El pueblo. Un libro de historia para pensar hoy la clase obrera

La historiadora Selina Todd ha escrito uno de esos libros que sostienen particularmente bien la tensión entre historicidad y pensamiento para el presente. El pueblo. Auge y declive de la clase obrera (1910-2010) (Akal, Madrid, 2018) ofrece un recorrido magistral por un siglo de historia de este sujeto central de la contemporaneidad, que en Gran Bretaña, país al que se refiere principalmente el trabajo, conformó también una suerte de ser nacional. Con este libro cabe el riesgo de extrapolar mecánicamente al mundo próximo la realidad territorial a la que se circunscribe o de que veamos nuestro tiempo como una mera prolongación del tiempo que evoca. Las lecturas urgentes o la capacidad comprehensiva que, por dominio académico, se presupone a los trabajos anglosajones pudieran empujar a ello. Sin embargo, el riesgo se ve reducido porque el libro es resultado de una esmerada construcción narrativa, donde se conjugan, pero no se funden, tiempo pasado y presente. La utilidad (política si se quiere) del libro es que invita a establecer analogías (no explicitadas por la autora) entre la actualidad y episodios que al cabo del tiempo resultan recurrentes, pero en los cuales se percibe siempre una dimensión única que te obliga a pensarlos de manera específica. Creo que es desde esa tensión tan bien sostenida entre cambio y continuidad desde la que habría que pensar hoy la clase obrera.

El libro de Todd pone de manifiesto que a la comprensión de la clase obrera puede contribuir mejor una buena narración diacrónica sólidamente documentada que una severa conceptualización. En este sentido, el libro defiende que la clase obrera no se reduce a un sector ocupacional concreto, ni ha sido nunca una identidad cultural fija. Por el contrario, debe ser entendida como una realidad histórica cambiante en el seno de unas relaciones sociales desiguales. La noción de clase obrera no expresa tanto una identidad como una relación. Lo que ha caracterizado a la clase obrera no ha sido solo su posición subalterna en el marco de unas relaciones desiguales de poder y distribución de la riqueza. También lo fue la conciencia crítica que desarrolló de su propia subalternidad, la impugnación moral que hizo de esa desigualdad, los relatos que construyó para explicarla y, sobre todo, las experiencias comunitarias y de lucha que puso en marcha para reducirla o superarla. Si la clase obrera es una experiencia histórica significa que no resulta del todo aprehensible por medio de estadísticas o a partir de la foto fija que se pueda hacer de ella en un momento dado, porque en historia las fotos fijas suelen ser deformantes y los sujetos adquieren su verdadera fisionomía en movimiento. Lo que este libro plantea es que la mejor forma de reconocer y de conocer a la clase obrera no es embalsamándola en una definición, sino mirándola en perspectiva. No cabe mejor aproximación a un sujeto que liberarlo de las habituales abstracciones de las que suele ser objeto.

El libro tiene otra virtud que ayuda a lo anterior. Es un libro sobre la clase obrera, pero también es un libro escrito desde la clase obrera. No solo porque estos sean los orígenes de la autora, como explica en una bonita introducción con breves alusiones autobiográficas, de las que en enseguida prescinde para dar vida a un sujeto que no ata a su propia vida. Lo es, sobre todo, porque parte de una premisa metodológica fundamental: que para entender a la clase obrera hay que pararse a escuchar cómo la gente de clase obrera se cuenta a sí misma. En consecuencia, el libro se estructura en torno a cientos de testimonios personales de trabajadoras y trabajadores. Y eso es uno de los aspectos más interesantes y mejor logrados: la cantidad de voces autónomas que se convocan en la narración y el friso que traza a través de multitud de nombres propios e historias de vida.

Como libro con perspectiva de clase es un libro contra la estigmatización elitista de la clase obrera, pero también contra esa forma de elitismo invertido que la idealiza de manera paternalista. Es un libro que rompe con los mitos románticos sobre la clase obrera construidos por muchos políticos y académicos de izquierda, que han descargado sobre ella el complejo de culpa que les genera su origen o ascenso sociales. Frente a ello El pueblo es un libro que humaniza, que desmonta estereotipos denigratorios y hagiográficos, que pulsa bien la naturaleza compleja y ambivalente de comportamientos y experiencias, y que por ello puede ayudar a revalorizar un compromiso de clase actualizado.

Ni acomodaticia, ni homogénea, ni masculina

Sorprende la habilidad de Todd a la hora de narrar y analizar, a veces en muy pocas páginas, multitud de conflictos laborales y luchas sindicales. La panorámica que ofrece de paros, huelgas, ocupaciones, manifestaciones y demás prácticas de un repertorio riquísimo sirve para desmontar ideas (generalmente post-concebidas) que sobreviven a modo de latiguillos o admoniciones. De esa panorámica se puede concluir que la lucha por la mejora de las llamadas “condiciones materiales” de la clase obrera británica estuvo estrechamente vinculada a la conquista o defensa de derechos políticos democráticos, generalmente atribuidos a una burguesía liberal que desconfiaba de ellos o trataba de dosificarlos. También que, al menos en el caso británico, las llamadas “conquistas parciales” (subidas salariales, reducciones de jornada, alivio de los ritmos de trabajo) pocas veces funcionaron como un bálsamo adormecedor para los trabajadores, sino que contribuyeron a la ampliación de su horizonte de cambio y constituyeron generalmente una plataforma de impulso para el desarrollo de luchas más ambiciosas. Las huelgas fueron una herramienta de presión fundamental para arrancar concesiones a los empresarios bajo la amenaza de paralizar la producción y cesar el flujo de beneficios, pero también una experiencia de empoderamiento y asertividad que invertía temporalmente las relaciones de dominación y permitía visualizar alternativas. Sobre las huelgas, el libro pondera muy bien los riesgos que entrañaba tanto hacerlas como no hacerlas. Que se perdieran, como al final se perdió en cierto sentido la impresionante huelga general de 1926, podía suponer a corto plazo el retroceso a posiciones previas a las que ya se tenían consolidadas, pero no hacerlas alimentaba a largo plazo la voluntad avasalladora de los empresarios. Desde principios de siglo XX, y de forma especial en la segunda mitad de los sesenta, las luchas obreras por mejoras salariales estuvieron unidas al deseo de sacudirse una sensación de agravio y a la voluntad de participar en la gestión de las empresas. Si lo queremos expresar en los conocidos términos de Nancy Fraser, en las luchas obreras casi siempre se conjugaron y entreveraron los objetivos de la redistribución y el reconocimiento.

El libro muestra la heterogeneidad consustancial a la clase. Dicho de otro modo, nunca existió esa homogénea clase obrera blanca con intereses específicos y una identidad exclusiva enfrentada o ajena a las de los trabajadores migrantes. Eso es un constructo reciente que parece expresar un deseo imposible. La heterogeneidad se ve en cuanto se penetra en las fábricas y barrios obreros, donde además se generaban estrechos vínculos comunitarios y de amistad, por ejemplo, entre las madres blancas y negras que llevaban a sus hijos a la misma escuela. Las primeras lo celebraban como una experiencia que enriquecía culturalmente a sus hijos y ampliaba sus horizontes vitales. Por mucho que se intenten magnificar las tensiones interraciales, que las hubo, lo cierto es que las prácticas de segregación más habituales en el espacio urbano eran de tipo clasista. En la década de los cincuenta fue frecuente que en algunos barrios de clases medias las familias levantaran muros para aislar las nuevas viviendas obreras construidas en las proximidades.

El libro ayuda a derrumbar una vez más el viejo mito de que la clase obrera constituyese la base social preferente del fascismo en los años 30, o que fuera siquiera uno de sus caladeros fundamentales. En el caso británico, el fascismo penetró mucho menos en ella que en otros lugares, porque el paro era más bajo, por el alto nivel de sindicación de los parados y por los avances en políticas sociales. Las instituciones obreras fueron un blindaje contra el fascismo y la seguridad social constituyó entonces la mejor política antifascista. Sin embargo, a lo largo de las décadas siguientes hubo casos puntuales de racismo y xenofobia que el libro no escamotea. Estos se dieron más en las medias que en las cortas distancias, algo que a día de hoy sigue sucediendo. En Gran Bretaña los episodios xenófobos o racistas se desataron ante la llegada repentina de alguna comunidad con la que apenas se había llegado a convivir de forma directa; en contextos de incremento del paro, donde la nueva comunidad fue percibida como una competencia desleal en el reparto de la escasez; y cuando algunos gobernantes locales hicieron declaraciones irresponsables o instigaron el odio. Este cruce de variables se dio, por ejemplo, en los sucesos raciales de Notting Hill de 1958.

Frente al protagonismo que en las narraciones sobre la clase obrera han tenido los trabajadores varones, una característica fundamental y original del libro es la centralidad que ocupan las mujeres, por el hecho de que constituían la mitad o más de la mitad de la clase obrera y por su protagonismo en la construcción de lazos comunitarios y en tantas luchas laborales. Cuando se saca la historia de la clase obrera de su reduccionismo masculino, aparecen multitud de experiencias y repertorios de acción hasta ahora desconocidos o desconsiderados en su auténtica dimensión. Entre estas acciones destacan las importantes huelgas de alquiler contra la subida de las rentas o el mal estado de las viviendas, una acción efectiva a la que hoy, con otros ojos, convendría mirar de nuevo.

Por otra parte, las luchas que, avant la lettre, pudiéramos llamar feministas fueron muy importantes para el avance del movimiento obrero. No en vano, el Partido Laborista llegó al gobierno por primera vez en 1929, es decir, tras aprobarse el sufragio universal (con ciertas restricciones) impulsado por el movimiento de las sufragistas y gracias en cierta medida al voto de las mujeres en esas elecciones. Al mismo tiempo, las conquistas del movimiento obrero revirtieron en beneficio de las mujeres, sobre todo de las mujeres de clase obrera, que al acceder al trabajo y luchar por sí mismas por la mejora cotidiana de sus derechos y condiciones de vida alcanzaron mayores cotas de libertad y autonomía que muchas mujeres de clases medias. En cualquier caso, como es un libro de claroscuros señala también las tensiones entre movimiento obrero y movimiento feminista, así como los conflictos de clase que también se dieron dentro del movimiento feminista de los años sesenta.

Criadas insumisas, pobres con dignidad y obreros en guerra

El libro arranca fuerte con la historia de las criadas en las décadas de los años 10 y 20. La nueva asertividad que estaba cobrando la clase obrera se expresó en sus miradas retadoras o en sus gestos desdeñosos hacia los señores, así como en la negativa a llevar una vestimenta de cofia, mandiles y encajes que consideraban humillante. Entonces las jerarquías se impugnaban también a través de pulsos estéticos, de una rebelión de los gestos y de una insumisión de las miradas que a veces atemorizaba más a los patrones que una posible reivindicación salarial.

La Ley de Pobres de los años 30 fue un dogal para los pobres y un objetivo a abatir por el movimiento obrero. La ley establecía una maquinaria administrativa concebida para inhibir la petición de las ayudas, para rechazar la mayoría de las solicitudes, para retirar aquellas concedidas que no pasaran el celo de los supervisores y, sobre todo, para triturar por el camino la autoestima de los solicitantes. La gente común se afirmó como clase en su lucha constante contra la tendencia a culpabilizar a los excluidos de su propia situación, contra el deseo de reducirlos a un objeto sumiso de caridad y contra esa burocracia de la sospecha que los criminalizaba al mismo tiempo. Se trató de una lucha por la dignidad que hoy resulta obligada en un nuevo contexto de estigmatización de la pobreza y de pervivencia de mecanismos de control y denigración en la gestión de bancos de alimentos, rentas de inserción y ayudas al desempleo.

La Segunda Guerra Mundial supuso un giro fundamental en la trayectoria de la clase obrera británica, el momento de máxima convergencia entre sus intereses y los intereses de Gran Bretaña, el momento en el cual ésta se hizo pueblo; porque esa una de las ideas centrales del libro, la de la convergencia o identificación, en un momento dado, de las nociones de pueblo y clase obrera. Durante la Segunda Guerra Mundial la clase obrera se nacionalizó al convertirse en depositaria de buena parte de las virtudes nacionales. Esta capacidad virtuosa se puso de manifiesto en el contexto excepcional de la guerra, al menos en tres niveles. Por una parte, mientras algunos jóvenes de la burguesía y la aristocracia buscaron argucias para evadirse de los llamamientos a filas, los jóvenes trabajadores acudieron activamente, muchos de ellos movidos por un fuerte sentido patriótico y por sus ideologías obreras antifascistas. Por otra parte, las familias trabajadoras se revelaron más generosas y afectivas en los dispositivos de evacuación y acogida de los niños procedentes de los grandes centros urbanos durante los bombardeos de la Lutwaffe. Finalmente, obreros y obreras fueron fundamentales en una nueva forma de guerra industrial cuyo resultado dependería no solo de cómo se combatiera en los frentes, sino del incremento incesante de la producción. En Gran Bretaña la producción se incrementó de forma exponencial gracias a los sacrificios libremente asumidos por los trabajadores, a cambio, eso sí, de subidas salariales y de un mayor reconocimiento dentro de las empresas, condiciones que fueron acordadas con sus organizaciones sindicales. La gestión concertada en este tiempo de excepción puso de manifiesto que una mayor satisfacción de los obreros se traduciría en un incremento de la producción y de la productividad superior en muchos casos al del trabajo esclavo de los nazis. En definitiva, la clase obrera se hizo pueblo cuando, al revelarse como la clase más sacrificada, más generosa y más eficiente en el esfuerzo de guerra, se proyectaron sobre ella las virtudes nacionales.

La forma de afrontar la guerra puso de manifiesto la potencialidad de un país que trabajaba no en términos de competencia, sino de cooperación bajo la acción planificada del gobierno. La experiencia de la guerra probó además que los servicios sociales (evacuación, asistencia sanitaria, reconstrucción y rescate) eran más efectivos cuando pasaban del voluntariado y la caridad a la gestión pública. La manera, al final victoriosa, con que se afrontó la guerra puso de manifiesto cómo el país podría funcionar mejor con los valores e idearios del movimiento obrero. Y esa es una de las razones del triunfo de los laboristas de Clement Attlee en las elecciones de 1945, amén de la experiencia gubernamental previa a nivel local, la campaña electoral y la implicación de un tejido asociativo obrero muy activo. Los laboristas ganaron las elecciones no cuando apelaron a una identidad obrera (o nacional-popular) idealizada, sino cuando pusieron el foco crítico en la desigualdad social, la impugnaron moral y técnicamente, interpelaron a una amplia mayoría social formada por trabajadores de todo tipo frente a una minoría egoísta y propusieron un programa de país a la ofensiva cuyos beneficios ya se habían comprobado en algún momento de excepción o a alguna escala espacial menor, generalmente en distritos y ayuntamientos. De una lectura histórica de estas experiencias podría sacar buen aprendizaje una izquierda actualmente enredada en debates abstractos, dicotómicos y semánticos mal planteados acerca de si es la clase, el pueblo, la ciudadanía o la patria el sujeto al cual interpelar.

Placer y malestar en el Estado de Bienestar

El libro de Selina Todd confronta con el mito de los años dorados del Estado de bienestar, que se ha levantado por comparación con la inseguridad social del neoliberalismo actual y por un sentimiento de nostalgia que ha venido a cubrir hoy el vacío de lo que entonces no se logró conquistar; dicho sea sin perjuicio del reconocimiento de sus grandes logros. Los laboristas de 1945 crearon bajo presión social un marco seguro y duradero de subidas salariales, pleno empleo, sanidad y educación públicas que se extendió, con flujos y reflujos, durante 30 años. Sin idealizarlo hay que reconocer, sobre todo desde la posición defensiva que hoy ocupa la izquierda, que eso es hacer política de verdad: no trabajar para revalidar el poder a los cuatro años, sino para asentar en cuatro años políticas que por su contundencia puedan durar décadas. No obstante, en ningún momento de esas décadas dejaron palparse los severos límites impuestos a la movilidad social y los altos niveles de explotación y desigualdad impresos en el marco de un gran pacto social que siempre se cumplió a mayor beneficio de los de arriba.

Los momentos más emocionantes del libro hablan de la relación de la clase obrera con el sistema educativo. Selina Todd analiza el empeño constante de los padres y las madres de clase obrera en que sus hijos estudiaran para que pudieran formarse, ascender socialmente y tener un horizonte vital más amplio que el suyo. Pero también analiza la relación problemática y contradictoria que muchos padres tuvieron con la educación de sus hijos por miedo a sentirse unos ignorantes ante ellos o por la negativa a que se terminaran convirtiendo en los empleadores o capataces que tanto detestaban. Los chicos de clase obrera nunca lo tuvieron fácil en los estudios. Siempre existió una relación directa, por ejemplo, entre las condiciones de las viviendas y el rendimiento escolar que les perjudicaba. Y siempre sufrieron la presión añadida de no defraudar a unos padres que querían redimirse a través de ellos. Para muchos jóvenes de clase obrera el ascenso social que podía entrañar el éxito académico suponía un desgarro, pues al tiempo que era motivo de orgullo para sus padres les exigía, como requisito práctico y simbólico, alejarse al mismo tiempo del mundo de sus padres. Pese a la distancia recorrida, muchos de estos jóvenes siempre llevaron consigo, por medio de un ejercicio constante de memoria o de vistas frecuentes a los barrios familiares, su condición social de origen como un valor comunitario que les daba sentido y seguridad en esos nuevos mundos, a la vez seductores y hostiles hacia los neófitos.

Estas historias ponen de manifiesto algunas ambivalencias y complejidades que atraviesan la condición obrera. La mayoría de los trabajadores y trabajadoras que hablan en el libro reivindicaban con orgullo su trabajo, pero aspiraban a que sus hijos pudieran acceder a otros más cualificados y mejor pagados a través de los estudios o de un golpe de suerte. La condición obrera era una condición que generalmente (pero no siempre) se afirmaba con orgullo y que en muchos casos se quería conservar previa dignificación, pero de la que mientras tanto se aspiraba a salir por uno mismo o a través de los hijos.

La clase obrera no solo trabajaba o reivindicaba, como han sugerido muchos relatos de cuño épico. También vivía, sentía, creaba y disfrutaba, tanto más cuando accedió a nuevas posibilidades de ocio y consumo en las décadas de los 50 y 60, un fenómeno que Todd también recoge en su complejidad y ambivalencia. Todd concibe el acceso al consumo como el premio de consolación que el capitalismo dio a unos obreros que seguían siendo explotados y a los que se pretendía mantener atados a una condición perpetua. El consumo popular, además de ser un aliciente para la producción y el beneficio, funcionó como un mecanismo de traslación de imaginarios evasivos o de apaciguamiento, abriendo un horizonte aspiracional individualista pocas veces conquistable, aunque susceptible de ser experimentado en algunos ratos libres. Pero la clase obrera no fue un mero receptor pasivo de productos confeccionados desde arriba y al margen de su voluntad. Privilegió los productos culturales que hablaban de sus vidas y desarrolló una fuerza y creatividad extraordinarias a la hora de producir autónomamente músicas, películas, literatura y estilos de vida que luego se hicieron comerciales. A ello contribuyeron una pléyade de actores, directores, escritores y músicos de origen obrero, “working class hero” que cantará Jonh Lenon. A esta resignificación y expansión de la cultura popular contribuyó buena parte de una nueva generación más hedonista y también reivindicativa, que en ese contexto de pleno empleo y relativa seguridad laboral aspiraba a que no le mandaran en el trabajo, ni mucho menos fuera de él, a vivir de manera desafiante, a crear y a pasárselo bien.

De la ruptura del pacto social a la supuesta extinción de la clase obrera: el prolongado legado del thatcherismo 

Fue especialmente esta generación de obreras y obreros la que rompió el pacto social de postguerra, porque se venía incumpliendo sistemáticamente en sus aspectos sociales y porque se quedaba corto con respecto a sus aspiraciones y potencialidad. Los términos del pacto tácito de postguerra son de sobra conocidos, porque constituyeron un sentido común de época. Los trabajadores cejaban en sus pretensiones revolucionarias y a cambio la burguesía, que nunca dejó de mirar de reojo a la URSS, accedía a una mejora de sus condiciones de vida en términos de subidas salariares, protección social, disposición de vivienda, acceso al consumo y disfrute de una sanidad y educación públicas. La mayoría del laborismo metabolizó este pacto como un compromiso con el capitalismo, en tanto que modelo para la generación de crecimiento económico, y reconceptualizó a la baja el socialismo como un procedimiento estatal para la redistribución de sus beneficios. En Gran Bretaña estas ideas se concretaron en The Furture of Socialism (1956), de Anthony Crosland, un libro muy influyente. Este pacto gozó de una amplia legitimidad entre los trabajadores, de tal suerte que muchos ideólogos dieron por muerto el horizonte de transformación socialista de la sociedad en el imaginario obrero. Sin embargo, una serie factores generaron un profundo malestar dentro de este Estado de bienestar. La sensación de agravio por el languidecimiento de los sueldos de los obreros, mientras se intensificaba el acceso al consumo de las clases medias, o el bloqueo de las expectativas de ascenso social para los trabajadores, que habían sido educados en la idea contraria, fueron un importante revulsivo. A la ruptura de un pacto que no se cumplía del todo contribuyó el nuevo ímpetu de una generación muy numerosa demográficamente, liberada del recuerdo de la guerra de sus padres, insatisfecha con el mundo heredado, propensa a la experimentación y abierta a las nuevas (y a las clásicas) tendencias ideológicas revolucionarias. Se abrió una nueva perspectiva contestataria y antiautoritaria que reclamaba, por supuesto, subidas salariales, pero que aspiraba a poner fin a la severa reglamentación del trabajo y que propugnaba una mayor participación en la gestión de las empresas, algo que en los momentos de mayor euforia movilizadora llevaría a exigir la apropiación y autogestión de las mismas.

Este nuevo ímpetu obrero impulsó una nueva e intensa oleada huelguística por toda Europa de 1968 a 1972. En Gran Bretaña enlazó con las movilizaciones contra las medidas del gobierno conservador de Ed­ward Heath, que quiso hacer frente a la crisis desatada en el 73 conteniendo las subidas salariales y flexibilizando los despidos. La respuesta obrera a las medidas de ajuste -que tanto influyó en la derrota de los tories en las elecciones del año siguiente- alimentó una fuerte derechización del mundo conservador, encabezado ahora por Margaret Thatcher. La llamada dama de hierro llegaría luego al 10 de Downing Street por la senda que le abrieron los laboristas de James Callaghan, propenso a hacer frente al nuevo contexto de fuerte competencia económica internacional por la vía de la reducción de los costos laborales y dispuesto a aplacar la beligerancia anti-obrera de los nuevos tories tratando de aliviar las huelgas, ya fuera cooptando a líderes sindicales, ya fuera recurriendo a medidas represivas; lo que les pasó una cara factura electoral.

El thatcherismo fue un parteaguas, no solo una ruptura (ahora por arriba) del pacto social de posguerra, sino el cobro de la factura de las cesiones anteriores, un ajuste de cuentas. Desplegó una capacidad inusitada a la hora de horizontalizar las tensiones sociales. En un nuevo contexto de incertidumbre económica supo explotar la división entre trabajadores estables y desempleados, presentando el disfrute de derechos de los primeros como privilegios egoístas que impedían a los segundos salir de la miseria. El análisis que hace Todd del thacherismo ayuda a superar los resabios del economicismo. El poder siempre ha leído las relaciones de clase en términos de poder, y ha entendido que la preservación de su predominio económico podría depender de una acción política autónoma que en algún momento llegase a comprometer incluso sus intereses económicos inmediatos. En su guerra contra los mineros Thatcher tuvo claro que se trataba de acabar con el poder de la clase obrera rompiendo la columna vertebral de los sindicatos, aunque mantener las minas abiertas le resultara más barato que pagar las pensiones de jubilación, las indemnizaciones por despido y los subsidios de desempleo. Se trataba además de dar un escarmiento que resultara ejemplarizante para el resto de la clase obrera, una humillación que ayudara a un objetivo mayor que se terminaría imponiendo: el de la descomposición progresiva de sus vínculos, asociaciones y formas de sociabilidad, el de la disolución de su consistencia orgánica. Thatcher había hecho su propia lectura invertida y neoconservadora del sesentaiochismo: no solo se trataba de transformar la sociedad, sino de cambiar la vida, de cambiar el alma del país purgando su impronta comunitaria. “La sociedad no existe”, decía, para dejar al individuo solo, solo bajo el amparo (y el control) de la familia, la propiedad privada y el Estado. Para ganar esa batalla tuvo que conjugar la violencia policial, la ofensiva mediática y la pasividad de un laborismo intimidado. Aquel retraimiento laborista puso de manifiesto que tratar de contemporizar con una ofensiva de tal envergadura, lejos de contenerla o amortiguarla, la oxigenaba. Luego los laboristas de Tony Blair apenas se desviaron de la senda abierta, cuando a fuerza de rivalizar con la competencia en su propio terreno de juego terminaron mimetizándose con ella.

Todo lo que vino después, hasta hace unos años, es de sobra conocido. Paradójicamente, del discurso y del imaginario de la izquierda desapareció la idea de clase; cierto que en un tiempo de profunda reconfiguración social, pero justo cuando más aumentaron las desigualdades y cuando el poder operaba más intensamente en términos de clase. Eso hoy, con la perspectiva que por ejemplo nos brinda este libro, se ha evidenciado como una entrega y un error. La crisis que arranca de 2008 ha envejecido los discursos que trataban de cuadrar el círculo del incremento de la desigualdad con la proclamación del fin de las clases sociales. Hoy la noción vuelve con cierto empuje. La regeneración del laborismo británico es también manifestación de ello. Incorporar una noción renovada de clase resulta imprescindible para entender el mundo que vivimos e intervenir políticamente en él, si se hace lejos del corporativismo ocupacional, del prurito taxonómico, de la nostalgia por un sujeto idealizado que nunca existió, del reduccionismo identitario o del fetichismo semántico. Resulta necesario incorporar una noción de clase -amplia y relacional- para articular -con otras nociones fundamentales y no subsidiarias- una mayoría social por la igualdad.

Juan Andrade es profesor en la Universidad de Extremadura, autor de El PCE y el PSOE en (la) transición (Siglo XXI, 2012), coautor con Julio Anguita de Atraco a la memoria (Akal, 2015) y coeditor con Fernando Hernández del libro 1917. La Revolución rusa cien años después (Akal, 2017).

Fotografía de Álvaro Minguito.