Hace casi dos años titulábamos El campo tiene motivos a un artículo en el que tratábamos de desgranar qué había detrás de las movilizaciones del campo que sacaron a las calles a miles de personas por las organizaciones agrarias, regantes, Cooperativas Agroalimentarias, Alianza Rural, la federación de caza y la asociación de criadores del toro de lidia, con una amplio y diverso manifiesto. A pesar de la amalgama de lemas y reclamaciones que no compartíamos en su totalidad, o la disconformidad con algunos “extraños compañeros de viaje” allí presentes, o de algunas de las soluciones que cada cual proponía, entendíamos necesario reconocer que el campo tenía motivos para reclamar nuestra atención.
Ahora nos encontramos en otro momento álgido de movilizaciones en el campo y lo volvemos a recordar: el campo sigue teniendo motivos. No se nos escapa que existe un interés manifiesto por parte de la extrema derecha de monopolizar el descontento del sector primario, y lo hacen incorporando discursos y señalando enemigos que nada tienen que ver con los problemas reales del sector: el feminismo y los planes de acoso sexual, la Agenda 2030 e incluso los chemtrails y la geoingeniería climática desfilan en manifiestos “apolíticos y asindicales” movidos por WhatsApp y también en pancartas.
Existe, y no podemos negarlo, una estrategia clara de desestabilización del gobierno a través de estas movilizaciones. Ahora bien, frente a esta evidencia podemos mirar por encima del hombro y negar la mayor o entender que en el rural hay todo un campo de disputa que debemos abordar. Que la extrema derecha pretenda monopolizar los discursos no significa que no haya un malestar real y legítimo que debemos entender y atender. A toda una serie de argumentos lejanos ya en el tiempo hay que sumar el malestar por las consecuencias de una tensión geopolítica que terminó de explotar con la guerra de Ucrania, provocando el incremento descontrolado de las materias primas y el desabastecimiento de algunos mercados, mientras crecía, a su vez, la voracidad especuladora de muchos agentes que controlan los mercados mundiales.
Por otra parte, el sector en nuestro país se vio afectado por el incremento del coste de la energía (hidrocarburos, riego, transporte…), los fertilizantes, las semillas y el resto de materias primas que importamos en cantidades industriales. Ha habido medidas puestas en marcha por el gobierno de coalición para paliar estos efectos, es cierto, pero que no han conseguido resolver los problemas estructurales y que apenas alcanzan para generar un pequeño alivio. Y ya no es solo qué ocurre con las importaciones, sino qué precio pueden alcanzar los insumos necesarios. A esto añadan lo ilógico de tener problema para abastecer de cereales y soja para pienso de cerdos que se exportan a China y a Rusia. Hay que abrir el debate sobre el modelo exportador, basado en muchos casos en la uberización de tierras y acaparamiento de recursos por parte del agronegocio, que está detrás también del descenso brutal en número de explotaciones pequeñas y medianas y en la falta de relevo en el campo. Y seguimos, porque para garantizar este volátil mercado planea constantemente la sombra de relajar la vigilancia sobre la importación de transgénicos, la introducción de nuevas técnicas genómicas o el más reciente anuncio de abandonar el horizonte de disminuir el uso de pesticidas. Años de políticas basadas en el principio de precaución pueden ir a la basura.
Más allá de que algunas formaciones políticas hayan querido dirigir de manera torticera e interesada los mensajes, el sector agrario –y especialmente la explotación social y familiar– llevan décadas languideciendo. Y así lo vienen denunciando las organizaciones agrarias que ya protagonizaron movilizaciones en momentos anteriores.
Las raíces del problema hay que buscarlos en varias causas. Probablemente, y en primer lugar, por un sistema económico que busca la rentabilidad económica por encima de todo y que se basa en la competitividad, primando la concentración y lo que ha venido llamándose “economía de escala”; también sucesivas reformas de la PAC, más comprometidas en el cumplimiento de los acuerdos de liberalización de los mercados que con los principios que inspiraron su creación o con la soberanía alimentaria, o la falta de voluntad política para establecer unas reglas equitativas en los mercados que permitan unos precios justos para las y los productores y accesibles para los hogares.
Algunas organizaciones políticas, sindicales y sociales, venimos advirtiendo de los efectos que iban a provocar las últimas reformas de la PAC, concebidas únicamente para ajustar el presupuesto comunitario y para complacer a los acuerdos de libre comercio que, además de a otros intereses (industrial, financiero, geopolítico…), favorecen a los mercaderes internacionales y al agronegocio exportador. También al europeo, ya que no son campesinos marroquíes los que producen los tomates o las aceitunas que llegan a la UE, ni campesinas peruanas las que producen los espárragos que venden las industrias o marcas blancas de los lineales de la gran distribución.
Igual que hay que reconocer una realidad, y es que las exportaciones españolas no paran de crecer. De acuerdo con los datos que ofrece la Secretaría de Estado de Comercio exterior, nuestra balanza comercial exterior de productos agroalimentarios ha pasado de 331 millones de euros en 2007 a superar los 18.000 millones en 2021. Las importaciones crecen, pero las exportaciones lo hacen a mayor velocidad. ¿No habría que analizar quién sale ganando con este intercambio de mercancías?
Otro factor económico, cuya tendencia es estructural y de definición de nuestro modelo económico, lo encontramos en el reparto del valor añadido en la cadena alimentaria. Ya en 2011, la Comisión Europea publicaba que la distribución se llevaba el 51% de la tarta, mientras el sector agrícola obtenía el 21%, frente al 31% que le correspondía 15 años antes. No hay datos más actualizados, pero la realidad es que en España la gran distribución acumula la venta en destino del 80% de nuestra alimentación y han registrado beneficios de récord.
Quizá sea el momento, previo a unas importantes elecciones europeas y cuando el campo se manifiesta, en que se revise qué partidos han votado a favor de las últimas reformas de la PAC o de los tratados de libre comercio y qué partidos no lo han hecho y por qué. Pero sobre todo habrá que pensar qué políticas queremos que apliquen las instituciones europeas tras las elecciones de junio.
Resultará provocador afirmar que la “agricultura no esta en crisis”, pero lo cierto es que lo que está en crisis es el modelo social y profesional de agricultura, que pierde explotaciones a miles cada año. Los mercados desregulados son como un río revuelto, en los que la ganancia no es de los y las agricultoras que para vivir tienen que criar el ganado y labrar las tierras con su trabajo.
La situación no es coyuntural ni sobrevenida, y por eso hacen falta reformas profundas en las reglas del mercado y en las políticas agrarias que prioricen un modelo social y profesional de agroganadería.
El sector agroalimentario industrializado y fuertemente petrodependiente está cavando su propio colapso en un contexto de descenso de los combustibles fósiles y de cambio climático, en el que el acceso al agua está seriamente comprometido. No se trata –al menos no solo– de los ciclos recurrentes de sequías: años de sobreexplotación y contaminación de acuíferos no permiten recuperarse de un mal año de lluvias. Y la vulnerabilidad de nuestros cultivos aumenta vertiginosamente después de años de políticas que han primado el regadío y el paso a intensivo y superintensivo.
Con el famoso debate de las macrogranjas se pusieron de relevancia algunos ejemplos paradigmáticos. La macrovaquería que se proyecta en Noviercas (Soria) para albergar 23.500 vacas lecheras, además de unos impactos ambientales terribles, pone en riesgo la viabilidad de 600 explotaciones familiares repartidas por todo el territorio, especialmente del norte peninsular, y es que tenemos que pensar que la media española es de 57 vacas por explotación. Asimismo, la COAG señalaba que en España hay un millón de explotaciones agrarias de las que el 93,4% tienen un titular físico y el 6,6% son empresas que obtienen ya el 42% del valor de la producción.
Las consecuencias de todas estas dinámicas ya las conocemos: despoblación, envejecimiento del sector, crecimiento de la agricultura industrializada, concentración de los recursos productivos, abandono de la cabaña ganadera…
Nos equivocamos si caemos en debates simplistas y polarizados entre entorno urbano y medio rural o entre ecologismo y agricultura, ya que no es posible entender un término sin el otro, no son contrapuestos, sino ideas relacionadas y en las que encontrar las alianzas en el marco de una sociedad más justa, la sostenibilidad y futuro del planeta y un mundo rural vivo. Y nos equivocaremos aún más si creemos que el rural es un todo homogéneo: bien el escenario de Los santos inocentes, bien una suerte de Arcadia feliz. En el rural hay diversidad, posiciones políticas profundamente conservadoras junto con grandes ejemplos de lucha comunal y comunitaria; terratenientes que cobran la PAC desde el sofá de su casa en el barrio de Salamanca, pero también mujeres que luchan desde hace años por conseguir la completa implantación de la ley de titularidad compartida, que no cierren el centro de salud o por la supervivencia de la escuela rural. No regalemos a la derecha y la extrema derecha algo que no les corresponde: señalemos a los culpables y acompañemos en sus justas reivindicaciones a nuestra clase.
En estos últimos años hemos dado importantes pasos, a pesar del terrible momento que supuso la pandemia: la aprobación de medidas largamente demandadas por el sector como la flexibilización del paquete higiénico sanitario o la ley de cadena alimentaria que prohíbe la venta a pérdidas han sido hitos de los que sentirnos orgullosos. Aunque debemos reconocer que se ha fallado en la comunicación de estas medidas. ¿Cómo, si no, se puede entender que en la movilización haya consignas contra la venta a pérdidas? ¿Cómo entender que estas consignas sean coreadas por representantes de los partidos que, con su voto negativo, pretendían impedir la aprobación de leyes justas y necesarias para el rural?
Sin embargo, sabemos que los esfuerzos de estos años no son suficientes para desmantelar años de políticas de sabotaje social a nuestros territorios: debemos reclamar el compromiso de las administraciones, en todos sus niveles (CC. AA., Estado y la UE), y de una forma transversal en las competentes en fiscalidad, agricultura, medioambiente, consumo, comercio, economía…, para escuchar las voces de quienes tienen motivos para reclamar medidas en el horizonte más inmediato que alivien la situación coyuntural que estamos atravesando.
A medio plazo, resulta necesario elaborar un pacto de Estado en defensa de la agricultura social y familiar. En 2017, la Asamblea General de las NN. UU. aprobó el Decenio para la Agricultura Familiar 2019-2028 como marco para que los países desarrollen políticas públicas e inversiones para favorecer la agricultura familiar y contribuir al logro de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. Los ODS son especialmente importantes para las agricultoras y agricultores familiares.
Por ello, deberíamos replantear las políticas agrarias e invertir las dinámicas que tradicionalmente han beneficiado a rentistas y terratenientes para vincularlas a la actividad agrícola con criterios sociales y ambientales, garantizando rentas y costes de producción, basada en los principios de la soberanía alimentaria y con vocación de futuro en un contexto difícil de crisis ecosocial. Como decían de una preciosa manera, la agricultura familiar enfría el planeta. No hay contradicción entre el mundo rural y el ecologismo si somos capaces de unir las luchas.
La sociedad tiene que dar el respaldo en favor de la producción de alimentos en una agricultura sostenible social y ambientalmente, legitimada socialmente, por un mundo rural vivo y por el modelo de agricultura y ganadería familiar, social y sostenible, ligada al territorio.
La situación del sector agrario es el mayor desencadenante del abandono rural, pero no hay únicamente un factor en el proceso de vaciado y envejecimiento de los pueblos, de la misma forma que no pensamos que las soluciones vayan a venir de la mano de una sola medida. Hay que hablar de garantizar servicios básicos, públicos o privatizados, y de generar las condiciones que hagan de la vida en los pueblos una alternativa digna y viable para nuestro proyecto vital.
Y mucho cuidado con quienes, aprovechando las legítimas preocupaciones del sector (e incluso el cabreo monumental, por qué no decirlo) buscan enfrentar al rural con el ecologismo o el feminismo. Las políticas feministas no solo no son responsables de la situación actual, sino que las mujeres han sido, tradicionalmente, las grandes damnificadas de las políticas trituradoras de la agricultura familiar y las pequeñas explotaciones: el 63% de las personas que abandonan el campo son mujeres. Y aunque, a día de hoy hay siete millones de mujeres en nuestro medio rural, más de 26.000 han abandonado en la última década el trabajo en la agricultura. Mujeres que no solo han sacado adelante al sector agropecuario sin apenas reconocimiento económico o social, sino que desempeñan un papel fundamental para nuestra sociedad peleando día a día por alcanzar el acceso a servicios básicos y romper la brecha que, a cada paso, parece mayor.
En términos capitalistas, el medio rural no es rentable, pero como sociedad que valora otros bienes (culturales, ambientales, sociales…) debemos acotar los marcos de relación económica de los sectores. Señalemos a los responsables y tejamos alianzas con quienes, como nosotras, entiendan que el modelo agroalimentario que necesitamos no llegará de la mano de señoritos a caballo que jamás han sufrido las consecuencias de sus políticas.
Eva García Sempere (@EvaGSempere) es coordinadora del Área de Medio Ambiente de Izquierda Unida.
Jesús García Usón (@JesusGUson) es portavoz de la Red de Mundo Rural de Izquierda Unida.
Fotografía de Álvaro Minguito.