Cultura de asalto

En los últimos dos años he paseado este texto, a modo de intervención oral, por diferentes citas y espacios donde fui invitado para hablar de cultura desde una visión política. Es, desde esta perspectiva, cuando reparé en que la propia tarea de tender puentes entre lo político y lo cultural es, de hecho, representativa del problema, de la visión atomizada que se tiene de algo que se debería observar como un continuo, como una manifestación de una misma pulsión: la necesidad de los gobernados, de los narrados, por tener en sus manos la pluma o el bastón de mando.

Es por tanto este otro intento, otra reescritura —siempre parcial e incompleta— de poner de manifiesto la separación de lo que nunca debió ser escindido: la política, la cultura y la vida cotidiana. El momento, tras una resaca electoral, es idóneo, pero podría serlo cualquier otro: una huelga perdida, una manifestación poco numerosa, la sensación de desamparo que queda ante unas palabras que son recibidas con lejanía cuando, pensábamos, deberían haber suscitado atención.

Identidad y guerra de conquista

La ideología no es más que una respuesta ordenada para emparejar unos intereses con unos retos, unas metas con sus resistencias. La aceptación de una ideología concreta no depende, tan sólo, de lo afinada, práctica y consistente que resulte en sí misma, sino de si los intereses o las metas que plantea son percibidas como suyas por los grupos sociales a quienes interpela. ¿Qué es lo que marca la capacidad de representación, es decir, la coincidencia entre objetivos propuestos por la ideología y la voluntad de quienes han de llevarlos a cabo? El quiénes somos, la identidad.

Hagamos un alto y tomemos la metáfora bélica como camino. Los imperios clásicos libraban dos tipos de guerra, una de exterminio y otra de conquista. Roma despedazando a Cartago y cubriendo de sal su tierra es ejemplo de la guerra de exterminio, de la necesidad de acabar definitivamente con un enemigo simétrico que compite por unos mismos nichos. La segunda, la guerra de conquista, es diferente, es la necesidad, más que de la derrota de un enemigo, de la dominación de un territorio para obtener unos beneficios utilizando a su población. Lo crucial en ella no son las batallas ni los asedios, la guerra en sí misma, sino la conquista posterior. El primer paso solía ser la ejecución o el desprestigio de los líderes o figuras de autoridad del territorio usurpado, dejar a los invadidos sin una dirección efectiva. La segunda etapa sería la de quemar los símbolos tribales o nacionales, quebrar las formas autóctonas de pensar y organizarse. El tercer paso sería implantar un nuevo idioma, una nueva moneda, una nueva religión. Por último dar dádivas a la población colaboracionista para construir el aliado interno, los nuevos líderes, enmascarar la dominación y por tanto hacerla exitosa.

¿Y sí la clase trabajadora hubiera sufrido una guerra de conquista de la que nadie parece haberse querido dar cuenta?¿Y si su identidad, una compleja mezcla entre materialidad y cultura, hubiese sido sustituida por otra que nublara su percepción entre los intereses y la forma de conseguirlos, esto es, la ideología?

Muchos son los textos que se han dedicado a estudiar los cambios laborales que la clase trabajadora ha experimentado en las últimas décadas. Otros tantos los cambios internos que ha sufrido la izquierda. Muchos menos los que han explorado los cambios en la cultura, reduciendo a esta a una comparsa de esos cambios y no a una entidad que se relaciona con lo material en una vía de doble sentido.

¿Qué es la cultura?

Casi todo el mundo entiende por cultura aquello que podemos encontrar en la sección homónima del informativo: un libro, una película, un disco, una representación teatral, una exposición en un museo… es decir, sus resultados, los artefactos y expresiones concretas y regladas de la misma. Esta forma además nos marca quiénes son los profesionales y quiénes los aficionados, estableciéndose unos escalafones, en una abstracta medición, que marcan qué es alta cultura y qué es cultura popular. Hablamos aquí también de su industria y su régimen, la parte que da pie tanto factual como legalmente, a la creación.

Sin embargo, en el tema que nos ocupa, debemos entender la cultura desde una visión más amplia, como el conjunto de ideas y sus expresiones que se sitúan entre nosotros y nuestro mundo, como aquello que nos explica como personas pero también tiende a moldearnos, como aquello que nos relaciona con la realidad pero también forma nuestra percepción de la misma.

Bajo este prisma sería la cultura la encargada de marcar aquello considerado como normal, como establecido, como aceptado por la mayoría de la sociedad. El mantenimiento de un orden dado también es cultural desde el momento en que lo aceptado marca lo posible y lo posible nuestros límites de tolerancia frente al cambio.

La cultura no es un ente abstracto deslindado de una realidad concreta, sino que surge de esa misma realidad, bien como aquello que pone voz a nuestros miedos y anhelos bien como aquello que moldea esos mismos temores y esperanzas, resultando tanto una herramienta de liberación frente a una contradicción dada, como las cadenas que mantienen al conflicto latente bajo el peso de la convención.

Siempre en campo contrario

Resulta difícil precisar cuándo se llevó a cabo esa guerra de conquista de la que hablábamos, esa que hace que cualquier acción política de la izquierda sea como un encuentro que siempre se disputa en campo contrario, que provoca que la sociedad contemple con desinterés, cuando no con hostilidad, determinadas formas de entenderse a sí misma contrarias a lo establecido.

En todo caso algo empezó a cambiar desde mediados de los ochenta, en una maniobra que coincidió con la restauración neoconservadora y que sirvió no tan sólo para que la clase trabajadora olvidara quién era, sino para que olvidara quién era su antagonista. El gran triunfo del capitalismo no fue ganar culturalmente la pugna entre sus valores y los del socialismo, sino hacer creer a millones de personas que los únicos valores realmente existentes eran los capitalistas.

Surgió aquí esa invención metonímica de la clase media como clase total, como un depredador de identidades que ocultaba las de las clases dirigentes y devoraba las de las populares, que podía representar la rebeldía inocua contra los desmanes, no del sistema, sino de sus desviaciones corregibles y a la vez ser el cimiento de la sensatez contra los gritos de los radicales que aún resonaban desde las décadas de los sesenta y setenta. La cuestión no es discutir si existe un grupo social al que podríamos definir como clase media, la cuestión es notar cómo todo el mundo empezó a necesitar definirse como tal.

Así lo estrictamente material —la compra de bienes o servicios— tuvo una nueva lectura cultural de una intensidad inusitada donde todo lo adquirido, además de un valor de uso y un valor de cambio, tenía un valor de estatus. El mensaje insistente era que ya no había clases, pero dependiendo de la capacidad de adquisición unos podían ser más de clase media que otros.

Por otro lado las manifestaciones concretas de la cultura fueron tomadas por expresiones que evitaban el conflicto a toda costa o si lo presentaban era siempre dentro o de la resolución posible sin alterar el sistema o desde la amenaza externa de grupos étnicos, sociales o ideológicos cuya hostilidad era voluntaria.

Si algo se entendió bien por parte de las clases dominantes es que la implantación totalitaria de un modelo de sociedad requería de algo más que de una ideología estructurada y un respaldo académico de la misma. Para hacer coincidir artificialmente los intereses de una minoría con los del todo lo que hacía falta eran herramientas culturales, o dicho de otra forma, ante el descrédito de las formas de política habituales los valores de la ideología de mercado se transmitieron a través del entretenimiento, esa categoría que desplazó a la cultura popular sustituyéndola por un reverso envasado, consumible y controlable. La batalla ya no se daba tan sólo a la hora del informativo, la batalla continuaba a la hora del sitcom.

Ya no había un sitio al que escapar, un sistema que derribar o un antagonismo de clase a superar, sino tan sólo individuos aislados con una fantasía de horizonte a la que aspirar.

El mundo de la cultura vendrá a salvarnos

El creador siempre ha sido situado desde lo establecido como una figura única, un individuo aislado que expresa su inabarcable espíritu al margen de un lugar y un tiempo concretos. La invención del genio es, más que una descripción de los creadores, la descripción de la necesidad de mantener a lo cultural en una esfera aislada e inalcanzable. Los genios existen, como los tréboles de cuatro hojas, los cuales constituyen excepción, no el grueso del campo.

Entender al creador como trabajador cultural, esto es, un individuo que si bien posee internamente la “materia prima” con la que trabaja, vende como cualquier otro la transformación que ha ejercido mediante su fuerza de trabajo en un mercado, es hoy residual tanto en el campo político como en el cultural, paradójicamente, en un momento en que la precariedad se ha extendido a todas las ramas de la actividad.

No ha existido nunca un censor tan exhaustivo y eficiente como el mercado, máxime desde que las expresiones culturales han sido reducidas a la categoría de ocio consumible. Discos, libros y películas eran realizados por sus autores con intenciones diversas, siendo sus características de calidad artística, de cercanía respecto a las necesidades emocionales del público o de expresión de un determinado clima social, las que marcaban su éxito en ventas. Hoy el modelo es el inverso, habiendo sido colonizada la actividad cultural por expertos en mercadotecnia que bajo unos criterios supuestamente infalibles respecto a su comercialización son los que marcan qué se produce y qué no.

El panorama de elitización de las profesiones culturales, de concentración de las productoras en cada vez menos manos, de un control aún mayor de la distribución desmintiendo la esperanza de internet, hacen cada vez más difícil el surgimiento de una cultura que exprese unos valores al margen del totalitarismo de mercado. A lo sumo queda una respuesta situada en el epígrafe de lo alternativo, como trampa autosatisfactoria, o lo comprometido como gueto ideológico.

Se produce así una transposición doble, de cómo la cultura sirvió de correa de transmisión a los valores del proyecto neoliberal y de cómo ese proyecto devoró a la propia cultura, a gran parte de su industria y precarizó la actividad de sus trabajadores. Lo que hoy se presenta como simple entretenimiento desligado de cualquier politización es la cultura más politizada que ha existido nunca, salvo que su compromiso, voluntario o simplemente inercial, lo es esta vez con las reglas de lo establecido.

Cultura de asalto

La cuestión de la cultura debe ser esencial para cualquiera que encare un proyecto político de transformación, tanto por su potencialidad en la creación de identidades como por su capacidad de visualización de nuevos marcos de lo posible. Quien quiera enfrentarse a la apisonadora de lo convencional no puede hacerlo tan sólo confiando en la pedagogía política, en el sentido de que no siempre una explicación se traduce inmediatamente en conocimiento o interés. Hay que ir más allá de los rescoldos de la cultura del compromiso de décadas pasadas, explícitamente política, y de entender la relación de cultura y política como la del acompañamiento artístico a conflictos concretos.

Pero ese más allá no debe confundirse con la lucha por la hegemonía —palabra desaparecida de este texto adrede, por agotamiento— a partir de unas técnicas de reapropiación lingüística, una creación de nuevas categorías identitarias pensadas en el laboratorio e introducidas mediante la repetición machacona mediática. Además de ser de una eficacia discutible, expresan una visión muy contemporánea del asunto: la lucha cultural es reducida casi a mercadotecnia, a la artificialidad de una propuesta escindida de lo material.

Algo que debería ser prioritario por parte de la izquierda es el análisis y las soluciones a un hecho indiscutible: la precarización de las profesiones culturales y comunicativas no es un problema tan sólo que afecte a los profesionales de estos campos, sino que afecta a la sociedad entera. Una cultura precarizada es una cultura elitista: cuando no se puede vivir de tu trabajo sólo van a realizarlo personas que no necesiten vivir del mismo. Esto redundará en una pérdida de diversidad de propuestas, de voces, de experiencias ¿Quién nos acabará narrando? Resulta revelador cómo tras la mayor crisis capitalista desde los años 20 del pasado siglo, las repercusiones temáticas en las obras culturales han sido nimias y en todo caso desapercibidas para el gran público. Cuántos libros, películas o discos han puesto voz a los que han pagado los desmanes de las clases dirigentes.

Las soluciones a este hecho no son sencillas y ocuparían, por sí solas —como todos los epígrafes del mismo— más espacio del que nos podemos permitir. Centrémonos en una sencilla propuesta: tratemos a la industria cultural desde la izquierda de la misma forma que haríamos con cualquier otra industria.

En la última década, por contra, se ha instaurado una forma de enfocar la cuestión que, pasando por progresista, ocultaba una fuerte carga de pensamiento neoliberal. Nos referimos a todo el debate en torno a los derechos de autor y la distribución digital de contenidos o al propio mercado como garante último de la pertinencia de los productos culturales. La solución al problema de la precariedad cultural no ha sido la quiebra, relativa, de la industria cultural, que han pagado pequeños comercializadores (librerías, tiendas de discos, salas de cine) así como sus trabajadores culturales o del sector, ni la sustitución de grandes productoras, discográficas y editoriales por otras aún más grandes fruto de procesos de absorción o por los nuevos monstruos que controlan la distribución física y digital como Amazon. La solución a la industria cultural pasaría, repetimos, como en cualquier otra industria, por la intervención desde lo público para garantizar los criterios de publicación diversa y accesibilidad por parte de todos.

Cuando proponemos una cultura de asalto lo que proponemos realmente es el asalto a la propia cultura, su liberación de la maquinaria neoliberal que empobrece tanto a trabajadores culturales como a sus propuestas. Pero además una reconfiguración para ponerla a trabajar no buscando un beneficio privado sino un beneficio social. No se trata de buscar una cultura de izquierdas, ni siquiera una cultura de clase, sino una cultura que pueda manejarse autónomamente de todas las injerencias, especialmente de su mayor coacción, el capitalismo, la censura de mercado y la imposición de valores neoliberales.

Esta autonomía, esta verdadera libertad, no tan sólo en la creación, sino en el acceso al trabajo cultural, democratizaría no tan sólo la actividad sino sus resultados. Cuando al principio de este texto hablábamos de la tragedia de la separación entre la política, la cultura y la vida cotidiana, a lo que hacíamos referencia, era cómo la mayoría de personas son incapaces de establecer relaciones entre lo que pasa en la esfera de lo político (más allá de lo parlamentario) y las repercusiones que esto tiene en su cotidianidad. Una cultura liberada haría de puente entre estos ámbitos, no por una planificación ideológica de la misma, sino por la tendencia de esta actividad humana —siempre que es ejercida en libertad— a cuestionarse la realidad y por lo tanto sus fricciones. Una cultura libre no es una cultura explícitamente de izquierda, pero sí una cultura que encara el conflicto sin apartar la cara.

Cuestión aparte es la necesidad por parte de la izquierda, dicho sin ningún complejo, de crear su propio aparato cultural. La derecha ya tiene el suyo y es el dominante en esta esfera en cada libro, disco, película u obra de teatro, que consciente o no, defiende los valores imperantes de este modelo de sociedad. Hablamos aquí de una tarea desatendida tanto por falta de recursos, como de visión, como de imperativo de lo urgente, a la que siempre se deja para el final, en una postergación que nos ha traído hasta donde estamos. Volvemos al comienzo del artículo: no se ganan elecciones tan sólo con campañas electorales de quince días cuando el adversario ha hecho de sus valores los de la generalidad a través de la cultura.

Y este asalto a la cultura por parte de la izquierda no puede ser tan sólo teórico —como este texto—, documental, o explícitamente político, sino especialmente narrativo y emocional, con una creación de ficciones que vaya más allá del concepto de denuncia. Este asalto debe tomar la propia desnudez de la realidad —que sigue siendo enormemente revolucionaria— como base para reflejar todas las contradicciones que se dan en su seno, no para crear una identidad, sino para desbrozar las ya existentes. No nos enfrentamos a un problema de inventiva, sino de representación, no nos topamos con un escollo de conocimiento sino de una emocionalidad usurpada, no nos encontramos con una cuestión de organización o liderazgo, sino de pérdida de la propia imagen.

Alguien, leyendo uno de los cuentos que publiqué en mi segundo libro, me dijo que era la primera vez que se encontraba con un personaje que tenía dificultades para llegar a fin de mes, que hablaba como él, que reconocía. Me dijo que era la primera vez que, yendo precisamente en un cercanías a trabajar, leía sobre alguien que iba en un cercanías a trabajar. Y que aquello, aquel espejo, le hizo sentirse, de una extraña manera, menos solo.

Ilustración: Jorge Tabanera.