El célebre teórico de ciencia política Robert A. Dahl (1915-2014) sostenía que en estas últimas décadas estábamos sufriendo transformaciones sociopolíticas de una magnitud solo comparable a las que en su momento sufrieron las polis griegas o las ciudades-Estado italianas. Dahl se venía a referir a que estas transformaciones suponían un cambio radical que trasmutaban nuestras concepciones básicas del término democracia. La globalización y la dependencia de los Estados de agentes externos a sus políticas nacionales tienen como consecuencia la delegación de muchos aspectos esenciales de la gobernanza a instituciones políticas supranacionales que, en el caso de España, se concentra en las decisiones que se toman desde la Unión Europea. En la práctica, la pérdida de soberanía nacional se materializa en realidad a través de los subyacentes intereses y demandas del libre mercado globalizado.
En estos tiempos, donde una nueva crisis parece acechar a la vuelta de la esquina y las relaciones internacionales se enfrentan a eventuales cambios de paradigmas y tensiones renovadas, se vuelve a debatir sobre la necesidad de recobrar la fortaleza de los Estados-nación frente a la globalización capitalista de libre mercado y de revertir las décadas de políticas neoliberales dictaminadas desde organizaciones supranacionales en detrimento de la soberanía nacional. Recientemente, la escritora Ana Iris Simón señalaba en un viralizado discurso crítico que el mundo actual era más incierto y mucho menos predecible que el de nuestros padres y acusaba de su desmoronamiento a la globalización y el sometimiento de la soberanía nacional al capitalismo global y europeo. Más allá de entrar a valorar el discurso o las variables interpretativas de algunos reconocibles anhelos en política, se puede leer en las palabras de la autora un cambio conceptual intergeneracional que modifica nuestros prismas a través de los cuales reflexionamos acerca de las democracias –y por tanto de la soberanía–, así como nuestra participación en ellas y sus efectos sobre las realidades materiales de la población.
El dilema de Dahl
Según Dahl, la calidad de las democracias se ven reducidas en tanto que el control de las decisiones gubernamentales y las elecciones de los funcionarios que toman decisiones no se realizan a través de procesos democráticos, sino que pertenecen a instituciones que escapan del control ciudadano, las cuales controlan y limitan la capacidad de acción y de decisión de las naciones. Así pues, sucede que en la realidad política se dan toma de decisiones emanadas directamente de agentes que no han sido elegidos en procesos electorales por parte de los ciudadanos de países que se verán directamente afectados por esas decisiones. He aquí el dilema al que aludió el politólogo estadounidense y que recoge una problemática de impredecibles consecuencias para la vida en democracia. No es un problema nuevo, ni tampoco reciente, pero por esa misma razón, la falta de soluciones a corto plazo tiende a enquistar aún más las democracias en una peligrosa posición de ambigüedad que puede reconducir los sistemas actuales hacia siniestros lugares ampliamente reconocibles en la historia reciente.
El dilema que Dahl planteaba radica en la problemática de que un aumento de decisiones que dependen de instituciones transnacionales conducen a una notable reducción de la capacidad de los ciudadanos de un país para ejercer control sobre cuestiones y decisiones de importancia por medio de un gobierno sometido a sufragio. Se trata, por lo tanto, de un problema que experimentan con mayor frecuencia las democracias actuales en contextos de globalización política, y que no es otra cosa que la rendición de cuentas, un elemento central cuya ausencia vacía de vital contenido las democracias actuales. Es un hecho que en las últimas décadas los Estados-nación han ido perdiendo terreno frente a las directrices del mercado y en detrimento del bienestar general de la ciudadanía. Ausente la alternativa ideológica al capitalismo de mercado, la democracia, el gobierno de la mayoría, se ha ido ensanchando como concepto y, en la medida que la historia política ha ido dando forma a nuevas formas y combinaciones de gobernanza, también se ha ido difuminando su significado. Se podría decir que las democracias han sido relegadas a un significante vacío capaz de ser resignificado a conveniencia en la medida que permite la adecuación a ciertos parámetros e intereses que dotan a los gobiernos de marcos de necesaria legitimización, como aquellos conceptos que ligan libertad y democracia con capitalismo y libre mercado en un excelso proceso de funambulismo significante.
Con todo, a día de hoy las decisiones de ámbito nacional no pueden ser únicamente adscritas a las demandas locales en un mundo que no puede ser abordado de otra manera que no sea a través de la visión global, aunque a costa de reformular el concepto y significados de democracia. Abstraerse de esta realidad sería leer el mundo actual como una entelequia contrafactual más propia de un pensamiento poco sustentando en lo social y políticamente posible. Una lectura más propia de falsas proclamas y una política de eslóganes que solo pueden conducir a una mayor frustración y descontentos. No se puede obviar que existe una cadena de dependencias productivas mundiales que suponen una ligazón cuasi obligatoria a una red de gobernanza que ha difuminado las fronteras de los Estados-nación. Dicho lo cual, eso no evita que se trate de una globalización asimétrica y ultracompetitiva, es decir, con claros ganadores y perdedores donde la democracia queda relegada a los devenires del mercado. Hétenos aquí con el meollo de la crítica. Hay mucho trabajo por delante para reconfigurar la globalización en términos democráticos y traducir estos cambios en una mayor justicia social, seguridad e igualdad, pero ¿cómo se consigue esta transformación profunda de nuestras relaciones internacionales en esos términos democráticos si el concepto de democracia no tiene unos marcos definidos y si la participación ciudadana ha perdido fuerza en las democracias actuales en un contexto ultracompetitivo de capitalismo de mercado globalizado?
Se trata pues, de un dilema que confronta la capacidad de los ciudadanos para controlar las decisiones políticas en términos democráticos y la capacidad del sistema político supranacional para responder de manera satisfactoria a las demandas colectivas. La ciudadanía ha sido relegada a pequeñas tomas de decisiones, mientras que desde la hegemonía del libre mercado representado en instancias supranacionales se hace frente a decisiones y problemas de gran envergadura con sus consiguientes efectos materiales. Una contrapartida que no permite a los ciudadanos participar e influir en las decisiones tomadas. El autogobierno democrático se parecería cada vez más a ese meme del reciente suceso del Canal de Suez donde una pequeña excavadora trataba a duras penas de quitar arena mientras el enorme buque seguía anclado y bloqueaba el tráfico comercial.
El trilema de Rodrik
Otro enfoque que también surge de la reflexión acerca de estas problemáticas irresolutas de las democracias liberales actuales en contextos de globalización, sería el recurrido trilema de la gobernanza global –en palabras del economista Dani Rodrik– y la imposibilidad que supone la compatibilización de tres componentes de las realidades de las democracias y las relaciones internacionales actuales, como son la integración económica plena, la soberanía nacional y la toma de decisiones desde un punto de vista democrático. Este trilema parte del intenso proceso de internacionalización económica en el que se han visto inmersas buena parte de las economías modernas y que tiene como resultado que solo dos de los tres principios expuestos puedan llevarse a cabo en detrimento del tercero, por lo que resulta imposible el cumplimiento de todos a la vez. A partir de la tesis de Rodrik, se expone que, por ejemplo, responder a las demandas de la ciudadanía, es decir, en términos democráticos, implica la adopción de políticas que entrarían en conflicto con los intereses empresariales en los mercados internacionales. A raíz de ello, se entiende que una integración plena en el libre mercado de un país supone una «desmocratización» del país que conlleva a que las demandas democráticas de la ciudadanía se verían reprimidas con mayor frecuencia. Una consecuencia que, en efecto, se ve con más asiduidad en buena parte de los Estados occidentales como efecto de una desmocratización patente.
Como se ha comentado en la breve exposición del dilema de Dahl, en un entorno económico cada vez más interdependiente, gracias en buena medida a la liberalización de los mercados y a las nuevas tecnologías –y a falta de un organismo supranacional que goce de una democracia legitimada plena–, el fuerte poder de influencia que ejercen los organismos económicos internacionales de los cuales las economías nacionales dependen, provoca que sean los ciudadanos los que en este trilema por medio de una reducción drástica de la soberanía e independencia de sus Estados, se vean privados de poder e influencia democrática en las decisiones que les afectan de manera directa. De esta forma, se produce una dependencia cada vez más vital para las economías nacionales de los mercados internacionales y sus dinámicas que son los que, en definitiva, ejercen el verdadero poder de decisión sobre temas que afectan al día a día material de la ciudadanía.
Este trilema conlleva a que se tenga, tal y como hemos apuntado, o bien que «desmocratizar» los sistemas políticos nacionales para que estos se pongan al servicio de las grandes empresas que dictaminan las políticas afines a los intereses económicos derivados de la implantación de una economía de mercado que signifique la aceptación plena en los mercados internacionales o, por el contrario, que suponga la creación de un nuevo organismo supranacional de un tamaño y poder similar al que ejercen los mercados. El fin de este organismo sería el de regular las decisiones políticas, a través del cual los ciudadanos pueden exigir una rendición de cuentas que sirva, en definitiva, como una respuesta a las exigencias democráticas por parte de la ciudadanía global: lo que Rodrik llama «federalismo global». En este caso, deberíamos tener en cuenta que la Unión Europea supone un ejemplo de que trasladar la democracia a una instancia supranacional como serían las diferentes instituciones europeas. Como se puede comprobar, mantener una autonomía política nacional de los Estados miembros a la vez que se delegan políticas a la UE puede conllevar a la conformación de nuevos conflictos políticos. lo que convierte esta vía en una práctica de complicada gestión. En consecuencia, se podría decir que una alineación de objetivos políticos de las democracias nacionales con los objetivos de mercado globales se presenta como de difícil aplicación en términos de democracia plena.
En el caso de la Unión Europea, a pesar de disponer de instituciones que en mayor o menor medida aspiran a transmitir las demandas de los ciudadanos en la toma de decisiones, no dispone de verdaderos mecanismos que articulen las preferencias entre la ciudadanía europea para que exista una representación real de los intereses de los europeos con el fin último de que las decisiones derivadas se perciban como democráticamente legítimas. Todo ello, de alguna manera, se traduce en cierta desconfianza y siembra un escenario futuro desconcertante sobre la capacidad de responder adecuadamente y de manera democrática a las demandas ciudadanas por parte de un organismo con intereses difusos y componentes muy diferenciados.
Con todo, a raíz de las consecuencias sociales y económicas tras la Gran Recesión de 2008 y las inciertas consecuencias que se puedan derivar de la actual crisis del coronavirus, el futuro de Europa tiende a plantear escenarios donde una institución supranacional gestione, dé forma y llene de contenido una Europa federal dotada de mecanismos de gobernanza económica con una unión bancaria transparente, con la materialización de una inminente unión fiscal y, por lo tanto, con una unión económica oficial. Estas instituciones supranacionales deben procurarse una legitimidad que fortalezca los vínculos entre las instituciones europeas y la ciudadanía, tan necesarias en estos tiempos. Debido al incremento del euroesceptismo o, al menos, de ciertos partidos de extrema derecha ultranacionalistas en auge en toda Europa con una difusa visión y aceptación de los marcos de decisión de la Unión Europea, parece difícil plantear una adhesión más integrada de las naciones a organismos supranacionales que refuercen la unión.
Pero existe otra opción que Rodrik presenta en su trilema: una alternativa que combina democracia y Estado-nación donde se reduciría la integración económica internacional y se vuelve a términos del régimen de post-guerra mundial por medio de la implantación de limitaciones al comercio y el control de capitales propias de los compromisos surgidos del Consenso de Bretton Woods. Esto permitiría a todos los gobiernos poner límites de manera autónoma al movimiento de capitales, un planteamiento que está muy presente en los debates económicos y políticos actuales, así como en las nuevas propuestas que surgen de las transformaciones proyectadas por distintos gobiernos recientes. Sin embargo, se trata de una propuesta que, debido a la fuerte presencia de las dinámicas neoliberales en los procesos de globalización económica, la incorporación en las democracias de las estructuras económicas mundiales con omnipresencia de las fuertes dinámicas de mercado y al poder económico y de influencia de los actores privados transnacionales, se presenta como otra alternativa de improbable aplicación o, al menos, de aplicación tenue y limitada.
El futuro y los retos del autogobierno
La asignación de fondos europeos y las ayudas directas de la Unión Europea para hacer frente a las consecuencias de la crisis de la COVID-19 y tratar de encauzar las necesarias transformaciones de las economías de cara a los retos del siglo XXI, supondrá un nuevo capítulo en la integración europea. Si el pensamiento ordoliberal predominante consigue liderar la corriente económica de los próximos años, con sus imposiciones de consolidación fiscal y una nueva ola de austeridad para reducir la nueva deuda contraída y los posibles efectos –y miedos– inflacionistas sobre la economía europea, puede que se vuelvan a dar procesos de tensión nacionales que pongan a prueba las relaciones entre los Estados miembros y la Unión Europea.
El origen de estas tensiones, sin duda, vendrá acompañado en buena manera por un auge de los mencionados partidos populistas de corte ultranacionalista que se pueden ver favorecidos por un contexto de crisis con enfoques fuertemente dicotomizados en el debate público como la crisis migratoria, las incertidumbres sociales, el aumento y generalización de la precariedad laboral, el encarecimiento del acceso a la vivienda y, en definitiva, las políticas provenientes de la UE y los mercados.
Tal y como se apuntaba al inicio de este texto, los discursos de anhelos del pasado y las demandas de recuperación de soberanía nacional frente a una globalización entendida como desigual e injusta, determinan una visión que percibe las democracias como pusilánimes, subordinadas a las demandas del mercado global y a intereses situados en instancias supranacionales. Por ello, el escenario que se percibe de cara al futuro europeo –y global– yace en la consolidación de la consecución de políticas por parte de los gobiernos nacionales que se presenten como de obligado cumplimiento a pesar de la falta de respuesta de estas a las demandas ciudadanas. Así pues, las sociedades actuales se enfrentan a un futuro donde el conflicto tiende a instaurarse en la realidad cotidiana en un contexto de dilemas políticos y luchas sociales permanentes entre las demandas sociales de ámbito nacional y las políticas de instituciones supranacionales.
Desgranar lo valioso del discurso mencionado en la introducción nos es útil para entrever que, en efecto, existe un problema de fondo y de largo recorrido que afecta a nuestras decisiones en democracia, esto es al autogobierno democrático. La globalización y la pérdida progresiva de soberanía frente a los mercados ha conducido a que prospere un cierto sentimiento de abstracción democrática y no poca frustración en la que la ciudadanía no se siente partícipe de las decisiones vitales que afectan a sus entornos sociales. De alguna manera, ese sentir se traduce en una visión en la cual los sujetos habrían sido progresivamente desligados de su entorno social comunitario y despojados a su vez de su fuerza política de transformación. Una ciudadanía resignada que se percibe incapaz de desviarse del camino que la conduce hacia un futuro cargado de incertidumbre con condiciones materiales cada vez peores y comunidades más fragmentadas.
Sin duda, estamos ante un cambio radical de paradigmas de gobernanza con múltiples problemáticas de difícil gestión. Los últimos movimientos políticos parecen que se encaminan a una ligera transformación de las dinámicas políticas y económicas neoliberales que han llevado a las generaciones más jóvenes a una pérdida de bienestar generalizada de realidades materiales pauperizadas. Si bien, cualquier cambio en los procesos del sistema económico internacional y en la toma de decisiones por parte de los organismos supranacionales deberá seguramente enfrentarse a los dilemas expuestos. En tanto que la globalización parece acrecentar su rango de acción y su capacidad de influenciar se extiende a prácticamente todos los rincones de las realidades sociales, puede que el futuro tienda a una renuncia resignada de la soberanía nacional y, por lo tanto, a los pilares básicos que han sustentando la concepción de las democracias modernas. Lograr salir de este impasse sociopolítico de permanente conflicto, inestabilidad e incertidumbre que rigen nuestras realidades va ligado a la supervivencia de las democracias, cuyo futuro dependerá de nuestra capacidad para dotar de soluciones a esos enormes retos de autogobernanza y transformaciones a las que nuestras democracias ineludiblemente tendrán que acabar haciendo frente más pronto que tarde.
Eros Labara (@Eros_LM) es profesor de Analista político por la UOC.
Fotografía de Álvaro Minguito.