Vivimos una época fascinante y peligrosa al mismo tiempo. Los avances científicos y el crecimiento global del bienestar material van de la mano de nuevos y notables retos para el planeta, la precariedad de las relaciones laborales y sociales, y el desmoronamiento de los rasgos democráticos de nuestros sistemas políticos. Pertenecemos a generaciones capaces de desentrañar los misterios del universo pero al mismo tiempo votamos crecientemente a líderes políticos que desafían las enseñanzas más elementales de la ciencia o que propugnan la xenofobia. Quizás sea verdad que «todo lo sólido se disuelve en el aire» o quizás sencillamente sea que la interconexión entre cultura científica, razón y política siempre ha sido conflictiva.
El equipo redactor de esta revista tiene muy clara la necesidad del compromiso político en estos tiempos. Eso sí, siempre que entendamos por política algo que se sitúe más allá de los parlamentos e instituciones de un Estado en decadencia. Compartimos una concepción del mundo que aspira a construir una nueva forma de relaciones sociales y políticas entre los pobladores de nuestro planeta, pero somos conscientes de que el tablero electoral es solo uno de los escenarios en los que se disputa el futuro de nuestras sociedades. La cultura y la práctica política son espacios tanto o más importantes que el parlamentarismo y sus derivaciones.
Tuvimos la idea de poner en marcha esta revista cuando observamos a nuestro alrededor. Vimos a nuestros pueblos atormentados por las inseguridades materiales del futuro, cegados por las falsas promesas de los nuevos mesías del siglo XXI, ahogados en los mares que desunen mundos, olvidados en las cunetas de la desmemoria, contaminados por los humos de las ciudades del progreso, desesperanzados por una cultura que se marchita en el mercado… Vimos a nuestros pueblos así, de este modo, y consideramos que esto tenía que cambiar.
Sea porque compartimos que nuestra tarea no es solo entender el mundo, sino transformarlo, o por un imperativo algo más prosaico: que no podemos no hacer nada. En cualquier caso, el equipo de LaU tiene claro que este proyecto es necesario. Hacer política desde una concepción del mundo que, basada en la ciencia, ofrezca soluciones a los retos del presente y del futuro. Desde una óptica internacionalista, ecologista, feminista y socialista.
Aspiramos a construir una sociedad más democrática, que hunda sus raíces en la tradición política republicana y en la que la participación política no sea limitada a votar cada cuatro años sino que constituya un ejercicio constante de diálogo, encuentro y decisiones ciudadanas, de fiscalización del poder. Nuestra defensa es la de la soberanía popular, noción que expresa que es el pueblo desde toda su complejidad –y no los mercados o las entidades supranacionales divinas o mundanas- quien decide cómo nos organizamos para vivir. Los derechos humanos no han de ser una mera referencia ocasional o vacía, sino una realidad constatable. Su defensa y promoción son el único criterio de legitimidad del poder, sea este público o privado.
Aspiramos a construir una sociedad sin clases, donde el criterio para decidir qué se produce, cómo se distribuye y cómo se consume no sea la maximización de la ganancia. Defendemos que esta es la opción más justa, democrática y sensata para ser, también, más felices. Renunciamos a ser hámsteres que con sudor, esfuerzo y lágrimas hacen girar la rueda una y otra vez, sin más propósito que hacerla girar ad nauseam, y denunciamos el fetichismo del crecimiento económico infinito como uno de los grandes riesgos para la existencia misma. La fase actual del capitalismo está agudizando las contradicciones entre nuestro sistema de producción y el propio planeta, al mismo tiempo que está sumiendo en la desesperación a poblaciones enteras que se lanzan a los brazos de la extrema derecha en parte de Europa y Estados Unidos.
Sin una izquierda radical capaz de ofrecer soluciones estructurales y denunciar al capitalismo no hay alternativa posible. Especialmente en estos tiempos en los que la socialdemocracia muestra signos evidentes de descomposición, agotamiento y desconcierto como resultado de las profundas incoherencias de su propio proyecto. Más aún en un país como el nuestro, donde gran parte de la sociedad ha abierto los oídos a la escucha de propuestas de transformación no sabemos por cuánto tiempo. Emprender por enésima vez el camino de las renuncias no creemos que sea una opción en una época clave y preñada de posibilidades como la actual.
Aspiramos a revindicar la cultura científica. Ninguna concepción del mundo puede sustituir a las lecciones de la investigación científica, y en ningún caso podemos concedernos el privilegio de ignorar sus resultados. Gran parte de los retos actuales y futuros tienen que ver con la ciencia y, sin embargo, la política parece interesada en ignorarlo. Nuevos y viejos dilemas al respecto del cambio climático, la inteligencia artificial, el control genético, la pérdida de biodiversidad, los nuevos tipos de energías o la robotización de los procesos productivos, por poner algunos ejemplos, deben ser motivo de reflexión para la política. Especialmente para la política realizada desde abajo. Durante muchos años no solo se han reservado esos debates para los especialistas sino que desde arriba se han promovido fórmulas de compartimentación según las cuales la ciencia y las humanidades debían no tocarse demasiado. A nuestro juicio, no es posible un conocimiento de nuestro universo social sin una cultura interdisciplinaria.
Aspiramos a dar vida a una cultura política democrática capaz de poner en práctica los grandes valores, sabedora de la importancia de la ética, conectada con aquella otra tradición política, científica y humanista que desde el Sur de Europa supo acercarse y mezclarse con otros pueblos con respeto, que fue capaz de hacer frente a la tradición imperial hispana, al avance del fascismo y de la reacción. Una cultura donde el diálogo, el coraje cívico, la honestidad y el sentido de la justicia se plasmaron en lo mejor de las luchas feministas, anticoloniales y socialistas que a día de hoy nos inspiran para conformar un mundo mejor.
En suma, buscamos otro mundo posible. Pero lo hacemos desde la convicción de que otro mundo es sobre todo necesario. De ahí que hayamos asumido, también, que solo la unidad de quienes compartimos esta concepción del mundo puede ser el camino. No nos perdemos por los mundos del sectarismo ni el dogmatismo, pues no creemos en dioses ni en catecismos. Dudamos de todo, como los grandes clásicos revolucionarios, y armadas de nuestro conocimiento ponemos en práctica lo aprendido. Hacemos algo que no es nuevo: filosofía de la praxis.