]. Esta ausencia de códigos prescriptivos en torno al arte, que ha conducido desde el pop art, si no antes, a la adoración de lo trivial, ha llevado a algunos a hablar del “fin del arte”, que, como toda pretensión de clausurar la dinámica histórica, debe tomarse con precaución. Sea como fuere, la conexión perpetua a circuitos de entretenimiento y control hipermediada por la cultura de consumo —el posmodernismo es, como la obra de Duchamp, una continua exhibición de happenings— que debilita la milenaria hegemonía de la letra escrita y le otorga absoluta preeminencia a los estímulos ópticos y auditivos es lo que conduce a Mark Fisher[13] a postular que la “subjetividad posliteraria” del capitalismo tardío origina un fenómeno de “poslexia”, que sería algo así como la capacidad inusitada de procesar datos cargados de imágenes sin necesidad de leer. No es casualidad que la voz poética del texto que hemos traído a colación no haya leído apenas nada en seis meses, según admite: como sentenciaron, una vez más, Deleuze y Guattari, “el capitalismo es profundamente analfabeto”[14].

Quien identificó con más pericia el modo de percepción estética y el funcionamiento general enormemente mediatizado del capitalismo tardío, mucho antes de que se popularizara el término “posmodernidad”, fue sin duda Guy Debord, que ya en 1967 exponía en La sociedad del espectáculo una tesis que ha resultado fundamental para la posteridad —hasta el punto de condicionar, junto al ya referido estudio marxista del fetichismo de la mercancía, la aparición de corrientes intelectuales tan interesantes como la Wertkritik o “crítica del valor” (Jappe, Kurz, Postone)—: la alienación de los trabajadores no se limita ahora a la explotación durante el tiempo de trabajo, como había descubierto el Marx de losManuscritos económico-filosóficos (1844), sino que abarca también el tiempo de ocio y se expande en realidad al tiempo total de la vida, generando nuevas fuentes de las que extraer plusvalía. Sobre esta premisa fundamental articuló el situacionismo su audaz recusación a las dinámicas de una vida cotidiana colonizada por el pseudotrabajo, el pseudoocio y la pseudocultura. Si bien Debord, creyendo en esa continuidad entre el modernismo y lo que vino después, hace extensiva su crítica a la vanguardia, que desde su punto de vista “se había alienado y especializado tanto como cualquier otro aspecto de la cultura espectacular”[15], la mayor parte de responsabilidad en las transformaciones acaecidas en el ámbito de la percepción recae sobre el modo de producción dominante. Lejos de falsar el análisis económico de Marx, el capitalismo tardío —que muchos han dado en llamar algo erróneamente sociedad postindustrial o postfordista, sociedad del conocimiento o sociedad de la información, pero que es ante todo multinacional y omniabarcador— representa la forma más pura de capital conocida hasta el momento por cuanto ha logrado acceder a zonas que no se habían conseguido mercantilizar. Amparándose en la periodicidad propuesta por Ernest Mandel, Jameson[16] señala con acierto que la tecnología de la actualidad, con el ordenador, el smartphone o la televisión como ejemplos paradigmáticos, se compone de “máquinas de reproducción más que de producción”, las cuales han modificado necesariamente nuestra capacidad de representación y percepción estética, abocándola, como ya se ha dicho, a un “Niágara de cháchara visual”[17]. De modo que, para Debord el espectáculo no es simplemente un conjunto de imágenes, sino una “relación social entre las personas mediatizada por las imágenes”[18]. Aquí hemos querido hacer uso de la cursiva para destacar justamente el hecho de que ha sido el desarrollo de las fuerzas productivas el que ha impuesto un determinado modelo de interacción colectiva: uno en el que todo lo experimentado se ha convertido en una representación y el mundo en sí ha devenido objeto de la mera contemplación. Por eso mismo también dice Debord —en realidad complementando a Lukács; el capítulo que Anselm Jappe le dedica en Guy Debord (1993)[19] a ambos es delicioso y argumenta su estrecha afinidad— que el espectáculo no es solo un engaño (como podría serlo si fuera una expresión mecanicista y simplona de lo que algunos han entendido tradicionalmente por “falsa conciencia” y nada más), ya que expresa unas condiciones de existencia determinadas y se traduce en términos materiales: la mercancía alcanza la “ocupación total” de la vida social[20] disfrazando al proletario de consumidor y extendiendo un dominio totalitario.

El espectáculo es la racionalidad que cabe esperar de un sistema económico en el que la acumulación de capital ha alcanzado un nivel tan elevado que solo le queda elogiarse a sí misma. Pertrechada en la abundancia de imágenes, de estímulos y de objetos —la “supervivencia ampliada”, lo denomina Debord—, lo que esta situación revela verdaderamente es el dominio de la economía política también sobre las esferas del “ocio y la humanidad”, es decir, la desposesión a la que el individuo queda sometido en la relación mercantil, y, sobre todo, “la identificación del espectador con las imágenes que se le proponen, equivalente a la renuncia a vivir en primera persona”[21]. La alienación espectacular según la entiende Debord supone la inversión de lo real —matiz que la noción de “simulacro” manejada por Baudrillard desecha, pues el orden de lo hiperreal no establece distinciones entre el modelo original y su representación—, y por tanto multiplica su efectividad: además de separar al individuo del producto de su trabajo, el espectáculo lo fragmenta y lo separa radicalmente de sí mismo, condenándolo a vivir de forma mediatizada y exigiéndole además un goce. En resumidas cuentas, la imparable tendencia a la baja del valor de uso produjo en primer lugar una paulatina degradación del ser en tener y, posteriormente, un desplazamiento del tener al parecer, que es característico de la sociedad del espectáculo; y podría aducirse que incluso de nuestros tiempos estrictamente contemporáneos (que no han hecho sino verificar las tesis de Debord en grado sumo dando lugar a un “hiperespectáculo”, si se nos permite llamarlo así), como demostraría la dismorfia video-fisonómica de la que habló Foster Wallace en La broma infinita (1996), que estaría detrás de los incontables “filtros” que actualmente se les pueden aplicar a las imágenes en las redes sociales —una suerte de espectáculo en segundo grado, puesto en marcha sobre la imagen espectacular y a partir de ella—, por citar solo un ejemplo. La voz poética parece estar inmersa en un proceso de este tipo: vive feliz porque proyecta una imagen social del consumo del tiempo que está exclusivamente dominada por los momentos de ocio y vacaciones, “momentos representables a distancia y postulados como deseables”[22]. Dicho de otro modo: el sujeto es víctima de lo que Fisher apoda “hedonia depresiva”[23], una especie de intolerancia a todo lo que no sea la búsqueda imperiosa del placer.

Ciertamente, el placer, simbolizado aquí en la pinta de cerveza y en el viaje de carretera sin fin determinado, instaura una vivencia ilusoria del tiempo de la realidad, en el sentido de que este es susceptible de intercambiarse —se establece por tanto una suerte de equivalencia— por el tiempo muerto, el tiempo del “dormir para siempre”, que es por definición eterno; acaso eso represente, por un lado, el triunfo más categórico del espectáculo sobre la vida y, por otro, en los ojos del lector más perspicaz, su denuncia: la situación espectacular que involucra la contemplación de la carretera llega a presentar la renuncia a la vida como una condición deseable para el individuo, puesto que deseable es en sí mismo el espectáculo, lo cual en última instancia revela el abandono de todo propósito que lo trascienda, la abdicación de la propia agencia como individuo. Ello nos remite necesariamente a la concepción posmoderna del tiempo, que establece una relación muy especial con el pasado y con el futuro a través de un historicismo irónico que a la postre aniquila toda perspectiva utópica. Para Paz, “la conciencia de la historia se ha revelado como conciencia trágica; el ahora ya no se proyecta en un futuro: es un siempre instantáneo”[24]. Ese “siempre instantáneo” es precisamente el tiempo del espectáculo, un presente perpetuo “en el cual la repetición constante de las mismas seudonovedades hace desaparecer toda memoria histórica, de modo que no se puedan ya comprender ni las causas ni las consecuencias de acontecimiento alguno”[25]. La ininterrumpida apelación a la novedad, aunque haya perdido buena parte de su efectividad si se la compara con la que tenía lugar en los tiempos de la modernidad, instala la impresión de que el tiempo transcurre de manera cíclica: la cultura de consumo es fast culture, un producto que solo conoce el presente y cuya experiencia puede renovarse una vez agotada. El aparentemente imbatible reinado de la mercancía, aupado por el derrumbamiento o el debilitamiento sustancial de la mayoría de los proyectos disidentes con las lógicas tardocapitalistas, acabó imponiendo hasta nuevo aviso la falaz consigna del “fin de la historia” de Fukuyama, desterrando del imaginario colectivo las prospecciones de emancipación social que tantas esperanzas habían cosechado en la primera mitad del siglo XX y parte de la segunda; es por eso que el sujeto de la enunciación del poema, oriundo de una de las sociedades más despiadadamente neoliberales, “no sabe a dónde va”, pues no puede asirse a ningún proyecto de transformación o superación del orden existente.

  1. Conclusiones

Lejos de certificar la detención de la dinámica histórica o de regodearse en el pesimismo, el párrafo final del apartado precedente pretendía llamar sutilmente la atención sobre un hecho concreto: que los planteamientos celebratorios del fin de la historia y del declive de los metarrelatos que la sostenían —una de las principales características que se le adscriben a la posmodernidad— constituye una victoria pírrica para el sistema, puesto que deben repetirse machaconamente y han sido en buena medida sobrepasados por los acontecimientos. Si, como indicaba Terry Eagleton (2011)[26] en una interesante lectura de la Dialéctica de la Ilustración (1944), la Ilustración se convierte en su propia mitología —en el sentido de que el hado de la Antigüedad reaparece en la modernidad bajo la forma de la lógica, el determinismo científico y la racionalidad instrumental, que se ensalzan y se enaltecen sin miramiento—, se podría afirmar que, de igual manera, el frágil argumento de la suspensión de la historia, el perspectivismo y la episteme relativista se han convertido en la mitología de la posmodernidad, si bien solo evidencian una desesperada necesidad de naturalizar un estado de cosas dado. Parece difícil, en cualquier caso, deshacerse del mito incluso en nuestras sociedades altamente desacralizadas, sobre todo cuando la mercancía se halla aupada a la totalizadora condición de elemento irreemplazable de la vida social y es prácticamente imposible escapar a su control. ¿Es factible, pese a todo, plantear una crítica inmanente al posmodernismo (como parecen haber llevado a término los casos que se acaban de referenciar) o acaso la lógica espectacular engulle trágicamente —o convierte en cómplice de su método— todo lo que toca, a la manera de los agujeros negros? Al fin y al cabo, como decía un oponente de los laboristas británicos (creyendo desautorizarlos sin percatarse de que en realidad los halagaba y les restituía su fuerza utópica en el sentido blochiano), “You are dealing with marxists. Everything is horribly, brutaly possible”.

Aunque a priori resulta difícil ofrecer una respuesta satisfactoria a la pregunta que se acaba de plantear, una actitud materialista ante los hechos debería privilegiar la aptitud de la crítica para penetrar en cualquier ámbito. A modo de humilde comienzo, nuestro trabajo se proponía señalar, por una parte, la existencia de una línea de continuidad entre la experiencia estética moderna y la espectacularidad a la que aboca el posmodernismo, sobre todo considerando que el grado de fetichización de la obra de arte aumenta progresivamente cuanto más se cosifica la práctica artística y cuanto más se trata la emoción estética del individuo como un objeto de consumo. Es preciso subrayar que, si bien es algo que han señalado múltiples estudiosos, para quien escribe se trata de una reflexión estimulada a partir de un interesantísimo trabajo de Susan Buck-Mross, Mundo soñado y catástrofe (2004)[27], donde la autora expone, partiendo de un hilo conductor estético, el paralelismo existente entre la industrialización capitalista y el modelo de desarrollo industrial soviético (sobre todo desde el Primer Plan Quinquenal en adelante). Desde su punto de vista, la imposibilidad de escapar de la concepción industrial capitalista es clave para entender tanto el paulatino declive de la utopía soviética como la instauración de un vasto reino de lo kitsch en el seno del llamado “socialismo real”. Más allá de la consideración que pueda suscitar su postura teórica —hemos incurrido aquí en un ejercicio forzoso de simplificación, pero cabría discutir o profundizar en alguna de las aseveraciones de Buck-Morss—, nos parece que el punto de convergencia con nuestra premisa reside justamente en que sitúa en la dinámica industrial la capacidad de condicionar, en grados variables pero siempre constatables, el desenvolvimiento del plano superestructural de las sociedades. Del mismo modo, los pensadores a los que hemos recurrido a lo largo de estas páginas identifican en el desarrollo industrial y urbano uno de los principios constructivos de la modernidad artística, sin el cual sería inconcebible el posterior nacimiento y la institucionalización del “espectáculo” que da sentido a nuestra vivencia estrictamente contemporánea (por eso carece de lógica entronizar la modernidad mientras se defenestra automáticamente lo que le sigue). Tanto es así que dos obras literarias alejadas temporal y culturalmente entre sí como las que hemos traído a colación coinciden en presentar los sistemas perceptivos del individuo a la merced de las circunstancias tecnológicas que los ven nacer.

Violeta Garrido (@violetluxemburg) es miembro de L’École des hautes études en sciences sociales y del consejo de redacción de 525ºFrevista de Teoría de la Literatura y Literatura Comparada.

Nota del editor: La presente es la segunda y última parte del artículo, cuya primera parte está disponible aquí.

Notas

[1] Groys, Boris. (2008). Obra de arte total Stalin. Valencia: Pre-Textos, pp. 39-40.

[2] Plant, Sadie. (2008). El gesto más radical. La internacional situacionista en una época postmoderna. Madrid: Errata naturae, p. 235.

[3] Williams, Raymond. (2006). Politics of Modernism. Londres: Verso.

[4] Anderson, Perry. (2000). Los orígenes de la posmodernidad. Madrid: Akal, p. 69.

[5] Eco, Umberto. (1985). Apocalípticos e integrados. Barcelona: Lumen.

[6] Jameson, Fredric. (1991). El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío. Buenos Aires: Imago Mundi, p. 27.

[7] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix (1973). El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Paidós.

[8] Ibíd., p. 34.

[9] Anderson, Perry. (2000). Los orígenes de la posmodernidad. Madrid: Akal, p. 94.

[10] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. (1973). El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Paidós, p. 14.

[11] Fisher, Mark. (2018). Realismo capitalista. Buenos Aires: Caja Negra, p. 24.

[12] Sobre los nexos específicos que existen entre el dadaísmo duchampiano y la cultura posmodernista contemporánea he escrito más extensamente aquí: http://aullidolit.com/dada-ready-made-posibilidad-meme/

[13] Fisher, Mark. (2018). Realismo capitalista. Buenos Aires: Caja Negra, p. 55.

[14] Deleuze, Gilles y Guattari, Félix. (1973). El Anti-Edipo. Capitalismo y esquizofrenia. Barcelona: Paidós, p. 247.

[15] Plant, Sadie. (2008). El gesto más radical. La internacional situacionista en una época postmoderna. Madrid: Errata naturae, p. 95.

[16] Jameson, Fredric. (1991). El posmodernismo como lógica cultural del capitalismo tardío. Buenos Aires: Imago Mundi, p. 62.

[17] Anderson, Perry. (2000). Los orígenes de la posmodernidad. Madrid: Akal, p. 94.

[18] Debord, Guy. (2002). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos, p. 38.

[19] Jappe, Anselm. (1998). Guy Debord. Barcelona: Anagrama.

[20] Ibíd., p. 55.

[21] Jappe, Anselm. (2009). “Sic Transit Gloria Artis. El «fin del arte» según Theodor W. Adorno y Guy Debord” (pp. 95-150). En Jappe, Anselm; Kurz, Robert y Ortlieb, Klaus Peter. El absurdo mercado de los hombres sin cualidades. Ensayos sobre el fetichismo de la mercancía. Logroño: Pepitas de calabaza, p. 104.

[22] Debord, Guy. (2002). La sociedad del espectáculo. Valencia: Pre-Textos, p. 136.

[23] Fisher, Mark. (2018). Realismo capitalista. Buenos Aires: Caja Negra, p. 53.

[24] Paz, Octavio. (1971). El arco y la lira. México D.F.: Fondo de Cultura Económica, p. 265.

[25] Jappe, Anselm. (1998). Guy Debord. Barcelona: Anagrama, p. 131.

[26] Eagleton, Terry. (2011). Dulce violencia. La idea de lo trágico. Madrid: Trotta.

[27] Buck-Morss, Susan. (2004). Mundo soñado y catástrofe. La desaparición de la utopía de masas en el Este y el Oeste. Madrid: Antonio Machado Libros.

Fotografía de Álvaro Minguito.