El retorno a lo material: un discurso idealista

Muchas personas tienen un árbol plantado en la cabeza”.
Mil mesetas. Capitalismo y esquizofrenia
[1].

Gilles Deleuze-Félix Guattari

En 1947, el filósofo Karl Polanyi describía en Nuestra obsoleta mentalidad de mercado[2] lo que él consideraba “la herejía fundamentalde las sociedades políticas modernas: respecto al hombre, la división conceptual de sus motivaciones en materiales” e “ideales, seguida de la conclusión de que son los incentivos materiales los que organizan estructuralmente la vida cotidiana; desde el punto de vista de la sociedad, la concepción según la cual el sistema económico determina sus instituciones.

Esta visión, abrumadoramente extendida en nuestros días, hasta el punto de adquirir estatus de axioma, arrojaría según el autor dos falsedades antropológicamente contrastables: por un lado, la idea de que la economía es una esfera nítidamente diferenciada del resto de instituciones sociales; por otro, la suposición de que sólo son delimitables como materiales, o principalmente, los contenidos asociados a la misma. Paradójicamente, añadiría a continuación Polanyi, “tanto el liberalismo utilitarista como el marxismo vulgar favorecieron tales puntos de vista. Se trata de una opinión que incluso goza de más popularidad entre los marxistas que entre los liberales, sentenciará.

Para Polanyi, en cambio, sería preciso librarse de ambas creencias. Los fenómenos económicos siempre están “incrustados” en el laberinto de las relaciones sociales, que desbordan recurrentemente los parámetros de la economía. Además, estas relaciones sociales (sexuales, morales, religiosas, jurídicas, etc.) son igualmente materiales (esto es, no necesariamente categorizables como ideales o simbólicas), lo que hace gratuito reservar el término para los hechos de la economía”.

De este modo, supondría un error del análisis teórico comenzar ubicando en primer lugar las estructuras económicas de una sociedad política para luego abordar los aspectos culturales o simbólicos. En realidad, habría que resaltar la contemporaneidad de sus elementos. Sencillamente, resulta imposible describir las relaciones económicas sin referirse a los urdimbres culturales. Y esto, por una razón fundamental: toda praxis material es al mismo tiempo una configuración significativa.

El espacio entre dos cuerpos es incorpóreo. Y sin embargo, tan material como los mismos. Qué duda cabe de que también lo son los campos electromagnéticos que nos envuelven, a pesar de que no los podamos ver ni tocar. Y las ecuaciones de Maxwell que nos permiten expresar matemáticamente su existencia. Del mismo modo, también son materiales las mediaciones culturales que instituimos y nos instituyen como sujetos. Los discursos, se entretejan con palabras escritas, manifestaciones fonéticas o imágenes acústicas, son tan materiales como una roca. De hecho, los significantes, inscritos en el orden simbólico e investidos por la imaginación, pueden perturbar más a nuestros cuerpos afectivos que un huracán.

Por eso resulta injustificado, por no decir ridículo, reducir la materia a los cuerpos, a la res extensa cartesiana, como hacen sin saberlo aquellos que consideran que el plano discursivo de la política no es “lo” material (obviamente, si nos referimos al discurso es porque presuponemos su afuera). Y en el mismo error, a sensu contrario, tropiezan los que engloban la comunicación, los afectos o las habilidades personales en el concepto de capital inmaterial, porque las realidades que éste designa no dejan de ser materiales por el hecho de no referirse a bultos. Así, por ejemplo, que el modelo de acumulación actual pivote sobre la economía digital no implica una desmaterialización del capitalismo, sino que su materia prima fundamental sean los datos ofrecidos en las plataformas (Facebook, Twitter, Uber, AirBnb, etc.), que estas extraen y valorizan, como sostiene Nick Srnicek en Capitalismo de plataformas[3], y que son producidos por nuestros deseos.

Desde un materialismo consecuente habrá que comenzars bien, por reconocer la existencia de una pluralidad de dimensiones materiales, que no se pueden reducir ni subordinar a los cuerpos físicos. La materia (categoría madre: matriz, selva- silva-) “se dice de muchas maneras. Este es el camino, por ejemplo, que desde una perspectiva spinoziana intenta emprender Elizabeth Grosz en su reciente obra The incorporeal: ontology, ethics and the limits of materialism[4]. Como afirma la autora, sólo si nos desembarazamos de los dualismos propios de la tradición metafísica (cuerpo/alma, materia/espíritu, naturaleza/cultura, etc.) es posible construir una verdadera concepción materialista en el presente. Y tiene razón.

Pero son estos dualismos los que están siendo reintroducidos precisamente por aquellos que, criticando el enfoque culturalistas -con sobrados motivos en muchas ocasiones-, parecen abogar por un regreso a lo material. Conciben así, vía negativa, y acaso de manera indeseada, que los discursos son espirituales o meros productos mentales. Atacando a la postmodernidad, no son capaces de franquear su última barrera: la que separa lenguaje y realidad. Señalemos casi al azar, como botón de muestra, el artículo El Vox de la izquierda (y el regreso de los viejos partidos)[5] del analista Esteban Hernández, cuyas radiografías del presente político son siempre lectura obligatoria. O el reciente ensayo Espectros de la movida. Por qué odiar los años 80[6], del polémico Víctor Lenore, quien si bien reconoce que los elementos materiales y simbólicos siempre están entrelazados de una manera en que resulta complicado separarlos, llega a concluir que “sería un avance poner los conflictos materiales por encima de los simbólicos. He ahí el reduccionismo ejercitado (más aún: nos atreveríamos a decir que el sociologismo es la tónica de este libro).

En cualquier caso, cuando se parte de la dicotomía entre lo material y lo cultural, lo real y lo simbólico, muchas veces es porque el primer término de estas tajantes distinciones está siendo determinado por un signo meliorativo, o lo que es lo mismo, porque se le está imprimiendo a priori un valor positivo. De tal manera que lo que se sobreentiende como “análisis materialqueda fijado de antemano como superior a la “crítica cultural. Una petición de principio que parece elevarse, además, sobre una oposición rotunda entre ciencia (en este caso, económica) e ideología, como si se tratara de dos esferas separadas.

Sin embargo, los componentes económicos y culturales de una formación social no se pueden conceptualizar como si fueran compartimentos estancosY, desde luego, todos ellos son materiales. De un lado, el trabajo, cuando no se entiende unilateralmente en un sentido fisiológico (como una actividad caracterizada por la utilización de grupos musculares, por ejemplo) o físico (mediante la fórmula: fuerza × espacio × coseno de α), debe ser comprendido como una figura histórico-cultural de primera magnitud. De otro lado, la cultura, en tanto denota instituciones, prácticas colectivas y formas de conciencia, se articula internamente con la estructura económica de una sociedad.

Es esencial reparar, así las cosas, en algo que suele pasar desapercibido y que sin embargo es esencial para desarrollar un análisis materialista riguroso: la distinción entre trabajo manual e intelectual no es concebida por Marx como un hecho objetivo del que partir, como una diferencia efectiva, sino como un ejercicio de falsa conciencia generado por el fenómeno de la estratificación social, y de la consiguiente explotación y desigualdad que esta supone. En efecto, no hay trabajo que sea exclusivamente físico o manual, ni trabajo “intelectual” que no entrañe algún tipo de operación extrasomática. Es la división social del trabajo la que produce objetivamente la ilusiótrascendental de su oposición. Por eso las categorías de trabajadores cognitivoo cognitariadoresultan tan problemáticas. Y mucho más cuestionable es la generalización de las mismas como si fueran absolutamente representativas del trabajo en el capitalismo actual: basta con conocer el trabajo llevado a cabo en los almacenes de Amazon, que ya ha sido bautizado como taylorismo del siglo XXI, para rechazar la idea. Así lo ha descrito con claridad Jean-Baptiste Malet en su investigación En los dominios de Amazon. Relato de un infiltrado[7].

Economía” y “cultura, entonces, son ideas que no deben apreciarse como si fueran totalidades enterizas, cerradas (A/B), puesto que sus contenidos están intercalados de múltiples formas entre sí. El hambre es el hambre, pero el hambre que se satisface con carne cocida, cuando se come con cuchillo y tenedor, no es el hambre que devora carne cruda con manos, uñas y dientes, decía Marx[8]. De lo que se deduce que un material tan sico como la carne no es el mismo dependiendo del modo cultural (“superestructural) en que se consuma. La producción no sólo genera objetos de consumo, sino también consumidores. En términos generales, la producción es producción de sentido.

Y es que, comobien sabía Lenin, la economía es siempre economía-política, y por eso en ella están entreverados multitud de contenidos materiales: culturales, religiosos, jurídicos, morales, estéticos, etc. Bajo este prisma, en consecuencia, es preciso redefinir la metáfora marxista base/superestructura, con objeto de evitar cualquier tipo de reduccionismo. Para ello emplearemos la siguiente imagen: las estructuras económicas de una sociedad son el esqueleto que sostiene a un cuerpo social vivo, pero los huesos que lo conforman no se han desarrollado antes que los tejidos y órganos de dicho cuerpo, sino a la vez que ellos. Así, estos órganos y tejidos constituyen el entramado cultural (“superestructural”) de una sociedad que, por lo tanto, no se subordina ni deriva de la base económica, sino que crece o modula, a diferentes ritmos, con ella. Los elementos culturales no son un mero reflejo o epifenómeno de la base económica.

Así lo interpretaron a partir de los años 60, con mayor o menor fortuna, autores como Edward P. Thompson, Raymond Williams o Stuart Hall[9], entre otros, sirviéndose de Gramsci como inspiración para combatir el reduccionismo economicista. Desde esta perspectiva, no existe una estructura económica de clase que sea anterior a las dinámicas culturales y de la que emanen objetivos de clase. La capacidad organizativa de una clase social no puede comprenderse como el despliegue de unos factores subjetivos que se añaden o yuxtaponen a unos factores objetivos presupuestos.

Al contrario, en la construcción de las clases sociales, las agencias y estructuras económicas se codeterminan con los procesos y formas culturales. Las primeras sólo pueden abrirse paso por mediación de las segundas, y viceversa. Como enseñaría también Althusser, desde otro ángulo, las clases sociales no preexisten a la lucha de clases, pues es puro idealismo considerar que los términos son anteriores a las relaciones. Por eso, la lucha de clases es también una batalla cultural. Como hemos visto, la producción siempre es mucho más que producción de objetos; implica la puesta en marcha de procesos de subjetivación. Igualmente, una clase social siempre es mucho más que una condición económica; encarna una determinada forma de vida.

A resultas de este planteamiento, a nuestro juicio, deben extraerse al menos tres lecciones que están interrelacionadas: a) en primer lugar, que una clase social no es un equipo de fútbol cuya identidad esté ya perfilada antes de saltar al campo, sino que se origina en el juego; b) en segundo lugar, que su unidad no está dada, sino que se construye. De hecho, si Marx y Engels dejaron escrito en el Manifiesto del Partido Comunista el lema “¡Proletarios de todos los países, uníos!”, es porque estos no lo están previamente. Y asumir que su unidad está inscrita en su misma estructura supone caer en el enfoque mecanicista que se ha demostrado erróneo; c) por último, ya que su identidad germina histórico-culturalmente, las clases sociales siempre están atravesadas por otros vectores: idiomáticos, nacionales, raciales, sexuales, de género, etc. Una clase social siempre es mucho más que una clase social.

Ahora bien, en coherencia, tan reduccionista es subordinar las distintas morfologías socioculturales a la economía, como desconectar las formas culturales e ideológicas de los dispositivos y marcos económicos. Si el primer caso nos conduce al necesitarismo economicista, el segundo nos arrastra al voluntarismo idealista. Las consecuencias políticas de ambos son nefastas. En el primero de los casos, por menospreciar la función conformadora de la ideología en la construcción de hegemonía (de las tradiciones y costumbres de una nación o pueblo, de los relatos y mitos legitimadores en un determinado contexto histórico-cultural, etc.). Bajo esta óptica, se ignora que las soluciones a los problemas económicos no son sólo económicas, porque estos tampoco lo son. Si de la estructura de clase se sigue la conciencia de clase, ¿para qué entretenerse más de lo necesario con discursos?, se concebirá desde tales coordenadas. En el segundo, por desanudar los elementos ideológicos de los procesos y mecanismos vertebradores de valorización de capital y concentración de riqueza. Descuidados los nexos existentes entre ambos planos, las batallas culturales aparecen girando en el vacío, flotando en el aire. Como el Motor Inmóvil de Aristóteles, su único objeto de pensamiento es el pensamiento mismo.

Se colige, por todos los argumentos expuestos, que las oposiciones binarias dicotómicas establecidas entre lo material y lo simbólico, lo económico y lo cultural, o lo basal y lo superestructural, deben ser deconstruidas. Entre sus polos conceptuales no obran necesariamente disyunciones exclusivas, sino que, más bien -por expresarlo provocadoramente con la jerga de Deleuze y Guattari-, se dan ntesis disyuntivas entre los elementos que comprenden y que de estas se liberan. De este modo, los esquemas sustancialistas que diferencian la centralidad del trabajo de los márgenes de la reivindicación cultural, o que sugieren que las políticas de redistribucióeconómica y las del reconocimiento son externas las unas a las otras, se desploman teóricamente.

Es cierto que desde los años 80, cualquier proyecto de socialización de los medios de producción o de redistribución de la riqueza ha sido atacado o socavado bajo el dominio neoliberal y conservador, cuando no directamente orillado por las izquierdas históricas. En este contexto, la necesaria ampliación e interpenetracióde los valores igualitarios surgidos al calor de las luchas de clases, en los conflictos laborales, con el resto de luchas emancipatorias (feministas, antirracistas, postcoloniales, ecologistas, etc.), que no pueden reducirse a las primeras, se ha visto mayoritariamente truncada. Así, en vez de haberse enriquecido de forma mutua y articulado internamente, estas se han desagregado. Esto explica cómo en las últimas décadas el pensamiento emancipador ha pendulado del economicismo una suerte de culturalismo que encuentra su acomodo en el ámbito neoliberal. Es lo que la autora feminista Nancy Fraser ha denominado neoliberalismo progresista[10].

Pero la constatación de esta situación no puede llevar aparejada una vuelta al reduccionismo economicista, disfrazada de retorno a lo material. La batalla ideológica no es suficiente para transformar la contradictoria realidad, pero es condición necesaria para conjugar los diversos frentes de lucha colectiva. Y, desde una orientación materialista, parece evidente que las contradicciones (de clase, género, raza, etc.) no se pueden ordenar o jerarquizar en abstracto, sino en su coyuntura histórico-política.

La actual, hegemonizada por un neoliberalismo que ofrece cada vez más síntomas de autoritarismo e intensifica las pasiones tristes (temor, odio, resentimiento), no es especialmente halagüeña. Considerar en estas circunstancias que las condiciones económicas de vida no están mediadas simbólicamente, o ignorar que la construcción de sentido común es en sí misma fuerza material, no son únicamente errores teóricos que pueden avivar el debate. Es que sus repercusiones políticas son catastróficas. ¿Seguiremos alimentando la “herejía fundamentala la que aludía Polanyi?

Juan Ponte González es responsable de Acción Política de IU Asturias y miembro de la Sociedad Asturiana de Filosofía y de la Fundación de Investigaciones Marxistas.

Notas

[1] Deleuze, G y Guattari, F., (1973). El AntiEdipo. Capitalismo y EsquizofreniaBarcelona: Barral Editores.

[2] Polanyi, K., (2018). Nuestra obsoleta mentalidad de mercadoBarcelona: Virus Editorial. Versión original: “Our Obsolete Market Mentality”, en Commentary, vol. 3, nº2, 1947, pp. 109-117.

[3] Srnicek, N., (2018). Capitalismo de Plataformas. Buenos Aires: Caja Negra Editora.

[4] Grosz, E., (2017) . The Incorporeal. Ontology, Ethics, and the Limits of Materialism. New York: Columbia University Press.

[5] Hernández, E. (2918, 14 de septiembre). El Vox de la izquierda (y el regreso de los viejos partidos). El Confidencial.Recuperado de https://blogs.elconfidencial.com/espana/postpolitica/2018-09-14/vox-izquierda-monereo-anguita-partidos-viejos_1615706/

[6] Lenore, V., (2018). Espectros de la movida. Por qué odiar los años 80, Madrid: Ediciones Akal.

[7] Malet, J-B., (2013). En los dominios de Amazon, Relato de un infiltradoMadrid: Trama Editorial.

[8] Marx, K., (2007) Elementos fundamentales para la crítica de la economía política1857-1858 (Grundrisse). México: Siglo XXI

[9] Hall, S., (2017). Estudios Culturales 1983. Una historia teoréticaBuenos Aires: Editorial Paidós. Recomendamos la lectura de las ocho conferencias que contiene esta obra para enriquecer la crítica al reduccionismo economicista presente en determinadas corrientes marxistas.

[10] En relación con las distintas olas del feminismo, cf. Fraser, N., (2015). Fortunas del FeminismoQuito: Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador.

Fotografía de Álvaro Minguito.