Vox y la política del pastiche

Cuando hacia diciembre del 2018 Vox empezó a despegar electoralmente todo aquel familiarizado con la extrema derecha contemporánea se hizo la misma pregunta: ¿tendremos un nacionalismo populista y social, como el de Le Pen, o por el contrario otro tradicionalista y neoliberal, como la extrema derecha suiza o la alemana? Es ya hora de darse cuenta de que quienes creían lo primero estaban equivocados. Y es también hora de darse cuenta de que quienes creían (creíamos) lo segundo también.

¿Qué nos queda, entonces? Nos queda un pastiche. La palabra viene del italiano pasticcio y de forma contemporánea se emplea para señalar la introducción de elementos heterogéneos (que vienen de otro medio, época u obra) en productos artísticos de forma que no se integren en un todo orgánico (es decir, de forma a que su heterogeneidad no quede velada, generando extrañamiento en el espectador). Pues bien, Vox le ha dado una vuelta de tuerca a la historia de esta técnica y ha creado el primer partido pastichesco: uno en el cual se van incorporando elementos disímiles (unos traídos de otro lugar y otros traídos de otra época) en un mismo discurso, produciendo una serie de posturas que parecen inconmensurables.

De hecho, Vox empezó con esta actitud desde el minuto uno. Diría que su slogan ‘Hacer España grande otra vez’ salió simplemente de introducir el ‘Make America Great Again’ en el Google Translate, pero si uno hace la prueba verá que ni siquiera es el caso. Es peor aún: no es ya que las dos frases connoten de forma totalmente distinta (el lema trumpiano tiene que ver con el ‘we use to make things in this country’ y la nostalgia post-superpotencia, que no encuentra ningún equivalente en España), es que no parece tener tampoco mucho sentido gramatical. Quién diantres habrá dado con esa traducción solo lo saben los cabecillas de Vox; lo que nos importa aquí es lo que hay tras la decisión: copiar sin pudor, a ver qué sale. Me recuerdan a ese partido polaco de entreguerras que, imitando a nuestros fascistas, decidió llamarse simplemente ‘Falanga’ y consiguió incluso menos apoyos que los de Primo de Rivera.

Y con todo y aún a sabiendas de que partimos de esta promiscuidad discursiva uno no puede dejar de sorprenderse. Por ejemplo, era difícil esperarse que citasen directa y abiertamente a Ramiro Ledesma Ramos, el más heterodoxo de los fascistas españoles (admirador de la CNT y de Stalin y soñador de un levantamiento nacional-proletario), y su famosa frase ‘solo los ricos pueden permitirse el  lujo de no tener patria’, a poco de presentar un programa que fue alabado por Juan Ramón Rallo. O que abriesen el debate de poder portar armas, como si viviésemos en Kentucky. O que hablen como si sus votos proviniesen del Partido Comunista o de las clases bajas, aunque vengan en su mayoría de PP y Ciudadanos (en España el voto se mueve siempre intrabloques) y tengan un voto por renta similar al de los populares. O que pese a ser un partido de extrema derecha occidental tengan más en común con los Kaczynski que con Salvini. O que señalen a Georges Soros, un señor muy famoso en Europa del Este y Central, pero desde luego no tanto en España.

Lo vemos también en esa forma tan guionizada en la que a veces parece hablar Abascal, un hombre cuya virilidad hiperbólica (con barba à la Leónidas incluida) tampoco encuentra equivalente entre sus colegas europeos (otra anomalía) en un momento en el que precisamente los dirigentes de extrema derecha se parecen más a Geert Wilders que a Jean-Marie Le Pen. Quizás solo más allá del Elba pueda uno dar con algo similar, pero en España esos trajes a punto de estallar resultan bastante extemporáneos, o uno los asocia a grupúsculos de extrema derecha liderados por porteros de discoteca.

Y mientras Abascal habla de tradiciones y traiciones (de forma insegura, como si no se creyese nada de lo que está viviendo), su joven vicesecretario de comunicación, Manuel Mariscal, comparte en Twitter memes de Pepe the Frog, la ‘mascota’ de la Alt-Right… que la Alt-Right ya apenas usa (de hecho la Alt-Right ya apenas existe). Cabe preguntarse si dentro de unos años les dará por el vaporwave irónico o descubrirán el meme NPC, siguiendo esta lógica de copiar con años de retraso a sus presuntos compañeros del otro lado del Atlántico. No sería descabellado: han descubierto también la taxonomía misógina de los incels (ellos, chads, beckys y stacys, estos, las charos) casi una década más tarde. No es culpa de los de Abascal sino de sus aliados digitales: en cuanto a ingenio Forocoches es a 4chan lo que Mis adorables vecinos a Mad Men.

Por supuesto, si esta extraña heterogeneidad se limitase al nivel ideológico no sería ninguna anomalía. Ya dijo Emilio Gentile eso de que las ideologías no son fórmulas geométricas; muchas veces son vagas y aceptan contradicciones sin problemas, pues están lejos de ser un sistema orgánico y suturado. Tenemos a feministas constructivistas diciendo que tal o tal otra persona nació en el cuerpo equivocado, a liberales empiricistas aceptando a pies juntillas la propuesta metafísica del fin de la historia o a izquierdistas presuntamente libertarios que en algún momento histórico han defendido regímenes totalitarios. No es esta habitual incoherencia lo que hallamos en Vox, sino (digámoslo una vez más) un verdadero pastiche: una extraña mezcla que no puede sino dejar un poco atónito al analista político y que no parece ser fruto de unas determinadas circunstancias sino el alma de un partido que se siente cómodo en la doblez. Pensemos en el matrimonio Monasterio-Espinosa de los Monteros: un día son una caricatura de clase tan evidente como un patrón con barriga y monóculo, y al otro parecen Bonnie and Clyde huyendo de la policía de lo políticamente correcto. Lo peculiar en realidad es que no hay articulación: en Berlusconi, Jesús Gil o Trump es un presunto éxito económico lo que les hace outsiders del sistema político, pero aquí hay dos realidades extrañamente pegadas, como en un collage dadaísta, apelando a menudo a tipos de votantes que no están ni se les espera.

Y si estamos ante una estrategia tan deforme y singular, ¿cómo es posible que Vox sea nada menos que la tercera fuerza política, pisándole los talones al partido de Casado? Al fin y al cabo tenemos un monstruo de Frankenstein (hecho de los restos de otros humanos), pero uno que se mueve con agilidad. Diríase que más que ante una hazaña discursiva estamos ante una ventana de oportunidad casi milagrosa. En efecto, nada hay en Vox de la capacidad de Salvini, que ha ‘nacionalizado’ la Lega y la ha hecho pasar del 4 al 34%, ni del aventurerismo de Le Pen, que ha conseguido ampliar las fronteras del Frente Nacional de su padre mediante una estrategia heterodoxa, ni tampoco de esa habilidad de los nacionalpopulistas polacos para tejer equivalencias entre los intereses de los agricultores, el catolicismo y la identidad histórica victimista del país. No encontramos un Florian Philippot, ni un Luca Morisi, ni a un mísero Steve Bannon siquiera. No digamos ya nada similar a la Nouvelle droite (en este país se encargaron de introducirla Verstrynge y Esparza y la cosa no salió) o intelectuales a la altura de Jordan Peterson o aunque sea algo parecido a un Frank Gaffney. Sí encontramos: una dura pugna entre nacionalismos (uno centrífugo y otro centrípeto) y una época de desalineamiento partidista y volatilidad electoral única, dos elementos más útiles que mil artículos de Alain de Benoist.

Es decir, una época de la historia europea en la cual las lealtades partidistas se trastocan (¿queda algún país en todo el continente que no haya pasado ya por esto?), a lo cual debe añadirse un contexto de bloqueo y tedio político, y un momento histórico en España en el cual el nacionalismo catalán va mucho más allá de lo que nadie vivo pueda recordar. A ello se enfrenta un PP cuyos dirigentes no pueden saber, por motivos generacionales, qué significa tener competidores nacionales a su derecha y cómo lidiar con estos. También un Ciudadanos cuyo liberalismo siempre fue (seamos sinceros) bastante precario y que lo apostó todo a un giro a la derecha a partir del invierno de 2017, al calor de un 1 de octubre que ya es historia de Cataluña y de España. Empujó sus fronteras y llegó a integrar brevemente a una coalición de votantes bastante heterogénea pero en última instancia incompatible entre sí. Y perdió la apuesta. Como telón de fondo de todo ello: un nacionalismo catalán temerario que ha agitado viejas inseguridades identitarias al otro lado del Ebro y un marco (constitucionalistas versus anti-constitucionalistas) mediante el cual azules y naranjas integraron a Vox y les dijeron a sus votantes que el partido de Abascal no era ninguna amenaza ni iba a restarle apoyos a la derecha.

No olvidemos tampoco los últimos años dentro del sector más conservador del electorado español. Han sido testigos de muchos casos de corrupción, de una Iglesia Católica que pierde relevancia, de un PP desgastado y de un Rajoy que, aunque no siempre fue precisamente taimado, dejó cierta imagen en la derecha más radical de ser un dirigente ‘blando’ y ceder ante lo que esta ve como amenazas a la integridad de la nación (que para ellos no es sólo un grupo étnico o unas fronteras, sino también una serie de valores y tradiciones). Más importante aún: la breve revolución cultural de Zapatero había salido prácticamente indemne. Las políticas sociales de este fueron contestadas con ímpetu por un PP que cuando pudo gobernar no se atrevió (ya era tarde) a deshacerlas. Una parte de la derecha patria no lo olvidó, y retornó como retorna inevitablemente todo lo reprimido, del mismo modo que, mucho más a largo plazo, se cuestionan ya abiertamente los pilares liberales y progresistas de lo que Ronald Inglehart llamó “la revolución silenciosa” de los sesenta y los setenta mediante lo que Piero Ignazi por su parte llama “la contra-revolución silenciosa”.

Este es el cóctel que hace de ventana de oportunidad para Vox. Es una anomalía absoluta: en Occidente no hay otro partido de extrema derecha que haya surgido en condiciones nacionales tan específicas. Lo que encontramos en Europa es más bien una reacción contra la inmigración, la victoria histórica de la New Left, el Islam, la UE y la sensación de desprotección frente al desorden, con picos a raíz del terrorismo yihadista y la crisis de los refugiados. Esta vía ‘natural’ a la extrema derecha la tuvimos también en España, aunque a nivel local y limitado: la encabezaron no hace tanto Josep Anglada y Xavier Albiol. No es el caso de Vox. Es cierto que tiene votantes en algunos municipios expuestos a la inmigración, y algún que otro seguidor hastiado con el sistema político, pero en general el mejor predictor tiene que ver con el nacionalismo español y el recuerdo de voto al PP o a Ciudadanos. Nuestro país no tiene graves problemas con la inmigración, con la inseguridad o con el Islam (el turista español que se halle en Inglaterra o Francia se sorprenderá si entra en una librería y ve algunos bestsellers de personajes obsesionados con su identidad nacional, mucho más actuales e inteligentes que los de la señora Roca Barea), y generalmente puntúa alto en temas de tolerancia y voluntad de acoger refugiados. Peor aún: no somos demasiado euroescépticos, y si en España hay euroescepticismo este lo abandera la izquierda (algo que no puede sorprendernos en un país cuya izquierda radical a veces parece creer que Buenos Aires nos queda más cerca que Lisboa), un rasgo que solo compartimos con Grecia.

Eppur, les votan. Vox no se ha desinflado ni es probable que lo haga ni aunque mañana la crisis catalana desaparezca por arte de magia. De momento, parece probable que no salgan demasiado bien parados de la crisis del COVID-19 como vienen señalando unas encuestas que apuntan además a una recuperación de PP y Ciudadanos, aunque es pronto para aventurar nada. Su gestión de esta crisis nos desvela la pervivencia del pastichismo: desde el tratar de importar discursos anti-estatistas made in USA (que tienen connotaciones que aquí no operan) hasta defender a las clases altas que se manifiestan de forma temeraria mientras se habla de revuelta popular contra el Gobierno, pasando por una defensa de Viktor Orbán que nadie entiende ni demanda en España.

Sea como sea, Vox ha conseguido cosechar un voto plural, sobre el que solo podemos generalizar. Tienen un buen apoyo entre hombres jóvenes conservadores que están irritados por su derrota generacional (aprovechemos para desterrar de una vez por todas la disparatada idea de que son los ancianos reaccionarios quienes votan a la extrema derecha), pero también entre clases altas madrileñas (siguiendo a sus enemigos íntimos del PP) y (y esto es una anomalía regional) un voto interclasista en Murcia. Con Ciudadanos liquidado y los populares titubeantes entre descuidar su flanco derecho o el izquierdo, nos queda Vox para rato. Es dudoso que el pastiche que trata este artículo les lleve a algo (su éxito tiene que ver con centrarse en aspectos que preocupan a la derecha española contemporánea más que con importar elementos de forma descuidada), y de hecho es más probable que obstaculice su objetivo de fagocitar al PP, pero el contexto político les es tan fértil que al menos de momento pueden permitirse este tipo de deslices.

Daniel Rueda (@daniel_rueda_) es doctorando en el King’s College de Londres, donde investiga sobre el populismo de derechas en Europa.

Fotografía de Álvaro Minguito.