El pasado 17 de enero China anunciaba que tras más de seis décadas de crecimiento constante su población se había reducido en 850.000 personas. Estos datos no tienen todavía en cuenta la avalancha de decesos provocada por el COVID-19 tras el abrupto fin que el gobierno chino puso a las restrictivas medidas contra la pandemia que venía aplicando desde hace tres años. Este declive demográfico estaba previsto en los cálculos de los indicadores de la ONU, no obstante, la aguda tendencia descendente parece acelerar en varios años los datos proyectados por lo estudios. Estos cambios tienen consecuencias, no solo sobre el crecimiento económico del gigante asiático, que ha crecido solo un 3% frente al objetivo estatal del 5,5%, sino que sus efectos tienen enormes implicaciones sobre la globalización y las dinámicas económicas mundiales en tanto que China ha sido durante décadas la fábrica del mundo a costa de una abundante mano de obra barata y, por lo tanto, muy competitiva en el mercado, y por unos costes del transporte comercial, destacadamente marítimos, relativamente baratos. Todo esto está cambiando.
La progresiva pérdida de población de China obliga a las autoridades del país a repensar su modelo social y económico basado en unas dinámicas cuyo enorme potencial tiende a estrecharse. En el año 2100 los pronósticos demográficos sitúan a China por debajo de los 800 millones de habitantes frente a los 1.411 millones actuales. El aumento del coste de la vida y el enorme cambio cultural y sociológico que experimentan las nuevas generaciones del país están detrás de que el número de nacimientos se haya reducido progresivamente. Esta caída de la natalidad de la población obliga al Estado chino a realizar mayores inversiones en políticas sociales asociadas al rápido envejecimiento de la población y ponen a una de las mayores economías del mundo contra las cuerdas y a su sistema bajo una creciente presión social y financiera. En los últimos años, China está intentando focalizar buena parte de sus esfuerzos económicos en el mercado interior, es decir, en el consumo interno como forma de responder a la contracción económica que está sufriendo. Con todo, depender menos de las exportaciones y de la industria manufacturera en un país envejecido conllevará grandes consecuencias que pueden elevar la deuda pública por los costes sanitarios derivados y, por descontado, por una reducción de los ingresos comerciales e inversiones empresariales en el tejido empresarial chino.
La rápida transformación que ha experimentado la economía y fisionomía de China en las últimas décadas conlleva a que su población también se haya transformado en concordancia y haya acabado por asimilar nuevos imaginarios y nuevas demandas sobre las políticas públicas del país. Algunas de estas exigencias comprenden regulaciones en el entorno laboral, como la mejora de las paupérrimas condiciones laborales, en los términos inversionistas y sus acuerdos comerciales, un acceso a servicios públicos como la educación y la sanidad más económico y, principalmente, también una apertura mayor hacia las libertades civiles, exigencias que el PCCh se puede ver en la obligación de ir materializando de cara a mantener la futura paz social y preservar así la autoridad que a finales del año pasado fue desafiada con las protestas ciudadanas contra la política gubernamental de COVID cero que acabaron por forzar su fin.
Sin duda, la pérdida de población supone un potencial problema existencial para el sistema político del país, puesto que menos población significará también menos mano de obra y mayores costes laborales, lo cual se traduce en menos ratios de rentabilidad del capital invertido tanto por las empresas extranjeras como desde el Estado. Ahora bien, además del progresivo incremento del precio de la mano de obra de origen chino, los costes regulatorios asociados e implementados por otros países con políticas proteccionistas como Estados Unidos en el contexto de la guerra comercial con China, o de la misma Unión Europea con el denominado arancel de CO₂ sobre las importaciones, está llevando a que empresas extranjeras acaben bien por trasladar su producción de vuelta a sus países de origen, bien a desmantelar las fábricas y llevarlas a otros países con una mano de obra más barata, con el problema añadido de que la eficacia derivada de la idiosincrasia china y los esfuerzos estatales para mejorar sus instituciones, fiabilidad y reciprocidad comercial –algo que durante décadas había ido perfeccionando– no se halle fácilmente en los nuevos destinos elegidos por el capital mundial. La India, el país que ocupará el primer puesto como país más poblado del mundo durante este año 2023, no tiene la enorme capacidad fabril, al menos por el momento, que sí posee China.
El libre mercado desregulado, es decir, sin racionalidad, obvia de manera sistemática aquello que apuntaba Dani Rodrik sobre los costes de transacción y la confianza derivada de la cooperación sostenida en el tiempo. Desafortunadamente, los mecanismos mercantiles se empecinan en ahondar en las dinámicas de un capitalismo salvaje, aquel que reduce al máximo los costes productivos y obtiene beneficios con márgenes cortoplacistas en detrimento de la dignidad de los trabajadores y de los costes colaterales sobre el medio ambiente y el calentamiento global. Ahora bien, China y la economía mundial se enfrentan a otro potencial problema añadido que no es otro que la incertidumbre acerca de la viabilidad de la globalización y la difusa transformación del capitalismo neoliberal hacia un modelo diferente, cuya dirección aún está por definir. Mientras tanto, los combustibles fósiles seguirán marcando la trayectoria económica y empresarial, al menos todavía durante algunos años, hasta que poco a poco se vaya afianzando una economía de renovables en ciernes que, sin un cambio de paradigmas comerciales y sistémicos sobre el modo de consumir y producir, bien puede no ser sustitutivo y acabe por convertirse en un elemento más de producción energética paralelo añadido.
Con todo, la economía alternativa y verde no tiene por el momento la capacidad suficiente para soportar el consumo de energía mundial necesario para mantener el crecimiento económico y productividad que exige el mercado, como de igual manera, la capacidad productiva mundial sobrepasa con creces los límites biofísicos de la Tierra: la quimera del capitalismo de una economía con una producción –y beneficios– infinita en un mundo de recursos finito es un mantra de enormes riesgos que hipoteca peligrosamente el bienestar de las sociedades futuras. La persistente dependencia del capitalismo de los combustibles fósiles hace muy vulnerable a la economía de hiperconsumo actual en tanto que la ley no escrita del marketing de que «la escasez genera valor» provoca que los precios de la energía solo tiendan al incremento exponencial en la medida que esta sea cada vez más escasa y, por tanto, más cara de extraer. El acelerado agotamiento de los recursos energéticos puede llevar aparejado una potencial fiebre del oro fósil, es decir, una competición entre Estados impulsados por las empresas privadas nacionales que acabe por incrementar y acelerar las emisiones de CO₂ a la atmósfera y acreciente así el efecto invernadero y sus graves consecuencias sobre el cambio climático.
A su vez, un contexto de rivalidad y competición mundial propiciaría intrínsecamente la producción de ganadores y perdedores, lo cual contribuiría a la degradación de las relaciones internacionales y a un estrés añadido sobre los conflictos interregionales y geoestratégicos derivados de la lucha por la propiedad de los recursos naturales, así como por la extracción de minerales y combustibles necesarios para mantener los niveles de producción y consumo actuales. Mantener las dinámicas económicas de la globalización actual tiende, por tanto, a la volatilización de las redes comerciales y al resurgir de la peor versión del realismo político en clave ofensiva y de suma cero.
En contextos de baja productividad y rentabilidad, con una población en decrecimiento sin energía y sin alimentos accesibles para la mayoría, la confrontación social parece asegurada. La crisis derivada de la pandemia y la inflación como consecuencia de la invasión rusa de Ucrania han dejado entrever que en momentos de incertidumbre, los fondos de inversión y grandes empresas no se resignan a una pérdida de beneficios y acaban por trasladar los costes sobre los consumidores. Ejemplos de ello pueden ser el aumento de los costes del transporte de mercancías marítimas durante la pandemia y el aumento desorbitado de los precios de los alimentos y el margen de ganancias de las grandes superficies durante la crisis inflacionaria actual. Al igual que el encarecimiento de la cadena de suministros, el aumento de los costes sobre la energía y los combustibles, el recrudecimiento del cambio climático provocará que las producciones agrícolas sean cada vez más caras de mantener en tanto que las catástrofes derivadas se harán cada vez más habituales y las producciones alimentarias sean cada vez más arriesgadas cuyas pérdidas económicas se calculan en millones, esto es, que los alimentos tenderán a encarecerse dando lugar a espacios proclives a una feroz pero habitual especulación financiera en busca de la una rápida rentabilidad para el excedente de capital en entornos de escasez y ultracompetitividad.
Sin cambios en los pilares de la economía capitalista –por otro lado, hegemónicos– y los mecanismos que rigen la globalización actual, probablemente seremos testigos de que, en la medida que se afiance la obligada transición ecológica y se vayan realizando políticas de descarbonización de las economías, se irán a su vez añadiendo mayores dosis de presión sobre la cadena de valor y la productividad del trabajo mundial para tratar de extraer rentabilidad, lo que a su vez provocará fuertes caídas de la inversión que darán lugar a crisis más pronunciadas y de mayor duración. De igual manera, en tanto que la inserción progresiva de las energías renovables –cuya extracción mineral también es finita– añade costes adicionales en la producción de las industrias y, debido a sus todavía notables carencias tecnológicas, no parece tampoco capaz de acabar a corto plazo con la dependencia del transporte aéreo y marítimo de una globalización muy dependiente de los combustibles fósiles.
Así pues, un decrecimiento poblacional de uno de los mayores epicentros industriales del mundo, sumado a la ausencia de cambios estructurales de la economía mundial y sin revolucionarios avances tecnológicos al respecto de la producción energética verde, dará lugar a menos oferta de mano de obra barata y, por consiguiente, a mayores costes frente a los actuales contextos de excedentes poblaciones de los países en desarrollo sobre los que el capitalismo se ha venido apoyando históricamente. Sin duda, el futuro inmediato supone un desafío para los sistemas democráticos liberales que empiezan a mostrar graves síntomas de fragmentación institucional. A medida que la crisis ecosocial se profundiza, crece paralelamente el peligro de una salida ecofascista. La sombra de corrientes autoritarias acechan el poder y la crisis climática se acentúa con un calentamiento global que va dejando tras de sí sus catastróficas consecuencias. No sería descabellado pensar, por lo tanto, en que los proyectos emancipatorios todavía por nacer consideren seriamente la introducción de cambios transformadores con ciertas ideas de planificación económica en sus programas políticos y un proceso de mejora redistributiva de los beneficios.
Tal vez haya llegado el momento de marcar una nueva globalización con una hoja de ruta en comunión con unos objetivos climáticos y sociales ambiciosos. Se trataría de poner la economía global al servicio del bienestar general y conformar un plan de producción bajo regulación y supervisión de la sociedad en su conjunto, de manera descentralizada, pero con una brújula y estrategia unísona. Aunque resulte necesaria una institución central de representación política que oriente el desarrollo productivo y asegure la organización en coherencia con unos objetivos marco, no se trataría de conformar una planificación con una instancia de decisión puramente centralizada, sino de aprender de la experiencia y adaptar ideas y propuestas nuevas a las realidades actuales para, sobre todo, generar una capacidad suficiente que nos permita enfrentar los enormes desafíos del siglo.
A pesar de las históricas críticas vertidas principalmente desde esferas ortodoxas del liberalismo económico sobre la planificación, puede que un cambio de paradigmas sobre la globalización en esa dirección genere una forma eficiente de asignación de recursos e inversiones bajo políticas colectivas, de una forma coordinada y con capacidad suficiente para evitar los problemas fluctuantes que se dan en las cadenas de suministro globales y en la presente y futura crisis de productividad derivada de la producción bajo la dependencia de los combustibles fósiles. Se haría bien en no cerrarse a las interesantes propuestas de una planificación económica que algunos académicos elaboran apoyados en la ecología, la digitalización y los enormes beneficios que los algoritmos pueden generar bajo un control público y democrático. Nos jugamos el futuro.
Eros Labara (@Eros_LM) es profesor de Analista político por la UOC.
Fotografía de dominio público.