Chile y el rechazo permanente

El domingo Chile volvió a rechazar una nueva propuesta constitucional, la segunda en apenas dos años. Esta vez el texto no cayó con tanto estrépito como en septiembre de 2022, donde solo un 38% de la población votó a favor, pero el resultado no deja ninguna duda. 13 de las 16 regiones del país votaron en contra y más de un millón de votos y 10 puntos porcentuales separan a ambas opciones. Los chilenos no quieren esta constitución y su rechazo volvió a ser claro y contundente.

Ante esta situación, son muchas las preguntas que quedan abiertas. ¿Verdaderamente quiere Chile una nueva constitución? ¿Prefieren los chilenos el texto de 1980? ¿Qué es lo que ocurrirá con el proceso constituyente? Pero hay una cuestión más profunda que sobrevuela el panorama político, ¿cómo se ha llegado hasta este punto en un país que hace 4 años inundó las calles para pedir un proceso constituyente que terminara con la constitución de Pinochet?

Una de las explicaciones más populares que circulan estas semanas es que los republicanos han cometido los mismos errores que la mayoría progresista en la primera etapa del proceso. Según esta aproximación, la izquierda redactó en 2022 un texto partisano incapaz de generar consensos más allá de sus afines, y ahora la ultraderecha habría incurrido en el mismo error abocando la constitución al fracaso en esta segunda parte que se cerró ayer.

En mi opinión, esta hipótesis, aunque recoge algo del sentir general de los chilenos, se deja fuera buena parte de la historia, lo que puede llevar a conclusiones erróneas de cara al futuro. En primer lugar, equipara dos textos, y, sobre todo, dos procesos que no son comparables y que han generado sentimientos muy distintos en los chilenos. Y en segundo lugar, pone el foco en el lugar equivocado, el extremismo ideológico, en vez de dirigirlo al origen del problema: un profundo sentimiento antipolítico. Creo que un análisis más detenido sobre estos dos puntos da una imagen más completa sobre lo que ha ocurrido en Chile en los últimos cuatro años.

La equiparación de los dos procesos como si fueran dos caras de la misma moneda ha sido algo bastante extendido en los últimos días que ha hecho olvidar algunas diferencias importantes para entender lo que ocurre hoy en Chile. La primera propuesta constitucional tuvo numerosos problemas, y de un proceso que partió lleno de ilusión se terminó con un órgano constituyente desprestigiado y con un texto que no consiguió generar adhesión entre la población. En esta etapa se pecó de un excesivo énfasis constituyente. Se venía de un momento caliente, de hipermovilización, y los constituyentes no supieron canalizar la gran cantidad de demandas y sentires en un texto que pudiera apelar a una mayoría social. Faltó organización y sobró ímpetu, y el heterogéneo bloque progresista, que aglutinaba desde representantes de movimientos ciudadanos hasta políticos experimentados, no fue capaz de armar un texto convincente.

A la sensación de caos y desorden que generaba el texto se le unieron los comportamientos vergonzosos de algunos de los diputados constituyentes que reprodujeron lo peor de la clase política chilena y terminaron provocando un profundo rechazo hacia la Convención Constitucional. Un coctel mortal que terminó haciendo naufragar el texto constitucional.

El resultado del 4 de septiembre de 2022 se trató de un rechazo sonoro. Un grito contra una clase política que había decepcionado a la población, y contra un texto que se percibía más como una fuente de nuevos problemas que como una solución a los existentes. En el primer proceso constituyente hubo rabia, enfado y hartazgo y supuso un portazo en la cara de unas élites que llegaron al órgano constituyente como la vanguardia de un movimiento ciudadano y salieron siendo igual de impopulares que los políticos de siempre.

La segunda parte del proceso ha sido muy distinta. Se ha tratado de un proceso en un momento frío, sin ningún tipo de énfasis constituyente y completamente alejado de la ciudadanía desde sus orígenes. Las diferencias con la primera etapa han sido mayúsculas, y este segundo intento ha carecido de cualquier impulso renovador. Las únicas novedades que se han planteado han sido en temas nicho de la ultraderecha como el derecho a la vida, y han desaparecido los avances en materias como la educación, la salud o el medioambiente, sobre los que había un consenso amplio en la anterior Convención.

El problema no es solo que el ultraderechista Partido Republicano haya patrimonializado el proceso. Ni siquiera que el texto incluyera puntos que hicieron saltar las alarmas del bloque progresista, como el artículo que podía convertir el aborto en inconstitucional. El tema es que los chilenos ya perciben el proceso como innecesario e irrelevante, y según una encuesta del Centro de Estudios Públicos (CEP) de principios de noviembre, mientras que un 32% creía que la nueva constitución empeoraría las cosas, un 42% consideraba que las dejaría igual. Tan solo un 19% afirmaba que un nuevo texto solucionaría los problemas actuales, el menor porcentaje desde que en 2019 el CEP comenzó a formular esta pregunta en pleno estallido social.

La segunda propuesta constitucional en Chile generaba indiferencia, desconocimiento y apatía, por lo que este segundo rechazo es muy distinto del primero. Se trata de un rechazo más frío e indiferente que responde más a la falta de ilusión y vínculo con el texto que a una ferviente oposición al mismo. Se trata del cierre del círculo de la antipolítica que se ha impuesto en el país. Un desencanto hacia la clase política y sus procesos que el año pasado mostró una vertiente más virulenta y ahora está mostrando una más apática.

Esta evolución que va del cabreo a la apatía es la que marca el momento actual en Chile y la que muestra que no se puede reducir a que se han presentado dos textos extremistas. Hay un problema más profundo y es la aguda crisis de intermediación de la democracia chilena que se ha llevado por delante el segundo texto constitucional. La Convención Constitucional de 2022 cayó en desgracia en el mismo momento en que los chilenos percibieron que tanto sus integrantes como el texto resultante se alejaban de sus problemas cotidianos. Y después de ese cabreo contra quienes fueron elegidos para hacer una constitución para el pueblo y les fallaron, ha llegado una profunda apatía contra un proceso opaco e inmovilista que dio lugar a un texto solo interpelaba a los más conservadores y que tampoco respondía a las demandas que lanzaron a la gente a las calles en 2019.

No es el rechazo a los “extremismos” sino a los políticos lo que se encuentra detrás del laberinto en el que se encuentra sumido Chile. La sensación de que el proceso constituyente ha sido apropiado por la clase política es lo que subyace en los dos rechazos, diferentes en su forma pero con un sustrato común. Los electorados más politizados de izquierdas y de derechas han invertido sus posturas pasando de rechazar a aprobar y viceversa, pero hay una masa de gente que es la que lleva a superar el 50% que se encuentra sumida en un rechazo permanente, y que ya no tiene ni tiempo ni ganas de continuar un proceso constituyente que hace tiempo les defraudó. Aquí está la verdadera clave del proceso, e impedir que este segmento de la población se vea seducido por propuestas reaccionarias será la gran labor de la izquierda chilena los próximos años.

Entretanto, la constitución de 1980, redactada por los colaboradores de Augusto Pinochet en dictadura parece que seguirá rigiendo el país andino más tiempo del que nadie hubiera pronosticado. El texto, que parecía muerto a finales de 2019, hoy se encuentra más vivo que nunca, y paradójicamente esta vez han sido sus mayores detractores quienes han liderado una campaña por mantenerlo como un mal menor frente a una constitución redactada por la ultraderecha.

Jaime Bordel (@jaimebgl) es politólogo y jurista por la Universidad Carlos III y colaborador de medios como El Salto, CTXT y Agenda Pública.

Fotografía de Reuters.