The Wire: el revés del sueño

Asomarte a The Wire, esa serie televisiva creada por David Simon y Ed Burns, produce vértigo. Al situarte ante ella te percatas de que es siempre más. Es más que una serie televisiva de culto, más que una transgresora narrativa audiovisual producida para la televisión, más que una reflexión lúcida, y dolorosa, sobre la condición del tiempo de la tardomodernidad. The Wire es todo eso y también podría ser considerada como el gran relato americano, y por lo tanto mundializado, que muestra sin anestesia no tanto el final de un sueño como su revés. Porque lo que esta serie nos cuenta no es algo que haya acontecido de repente para poner fin a unas ilusiones, las de las sociedades de la democracia liberal, sino que nos grita que ese sueño tal vez nunca fue ilusión sino espejismo.

A lo largo de cinco temporadas, articuladas en diferentes episodios, Simon y Burns construyen un relato vertebrado por una trama y unos personajes que atraviesan la serie, pero que en cada temporada se abren a una disección crítica de cinco elementos clave: primero se aborda, desde el análisis de la burocracia policial, el funcionamiento del propio sistema social; en la segunda temporada se nos sitúa ante el relato de la crisis de la clase obrera; en la tercera se aborda la corrupción política en el mundo del capitalismo especulativo y financiero; en la cuarta el bisturí se adentra en las carnes de ese dispositivo que es el sistema educativo; finalmente, en su última temporada se nos muestra un análisis amargo sobre el papel de la prensa, su decadencia y su crisis.

Simon y Burns hablan en primera persona a través de un coro de personajes: el primero fue periodista en un diario de Baltimore, ciudad en la que sucede la serie; el segundo fue policía y posteriormente profesor de una Middle School en esa misma ciudad. Todo ello envuelto en un relato audiovisual que desde el primer segundo quiere ser, y lo consigue, una transgresión del género televisivo y de la función social del medio. Aunque no me consta que Burns o Simon lo hayan afirmado nunca, es la plasmación más radical de lo que pretendía Roberto Rossellini cuando decidió que debía abandonar el cine y dedicar sus esfuerzos en otra dirección:

“La televisión constituye en la actualidad el más potente y sugestivo de estos medios de comunicación (…) La televisión debería ser, por consiguiente, el medio más adecuado para promover una educación integral, es decir –según las palabras de Antonio Gramsci–, «una nueva Weltanschauung proletaria», un nuevo concepto de vida para el pueblo”[1].

Gramsci habría aplaudido a The Wire como ese puñetazo de lucidez que demuestra que el espectáculo de los mass media no está reñido con la emancipación que surge de la toma de conciencia. Una narrativa dirigida a un espectador o espectadora insumisos y creada desde la afirmación soberana de que, como señaló Simon, “de hecho no existe ninguna ley que prohíba pensar sólo por tener un mando a distancia en la mano”[2]. Los creadores tenían claro lo que buscaban, en palabras de Simon, una “narración (que) quiere dialogar con nuestra situación actual (enfrentándose) a las realidades básicas y a las contradicciones de nuestro mundo cotidiano, crea historias que, al final, pueden plantear ideas sociales e incluso políticas (…) Teníamos unas ganas tremendas de buscar pelea”[3].

Los dos creadores tenían muy claro que “la serie versaría sobre el capitalismo desbocado y sus consecuencias, sobre cómo el poder y el dinero en realidad se enraízan en una ciudad posmoderna de Estados Unidos y, en su último término, sobre cómo nosotros, como urbanitas, ya no somos capaces de resolver nuestros problemas ni de restañar nuestras heridas”[4].

Para Slavoj Zizek hay que leer The Wire “a través de la lente del topos foucaultiano, de la relación entre poder y resistencia”, y de una reflexión sobre “el paradigma de resistencia a un dispositivo” que al eslovaco le lleva a trazar una conclusión que merecería ser muy debatida, pero en otro artículo: “Sólo cuando abracemos plenamente el pesimismo trágico de Simon y aceptemos que no hay futuro (dentro del sistema) podrá surgir un espacio para un futuro cambio radical”[5]. No olvidemos que la serie se empezó a emitir en 2002 y puso punto y final en 2008. Las fechas marcan un periodo significativo: el preludio de esto que hemos denominado la Crisis y que ha devenido en un marco estructural que define nuestro presente. Lucidez narrativa, lucidez crítica. Pensado desde hoy me percato de algo que no creo sea mera anécdota: The Wire no anticipó a Obama, The Wire predijo a Trump.

Cuarta temporada. Un dispositivo llamado escuela.

Dickens inicia su novela Tiempos difíciles con un capítulo dedicado a la escuela. Lo titula “El asesinato de los inocentes”. No sé si David Simon y Ed Burns han leído esta obra, pero me resulta difícil no pensar que la cuarta temporada de la serie podría haberse llamado así.

Burns, como persona que vivió idénticas situaciones que los dos personajes clave de la temporada, dos docentes expolicías, habla de lo que sabe y lo hace sin maquillar la amargura. Asistimos a una precisa disección de ese dispositivo que llamamos sistema educativo en su dimensión de ejecutor del asesinato (en forma de exclusión social) de los inocentes (ese alumnado que en la jerga cínica que circula por nuestros claustros se califica como en riesgo de exclusión).

Todas las temporadas de la serie son amargas, pero en ésta la amargura duele más. Sentado ante el televisor asistes al desarrollo de una historia que sucede en Baltimore pero que tú mismo has vivido en primera persona. La temporada centrada en la impugnación del dispositivo educativo era, es, absolutamente necesaria. La escuela ha sido, sigue siendo, uno de los señuelos de esa ilusión-espejismo bautizada como estado del bienestar. Nos suena: la educación como ascensor social, la educación como punta de lanza contra el determinismo de la injusticia social, la educación como promesa de casi todo, un casi todo que, sabemos, se envuelve en el celofán de la igualdad de oportunidades.

David Simon deja claro que él no va a mostrarnos un escaparate lleno de promesas incumplidas o eternamente postergadas: “el sistema escolar de la ciudad ofrece como resultados anuales fracaso y declive, con un porcentaje de alumnos que llega a graduarse en secundaria inferior al 30%”[6]. ¿Nos suena el dato?

The Wire desmonta la trampa afirmando sin maquillajes que la educación no es un ascensor social sino una pieza precisa en la maquinaria de la exclusión. Tom Waldron, que participa en el libro de Álvarez con un capítulo titulado “Los cimientos de una sociedad libre”, escribe:

“Los profesores se preocupan más de «enseñar el examen[7]» que de enseñar realmente a los alumnos (…) Las escuelas estafan una y otra vez a los jóvenes que están quizá en el punto más vulnerable de toda su vida. (…) Aquellos de nosotros que participamos en el sistema nos consolamos con las ocasionales historias de éxito que consiguen producir”[8].

Quien firma este artículo, como muchas otras personas, podemos identificarnos en una de esas ocasionales historias de éxito. Hemos ascendido en la escala social hasta adquirir el estatus de medianía, ¿o medianil?, que nos confiere poseer un determinado poder adquisitivo. Pero The Wire, la impertinente generadora de preguntas incómodas, nos susurra una: ¿somos la excepción o sería mejor decir que somos la coartada para poder seguir manteniendo una mentira?

En uno de los episodios de la temporada el inspector educativo reprocha a uno de los docentes el que quiera persistir en su proyecto, destinado a intentar evitar la exclusión de un sector del alumnado crecido en los márgenes de la vida y confinado ya en la etiqueta de la conflictividad como un fracaso. Debe, le dicen, dedicarse a preparar a esos alumnos para hacer frente al examen externo del que dependerá la valoración global de la escuela y, por ende, los recursos que ésta obtenga en el futuro inmediato. No es justo, le viene a decir, que por su insistencia en dedicarse a unos pocos se pueda perjudicar a muchos que sí tenían posibilidades. La respuesta de Colvin, el docente combativo, es seca: “Los dejamos a todos atrás, lo que pasa es que no lo admitimos”. Colvin se sabe derrotado, no porque no tenga razón sino porque el sistema educativo está construido para otra cosa que esa ilusión en la que él confía. Dentro del sistema eres una pieza, puedes rebelarte y obtener cierto éxito, reducido a saber que ese alumnado por el que luchas te reconoce, cree en ti. Pero el sistema es otro, la educación es un dispositivo que ha de cumplir con el papel que tiene asignado.

Y esto es fundamental para entender la visión oscura que late en la serie: el problema no es que el sistema educativo fracase, es que consigue hacer lo que de verdad es su función. Zygmunt Bauman escribe que la modernidad capitalista siempre ha producido “seres humanos residuales (…) Es un ineludible efecto secundario de la construcción del orden y del progreso económico[9]. Tanto es así que para el sociólogo polaco el basurero es un héroe metafórico de esta modernidad ya que su función es fundamental: dirigir y gestionar esos residuos, separando los que aún son reciclables y pueden retornar al sistema y los tóxicos peligrosos, o meramente superfluos, que habrá que trasladar a vertederos donde no ocasionen problemas para el resto de la sociedad. En la misma obra citada más arriba, el sociólogo polaco afirma: “Saber es elegir. En la fábrica del conocimiento, el producto se separa de los residuos”[10].

Y esto es la cuarta temporada de The Wire: la narración del éxito de la educación como estafa. El valor del cuerpo docente en el marco del funcionamiento del dispositivo escuela radica en realizar el papel del basurero. Basureros especializados en distinguir lo bueno de lo mediocre y de la pura basura. El cuerpo docente no está llamado a transformar lo que debe de ser sostenido. La lógica siniestra de la burocracia destinada, como apunta Zizek, a reproducir el sistema a base de no resolver problemas sino, bien al contrario, de mantenerlos vivos mientras a la vez se crean nuevos problemas.

A lo largo de la temporada asistimos a un ejercicio de síntesis que no deja de sorprenderme por la extrema dificultad de saber abordar algo tan complejo de manera tan sencilla. Simon y Burns nos sitúan en un instituto público de un barrio en los arrabales de la sociedad, pues las familias socialmente salvadas no llevan a sus vástagos a estos centros sino a privados, exclusivos o religiosos, que sabrán modelar a la futura clase media. Y nos enfrentan a una situación definida por tres personajes: dos profesores comprometidos con el deseo de hacer algo distinto, uno de ellos inteligentemente pragmático y otro frontalmente combativo; y una subdirectora que es el modelo de persona con buena conciencia pero que confina su acción dentro de los límites que le permite la burocracia y que, al final, ha de plegarse a la evidencia de que, en la balanza, el deseo de obtener que la escuela no se vea castigada con recortes pesa más que esa mala conciencia de saber que se está sacrificando a inocentes. Ella viene a sostener que querer cambiar las cosas solamente puede deparar el naufragio total. El resto del claustro aparece como un sugerido que está dispuesto a aplaudir a sus compañeros cuando se hacen cargo de esos grupos definidos por Álvarez, guionista de la serie, como “un recodo de mierda en un callejón de mierda de un sistema educativo de mierda”[11]. Aplauden que les quiten de encima esa morralla que les molesta, pero evidentemente lo que desean es que quienes han nacido como carne de cañón sean dirigidos cuanto antes al vertedero.

La mirada ácida de The Wire lo es por mor de honestidad. De ahí que no estemos ante el tópico relato de profe que cae en un grupo broncas, de malotes, y a lo largo del filme los salva. Aquí no se salva a nadie porque no hay posibilidad de hacerlo permaneciendo dentro del sistema. Como mucho, y es bastante, podrás aspirar a dos de las metas que mueven a los dos docentes, Prez y Colvin, ambos, recordemos, expolicías como Ed Burns. El primero, voluntarioso, honesto y pragmático, el segundo, un resistente casi en el sentido con el que Zizek define a este tipo de personas militantes en el libro ya citado. De ahí que su horizonte tenga mucho de desafío sin matices. Colvin pone el acento en que la educación solamente es un valor cuando se rige desde el principio de reconocimiento que, a su vez, sustenta la meta irrenunciable de la equidad, del combate total contra toda desigualdad. No quiero desvelar pormenores de la serie, pero no ocurre nada si revelo lo que todas y todos estamos pensando: ni el uno ni el otro consiguen nada, o sí, consiguen ganarse el respeto y el aprecio de quienes jamás podrán reprocharles su condición de parias de vertedero.

Éste es el núcleo central de esa mirada en serie sobre la educación como estafa social; pero de vez en cuando se cuelan otros flecos como, por ejemplo, el hecho de que si algo no hace el sistema educativo es enseñar. No enseña porque su meta no es otra que la de clasificar calificando y adiestrar. El papel del examen, y sobre todo del examen-evaluación externa, aparece como el virus que alimenta una de las principales patologías de la escuela. Cuando el dispositivo se impone y los alumnos y alumnas de Prez y de Colvin deben ser reconducidos al redil, tras disfrutar de ese paréntesis que han sido las clases en las que ambos docentes actuaban en conciencia, la lógica del sistema se impone y, como recoge Álvarez, “ahora (esos chicos y chicas) no son distintos de los niños que aprenden cosas inútiles en las demás clases”[12]. Pero esto, la imposibilidad del conocimiento impreso en la escuela como saber vitalizado como ya denunciara Nietzsche en los años 80 del siglo XIX, no es lo realmente importante. Lo importante es lo otro, esa descripción descarnada de cómo se asesina a los inocentes, de cómo la educación cumple con la función del basurero. Lo importante lo supo captar el actor que encarna a Prez cuando, comentando la temporada, afirma: “Las cosas están tan mal en muchas casas que gran parte de estos críos se crían solos. Son críos de doce años que tienen que vivir como si tuvieran veinte”[13].

Quienes venimos de este tipo de aulas sabemos a qué se refiere el actor Brian White. Y coincidimos con la afirmación que él expresa: “Tienen cosas más importantes de las que preocuparse que el profesor les pregunte si han hecho los deberes. Para algunos de esos niños, la escuela no es la prioridad número uno”[14]. ¿Se va a preocupar un chaval de la escuela cuando su madre le fuerza a trapichear con droga? ¿Lo hará ese otro que tiene que combatir a un padre que maltrata a su madre? No estoy hablando de The Wire. Estoy hablando de mi propia experiencia con alumnos y alumnas en Zaragoza. De todo esto se deriva un panorama terrible. ¿Para qué sirve un sistema educativo que ni genera justicia ni se compadece con quienes viven el desgarro de la injusticia? Un sistema educativo que no enseña. Un sistema educativo en el que se habla mucho de calidad y nada de calidez. Se habla mucho de excelencia y nada de equidad. ¿Quién creería en alguien que siempre te traiciona? Y es que estos chicos, estas chicas, no son tontas. En la serie queda claro, como dice algún personaje, que ellos y ellas saben qué pueden esperar de nosotros, ven a través de nosotros, el cuerpo docente, y de toda la verborrea con la que pretendemos tapizar las trampas en las que habrán de caer.

Como conclusión, The Wire es un estallido de lucidez. Por eso duele. Para Zizek la obra de Simon y Burns se inscribe en la narrativa realista, pero conviene, señala, aclarar bien este punto. Es cuando Zizek diferencia entre la “realidad” y lo “Real”. La primera es “la realidad social de la gente en concreto involucrada en la interacción y en los procesos productivos”, mientras que “lo Real es la inexorable y «abstracta» lógica espectral del capital que determina lo que sucede en la realidad social”[15]. Quienes no hayan visto la serie, después de leer esto pueden desconcertarse. No diré que lo lamento. Creo que es la mejor forma de aproximarnos a algo más que una serie de televisión. The Wire es un relato amargo que no te empuja a la rendición, a un pesimismo desvitalizado. The Wire es el grito que nace en el seno de lo Real. The Wire es ese gesto que enciende la luz y demuestra que el decorado no existe y que el paisaje es un horizonte de espejismos rotos. The Wire puso el The End cuando el mundo que es hoy ese campo de batalla donde la democracia es derrotada día a día, hora a hora, amanecía. Bauman decía que sí existía una medida para conocer la calidad de un sistema democrático: el modo de atender a las personas más endebles socialmente hablando. The Wire es el resultado de la evaluación de la democracia occidental. Se acabó el juego. Tras la II Guerra Mundial era preciso hacer concesiones democráticas para combatir la amenaza revolucionaria (así se veía). En el siglo XXI, Fukuyama ya lo advirtió, no era necesario seguir manteniendo las concesiones que, nos dijeron, eran derechos. Escribe Simon: “Puede que muchos consideren que estas historias, en su universalidad, ofrecen una visión cínica y desesperanzada de la humanidad en su conjunto. Yo no estoy tan seguro. Está claro que los problemas de este siglo nuevo y aterrador merecen un poco de auténtica desesperación”[16].

Tal vez de esa auténtica desesperación emerja la esperanza de un pensamiento crítico que sepa, como señala Marina Garcés, identificar sus errores para redefinirse: “la crítica (hoy) solo puede moverse en el espacio que queda entre lo que ya fue y la imposibilidad de ser otra cosa. Como un circuito de agua cerrada, aparenta movimiento pero no va a ninguna parte, mientras se pudre. Es preciso salir de este bucle y situar la necesidad de la crítica en sus raíces: la denuncia de las relaciones entre el saber y el poder no tiene interés en sí misma, sino que solo adquiere valor en sus efectos de emancipación. Es decir, en la medida que nos devuelve la capacidad de elaborar el sentido y el valor de la experiencia humana desde la afirmación de su libertad y de su dignidad”[17].

Jesús Ángel Sánchez Moreno es profesor de Ciencias Sociales y autor de De la innovación educativa y sus límites (2018).

Notas

[1] Roberto Rossellini, Un espíritu libre no debe aprender como esclavo. Escritos de cine y educación, Colección Punto y Línea, Barcelona, 1979, p. 117.

[2] Rafael Álvarez, The Wire. Toda la verdad, Principal de los libros, Barcelona, 2013, p. 2.

[3] Ibid., p. 3.

[4] Ibid., p. 386.

[5] Slavoj Zizek, The Wire, Dpi-barcelona, Barcelona, 2016, pp. 46, 47, 59.

[6] Álvarez, The Wire. Toda la verdad, p. 7.

[7] Se refiere a esa evaluación externa de la que va a depender la clasificación del centro y los recursos que obtenga,

[8] Álvarez, The Wire. Toda la verdad, p. 342.

[9] Zygmunt Bauman, Vidas desperdiciadas. La modernidad y sus parias, Paidós. Barcelona 2005, p. 16.

[10] Bauman, Vidas desperdiciadas, p. 32.

[11] Álvarez, The Wire. Toda la verdad, p. 302.

[12] Ibíd., p. 370.

[13] Ibíd., p. 344.

[14] Ibid.

[15] Slavoj Zizek, The Wire, Dpi-barcelona, Barcelona, 2016, pp. 32-33.

[16] Álvarez, The Wire. Toda la verdad, p. 30.

[17] Marina Garcés. “Nueva ilustración radical”. Nuevos Cuadernos Anagrama. Barcelona. 2017, p. 43.

Fotografía de Álvaro Minguito.