Barricada y pista de baile: una fisionomía musical de los sesenta

En los sesenta, escritores y escritoras, como Diane di Prima, no dudaron en mudarse a la otra punta de Estados Unidos para ser testigos del nacimiento de la contracultura musical más prolífica de la historia. Sin embargo, en la Academia poco se tenía en consideración a esos hippies desaforados de la contracultura ni a los jóvenes que consumían arte de baja estofa, ni tampoco a los extravagantes beatniks que ensalzaban hábitos degenerados y anhelaban una sociedad utópica que sus ojos jamás verían. Di Prima advierte esta estigmatización y escribe:

guárdate de aquellos
que dicen somos los hermosos perdedores
que esperan de pie con sus largas cabelleras a ser castigados
que sollozan en las playas por nuestro aislamiento[1]

Este texto invita a reflexionar sobre la contracultura musical de los sesenta como el germen de una nueva sensibilidad que se opone a la sociedad unidimensional, en términos marcusianos, entre barricadas y pistas de baile. Para ello, estudiaremos el periodo estético, por así decirlo, de  Herbert Marcuse. A finales de los sesenta el que fuera el ídolo de la New Left observa con atención el nacimiento de la contracultura y llega a considerar incluso ciertas manifestaciones musicales de la época como expresiones del Gran Rechazo (die grosse Weigerung) y como el principio de una nueva sensibilidad que pondría en jaque la racionalidad de la sociedad represiva. El mérito de Marcuse reside en que intuyó con pericia el peso histórico de la música popular de los sesenta. No obstante, al final de su vida no supo ver que “ese incordio sonoro” que él llamaba “rock blanco” era, en palabras de Attali, la música del “désarroi et de désordre (qui) préparait l’ordre suivant”[2]: ¿la revolución?

¿Quién dijo que la música popular tranquilizaría el anhelo de los rebeldes?[3]

Según Marcuse, la música popular de los sesenta no era praxis revolucionaria. Sin embargo, las sonoridades insólitas, las letras palpitantes y la inhóspita dialéctica forma-contenido de los hits del momento “son característicos de un estado de desintegración del sistema, que como fenómeno no tiene ninguna fuerza transformadora, pero que acaso un día, junto con otras fuerzas objetivas mucho más potentes (pueden) tener su función”[4]. Su forma estética plantea un horizonte de sensibilidad nuevo y una estructura del sentir diferente a aquella impuesta por la razón capitalista. Así, el motivo principal que suscita el interés de Marcuse por esta música reside fundamentalmente en la posibilidad de alcanzar la emancipación de la sensibilidad ya que conquistar, o más bien reconquistar, la sensibilidad, siendo esta un terreno común a todos los individuos, puede engendrar “una nueva experiencia de un mundo violado por las exigencias de la sociedad establecida, así como de la vital necesidad de una transformación total”[5]. Pero la rebelión de lo sensitivo no es praxis revolucionaria ni fuerza política en sí misma, solo lo será si esta va acompañada de una suerte de revuelta de la Razón.

En sus escritos de 1967 en adelante comprende que “la dimensión política ya no puede divorciarse de la estética, la razón de la sensibilidad, el ademán de la barricada del gesto del amor”[6]. La contracultura musical no era necesariamente otro elemento de la cultura afirmativa, pero podía contribuir al nacimiento de una nueva sensibilidad, conditio sine qua non de la lucha contra la racionalidad imperante. Durante este periodo Marcuse se apoya en el concepto de “forma estética”, entendida como el resultado del proceso de estilización del contenido inmediato. Dicho de otro modo, en la forma estética lo cotidiano es sublimado. Gracias al reino autónomo del arte, la forma estética re-presenta lo dado y esto posibilita el distanciamiento con la forma externa, es decir, con nuestra percepción de las cosas o de las relaciones sociales tal y como nos han sido dadas.

La forma estética posee una suerte de potencial político por dos motivos. En primer lugar, la lógica interna del objeto artístico, apartándose de la realidad, la trasciende. Negándola y reformulándola permanentemente, va más allá de la determinación del comportamiento, del lenguaje y del contenido social. En segundo lugar, denuncia y se emancipa de la realidad porque la forma estética rompe con la hegemonía del sentido y del sentir. Esta ruptura con la hegemonía del sentir puede ser la antesala de una nueva racionalidad y de un cambio político ya que desafía la sensibilidad forjada en el seno de las instituciones dominantes. En pocas palabras, el arte y la sublimación estética se comportan como una fuerza desestabilizadora que desautoriza lo dado. En efecto, en el terreno del arte todo lo dado pierde vigencia  y  la contracultura musical de los sesenta lo demuestra:

La estética como Forma posible de una sociedad libre aparece (…) cuando la cultura superior, dentro de la cual los valores estéticos (y la verdad estética) han sido monopolizados y segregados de la realidad, se derrumba y se disuelve en formas desublimadas, «inferiores» y destructivas; cuando el odio de los jóvenes estalla en risa y canciones, mezclando la barricada y el salón de baile, el juego amoroso y el heroísmo. Y los jóvenes atacan por igual el esprit de sérieux en el campo socialista: minifaldas contra los apparatchiks (oligarcas del Partido), rock’ n roll contra el realismo soviético[7].

Esta explosión del arte de die grosse Weigerung rompe con el aparato semántico- conceptual dominante para construir un horizonte de sentido opuesto al hegemónico que resulta, entre otras cosas, de la aparición del rock and roll y de sus subgéneros. Estos incluyen búsquedas sonoras gracias al empleo de nuevas tecnologías como el Quadraphonic 8 board, encargado de doblar el efecto stereo, o de técnicas innovadoras, como la hipnótica unison bends de Hendrix. Estos nuevos tonos, técnicas, texturas, ritmos y performances están cargados de futuro porque funcionan como un resorte hacia la nueva sensibilidad y la nueva conciencia y  proyectan la reconstrucción de una sociedad no-represiva.

Pese al optimismo inicial que muestra Marcuse ante el fenómeno de la contracultura musical, conviene aclarar que en su pensamiento se distinguen dos momentos. En primer lugar, el filósofo adopta una postura entusiasta que manifiesta abiertamente en Ensayo sobre la liberación (1969). En segundo lugar, se desencanta parcialmente con la contracultura musical, concretamente con lo que él denomina “rock blanco”, como vemos en Contrarrevolución y revuelta (1972)  y en La dimensión estética (1977).

Entre 1969 y 1970, durante su estancia en California, Marcuse escribe el ya mencionado Ensayo sobre la liberación. En lugar de relegar estas músicas a la categoría de mercancía cultural en las que resuenan vilmente los ecos del capitalismo y cuyo lenguaje musical es meramente residual como hacía Adorno, Marcuse considera los nuevos sonidos de rock and rolly del blues como una suerte de prerrequisito para la aparición de otra racionalidad. Según el autor de El hombre unidimensional, la música negra es la máxima expresión de ruptura y desorden en la percepción porque rompe con el vocabulario de dominación. “He aquí una rebelión lingüística sistemática, que hace añicos el contexto ideológico en el que se usan y definen las palabras, y las coloca en el contexto opuesto; una negación del establecido”[8]. Ya no son simplemente los nuevos lenguajes sonoros los que le interesan a Marcuse, sino también la resignificación de las palabras. El filósofo se refiere aquí a términos como alma (“en su esencia blanca-como-un-lirio”[9]) que fue forjada en la cultura occidental y que gozaba de virtudes como la inmortalidad, siendo la parte divina de nosotros mismos. La música negra desublimada pervierte el vocabulario de la dominación. La cultura negra se reapropia de este término “invirtiendo su valor simbólico y asociándolo al anticolor de la oscuridad, de la magia tabú, de lo demoniaco”[10]. Lo demoniaco y lo orgiástico redefine la prístina idea de alma. BB King, por ejemplo, reviste el término “alma” gracias a la sensual transición entre los acordes de Si Mayor a La sostenido menor de Believe to My Soul cuyo tempo lento, los gemidos y el cálido sonido del saxofón no hacen sino subrayar el carácter dionisíaco de la pieza. También la “blue note” perturba la rigidez apolínea del término alma y demuestra que esta “ya no está en Beethoven, en Schubert, sino en los blues, en el jazz, en el rock and roll, en el alimento del «alma»”[11].  No obstante, Marcuse se desencanta con la contracultura, con:

el rock blanco (porque) es lo que su paradigma negro no es, o sea representación. Es como si el llanto y los gritos, los saltos y los juegos, se produjesen ahora en un espacio artificial y organizado y estuviesen dirigidos a un auditorio comprensivo. Lo que había sido un aspecto de la permanencia de la vida, ahora se convierte en un concierto, un festival, un disco en proceso de fabricación. “El grupo” se vuelve una identidad fija (verdinglicht) que absorbe a los individuos; es totalitario en la forma en la que aplasta la conciencia individual y moviliza un inconsciente colectivo que no llega a tener fundamento social.

Parece que llama “rock blanco” a un subgénero: el “rock psicodélico”. Dicho de otro modo, en Contrarrevolución y revuelta (1972) reduce un metagénero de la música popular a un subgénero[12] que considera una suerte de ficción mimética y artificial del sistema porque no se opone a él, sino que se adhiere a este. Solo esto explica que el filósofo condenase el rock  psicodélico de Jefferson Airplane así:

En este espectáculo el auditorio participa activamente: la música mueve sus cuerpos, los vuelve “naturales”. Pero su excitación eléctrica “literalmente” a menudo adquiere las características de la histeria. La fuerza agresiva del ritmo martilleado sin cesar (cuyas variaciones no abren otra dimensión de la música), las disonancias angustiosas, las distorsiones “congeladas” uniformizadas, el nivel de ruido en general, todo esto,  ¿no es acaso la fuerza de la frustración? Y los gestos idénticos, el retorcimiento y sacudimiento de los cuerpos que rara vez se tocan (…), parecen como un enrollamiento en el mismo lugar, que no llevan a ninguna parte, salvo a una masa que habrá de disolverse muy pronto. Esta música es, en un sentido literal, imitación, mimesis de la agresión efectiva[13].

Este ruido, entendido como molestia o incordio sonoro, no es tal ya que encaja perfectamente en la sociedad unidimensional. Esta lo tolera porque no altera la esencia del mundo administrado. Esto se debe a que el rock psicodélico que Marcuse tiene en mente invita a la liberación efímera, fruto de una catarsis privada. Ese “ruido”, en tanto que momento privado de aniquilación de los sentidos (y del Sentido), es tolerado represivamente. Al no convertirse en una verdadera experiencia compartida, no combate la realidad externa y no molesta. Esta concepción del “rock blanco” (rock psicodélico, en realidad) explica que dude de su potencial emancipatorio y revolucionario. Una discreta nota a pie de página de Contrarrevolución y revuelta dedicada a Slick, la cantante de los Jefferson, confirma que para Marcuse su música se queda en un simple ruido catártico, incapaz de poner en  tensión  lo establecido de manera colectiva:

La frustración detrás de la ruidosa agresión se revela muy claramente en una declaración de Grace Slick (…) publicada en el New York Times Magazine (8 de octubre de 1970) : “Nuestra eterna meta en la vida, dice Grace, absolutamente sorda, es llegar a ser más ruidosos”

Atrás quedan sus entusiastas reflexiones sobre las virtudes de la búsqueda psicodélica que “anticipa distorsionadamente una exigencia de liberación social”[14] y sus elogios al “viaje”, entendido como proceso de “disolución del ego configurado por la sociedad establecida”[15]. Este hecho demuestra que Marcuse probablemente no ha tenido en cuenta Volunteers. Publicado el 2 de noviembre de 1969, este quinto trabajo de los Jefferson se aleja de los “paraísos artificiales del rock psicodélico” para contribuir a la estética del Gran Rechazo, invitando a los oyentes a transgredir los sentidos y el Sentido.

Para ello, el disco rompe con los dictámenes generales de la popular music, si algo así existiese. Volunteers comienza con We Can Be Together, una pieza musical “incompleta” cuya solidez ontológica es inconclusa porque necesita de Volunteers, la última canción del disco homónimo, para fraguar su raison d’être. Ambas se construyen, además, sobre la misma base armónica que el oyente captará tras la sucesión de los rítmicos riffs. We Can Be Together, un hit de casi seis minutos, tampoco respeta la duración habitual de una canción destinada al consumo en masa, que no supera normalmente los cuatro minutos. Los Jefferson dejan entrever también la lucha por la emancipación de los sentidos al emplear dos sonoridades contrapuestas: las familiares (canciones compuestas en Sol Mayor con una progresión armónica que no excede el I, IV y V) y las texturas sonoras innovadoras creadas por el uso del fuzztone, feedback, los sintetizadores  o la tecnología cuadrafónica que imitan el proceso de expansión sensorial de ciertos estupefacientes. Y es que “en su «materia prima», el lenguaje de la negación siempre ha sido el mismo que el lenguaje de la afirmación; la continuidad lingüística se reafirmaba después de cada revolución”[16]. Asimismo, se descompone la estructura habitual del hit. La introducción comienza con el riff, que en adelante se convierte en una melodía profética, al que le responde un breve solo de guitarra hasta escuchar, finalmente, el estribillo (“We can be together/Ah you and me/ We should be together”).

Estamos ante una llamada a la solidaridad, un grito desesperado que reclama una voluntad común antibelicista para hacer frente a la masacre de Vietnam. Por tanto, los alaridos de Slick se alejan de esos “paraísos artificiales” y se acercan a la descripción que realiza Marcuse de la canción protesta que, junto al blues, tenía en especial consideración:

La belleza regresa, el alma (soul) regresa: no la de la comida refrigerada, sino la antigua y la reprimida (…)  Se convierte en la forma del contenido subversivo, no como resurgimiento artificial, sino como un “retorno a los reprimidos”. La música, en su propio desarrollo, lleva a la canción hasta el punto de la rebelión en que la voz, en la palabra y el grito, detiene la melodía, la canción, y se convierte en un alarido.

Volunteers y We Can Be Together  interpelan a los “reprimidos” en tanto que individuos que pretenden encaminarse hacia una sociedad no-represiva. Los Jefferson no se contentan con esto y hacen tambalear el Sentir del establishementburlándose explícitamente de la censura de Nixon. Esto ocurre durante la emisión de The Dick Cavett Show de ABC-TV[17] cuando Slick repite enérgicamente “Up against the wall, motherfucker”, cantando las últimos versos de  We Can Be Together. Por primera vez, los americanos escuchan una palabra malsonante en televisión. En cuestión de segundos los Jefferson se rebelan contra las formas bellas “demasiado sublimadas, segregadas, ordenadas, armoniosas” de lo establecido e impactan contra el carácter afirmativo de la cultura. Esto prueba que Volunteers entremezcla lenguajes familiares e innovadores y una suerte de distorsión del lenguaje dominante. ¡Y se atreven a emplear incluso el idioma de “lo prohibido”! Lo vemos en Meadowlands, el caballo de Troya de un minuto de duración del disco. En esta reinterpretan Pólyushko-Pole, una canción popular rusa cantada habitualmente por el Coro del Ejército Ruso, que Slick toca al órgano a un tempo lento. En plena Guerra Fría rescatan maliciosamente esta canción, incluyendo así un himno del otro lado del Telón de acero en Volunteers, disco distribuido sin preocupación por la gran compañía americana RCA.

En conclusión, el carácter negativo del disco Volunteers preserva el poder subversivo, ilusorio y enajenante del lenguaje artístico, fundamental para la emancipación de los sentidos. Cada canción es tanto una celebración como un recordatorio de que “el arte no puede cambiar el mundo, pero puede contribuir a transformar la consciencia y los impulsos de los hombres y las mujeres capaces de cambiarlo”[18].

Cristina Parapar (@CristinaParapar) es doctoranda en Estética y Filosofía del arte en la Universidad de la Sorbona y actualmente da clases en la Universidad de París. En estos últimos años ha sido visiting scholar en la Universidad de Duke y en la Universidad de Humboldt. Realizará también una estancia de investigación  en la Universidad de Columbia en el próximo curso que conciliará con su actividad de divulgadora en la Bourse de Commerce – Collection Pinault (Paris). Ha editado el libro Silence = violence? (L’Harmattan , 2022).

Notas

[1] Di Prima, Diane. (2021). Quita tu cuello degollado de mi cuchillo. Madrid: Ediciones Torremozas, p. 149.

[2] Attali,  Jacques. (1977). Bruits. Essai sur l’économie politique de la musique. Paris: Presses Universitaires de France, p. 24.

[3] Marcuse, Herbert. (1973). Contrarrevolución y revuelta. México: Cuadernos de Joaquín Ortiz, p. 69.

[4] Marcuse, Herbert. (1968). El final de utopía. Barcelona: Editorial Planeta Agostini, p. 21

[5] Marcuse, Herbert. (1973). Contrarrevolución y revuelta. México: Editorial Joaquín Ortiz, p. 140.

[6] Ibid., p.141.

[7] Marcuse, Herbert. (1969). Un ensayo sobre la liberación. México: Editorial Joaquín Ortiz, p. 32.

[8] Ibid., p. 41.

[9] Ibid.

[10] Ibid., p. 42.

[11] Ibid.

[12] En cuanto a la definición de género en música popular remitimos al lector al texto Genealogía y género musical: el caso del post-rock de Ugo Fellone in Botella Nicolás, Ana María y Isusi Fagoaga, Rosa. (2018) Músicas populares, sociedad y territorio: Sinergias entre investigación y docencia. Valencia: Universidad de Valencia.

[13] Marcuse, Herbert. (1973). Contrarrevolución y revuelta. México: Editorial Joaquín Ortiz, p. 127.

[14] Ibid.

[15] Marcuse, Herbert. (1969). Un ensayo sobre la liberación. México: Editorial Joaquín Ortiz, p. 43.

[16] Ibid., p. 40.

[17] Leer Tamarkin, Jeff. (2005). Got A Revolution. The Turbulent Flight of Jefferson Airplane. New York: Atria, pp. 192-203.

[18] Marcuse, Herbert. (2007). La dimensión estética. Crítica de la ortodoxia marxista. Madrid: Editorial Biblioteca Nueva. p.80.