Crítica y apuntes históricos sobre políticas y pactos educativos

Necesidad y carácter de la crítica con matices necesarios

La historia y la sociología de la educación, cuando están armadas de un sólido carácter crítico, son dos campos de conocimiento obligados, de primer orden, a la hora de combatir un idealismo sobre la enseñanza que se alimenta de embelecos como el del consenso, la calidad, el progreso, la igualdad de oportunidades, el mérito del esfuerzo y el talento. Hablamos de un elenco de creencias tan extenso y –lo que es peor– tan universalmente aceptado­ que todos los intentos por desmontar tales consensos están condenados, como Sísifo, a persistir en una lucha interminable. La ideología dominante presenta a la escuela como un lugar de salvación y remedio a todos los males de la sociedad. El pensamiento crítico que impugna tal ideología ha de ejercerse a sabiendas de acometer una resistencia dura y larga, sin lugar a ilusiones de con-vencer suficientemente; sin plazos para cambiar el estado de “opinión general”.

Los sistemas de enseñanza nacionales fueron creados en el siglo XIX a partir de proyectos ilustrados precedentes, los cuales a su vez recogen y metabolizan los proyectos de Lutero, de Comenio o de los jesuitas en el bando católico. En definitiva, la educación institucionalizada es un producto genuino de los tiempos del capitalismo. Y su retorcida historia nos aboca a decir que no hay lugar, ni ayer ni hoy, para esa ilusión acerca de la educación que sobrevuela sobre la realidad social y que la presenta como una oportunidad para la emancipación, para civilizar a los pueblos, como motor de la igualdad. En educación, como en otros ámbitos de la vida social, las apariencias engañan. La escuela no es algo externo a la sociedad, sino que es consustancial a la sociedad.  Nada hay, en fin, sobre el mito de que la escuela es el “bálsamo bueno” que cura y alivia los males de una “sociedad mala”.

Entre los creativos carteles y las pintadas en los muros de Paris, los jóvenes de mayo del 68 nos dejaron aquel que decía: “El sistema de enseñanza es la enseñanza del sistema”. Como con tantos otros eslóganes, realmente brillantes, de aquellas revueltas (tan denigradas por el conservadurismo de ayer y de hoy) no había que pedir a sus jóvenes y anónimos autores que diesen explicación teórica de ellos. No hacía falta, pues una serie de autores que hoy ya son clásicos del pensamiento crítico se ocuparon de esa tarea con mucha solvencia, entre otros Pierre Bourdieu, Jean-Claude Passeron, Michel Foucault, Basil Bernstein, o Joan Volker[1], aunque este último sea mucho menos conocido. En España, de forma muy especial, la seminal obra de Carlos Lerena tanto más olvidada en la medida que el tiempo le da el valor de lo imprescindible.

Las aportaciones de esa incompleta lista de autores no son repeticiones de las mismas ideas. Y, para mencionar algo más sobre su pluralidad intelectual, todos ellos, al ejercer de sociólogos de la educación, recorrieron bastante más territorio que el de una disciplina (sociología de la educación) tal y como suele entenderse hoy: un jardín concreto, cuantos menos metros cuadrados mejor, que domina el especialista, el que, supuestamente, sabe donde están todos los nidos de topos y el orden de los parterres (en fin, que “lo conoce a fondo”). Pero la educación, amigos, es fenómeno de tal complejidad que su estudio, para ser serio, se desparrama por todas las ciencias sociales. Por eso mismo es asunto netamente político, radiografía del poder; es decir, estamos ante un campo de batalla preferente de las grandes confrontaciones culturales e ideológicas presentes en la historia contemporánea.

Los mentados críticos, “hijos de la década prodigiosa”, analizaron hasta la saciedad el carácter reproductor que ha ejercido la enseñanza respecto del sistema social en el que se inscribe. Carácter, desde luego, que mantiene hasta la actualidad. En sus obras están descritas las funciones reales de la escolarización: selección, inculcación, domesticación, legitimación de las diferencias y los desequilibrios de poder, acreditación de las distinciones, momificación del conocimiento, control examinatorio voluntariamente aceptado y un largo etcétera. Recurrir a nombrar tan dignos representantes de la crítica al sistema de enseñanza no es irse por las ramas, sino un sincero reconocimiento de que lo que uno pueda decir al respecto ya está, fundamentalmente, dicho por otros; que no venimos a descubrir ningún Mediterráneo. No obstante, la necesidad de señalar una contundente tradición que sospecha sobre la educación y la cultura contemporáneas, se debe a lo que decía más arriba: la crítica no puede detenerse ni descansar, a no ser que aceptemos el actual orden de cosas. En ese sentido sí hemos contribuido, en la medida de nuestras posibilidades, a incrementar aquel legado[2].

Tampoco está de más recordar a tres pensadores que, en el siglo XIX, teniendo muy cerca la invención y primeros desarrollos de los sistemas nacionales de enseñanza en Europa, abrieron fuego con una perspectiva amplia y fecunda: Karl Marx, Émile Durkheim y Max Weber.

Es momento ya de exponer ciertos matices a la crítica anunciados en el título de este punto. Se trata de tender la mano a los que –no sin motivos– pueden acusarnos de exhibir un radicalismo que parece desentenderse de las condiciones y posibilidades reales de transformación de la enseñanza aquí y ahora. Y esas consideraciones son sensatas en la medida que la educación presenta un doble rostro y puede tener efectos ambivalentes. Por ende, nuestras proposiciones deben ser contestadas y moduladas por nosotros mismos. Por ejemplo, podríamos enunciar en cierto tono radical y sin matices, algo así: El sistema de enseñanza, en sus múltiples formas y contextos, es una genuina criatura del capitalismo y no puede ser un agente que cuestione o mine el orden que le ha dado vida y lo mantiene. Pedir que la educación institucional sirva para la emancipación es pedir peras al olmo. Vale. Pero si la conclusión fuera proponer a renglón seguido la desescolarización general, la abolición de la enseñanza reglada o cosas por el estilo, creo que iríamos descaminados (con todo respeto a las tesis de Ivan Illich).

No he terminado… Descaminados irán también aquellos que vean en el enunciado radical de nuestro ejemplo una teatral palabrería de gente loca por pensar fuera de la parcela que delimita lo pensable. Lo digo porque sociólogos de prestigio, que en su día siguieron con entusiasmo la producción intelectual crítica de los años sesenta y setenta parece que se han resentido de los años, que lamentan los fracasos atribuidos a pronunciamientos comunistas-libertarios sobre educación y cultura (es su lenguaje) y se han acomodado, con esfuerzos más o menos afortunados, a otras trincheras que avivan el liberal-progresismo (este lenguaje es nuestro).

Vayamos a los apuntes históricos.

Los teóricos y los amos de la escuela de ayer y de hoy

Lamentablemente no podemos detenernos en los orígenes eclesiales de la escuela: los conventos y órdenes religiosas (el clero regular), las posteriores transformaciones ilustradas que pusieron la educación en manos de la burguesía, del clero secular (obispos), de las sociedades de amigos del país, de instituciones caritativas y, en general, de los incipientes controles del Estado. Y es de lamentar porque en esos remotos orígenes están ya presentes las invariantes que determinan la educación como instrumento trasmisor de moralidad y costumbres, como factoría productora de hombres[3] (unos para dominar y otros para ser dominados). Hombres modelados, desde luego, según el esquema del mundo que los amos de la escuela van construyendo a medida que edifican las adaptaciones de su poder.

En España se erige normativamente nuestro sistema de enseñanza con la famosa “Ley Moyano” de 1857. Desde el principio quedó bien sentado que el Estado se hacía cargo de la enseñanza dejando intactos los viejos privilegios de la Iglesia. Pretendía regular escolarmente un orden que reflejaba el orden social de la época, con diferencias de clase muy acusadas, en un país eminentemente rural que padecía grandes atrasos en distintos órdenes. Con las leyes, reglamentos y una débil hacienda pública se erigía un sistema ostensiblemente dividido: una enseñanza elemental para la gran masa de las clases trabajadoras (la Primera Enseñanza) y otra, sin conexión alguna con la anterior, destinada a las clases pudientes, futuras élites profesionales y dirigentes (la Segunda Enseñanza). Esta dualidad escolar, fiel reflejo de una tajante y simple división social, constituía dos espacios educativos sin puentes de tránsito. ¡Cuántos años y luchas para que fuéramos superando malamente aquella situación! No hay que perder de vista que en España ha habido mucha Iglesia y poco Estado. Y, aunque este último desarrolla su músculo especialmente a través del fortalecimiento de la enseñanza pública desde principios del siglo XX, la enseñanza privada en manos de órdenes religiosas ha seguido siendo una rémora muy considerable.

Me gusta recordar algo que es bien conocido. Que allá por 1875, Marx expresaba una profunda desconfianza a que los trabajadores pusieran la educación de sus hijos en manos del Estado[4]; ponía en duda la posibilidad de que se llegasen a cumplir las demandas del Partido Obrero Alemán: “Educación popular general e igual a cargo del Estado. Asistencia escolar obligatoria general. Instrucción gratuita”. El “cascabeleo democrático” que –decía Marx– adornaba el programa del partido, no engañaba (o no podía esquivar) una perspectiva crítica. En ella se albergaba la idea de que fuese la clase obrera la que se ocupara de la educación de sus hijos.

Pero un poco después en Francia se instaura la III República y Jules Ferry organiza su magno plan educativo republicano, laico, obligatorio y gratuito. Émile Durkheim es el teórico y académico de ese proyecto. Puede decirse que el modelo educativo francés venía a contravenir, precisamente, las antedichas orientaciones de Marx.

En tercer lugar, tenemos otro fenómeno coincidente en el tiempo y, esta vez, en España. Hace acto de presencia la Institución Libre de Enseñanza (ILE) que tan profunda y larga influencia tendrá en los teóricos y los políticos que a finales del siglo XIX buscaban una alternativa a la tradicional educación decimonónica; una alternativa al dominio de la educación entonces compartido por la aristocracia, la alta burguesía y la Iglesia. La ILE es una expresión de la pequeña burguesía democrática y republicana, y su modelo educativo tiene como referencia el anteriormente citado de Jules Ferry. Un acercamiento entre socialistas e institucionistas, bien dirigido por Lorenzo Luzuriaga, apostó por imitar a los franceses y llegar a construir una enseñanza pública (la escuela unificada, laica y republicana), a través de la influencia en los poderes del Estado.

En consecuencia, en los márgenes quedarían opciones de izquierda más radicales, las iniciativas de una educación popular que promovieron organizaciones anarquistas y socialistas con sus propios recursos. En los agitados y cruciales tiempos de la II República se intentó llevar a efecto aquella política educativa. Como es sabido, el pulso de fuerzas políticas gobernantes del periodo republicano, no permitió mantener la orientación educativa del primer bienio. Y, desde luego, el franquismo cercenó toda posibilidad de profundizar en políticas educativas republicanas (incremento de escuelas y maestros, laicismo, descentralización, coeducación, apertura a las corrientes pedagógicas avanzadas, etc.). De todas formas, para no llamarnos a engaño (la mitificación de nuestra República en el campo educativo frecuentemente hace flaco servicio a la causa republicana) hay que decir que las realizaciones no sobrepasaron un nivel moderado.

En aquella coyuntura se demuestra también que las políticas educativas y sus realizaciones no dependen tanto de la voluntad de los políticos, ni siquiera de las leyes, reglamentos o reformas, sino que dependen de circunstancias económicas, demográficas, culturales y, especialmente, de las demandas sociales claramente situadas. En la II República la alianza entre las aspiraciones de la pequeña burguesía democrática y las procedentes de sectores obreros más radicales fue una alianza cogida con alfileres. Solamente en plena guerra, y al final de la misma, siendo ministro Jesús Hernández Tomás (1937) y con la participación de sectores socialistas de izquierda y anarquistas se publicó una ley claramente de izquierdas. A ese efímero proyecto puede unirse el del Consejo de la Escuela Nueva Unificada (CENU) en Cataluña de 1936. En una España rural y muy atrasada, en la que los hijos e hijas de los trabajadores tenían que ganarse un sueldo o ayudar en casa antes que ir a la escuela (“el niño yuntero”), ¿cómo se podía esperar un cumplimiento amplio y efectivo de ideales como la escolarización plena, la escuela unificada o el cuerpo único de enseñantes[5]?

Valgan estas notas a “brocha gorda” para decir que en el primer tercio del siglo XX el interés de los grupos (o clases) sociales en España y los correspondientes modelos educativos ya habían hecho acto de presencia en un campo de batalla en el cual los acuerdos o consensos han sido, y son, imposibles.

Un presente en el que todo cambia para permanecer

La educación que hemos llamado tradicional y elitista pervivió unos cien años en nuestro país. Hasta 1970, año en que se promulga la Ley General de Educación, la cual, se dirigía a construir una educación tecnocrática de masas.

Aunque la dimensión práctica, organizativa, curricular y pedagógica no depende automáticamente del BOE ni de las teorizaciones de las autoridades educativas (ya sean afamados pensadores o expertos tecnócratas educativos), ciertamente aquella ley de 1970 representó una drástica transformación: creación de centros de enseñanzas medias, ampliación de la escolarización en todos los niveles, feminización en las tasas de docentes y discentes, superación del doble camino y dicotomía entre la enseñanza primaria y secundaria, formación de maestros ampliada, acaparamiento del saber-poder pedagógico por las universidades, diseño “científico” y tecnicista de las enseñanzas, incremento progresivo del examen y evaluaciones, inicios globalizadores de políticas educativas por agencias internacionales (UNESCO, Banco Mundial, OCDE), entre otros importantes elementos. Este modo de educación tecnocrático de masas sigue vigente en la actualidad.

Llamo la atención sobre tres aspectos de aquellos cambios que requieren ser explicados más allá de esquemas preconcebidos. Primero, que venían a dar cumplimiento a ciertos aspectos que estuvieron históricamente en la agenda de las fuerzas progresistas y que no llegaron a conseguirse incluso en el periodo republicano. Segundo, que la LGE se dio en pleno franquismo, sin que ello quiera decir que el régimen procurara una democratización de la enseñanza o un sistema que invirtiese los desequilibrios sociales existentes en el momento. Sencillamente aquella reforma sustancial fue una adaptación a los cambios de todo tipo que se daban, de hecho, en la sociedad española, especialmente visibles desde los años sesenta. Nada tiene de extraño que en medios oficiales del franquismo se fuera haciendo una decidida apuesta por reformar el sistema educativo a favor de una enseñanza universal, obliga­toria y gratuita, con igualdad de oportunidades[6], al tiempo de entender esa enseñanza como un imperativo para el crecimiento económico y la expansión de la producción y del consumo. Tercero, la política educativa, desde los años setenta, se impregna de una rampante tecnocracia, entendiendo ésta como la forma de dominación basada en una racionalidad científica, neutral, no-política, que llega a ser asumida por los dominados, contribuyendo así a la reproducción y a la hegemonía de tal racionalidad.

La educación de masas y el imperio de la tecnocracia nos tienden sutiles trampas. Por un lado, se fue generando una evidente “unificación de los sujetos escolarizados” en un mismo sistema organizativa y pedagógicamente más comprensivo, común[7]. Al menos, en las manifestaciones más ostentosas y burocráticas, se diluía la secular dualidad clasista. Pero, como dijimos, en educación nada es lo que parece y la función selectiva de la escuela se ejerce con toda la eficacia que el mercado de títulos, créditos y mano de obra diferenciada quiera establecer. ¿Cuáles son los caminos por los cuales los procesos de unificación abren la puerta trasera a las diferencias y la desigualdad? Con mucha seguridad podemos señalar hacia dónde hay que mirar para no despistarnos: el mercado educativo y la libertad de elección. La educación es un producto apreciado de consumo masivo y la familia, los sujetos individuales, acuden al gran supermercado en pos de una cantidad y “calidad” de enseñanza, acorde con sus expectativas. El Estado se oculta sin que su poder deje de existir.

Otro mecanismo principal es el rosario interminable de exámenes. La sociedad educadora, luego “del conocimiento y de la información”, es también la sociedad hiper-examinadora. La OCDE, con sus latosos informes PISA es la expresión internacionalizada de una medición y comparación de rendimientos escolares con ambiciones planetarias, en última instancia: la naturalización del examen. Esta herramienta de criba desborda el ámbito educativo y se confunde con el control en otros ámbitos donde el ciudadano está permanentemente evaluado, sometido a pruebas y clasificado. Es obvia la función programada del sistema examinatorio a lo largo de una cada vez más larga carrera escolar. Por otro lado, el fracaso escolar a todo el mundo escandaliza y se clama al cielo para “terminar con esa lacra”. Sin embargo, el fracaso escolar (y social) es, desde luego, una necesidad básica para el florecimiento y estabilidad del reino de la desigualdad. ¿Qué harían las clases más pudientes si todos tuvieran el mismo éxito? ¡A donde iríamos a parar!

Las añagazas del pacto educativo

Parece ser que en los últimos cuarenta y tantos años, después de varias reformas, la democracia española no acaba de arreglar una permanente crisis de la enseñanza. Tras ese misterioso diagnóstico (paraguas para cualquier cosa), el fármaco más requerido es el pacto educativo.

Cabe preguntarse ¿en qué medida el reclamado Pacto Educativo es una necesidad o, en cambio, no estamos más que ante un mero juego de despiste y propaganda ideológica?

Como hemos dicho en otro lugar:

“Cuando de esa clase de lemas-tópicos se trata, conviene escuchar con más atención las expresiones más simples. Los argumentos más trillados y pedestres suelen encerrar las claves para prospecciones más profundas. Más o menos el discurso del sentido común sobre el Pacto Educativo acostumbra a formularse en estos términos: los políticos —los partidos políticos— legislan sobre la enseñanza cuando llegan al poder en contra del gobierno precedente. Hacen su propia reforma partidista. Son culpables de una permanente inestabilidad del sistema educativo. Son unos irresponsables que ponen sus intereses y doctrinas partidistas por encima de algo tan importante como la educación, que es para el bien de todos. La educación es algo sagrado, ¡el futuro de nuestros hijos! Y con eso no se juega. En este asunto los políticos están obligados a llegar a un acuerdo. Un acuerdo de garantías, sólido, duradero, que nos proteja de cualquier veleidad en el futuro”[8].

Las contiendas en torno a la educación no han sido precisamente una broma en nuestro país. Existieron desde los orígenes decimonónicos y fueron engordando como hemos resumido en breves apuntes históricos. La guerra escolar ya fue uno de las coartadas de la sublevación franquista. Años después, coincidiendo con el beatificado espíritu de la Transición, tuvieron lugar los llamados “Pactos de la Moncloa”. Al menos fueron útiles porque proporcionaron unos dineros para la educación fuera de todo lo conocido hasta el momento. De los aspectos más atrevidos de su contenido, sin embargo, nada se cumplió. Tal vez pueda considerarse ese el primer y único pacto educativo y es posible que el aura del consenso que se construye en aquellos momentos ande revoloteando aún por las cabezas de las gentes del sentido común, de los que se dicen centrados y dispuestos a arreglar cualquier debacle educativa con algunas recetillas de la abuela. En efecto, aquellos cruciales años de nuestra entrada en la educación tecnocrática de masas mostraban ya los señuelos principales para despertar pasiones pactistas: los males de la educación se arreglan con equivalentes dosis de diseño científico y de concordia social que respalde aquel diseño. Simple ¿no?

Es triste constatar que la idea del Pacto Educativo recoge adeptos en ciudadanos que en otros muchos asuntos tienen posiciones críticas. Debería bastar un repaso a los recurrentes intentos de organizaciones políticas y sociales y tomar nota de los fracasos. Tras la constatación, nada extrañaría que se eche la culpa a las cortas miras de los políticos y… ¡vuelta la burra al trigo!

Quiero terminar enfrentándome a la pregunta más clásica de la izquierda: ¿Qué hacer? Si me preguntasen sobre propuestas teórico-prácticas para una transformación progresista de la educación, mi respuesta sería tan modesta como comprensible: que la izquierda (de amplio espectro) continúe en la misma línea, pero olvidándose de la trampa del pacto de Estado por la educación. Desde hace muchos años, a ras de suelo, aquí no hemos podido hacer mucho más que frenar barbaridades y excesos: del macizo de la raza, de la clerecía, de las chorizadas y prebendas más flagrantes, de la privatización de rutas educativas excelentes mientras se tira a un gran basurero público lo que diariamente es desvalorizado en términos simbólicos y contables. En fin, sigamos combatiendo una obscena multiplicación escolar (réplica aumentada) de lo que esencialmente es confrontación entre el trabajo y el capital. Pero con la mirada puesta en los anticuerpos de una crítica a la escuela sin contemplaciones.

Así pues, habría que mantener la doble vigilancia de resistir sin el estorbo de los sueños y soñar para no adaptarse a la realidad que negamos radicalmente.

Julio Mateos Montero es profesor de primaria y Doctor en Historia de la Educación.

Notas

[1] Solamente unas páginas me inducen a nombrarle aquí: el epílogo a la edición española de Educación y sociología, de Émile Durkheim (edición española en Ed. Península en 1990). Un breve y sustancioso texto que, no obstante, adolece de exagerados ataques a Durkheim.

[2] Junto a otros colegas hemos dedicado los últimos dieciocho años a esa labor con trabajos ampliamente recogidos en http://www.nebraskaria.es. Los textos pueden llegar a ocupar unos miles de páginas, por lo que es de buena educación facilitar síntesis. Me inclino a proponer una publicación breve en la que se recogen las conclusiones esenciales: Cuesta, R. Mainer, J. y Mateos, J. (2011). “Reformas y modos de educación en España: entre la tradición liberal y la tecnocracia”: Revista de Andorra(11), pp. 18-94.

http://www.nebraskaria.es/wp-content/uploads/2017/04/Hist.EducaciónNebraska-en-Andorra.pdf

[3] Ya Comenio decía que Schola est oficina… “La escuela es taller en el cual se forman los jóvenes nuevos espíritus para la virtud y se dividen en clases”.

[4] En las glosas marginales al programa de Gotha. Al margen de la oportunidad de la referencia a Marx, he de recordar que éste no se ocupó especialmente de la educación, no la consideró un problema de interés, sino una materia ideológica (para encubrir y despistar). Para captar, no obstante, la importancia de la crítica de Marx a la sociología de la educación hay que acercarse de forma indirecta. Sobre este particular véase Lerena, C. Reprimir y liberar, Akal, Madrid, 1983, pp. 253-327.

[5] Por cierto, este último aún está por hacer y de él no se ha vuelto a oír ni una palabra.

[6] Un lema central en el modelo que tampoco dice la verdad. La igualdad de oportunidades es el discurso que consagra la responsabilidad individual del fracaso o éxito escolar y social: “cada uno tiene lo que se merece según sus méritos y esfuerzo”. Ya sabemos quienes tienen más probabilidades de ganar y de perder en esa competición. Platón decía en La República o el Estado: «Cada cual es responsable de su elección, porque Dios es inocente».

[7] Mateos, J. (2015): “Unificación de la infancia de la escuela y del conocimiento escolar”: Con-Ciencia Social(19), pp. 25-35.

[8] Editorial de Con-Ciencia Social (1) (segunda época), “Pacto educativo: ideología para no afrontar la naturaleza social y política del sistema de enseñanza (2018)”. Para acceder al texto: https://dialnet.unirioja.es/ejemplar/502425 (junio de 2019).

Fotografía de Álvaro Minguito.