Donald Trump y el “fin de la democracia estadounidense”

Las elecciones del 3 de noviembre de 2020 en Estados Unidos de América (EE. UU.) pasarán a la Historia por ser el momento en que las costuras del sistema electoral estadounidense se mostraron de manera descarnada ante el mundo. No ha sido la primera vez pero, a diferencia del año 2000, cuando George W. Bush ganó la elección por un estrechísimo margen de votos en Florida, la presencia de Donald Trump en la Presidencia anunciando desde hace meses las posibilidades de un fraude electoral, discurso que mantuvo anoche, ha hecho saltar las alarmas incluso entre los más conspicuos defensores de la democracia estadounidense como democracia ejemplar.

Sin embargo, todos los analistas, periodistas o políticos, tanto de izquierda como de derecha, que estos días se rasgan las vestiduras ante las salidas de tono de Donald Trump desafiando las reglas del juego de su democracia, creyendo que con Trump peligra la democracia estadounidense, harían bien en ampliar y profundizar sus estrechos marcos de análisis. Los limitados marcos de análisis son aquellos que ejercen de velo al conocimiento. Decía Karl Marx que “la manera como se presentan las cosas no es la manera como son; y si las cosas fueran como se presentan, la ciencia entera sobraría”. Esta frase debería servir de cabecera a cualquier científico social que se precie, pero también a cualquier analista que quiera ir más allá de los lugares comunes y la superficialidad con la que se aborda el fenómeno Trump.

Quienes hayan seguido las elecciones estos días en la prensa española habrán percibido cómo a la hora de analizar las elecciones y la política estadounidense la pluralidad informativa y la supuesta objetividad que defienden los medios se diluye para dar paso a abiertos respaldos al candidato demócrata, mientras se demoniza unánimemente a Trump como responsable de la decadencia de la autodenominada “democracia más antigua del mundo”. En buena medida, lo limitado de estos análisis radica en que se asume que Trump es el problema, en lugar de ver a Donald Trump como expresión de una situación estructural previa que, junto a la confluencia de elementos coyunturales, da lugar a la emergencia de liderazgos de este tipo. Mientras se individualiza el análisis político, se pasa de puntillas de manera acrítica por las grandes contradicciones de la democracia estadounidense, no solo su intrincado sistema electoral, pues se asume que no puede existir otro tipo de democracia distinto al modelo liberal procedimental de la democracia burguesa que sirvió de modelo a tantas democracias liberales del mundo. Tal parece que el fin del mundo bipolar a escala internacional supuso también el fin, en la mente de muchos y muchas, de una alternativa democrática que no pasara por el capitalismo. Un sistema económico, por cierto, que parece el convidado de piedra al que nadie, salvo los “marxistas apolillados y machacones”, le presta atención como responsable de las grandes contradicciones que constituyen los desafíos de la sociedad estadounidense y que, de no resolverse, darán lugar a más décadas de conflictividad social y política. Este análisis pretende poner el foco en los elementos que casi nunca son mencionados y que permiten entender por qué no deberíamos preocuparnos tanto por la reelección o no de Trump o si está amenazando a la democracia estadounidense y retando a sus instituciones, sino por la evolución social, política y económica de un modelo que, como todo modelo imperial e imperialista, se proyecta al mundo con ansias de universalidad.

La “mayor democracia del mundo”

Con el título El espectáculo electoral más costoso del mundo, el diplomático cubano Ramón Sánchez-Parodi publicó en 2014 un libro en la Editorial de Ciencias Sociales de La Habana. Forma parte de la colección “Una mirada a los Estados Unidos” y demuestra que los cubanos, seguramente más por necesidad que por placer, han dedicado en las últimas décadas mucho tiempo de su vida a estudiar la realidad estadounidense, quizás siguiendo esa máxima de conocer al enemigo para poder desarmarlo mejor. En el libro, Sánchez-Parodi trata de desentrañar cómo funciona el sistema electoral estadounidense. Una tarea nada fácil habida cuenta de su diseño alambicado y su lógica totalmente contraria a la que se le presupone a cualquier democracia: fomentar la participación ciudadana.

Que EE. UU. es una democracia que trata de limitar la participación ciudadana por la vía del voto, ya desde sus inicios y también en la actualidad, no es algo que se hayan inventado los enemigos de EE. UU. Son denuncias que surgen de la propia sociedad estadounidense y que, poco a poco, se están convirtiendo en un clamor que pide a gritos reformas sustanciales en un sistema electoral anacrónico. Incluso una plataforma tan poco subversiva como Netflix tiene un documental que aborda este tema, “El poder del voto, en pocas palabras”, con Leonardo Di Caprio como narrador principal, donde se nos cuenta cómo la democracia de propietarios esclavistas, que es el origen de los actuales EE. UU., se traduce en la actualidad en una democracia de voto presidencial indirecto, por la vía del colegio electoral, en la que hay que inscribirse para poder votar en un día laborable, y en la que las decisiones de las autoridades pueden sacarte de manera arbitraria del censo electoral, sobre todo si eres afroamericano. El documental da datos tan contundentes como que el gobernador de Georgia, el republicano Brian Kempt, eliminó 1,4 millones de personas del censo y cerró 214 centros de votación. El 70% de ese casi millón y medio eran afroamericanos. Si tomamos en cuenta que la población afroamericana tiende a elegir, cuando vota, al Partido Demócrata, y que el gobernador Kempt ganó por un margen de algo más de 50.000 votos, podemos entender los intereses detrás de esta decisión tan poco democrática. No es la única. En Florida, el 10% de la población no tiene derecho a voto. Está excluida en parte por ser exconvicta. Un 20% de ella corresponde a jóvenes negros. Para quienes toman estas decisiones, totalmente posibles bajo la legalidad estadounidense que delega en los Estados las prerrogativas electorales, votar no es un derecho, sino que debe ser un privilegio reservado a, suponemos, los “buenos ciudadanos”. El elitismo que se desprende de este tipo de razonamientos, una combinación de clasismo y racismo, permite entender por qué la democracia estadounidense, y no solo su sistema electoral, está en crisis. Una democracia en la que, por un motivo u otro, apenas la mitad de los ciudadanos está inscrita para votar.

Sii EE. UU. tiene tantos problemas con la aceptación de una amplia participación electoral en el marco de una democracia liberal procedimental capitalista, cómo no iba a concebir que la democracia participativa y protagónica que impulsó Hugo Chávez en la Venezuela bolivariana, tratando de transitar hacia un modelo comunal y socialista, era algo propio del diablo. Un Hugo Chávez que, a diferencia de EE. UU., censó a millones de personas que, hasta su llegada al Gobierno en 1999, no existían para los gobernantes anteriores pues carecían de cédula de identidad y, por tanto, de derecho a decidir. A nadie importaba, es más, como en EE. UU., era mejor que esos pobres tierrúos, como se les llamaba despectivamente, no votaran pues ya hemos visto el resultado de dejar votar a los pobres en América Latina en los últimos años: la posibilidad de que elijan a políticos que gobiernen defendiendo sus intereses de clase. Un escenario que da pavor a las élites mundiales, esas mismas que se activan para paralizar toda democracia soberana que osa traspasar los límites de la democracia liberal procedimental. Paradójicamente, medidas de ampliación de la democracia en procesos populares han sido presentadas al mundo por esas élites y sus corifeos como dictaduras, mientras que las limitaciones al ejercicio de los derechos democráticos en la mayor potencia mundial, no han recibido apenas ninguna mención entre los paladines de la defensa de la LIBERTAD y la DEMOCRACIA (sí, con mayúsculas y sin adjetivos, pues así utilizan ellos unos términos de los que se han apropiado, aunque los hayan vaciado de contenido, ya no signifiquen nada y solo sirvan como arma arrojadiza contra el adversario político).

Estos días resulta sangrante la hipocresía de una opinión pública que se rasga las vestiduras con las denuncias de Donald Trump sobre el presunto fraude de las elecciones y su voluntad de autoproclamarse presidente a las pocas horas de las votaciones, pese a que los avances del recuento no iban en el mismo sentido, o que se escandaliza porque Trump va a acabar con la democracia y las instituciones estadounidenses, mientras en febrero de 2019 aplaudía la autoproclamación de Juan Guaidó en Venezuela, avalada por un tuit de Donald Trump y el reconocimiento de la Unión Europea y unas cuantas decenas de países. Resulta curiosa una concepción tan elástica y arbitraria del respeto a la democracia y a las instituciones.

Quizás todo se resuma en la frase que dice una de las afroamericanas integrantes del movimiento de lucha por el derecho al voto que aparece en el documental “Los poderosos no quieren compartir el poder”. Ese miedo a que la democracia lleve a la esencia etimológica de su nombre, “el gobierno del pueblo”, con un pueblo cada vez más pauperizado por los efectos de las políticas económicas de una élite plutocrática, que puede exigir cambios en un sentido que rompa la democracia liberal no en la lógica que las élites apoyan con salidas tipo Trump, Bolsonaro o Abascal, sino en la lógica rupturista de los Castro, Chávez o Morales.

El tabú de las clases sociales en el país de la libertad

El país que se ha presentado al mundo como el paraíso de las oportunidades para atraer fuerza de trabajo de todos los países del planeta tiene una cara B que no suele mostrarse o, cuando se enseña, va acompañada de un enfoque que exime de responsabilidad al sistema económico estadounidense, el capitalismo, de las víctimas que deja a su paso. Estas víctimas internas, además de las externas ya conocidas, que son las que padecen las bombas y bloqueos de la política imperialista estadounidense por el globo, son los pobres autóctonos, aquellos “efectos colaterales” internos de una guerra de clases que es más silenciosa que un dron pero que mata de manera lenta y persistente a millones de estadounidenses cada año. Que un sistema que presume de generar riqueza sea una fábrica de pobres debería ser preocupante, pero si esta disociación se produce en el estandarte del capitalismo, que pretende ser el modelo a seguir por el resto de países, lo es todavía más.

Un país que, pese a tener al 10% de su población[i], 34 millones de personas, en la pobreza y en exclusión siendo potencia mundial, se rehúsa a hablar de clases sociales, como apuntaba el otro día la autora de White Trash (Capitán Swing, 2020), Nancy Isenberg[ii]. A pesar de que sin la clase no puede entenderse ningún análisis político y social, esta suele pasarse por alto o se usa nada más, como sucede de manera emblemática en el caso de EE. UU., para acusar a la clase trabajadora estadounidense, sobre todo de áreas rurales y de determinado perfil cultural, de ser el granero electoral de Trump. Se habla del resentimiento que los sectores más pobres y abandonados de la clase trabajadora blanca, los también conocidos como red necks, habrían acumulado a lo largo de los años y con los que Trump habría sabido conectar con sus discursos que buscan responsables externos (inmigrantes mexicanos, negros, chinos comunistas, etc.) a su situación de marginalidad social. Pero el fenómeno Trump no puede entenderse solamente por el voto de estos sectores pues, a expensas de lo que se pueda desprender de un análisis pormenorizado de los resultados de estas elecciones, en 2016 la mayoría de sus votantes no fue ese prototipo de clase trabajadora blanca, pobre, inculta y racista, tal y como los medios nos insinúan día sí y día también. Una construcción que, aunque contenga una parte de la realidad, también está cargada de prejuicios, como apuntaba la periodista estadounidense Sarah Smarsh. En un artículo publicado en diciembre de 2016[iii] desmontaba estos clichés clasistas dando datos esclarecedores como que los partidarios de Trump no tenían ingresos más bajos o tasas de desempleo más altas que el promedio de los estadounidenses. Pero sus potenciales votantes en 2016 sí tenían, en cambio, mayor poder adquisitivo. Además, un 44% poseía un título universitario en un país en que la media nacional es del 29% (33% para la población blanca) y donde hay 45 millones de estadounidenses endeudados por los préstamos universitarios, el 70% de los cuales con problemas para pagar, según Student Debt Crisis[iv]. Habría que ver qué ha cambiado en estos últimos 4 años pero lo que parece intuirse es que Trump es la respuesta de ciertas élites y sectores medios de la sociedad estadounidense ante las contradicciones de un sistema que, en su propia lógica de funcionamiento, lleva a su autodestrucción. Se pueden buscar causas foráneas al declive del imperio estadounidense, sin duda, pero lo cierto es que la crisis de la democracia estadounidense es la crisis de su modelo capitalista excluyente. Un modelo capaz de crear a los hombres más ricos del mundo pero incapaz de proporcionar acceso a una cobertura médica pública y universal para sus ciudadanos, un elemento esencial si queremos hablar de igualdad. Hoy en EE. UU. hay más de 26 millones de personas, un 8% de la población, sin ningún tipo de cobertura médica[v]. En la mayor potencia que ha existido nunca eres “libre” para enriquecerte sin límites pero también para morirte antes de tiempo si eres pobre.

Donald Trump como síntoma

Que Donald Trump pertenezca a la élite y represente, de manera bastante peculiar y poco diplomática, sus intereses económicos, no significa que no pueda estar enfrentado con otros sectores de esa misma élite. Es cierto que cuando Trump se perfiló como candidato a la presidencia de EE. UU. algunos sectores del establishment estadounidense, incluidos miembros del Partido Republicano, no vieron este movimiento con agrado. Desde algunos medios del establishment estadounidense trataron de presentarlo como un “populista”, similar a los líderes “populistas” de izquierdas que habían ganado las elecciones en América Latina. Nada más lejos de la realidad. Sus enfrentamientos, ya durante su mandato, con algunos funcionarios del Deep State o “gobierno permanente” de EE. UU. aquellos que trascienden a la alternancia gubernamental muestran la incomodidad de la gente de alcurnia cuando un nuevo rico, al que ven como grosero y de gustos poco refinados, llega a vivir a su vecindario. Pero observar la elección de asesores y miembros de los distintos gabinetes de Trump serviría para ver las líneas de continuidad con las administraciones republicanas precedentes, sobre todo con los halcones y el ala neocon, y con lobbies tan poderosos en Washington como el anticastrista, el petrolero y el sionista, este a través de su yerno Jared Kushner, su asesor principal, además.

Nuestros medios repiten al unísono que Trump es antiglobalización, anti-libre comercio y que tiene una agenda anti-cambio climático. Obvian, de entrada, que EE. UU. ha tenido históricamente una postura reticente a las instituciones globales que no podía controlar o que no responden a sus intereses. De ahí su no ratificación de mecanismos de Derecho Internacional como el Estatuto de Roma. Omiten que Trump es un nacionalista de ultraderecha que no está en contra del libre comercio sino que quiere que el libre comercio sea todavía más ventajoso para su país, como demostró en la renegociación del TLCAN. E ignoran, no sabemos si a propósito o por falta de memoria histórica, que en 2001, bajo la presidencia de otro presidente infame del que ya no nos acordamos, George W. Bush, EE. UU. salió del Protocolo de Kyoto.

Por tanto, los males que personifica Trump para la opinión pública mundial alineada en el progresismo tienen un hilo de continuidad en el pensamiento conservador y reaccionario estadounidense, incluso son coherentes con la línea de actuación de EE. UU. en el mundo como potencia hegemónica. Resulta sorprendente escuchar a Josep Borrell, Alto Representante de la Unión Europea para Asuntos Exteriores y de Política de Seguridad, declarar a TVE el 4 de noviembre que Trump no podía seguir usando los aranceles como un arma. Precisamente, esto es lo que lleva haciendo EE. UU. desde hace décadas para garantizar su posición económica dominante, incluso en la firma de tratados de libre comercio con los países de América Latina y el Caribe, por ejemplo, siempre de carácter asimétrico.

Lo que hace parecer a Trump diferente es que, como la ultraderecha española de Vox o el fascismo clásico de Hitler en su momento, verbaliza sin ambages los planes de una gran parte de la élite para seguir perpetuando su posición de dominio económico, político y social. Sin pelos en la lengua, sin temor a herir sensibilidades, sin miedo a la exageración y sin remilgos a la hora de mentir. Trump, bregado durante años en los medios gracias a un programa televisivo, es un showman asesorado por el gurú Steve Bannon, que usa las redes sociales con maestría, provocando un impacto planetario. El uso de las redes ha sido clave, a escala mundial, en el crecimiento de la alt-right que se retroalimenta con discursos como el de Trump. Una ultraderecha del siglo XXI que ha hecho de internet su campo de batalla en la guerra cultural, en una suerte de disputa cibernética por instaurar qué es verdad o no en tiempos de relativismo posmoderno. Obviamente, las redes han vuelto su discurso más visible y peligroso, por el efecto contagio que ha provocado en otros liderazgos[vi].

Pero estos elementos novedosos y las provocaciones de Trump no deben nublarnos el juicio para entender a qué nos enfrentamos con personajes como él. No es al fin del orden capitalista sino al fin de una democracia liberal que quizás, como en otros momentos de la historia del siglo XX, ya no es funcional a esas élites para seguir conteniendo los efectos sociales y económicos del capitalismo sobre los pueblos. La paradoja es que en ese rechazo a la democracia liberal pueden confluir con sectores crecientes de la sociedad estadounidense. Las élites están divididas en una encrucijada: optar por la vía Trump que retrotrae al fascismo de los años de entreguerras, u optar por continuar con la fachada democrática de un capitalismo reformado, de la mano de Joe Biden. No son lo mismo, pero se podría afirmar que son dos caras de una misma moneda de dominio imperial y de clase, a lo interno y a lo externo.

Si nos guiáramos por lo que escuchamos en nuestros medios estos días, parece que todos los males de EE. UU. empiecen con Trump pero creer esto es tan iluso como apostar a que con la victoria de Joe Biden acabarán los problemas estructurales y las contradicciones intraélites que han dado lugar a la emergencia de uno de los peores liderazgos políticos del siglo XXI. Tan malo y dañino para la auténtica democracia como otros que se presentan como salvadores de ella. En realidad, la democracia es otra cosa que no interesa a unos ni a otros, mucho menos a los auténticos poderes en la sombra que no se presentan nunca a elecciones, pero siempre ganan. El pueblo estadounidense, su clase trabajadora plural y diversa, tiene un gran problema si quiere cambiar este estado de cosas. Y este problema es, paradójicamente, su propio modelo de democracia.

Arantxa Tirado Sánchez (@aran_tirado) es politóloga. Es autora del libro Venezuela. Más allá de mentiras y mitos (Ediciones Akal, 2019) y coatura, junto a Ricardo Romero Laullón, Nega, de La clase obrera no va al paraíso (Ediciones Akal, 2016). Acaba de publicar, en coautoría también, el libro colectivo Trumperialismo. La guerra permamente contra América Latina (Ed. Mármol Izquierdo/CELAG, 2020).

Notas

[I] The U.S. Census Bureau. (15 de septiembre de 2020). Income, Poverty and Health Insurance Coverage in the United States: 2019. Recuperado de:  https://www.census.gov/newsroom/press-releases/2020/income-poverty.html

[ii] Forti, Steven. (19 de noviembre de 2020). «En Estados Unidos nadie quiere hablar de clases sociales». CTXT. Recuperado de: https://ctxt.es/es/20201001/Politica/33914/Steven-Forti-entrevista-Nancy-Isenberg-EEUU-White-trash.htm

[iii] Smarsh, Sarah. (22 de octubre de 2016). ‘Esos idiotas peligrosos’: los medios progresistas, Trump y los estadounidenses de clase obrera. eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/internacional/theguardian/idiotas-peligrosos-progresistas-comprender-estadounidenses_1_3779832.html

[iv] Una deuda que, en términos globales, equivale a tres veces el presupuesto del Gobierno de España en 2019. Véase https://www.publico.es/internacional/deuda-estudiantes-eeuu-alcanza-record-historico-1-54-billones-euros.html

[v] The U.S. Census Bureau. (15 de septiembre de 2020). Income, Poverty and Health Insurance Coverage in the United States: 2019. Recuperado de:  https://www.census.gov/newsroom/press-releases/2020/income-poverty.html

[vi] Tirado, Arantxa, y Romano, Silvina. (28 de octubre de 2018). Trump, el ‘influencer’ de la derecha latinoamericana. CELAG. Recuperado de: https://www.celag.org/trump-influencer-derecha-latinoamericana/

Fotografía de Álvaro Minguito.