¿Y ahora qué? Las claves del nuevo escenario en Estados Unidos tras la derrota de Trump

A menudo empleamos los acontecimientos que consideramos trascendentes como barreras temporales significativas. No pocos parecen creer, por ejemplo, que a partir del 1 de enero de 2021 empezará necesariamente un periodo mejor para todos, que con seguridad dejará atrás todo lo malo que trajo el 2020. Más allá de hacernos caer en la falacia del jugador una y otra vez se trata de una forma más de organizar la temporalidad (el tiempo vivido), pero también de construir esperanzas o separar partes de nuestra existencia. Es en esta línea que muchos liberales y progresistas de ambos lados del Atlántico han decidido que la elección de Joe Biden implica un corte temporal que nos permitirá pasar página y por fin despertar de la pesadilla que supuso el mandato de Donald Trump, inaugurando un nuevo tiempo en el que mirar hacia adelante y olvidar el pasado más reciente.

Nada más alejado de la realidad. La llegada de Biden a la Casa Blanca (que no se producirá hasta enero) no es ningún acontecimiento mágico por el cual los últimos años vayan a quedar sepultados, por mucho wishful thinking que queramos invertir en ver las cosas así. El trumpismo no es una suerte de Tea Party pasajero ni Trump es Pat Buchanan. El candidato republicano sigue vivo y es probable que siga activo como potencial kingmaker dentro del Partido Republicano, aunque su influencia dentro del Grand Old Party no vaya a ser tan crucial como algunos esperan. La popularidad de teorías de la conspiración tan tóxicas como QAnon no se va a esfumar, y desde el martes el Congreso cuenta con dos nuevos miembros (Marjorie Taylor Greene y Lauren Boebert) que las defienden abiertamente. Las milicias de extrema derecha organizadas en torno a grupos como el Boogaloo Movement, los Three Percenters o los Proud Boys tampoco van a desaparecer, y a partir de ahora tienen enfrente a un gobierno que, azuzados por Trump, considerarán siempre ilegítimo.

Por otra parte Biden ha ganado las elecciones, sí, pero lo ha hecho ‘en negativo’, como el candidato que puede echar a Trump, no como una figura capaz de construir un horizonte para sus votantes, y de hecho apelando sintomáticamente más a un retorno al pasado (armonioso, pluralista, aburrido) que a un salto al futuro. Plantea así una nostalgia vacua, al contrario que el ‘Make America Great Again’ de su adversario, que pese a su aparente conservadurismo debería ser más bien visto como una forma de ‘regreso al futuro’ cargada de ilusiones. Con todo, Biden se ha convertido en el candidato más votado de la historia del país, en unas elecciones altamente polarizantes con una participación (66,3%) que no se veía desde el año 1900, gracias (una vez más) al voto urbano, joven y étnicamente minoritario, aunque también se ha logrado atraer a votantes sin estudios y a mayores de 65 y conquistar estados como Georgia y Arizona. Sea como sea queda por resolver una cuestión crucial e infravalorada en la prensa española y es cuál será la composición del Senado (donde de momento hay una mayoría republicana), una cámara desde la que se puede postergar y bloquear la acción legislativa.

Trump por su parte ha conseguido movilizar el voto republicano y resistir en el sur y hasta cierto punto en el oeste, sorprendiendo a algunos analistas y encuestadores. Muchos de sus votantes (tendencialmente rurales, mayores de 45, cristianos y blancos) parecen haber priorizado la situación de la economía (que empieza a repuntar) sobre la gestión de la pandemia (que en todo caso ha afectado más a perfiles de votantes tradicionalmente demócratas). Pero sea como sea lo fundamental es que ha salido derrotado, y ahora queda la pregunta por el futuro del trumpismo. Hay quien apunta a un posible legado familiar, pero será difícil construir una dinastía política en parte a causa del limitado capital político de sus familiares, no faltos de conexiones pero sí de destreza y popularidad. Quizás su legado sobreviva no en su figura sino en alguien (algunos hablan de Tucker Carlson, la estrella mediática de Fox News) que refine su populismo derechista y le dé un barniz algo más respetable y menos tosco a esa mezcla de antiestatismo conservador, masculinidad militante, giro nacionalista (con amagos aislacionistas, en realidad nunca del todo concretados) en política exterior, independencia mediática y defensa, más en la práctica política que personal, de cierto tradicionalismo religioso frente a las victorias culturales del progresismo en las últimas décadas. Cójase esta analogía por los pelos pero, ¿sería descabellado imaginar la aparición de una figura que sea a Trump algo parecido a lo que Marine Le Pen fue para su padre?

Mención aparte merece la indignación o sorpresa de muchos izquierdistas y liberales ante el aparente trasvase de voto afroamericano, latino (especialmente en Texas y Florida) y femenino (particularmente entre mujeres blancas) hacia Trump. Presos de una concepción racionalista del votante (por la cual este tiene intereses claros, esenciales y no contradictorios, puede conocerlos y sabe quién los representa), muchos izquierdistas y liberales no pueden comprender el comportamiento electoral de sus conciudadanos. Desde una suerte de platonismo invertido (por el cual una serie de elementos ‘materiales’ se sitúan siempre de forma arbitrariamente privilegiada frente a lo ideológico) se formulan opiniones en las cuales lo analítico es sustituido por la frustración (“pero cómo puede una mujer votar a…”) de una forma casi hasta apolítica en tanto se obvia el funcionamiento de elementos tan básicos como la interpelación, la contingencia identitaria y la ideología.

¿Resistirá Biden en el poder, manteniendo o ampliando sus apoyos? Si hacemos caso a algunos comentaristas liberales tendríamos que concluir que sí. Según ellos lo que se necesita para frenar a la extrema derecha (y el Partido Republicano con Trump al mando es de facto un partido de extrema derecha) es respeto mutuo, políticas moderadas alejadas del creciente radicalismo de los votantes más jóvenes y una vuelta a los consensos (¿cuáles?, ¿con quién?). Es difícil no ver a estos intelectuales como figuras desactualizadas, fuera de época, echando en falta quizás la cultura optimista y postpolítica de los noventa o incluso los primeros 2000, como versiones desapasionadas de Don Quijote, moviéndose en unas coordenadas que ya no existen. Incapaces de apreciar cambios geopolíticos, económicos y generacionales que afectan no solo a la derecha sino también al propio Partido Demócrata están condenados a ser analistas ingenuos y consejeros nocivos.

Hay quien mirará hacia Europa y pensará en Merkel (pero ella posee aliados y un capital político acumulado durante años, y no tiene a un Trump enfrente) o en Macron (pero este es en realidad un ‘centrista’ bastante versátil y proactivo y actúa en un sistema electoral y de partidos que permite cordones sanitarios), obviando además algo que algunas fuerzas políticas europeas (movidas por la identidad occidental) también a veces olvidan, y es que el viejo continente y el nuevo tienen dinámicas políticas esencialmente distintas. Tampoco cuentan los americanos moderados con el fetiche histórico del ‘consenso’ que opera en España y que eventualmente puede integrar y posteriormente sofocar radicalismos de diverso tipo. Cómo subsistirán los demócratas es hoy por hoy una de las incógnitas fundamentales para los próximos tiempos; el primer paso tendrá que ver con algo tan complejo como definir su nueva identidad política y la coalición de votantes a la que quieren aspirar.

Hay un tercer ‘candidato’ del que no se ha hablado aún aquí y que quizás tenga algo que decir sobre dicha identidad: Bernie Sanders, quien no dudó en hacer campaña en favor de Biden para enfrentar juntos a quien aún ocupa la Casa Blanca. Hay quien ya empieza a simpatizar con él como se simpatiza con alguien de quien se espera que acepte su subalternidad. Algunos demócratas quieren a un Sanders disciplinado y ‘maduro’, a la manera que le gustaría a muchos centristas y conservadores que la izquierda transformadora fuese siempre (en nuestro país ya vemos cantos de sirena alabando la posibilidad de emular a un PCI mustio o a un Berlinguer ‘responsable’), encuadrada y subordinada, con sus símbolos e historias convertidos a lo sumo en objeto nostálgico, mirada desde el poder de la misma forma que un madridista podría mirar al Rayo Vallecano, con esa adulación específica que solo se otorga a quien no supone una amenaza real pero de quien se celebra que luche (o haya luchado) con valor y ‘autenticidad’.

Pero no es este el futuro del movimiento construido por Sanders, y que cuenta por cierto con figuras más destacadas y diseminadas (y jóvenes) que el trumpismo o el establishment demócrata. Organizaciones como Justice Democrats o Democratic Socialists of America (DSA), que agrupan a miles de partidarios de darle un giro progresista al partido de Biden y que incluyen a figuras como Alexandria Ocasio-Cortez y Rashida Tlaib (miembros a su vez de ‘la squad’ junto con las congresistas Ilhan Omar y Ayanna Presley), simpatizantes de proyectos como el Green New Deal o la sanidad universal, van a tener algo que decir en los próximos tiempos. ¿Hasta dónde puede aguantar el Partido Demócrata la tensión de tener bajo el mismo techo a figuras como Ocasio-Cortez y Nancy Pelosi y a quienes votaron a Sanders en las primarias y quienes lo hicieron por un establishment que se unió contra él sin que se busque algún tipo de balance? Tener a Trump como adversario sin duda garantizó cierto grado de cohesión y disciplina, pero estando Biden en el poder inevitablemente se pondrán sobre la mesa temas que ya no pueden delegarse por mucho más tiempo.

Cabría la posibilidad de formar un nuevo partido (Sanders ha conseguido buena parte de sus éxitos políticos como independiente, al margen de los demócratas), pero lo cierto es que el sistema electoral estadounidense desincentiva salirse de la competición bipartidista e incentiva la estigmatización de aquellos (mediante acusaciones, por otra parte bastante lógicas, de estar haciéndole el juego al adversario) que optan por terceras vías. Es poco probable que el socialismo democrático estadounidense se constituya por separado (en términos de plataforma electoral al menos) del mismo modo que sería raro que lo hiciera el trumpismo (parece que en EE. UU. la dispersión ideológica se traduce en reconfiguraciones partidistas más que en la aparición de nuevos actores), pero si algo nos ha enseñado la última década a los europeos es que hasta los más sesudos análisis de por qué en tal o tal otro país no puede caer el bipartidismo pueden equivocarse.

El discurso de los miembros de DSA y el de figuras como Ocasio-Cortez quizás no sea el apropiado para afianzar y expandir la mayoría de Biden (no olvidemos que que un enfoque caiga bien entre los militantes de un partido no implica que vaya a hacerlo entre sus votantes) pero es imposible no ver que serán claves para el futuro del Partido Demócrata, no solo por motivos de correlación actual de fuerzas sino por dinámicas de relevo generacional. Las élites del Partido Demócrata deberán, aunque sea por cálculo electoral, atender a las demandas de su ala izquierda, del mismo modo que los republicanos tendrán que asimilar el furor que causa Trump entre sus filas. Y es que pese al remplazo presidencial nadie puede hacer como que estos últimos cuatro años no han existido.

Daniel Rueda (@daniel_rueda_) es doctorando en el King’s College de Londres, donde investiga sobre el populismo de derechas en Europa.

Fotografía de Álvaro Minguito.