Breve aproximación de la conformación y salud del Estado Social en España

Debemos comenzar expresando que la pretensión de este trabajo es realizar una breve aproximación teórica de los derechos sociales reconocidos en las Constituciones liberales, y más concretamente nos detendremos en el caso de la Constitución Española de 1978 y cómo cada vez quedan más denostados y sin ningún tipo de eficacia por los desórdenes operados en el neoliberalismo y la constitucionalización de sus reglas que desplaza de manera evidente cualquier objetivo de ambicionar un Estado Social. Creemos que es absolutamente incompatible pretender dotar de derechos sociales a la ciudadanía como medio para su emancipación en un contexto en el que la autonomía del mercado rige el destino de muchos de estos derechos.

Tras la II Guerra Mundial los Estados occidentales comenzaron la tarea de la construcción del Estado Social basado en el pacto keynesiano y plasmado en las constituciones, ya no como mera declaración de intenciones de los gobernantes, sino como norma suprema del Ordenamiento Jurídico y, por tanto, con cierta capacidad de imponerse en la realidad bajo fórmulas de coerción.

Estas bebieron en gran medida de la Constitución de México de 1917, que fue pionera en la constitucionalización de los derechos sociales. Vigente después de más de 100 años, sus principales contribuciones fueron tres artículos de extraordinaria relevancia en el momento. El primero fue establecer una educación gratuita, laica y obligatoria, y secularizar el Estado mexicano. Además, declaró que todas las tierras que habían sido usurpadas a los campesinos durante la dictadura de Porfirio Díaz tenían que ser restituidas a los campesinos, y configuró derechos laborales muy avanzados como la jornada de ocho horas, seis días a la semana, el salario mínimo sin discriminación por razón alguna y el derecho de sindicación de trabajadores y empresarios. Esta concepción constitucional nacida de las revueltas populares llegó a Europa bastante tarde. No fue hasta la República de Weimar cuando se volvió a reflexionar, ya en Europa, de manera bastante profunda sobre estos asuntos dando lugar a lo que se denominó el “laboratorio de Weimar” fruto de las tensiones teóricas que existieron desde diferentes concepciones jurídicas. En este contexto emergió la Constitución de 1919 con un gran contenido de justicia social.

No obstante, por el propio devenir histórico tendremos que esperar hasta la Ley Fundamental de Bonn de 1947 y la Constitución italiana de 1948 para rescatar la idea de Estado Social. Ambas de un marcado carácter antifascista que se tradujo en la necesidad de crear garantías constitucionales en un despliegue de derechos sociales que por fin fueran verdaderos derechos subjetivos de abstención o acción para los poderes públicos y de demanda de los ciudadanos a las jurisdicciones para su correcta satisfacción. Es lo que el prestigioso jurista italiano Luigi Ferrajoli ha denominado garantías primarias y secundarias. Por un lado, llamamos garantías primarias al conjunto de obligaciones y prohibiciones que corresponde a los poderes públicos para un adecuado y pacífico ejercicio de derechos de los ciudadanos. Por obligaciones podemos entender la acción de prestación de un subsidio para aquellas personas en situación de desempleo. Mientras que la prohibición comprende la abstención o no interferencia de los poderes públicos en el efectivo ejercicio de derechos como puede ser en el derecho de huelga donde aquella no tiene que tener una participación activa. Por otro lado, estarían las garantías secundarias, que es la tutela judicial efectiva, es decir, que mi pretensión sea escuchada ante un Tribunal y esta emita una resolución conforme a Derecho. Este sería, con mayor o menor acierto, lo que se propuso implantar en estas constituciones como forma de salida de la crisis generada por la Guerra, pero también por un contexto de guerra fría con el polo soviético y la necesidad de reconocimiento de los ciudadanos en sus Estados.

En este recorrido histórico no podemos olvidarnos de mencionar a Hermann Heller como el gran influyente del constitucionalismo europeo del siglo XX y padre del concepto de Estado Social de Derecho. Por problemas de espacio daremos una pincelada sobre sus principales contribuciones. Lo primero que habría que indicar es que debido a su condición militante y experiencia vital, él en todo momento contrapone Estado Social a dictadura. Siempre muy crítico con el positivismo de Hans Kelsen y el antipositivismo conservador de Schmitt expresa la necesidad de superar las teorías formalistas para pasar a reivindicar las herramientas del Estado Social de Derecho de contenido material. Introduciendo el concepto de “principios ético–jurídicos fundamentales” en el que se puede inferir la unión inexorable que le pretende otorgar al Derecho y a la Moral como garante de ese Estado Social.

Aterrizando en España tenemos que indicar cómo el principio de la dependencia de la trayectoria es muy torticero. Y mientras lo anterior sucedía en los países occidentales España seguía inmersa en la dictadura sanguinaria de Franco y, por tanto, no asistimos al momento keynesiano vivido a nuestro alrededor. En consecuencia, nuestra Administración siguió durante muchas más décadas en una clara inmadurez con respecto al resto de Europa.

Lo anterior es de gran importancia para entender nuestro subdesarrollo relativo a los derechos sociales ya en democracia. Puesto que en el momento en que el franquismo cayó y comenzó la Transición, que podríamos definir como poco modélica y nada de pacífica por las propias resistencias de las fuerzas del franquismo a dar pasos hacia la democracia, por su propia condición de subordinación a la restauración monárquica y por las dificultades de hacerse a través de reformas dentro de las propias instituciones franquistas, sí que podemos observar que fueron elementos que limitaron de manera destacada el empuje de los partidos antifranquistas a la construcción del Estado Social. En consecuencia, no tuvo un comienzo sencillo por las circunstancias internas y siguiendo por las de carácter internacional, habida cuenta de que Europa ya no era la misma que habíamos relatado anteriormente. Las victorias de Margaret Thatcher en el 79 y de Ronald Reagan en el 81 cambiaron todo el paradigma político, económico y social en la Europa Occidental. Fue precisamente cuando sus ideas más consolidadas estaban cuando España empezó su andadura hacia la democracia. Por tanto, nosotros perdimos el pacto keynesiano que dio lugar a las constituciones de nuestro entorno y empezamos a construir una cultura jurídica constitucional en un ambiente fuertemente neoliberal y que evidentemente iba a tener su plasmación en nuestra Carta Magna.

¿Dónde observamos la latencia neoliberal en nuestra Constitución? Pues desde diferentes elementos. Primero debemos señalar que no todos los derechos contemplados en la Constitución tienen la misma consideración jurídica, cuyas consecuencias vienen establecidas en el artículo 53. En este artículo se hace una grandísima diferenciación entre bloques de derecho según su protección jurídica y justiciabilidad. Encontramos un primer bloque de derechos de los reconocidos en los artículos comprendidos entre el 14 y el 28, que gozan de una completa protección traducida en la posibilidad de ser invocados ante los Tribunales Ordinarios en un procedimiento preferente y sumario y, en su caso, a través del recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional, de reserva de Ley Orgánica para sus normas de desarrollo o que su modificación se realiza a través de la revisión del artículo 168. Mientras los derechos del Capítulo III, aunque en realidad estrictamente son principios rectores, no gozan de ninguna de esas garantías. No se pueden invocar directamente ante los Tribunales de Justicia, ya que únicamente la infracción del desarrollo legislativo ulterior de ese derecho y su modificación quedaría establecida por el procedimiento del 167 que configura un procedimiento y mayorías más exiguas.

En consecuencia, encontramos en nuestra Constitución derechos de primera y de segunda categoría. Y esto se hace corresponder casi con exactitud con derechos negativos y positivos. Según el grado de protección y eficacia que se le confiera a unos y a otros distinguiremos un constitucionalismo liberal y uno garantista o republicano. En este sentido, en nuestra Constitución gozan de total protección jurídica los que están en la parte negativa, como puede ser el artículo 18 en el que se reconoce la propiedad privada, la libertad ideológica o de asociación. Mientras que los derechos que requieren de una efectiva acción por parte del Estado, como los derechos sociales, están situados en la parte de políticas rectoras con la caracterización que anteriormente hemos analizado de manera sucinta. Estos son por ejemplo el derecho reconocido en el artículo 45 a un medio ambiente adecuado para el desarrollo de la persona, así como el deber de conservarlo, o el derecho a una vivienda digna consignado en el artículo 47, y de esta manera podríamos poner más ejemplos de derechos sociales formalmente pertenecientes pero sin embargo carentes de garantías de cumplimiento en nuestra Constitución. Sin duda, a lo que conduce esta intrajerarquía es a que la aplicación del concepto de dignidad humana o libre desarrollo de la personalidad –que debería ser el pilar de un sistema democrático y social–reconocido en el artículo 10.1, sea de facto una quimera. Dicho en otras palabras, es manifiestamente improbable que únicamente en una vertiente formal de los derechos procuremos cubrir las necesidades básicas de los ciudadanos.

Como veremos a continuación con más atención, es en resumidas cuentas el conflicto inherente al sistema capitalista de mercantilización de todos los espacios de la vida de la ciudadanía contra garantías materiales para su propia emancipación. Este conflicto es el que ha marcado en las últimas décadas el derecho del trabajo. El neoliberalismo en su propia dinámica desregulariza las relaciones de trabajo e intenta permanentemente subordinar los derechos laborales a las necesidades de un mercado que persigue ser autónomo y generador de inseguridades y precariedad haciéndolo trasladar a todas las esferas de la vida. Esto es una forma de dominación mediante la inseguridad laboral. De tal manera se ha menguado la capacidad de negociación de los sindicatos, se ha fomentado la contratación temporal, se ha devaluado el coste de despido, etc. Ciertamente hemos visto en nuestros propios cuerpos cómo nada se escapaba de la mercantilización por parte del neoliberalismo, que tiene un estatus constitucional y aún más con su modificación en el año 2011. Con la reforma del artículo 135, tras una imposición de la Unión Europea, se fijó la obligatoriedad de asumir políticas de austeridad, recortes y pagar primero la deuda contraída a cualquier otro tipo de gasto, incluyendo los imprescindibles para un Estado Social recognoscible. Asimismo, se establecieron los criterios y formas de coacción en su norma de desarrollo en la LO 2/2012, de 27 de abril, de estabilidad presupuestaria y sostenibilidad financiera en la que se previó el deber de todas las Administraciones Públicas de respetar un determinado déficit impuesto por el Gobierno central como método de estabilidad presupuestaria. Por ejemplo, el artículo 14 de la ley reza que “el pago de los intereses y el capital de la deuda pública de las Administraciones Públicas gozará de prioridad absoluta frente a cualquier otro tipo degasto”. Esto en la práctica significa doblegar la voluntad democrática de los gobiernos autonómicos y locales a través de mecanismos de coerción, como puede ser reclamar de la “Administración incumplidora” la formulación de un Plan Económico–Financiero que vuelva a la senda del equilibrio presupuestario o incluso el de la activación del artículo 155 como prevé el artículo 26 de la misma ley.

Lo que a todas luces supone un disparate desde el punto de vista de defensa de nuestra soberanía nacional en el sentido de restringir nuestra capacidad u orientación de gasto por organismos supranacionales que no responden a una legitimidad democrática. Pero también desde un punto de vista de profundización del neoliberalismo en lo más alto de nuestro Ordenamiento Jurídico con plena nocturnidad y alevosía. Desde ese momento nuestro país quebró como principal agente garante de derechos sociales definitivamente. El Estado dejó vía libre con su no comparecencia a la libertad de mercado a seguir mercantilizando en unas condiciones siempre caóticas e inseguras para la mayoría social, a sabiendas de que su único propósito siempre es la maximización de sus beneficios.

A este paradigma neoliberal se contrapone un constitucionalismo garantista que pone los derechos sociales como pilar fundamental de un Estado democrático y social que tenga como horizonte tener ciudadanos libres de cualquier tipo de explotación.

Esto se podría realizar perfectamente si vislumbramos la necesidad, no ya de ensanchar los límites jurídicos constitucionales heredados, sino más bien de derribar la cultura jurídica existente. Evidentemente somos conscientes de las dificultades que tenemos para tamaña empresa, pero sin lugar a dudas nuestra obligación debe ser caminar hacia ese proyecto de un verdadero Estado Social.

Para ello es indispensable su constitucionalización efectiva como verdaderos derechos subjetivos, es decir, como facultades consustanciales de la ciudadanía y potencialmente reclamables ante los tribunales de justicia ordinarios e indisponibles para el legislador. Lo que significaría mismo nivel de protección jurídica y eficacia que otros derechos. Pero evidentemente eso por sí solo no cambia nada, sino que debemos empezar a explorar conceptos tales como principio de progresividad o la prohibición de regresividad, cuestiones que, por otro lado, están muy presentes en el constitucionalismo latinoamericano. En primer lugar podríamos definir el principio de progresividad como el conjunto de obligaciones que tienen los Estados para garantizar de manera efectiva los derechos sociales en el menor tiempo posible. Para ello será de vital importancia la observancia de la eficacia de los medios arbitrados para garantizar que la medida es completamente recibida por los titulares de derechos. En caso contrario nos enfrentaríamos a la posibilidad de articular derechos sociales técnicamente muy seductores, pero que en la práctica fuesen papel mojado precisamente por no haber pensado cómo promover las condiciones para garantizarse de manera real. Y en segundo lugar el principio de prohibición de regresividad de los derechos, que podemos delimitarlo tal y como viene recogido en el artículo 5º del Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales (PIDESC), que establece que “no podrá admitirse restricción o menoscabo de ninguno de los derechos humanos fundamentales reconocidos o vigentes en un país en virtud de sus leyes, convenciones, reglamentos o costumbres, a pretexto de que el Pacto no los reconoce o los reconoce en menor grado”.

Comprender lo anterior es de vital importancia para transitar a ese cambio de paradigma y cultura jurídica del que estamos hablando. Evidentemente no podemos dejar a un lado el papel de los juzgadores en los tribunales de justicia que tienen que tener una misión fundamental como garantes en última instancia del cumplimiento de la efectividad de los derechos sociales. Tienen que actuar de manera diligente en la remisión al control de constitucionalidad por omisión. Es decir, es de notable obviedad que un derecho social como por ejemplo el acceso a la cultura se infringe de igual manera si no se dota presupuestariamente de una partida concreta para satisfacer este derecho. El Estado no está haciendo algo que debe hacer por las normas que le vinculan y en el mismo momento en que no pone dinero para satisfacer el derecho está incumpliendo la Constitución. Esto es tremendamente importante para anticiparse a problemas como los vistos de mercantilización de los derechos, donde el Estado no puede transferir su obligación a un mercado claramente agresivo e inaccesible de las clases populares.

No es menor insistir en la importancia de entender los derechos como interdependientes, interconectados y con necesidades de comunicabilidad entre sí. Sería, por ejemplo, inútil pensar en los derechos de manifestación y de libertad ideológica desligados o separados. Al revés, hay que entenderlos a todos como una unidad con anticuerpos conjuntos para que ninguna tentación de neoliberalismo pueda ser introducido en una de las partes y contaminar al resto.

A modo de conclusión, señalaremos algunos de los retos que tiene el Gobierno de coalición para transformar una cultura jurídica que hemos analizado obsoleta y que responde a los privilegios de un grupo minoritario. Cuestión evidenciada con la crisis económica, social y territorial más agudizada en la última década y que se traduce en la desconexión existente entre derecho objetivo y la realidad social. Existen reivindicaciones y reclamaciones con gran peso de legitimidad que no han tenido una juridificación precisamente por su incompatibilidad con una cultura jurídica que las expulsaba o las criminalizaba. Volver a reconstruir esa conexión siempre contingente, mutable y compleja se ha vuelto una obligación democrática. Lo que pone de relevancia la articulación de principios jurídicos renovados, democratizados que sirvan de generador de nuevos derechos, pero también de desplazamiento de los principios que constituyen la parte de cultura jurídica de la que queremos desprendernos para avanzar en una sólida construcción social.

Por otro lado, cuando ya tenemos principios y derechos fundamentados en esos principios que nos pueden servir para nuestro propósito de agenda progresista se requiere, como ya dijimos anteriormente, una educación y una formación ciudadana en el ejercicio de esos derechos. Es decir, no nos vale tener formalmente derechos si sus potenciales titulares no pueden ejercitarlos o le es demasiado complicado. La idea sería que en tanto en cuanto se ejercitan con pleno conocimiento es más difícil en momentos posteriores renunciar a ellos. Por la gran integración en la vida cotidiana de los ciudadanos y su sencillo mecanismo de ejercicio. Para eso, sin dudas, será primordial una adecuación de las Administraciones Públicas a ese nuevo paradigma para que su garantía y efectividad no esté cuestionada.

Manu Recio (@ManuRecio) es jurista por la Universidad de Sevilla y colaborador de Discusión Jurídica.

Fotografía de Álvaro Minguito.