El retorno del Rey. ¿Es posible un resurgir monárquico en Europa?

Un enorme estandarte, el que fue suyo, cubre el ataúd del anciano monarca; y sobre él, una sencilla corona de flores blancas y un cojín que sustenta una corona. Militares de gala lo transportan a hombros hacia la catedral, donde será inhumado tras la misa más solemne. Es vasta la muchedumbre apretujada en las orillas de las grandes avenidas por las que discurre el cortejo; ya lo ha sido antes —tres decenas de miles de súbditos dolientes— la que ha acudido a la plaza capitalina que ha hecho las veces de capilla ardiente. Hay sobrecogimiento, alguna llantina, compungidos vivas al rey. Jefes de Estado y de Gobierno de todo el mundo han venido, y entre ellos, toda la realeza europea, prietas como siempre las filas en el último adiós a uno de los suyos. Y todo pareciera hacer parte de un orden vetusto y asentado; de una tradición de hondísimos raigones que repitiera por vez enésima una dramaturgia memorizada. Tal parecería, desde luego, a un observador ignorante; a uno de esos extraterrestres desinformados de los que en ocasiones fantaseamos que vinieran a presenciar nuestras cosas como antropólogos siderales. Pero son engañosas esas apariencias. En nada son normales estas exequias de Estado, porque no lo es en absoluto que una República se las rinda a un monarca. Es Rumanía el país; es Miguel I Hohenzollern el rey finado, pero el rey Mihai no reina desde 1947, cuando la recién proclamada república popular lo envió al exilio.

Conocemos por la historia monarquías precarias, cercadas por un auge republicano; y cierta fe testaruda en el progreso lineal nos hace entender que en ese trance han de verse todas las monarquías más tarde o más temprano. La Rumanía contemporánea demuestra en cambio, en este tiempo líquido que ha ido disolviendo toda añeja certidumbre política, la posibilidad abracadabrante de lo contrario; de una República frágil a fuer de desprestigiada en la que la añoranza monárquica gana enteros y ha llegado a plantearse la posibilidad (la planteó un primer ministro socialdemócrata, Victor Ponta) de un referéndum que los Hohenzollern tendrían muchos visos de ganar[1]. No hay muchos entusiastas del statu quo en una nación cuyos destinos rige una de las clases políticas más corruptas de Europa; y sí los hay en cambio de una Casa Real que, desde que se la permitiera regresar al país en 1997 (recuperando, además, varias propiedades y el derecho, para Mihai, de utilizar el título de rey), ha ido trabajándose un aura de sobriedad y compromiso con iniciativas de carácter social. La maiestas germánica del rey Miguel acabó representando para los hastiados rumanos un islote de insólita virtud en medio de un marasmo de chorizos sin cuento; y su fallecimiento en 2017 no arruinó en absoluto las posibilidades del retorno monárquico. Mientras estas líneas se escriben, el plebiscito que pueda entronizar a su hija Margarita sigue siendo una posibilidad no descabellada[2]. De hecho, parecen ir dándose pasos en esa dirección. En septiembre de 2019, el Banco Nacional puso en circulación una nueva moneda de cincuenta bani decorada con un retrato del rey Fernando I y la inscripción «Unificador». Es la primera vez que un soberano Hohenzollern aparece en una moneda rumana desde 1947.

Pero no es sólo Rumanía. Un fantasma monárquico recorre todo el Este poscomunista. Las trazas de su presencia son sutiles, tenues, pero evidentes para el ojo atento. La más simple y clara es la remonarquización de los escudos de armas de varias naciones tras el colapso del socialismo. El emblema húngaro recuperó la Santa Corona; Serbia restauró también un antiguo escudo coronado y abrigado por un manto real de púrpura, guarnecido de oro y forrado de armiño; y Polonia restituyó a su vez la corona que el comunismo había retirado de la testa de su Águila Blanca. Más aún, cuando acuñó billetes nuevos de złoty —que en época comunista representaban a héroes transversales de la polonidad como Nicolás Copérnico, Frédéric Chopin, Marie Curie, Tadeusz Kościuszko, Józef Bem o Jarosław Dąbrowski—, decidió retratar en ellos a cinco soberanos medievales: Miecislao I, Boleslao I el Bravo, Casimiro III el Grande, Vladislao II Jagellón y Segismundo I el Viejo. Y ello sucedía mientras ocurrían cosas como una obsesiva restauración de castillos por todas partes, apreciable también en todas las naciones del Este y acometida en Polonia por promotores inmobiliarios como Jacek Nazarko, que en declaraciones para un reportaje de Fox News se manifestaba orgulloso de rehabilitar los restos de «cuando Polonia era conocida en Europa; cuando importaba»[3].

Polonia es, al igual que Rumanía, un país desencantado con su propio presente y un establishment desacreditado por el desvelamiento de gruesas tramas de corrupción como el caso Rywin, así como, de modo más general, por el incumplimiento flagrante de los mejores ideales del movimiento democrático de los años ochenta, lo que ha redundado en récords de abstencionismo electoral y fertiliza el terreno para lo que el justamente polaco Zygmunt Bauman llamara retrotopía, un «anhelo de rectificación de los defectos de la actual situación humana» que, en lugar de orientar sus miras hacia un futuro en cuyas promesas ya nadie cree, las traslada a «los malogrados y olvidados potenciales del pasado»[4]. De un pasado remoto en ocasiones, como es el caso en Polonia, lo poco halagüeño de cuya historia contemporánea conduce de algún modo a renunciar hasta a los héroes decimonónicos, impulsores al fin y al cabo de Polonias fracasadas, y a refugiar el orgullo nacional en la añoranza de la Polonia medieval y de la primera modernidad: un reino extenso y pujante que imponía su ley en la región, derrotaba a los teutones y a los turcos y acogía un Renacimiento cultural propio bajo los auspicios de la fe verdadera. Si en Polonia no ha germinado un neomonarquismo a la rumana, es, sencillamente, porque no hay a quien coronar, toda vez que el trono varsoviano lleva desocupado, no siete décadas, sino más de dos siglos. En cualquier caso, el anhelo de una figura mayestática erguida en faro de la virtud se hace evidente allá en una veneración concreta: la que despierta el papa polaco Juan Pablo II, y que trasciende con muchísimo lo religioso.

Las habas retrotópicas se cuecen hoy, por lo demás, en todas partes. Vivimos tiempos extraños de los que hay quien viene advirtiendo que nos hacen habitantes incipientes de una nueva Edad Media; de un retorno de lo medieval que se despliega en formas diversísimas que van de lo político a lo mental, y que a juicio de Alain Minc formulado en 1994 tiene mucho que ver con el colapso del comunismo:

Es evidente que no todo tiene su origen en la caída del comunismo, pero todo está relacionado con ella. Tanto es así que la onda expansiva de su hundimiento no tiene parangón quizá desde la desaparición del Imperio romano. En comparación con el hundimiento comunista, el final del Imperio otomano, el desmembramiento de Austria-Hungría o el aplastamiento de las tentativas imperialistas alemanas parecen simples acontecimientos de orden menor. Y es que, dado que se consideraba a sí mismo como un imperio mundial, el soviético había conseguido condicionar a todo el mundo. Algo evidente no sólo en el interior de sus fronteras y en su órbita de influencia, sino también entre sus enemigos, cuyo futuro condicionaba, ya fuese como chivo expiatorio o como amenaza, como fantasma o como aliado. Nunca imperio alguno consiguió una hazaña parecida, ni siquiera Roma, a la que los pueblos bárbaros podían ignorar ampliamente. En cambio, del seísmo de la muerte del comunismo nadie sale indemne. El poscomunismo no se resume ni en el triunfo incontestable de la economía de mercado ni en la venganza de las naciones occidentales ni en un hipotético imperium americano. De su caída no se desprende ninguna consecuencia dominante y excluyente. Todas son verdaderas y todas son falsas. Es esta incapacidad para descubrir el principio fundador del mundo poscomunista la que, de alguna manera, nos conduce a una nueva Edad Media[5].

El juego de rastrear y de enumerar neomedievalismos contemporáneos llega a ser muy entretenido. Una nueva querella de las investiduras como la que en aquel tiempo enfrentaba a partidarios del poder papal y los terrenales, en cuyo fragor no se discute tanto cómo se manda sino quién, y cuyos güelfos y gibelinos serían hoy los globalistas y los soberanistas o, en el Este, los proeuropeos y los prorrusos. Milenarismos que nos auguran tanto el fin de la humanidad como su redención (y entre estos últimos, el transhumanismo, el dataísmo y demás disparatadas utopías algorítmicas que hacen furor en Silicon Valley) y, aparejado a los primeros, un contemptus mundi, un desprecio del mundo, manifestado, como durante y después de la Peste Negra, en una caída dramática de la natalidad resultarse de preguntarse para qué traer hijos a un mundo como éste. Un florecimiento de las teorías de la conspiración que recuerda a las monomanías antisemitas de aquel tiempo que atribuía las pestes a los judíos que envenenaban las fuentes. El hecho de que —como escribe Joseba Gabilondo— «hoy la mayor parte de la humanidad vive en Estados-nación, pero son las fronteras y las zonas de contacto las que definen la economía, la política y la historia», y «no estamos dentro de nada (un Estado-nación, una provincia, una casa) sino siempre en la frontera de algo»[6]. La religiosidad latente en las dietas y las ascesis atléticas tan características de este tiempo que hace de los gimnasios su templo, buscando en ellos el éxtasis anacoreta, no ya de la comunión con Dios, sino con un canon irreal de belleza cuyos santos serían las celebrities cinematográficas y deportivas. Un parecernos al campesinado del que M. I. Finley describía que cuanto más libre era, tanto más precaria era su situación social, y para el que, como resume Carlos Astarita, «sin pasado y sin futuro, su vida era un presente atropellado»[7]. Un caracterizarse nuestras revueltas —y volvemos a citar a Astarita— por un «maximalismo político sin política»; por el sueño vago de una Jerusalén celeste de «una turba ciega que, en su mayor parte, no sabía qué demandar»[8]. Etcétera.

Fenómenos aparentemente banales, como el cierto declive de la ciencia-ficción en masivo beneficio de la fantasía medieval o medievalizante nos hablan asimismo de esa reviviscencia: pensemos en El señor de los anillos, Juego de tronos o incluso Harry Potter, «un medievalismo general que ha sido filtrado a través del medievalismo peculiar de la época victoriana decimonónica, en lo que es un medievalismo de segundo grado» en palabras del ya citado Joseba Gabilondo[9]. De esa medievofilia en auge, la nostalgia monárquica todavía no hace parte explícita, pero bien podría hacerla en el largo plazo. Bien podrían existir ya, de hecho, expresiones tempranas, balbucientes, de la misma palpitando y desarrollándose en lugares insospechados. Mucho debería hacernos reflexionar, por ejemplo, de la popularidad de Juego de tronos la que desde el primer momento amasó el personaje de Daenerys Targaryen, y que ya era preocupante antes de que la adorada Khaleesi perdiera el juicio al final de la serie: era la inquietante fascinación por una reina conquistadora decidida a arrasar con fuego de dragones un mundo de discordias y divisiones, y no es descabellado ver en ello un ansia de lo Uno en el mundo de lo Múltiple como la que en la Europa de entresiglos terminó como conocemos; el ansia de los cirujanos de hierro y los «matadores de serpientes» por el estruendo de cuyo advenimiento suspiraba Nietzsche.

La idea monárquica ofrece alicientes de los que un mundo futuro que agrave o profundice tendencias incipientes del presente puede llegar a generar no pocos prosélitos, que hagan por encarnar aquélla, ya en reyes parientes o descendientes de los monarcas y pretendientes actuales, ya en plebeyos carismáticos como los que la historia ha coronado muchas veces: la casa real sueca actual, los Bernadotte, desciende de un general de Napoleón que siempre se bañaba vestido, e incluso se negaba a ser auscultado por los médicos, para que nadie viera un tatuaje de juventud que decía «muerte a los reyes»; y en la España del siglo XIX llegó a ser vasta la reivindicación popular de coronar al idolatrado Baldomero Espartero, quien, si no llegó a rey —y pudo serlo durante el Sexenio Revolucionario, recién destronada la odiada Isabel II—, fue porque se negó a serlo[10]. Pueden esos monarcas ser para el porvenir lo permanente, lo estable, lo predecible en una sociedad líquida, brutalmente heraclítea, en la que todo fluye, nada permanece y la vida es una vorágine de cotidianas sorpresas; pueden beneficiarse de una imagen de neutralidad que las monarquías supervivientes cultivan con mucho éxito por falaz que sea en realidad, y a la que torna atractiva un hartazgo creciente de época hacia lo partidista, lo interesado, lo divisorio, lo maquiavélico. Y puede hacer, también, prosélitos neomonárquicos el oropel auténtico, la genuina fastuosidad con que la Monarquía sabe envolverse cuando lo necesita; y de los que es vivo el contraste con lo que William Morris llamara la era del sucedáneo y a lo que Jesús Ibáñez se refiriera así en Por una sociología de la vida cotidiana:

Todos los productos de la sociedad de consumo tienen una estructura de señuelo: imitación de la forma exterior —superficial— de un producto original, con un contenido —profundo— que nada tiene que ver con él. ¿Qué tiene que ver con la naranja un «refresco de naranja» —aun «tal cual» sin burbujas—? Lo mismo pasa con los plásticos: planchas en cuya superficie se pintan —para mobiliario y decoración— exageradas vetas de madera, láminas flexibles en cuya superficie se graban rotundas escamas de cocodrilo, fibras que imitan la textura del algodón —poliésteres— o de la lana —acrílicas—… Son signos. La carne que compramos lleva inyectada agua —cuando está entera—, está mezclada con patata o «proteína texturizada de soja» —cuando está picada y embutida— (solo es carne en el aspecto exterior, superficialmente). Vivimos en casas que solo tienen de piedra o de ladrillo finas capas superficiales: el parqué de nuestros suelos o la madera de nuestros muebles son delgadas capas que recubren un fondo amorfo. Todos somos, todos los días, cazados[11].

El ansia contemporánea por lo Uno, claro está, bien pueden satisfacerla nuevos fascismos como los que ya insurgen por todas partes en lugar de propuestas monárquicas propiamente dichas, siquiera absolutistas; aunque conviene recordar que el fascismo no es, no lo ha sido, incompatible con la Monarquía: Mussolini convivió con Víctor Manuel III y Franco fue un sultán mucho más que un Führer. Por otro lado, hay muchas monarquías posibles, y en el mundo son monarquías tanto las naciones socialmente más avanzadas —las escandinavas y Canadá— como los despotismos más aberrantes: los del Golfo y el súmum del dislate que es la monarquía comunista norcoreana, que viene a demostrar que no hay cosmovisión ideológica que no sea susceptible de engendrar una versión monárquica de sí misma. Incluso monarquías ácratas es capaz de imaginar ya la posmodernidad. En Estados Unidos, hoy, la revista Jacobite agrupa a la facción NRx (neorreaccionaria) de la alt-right de allá, también conocida como La Ilustración oscura por el título de un libro así titulado publicado por uno de ellos, Nick Land, y que se presenta como un magma desconcertante —una diarrea neorrea— de monarquía, libertarianismo y un rechazo de la democracia que el neoliberalismo contemporáneo tiene cada vez menos empacho en enunciar explícitamente. Hoy se publican libros como el Contra la democracia de Jason Brennan, un exitosísimo manifiesto publicado en español por el instituto liberal Juan de Mariana. Y los neorreas abogan por una suerte de monarquismo minárquico o minarquía monárquica cuyas aspiraciones se cifran en un rey sin poderes efectivos que lo sea de un night-watchman state, un limitadísimo «Estado vigilante nocturno» que detente como únicas funciones la protección militar y policial de sus ciudadanos y velar por el cumplimiento de los contratos privados. De nuevo, nada que en la historia no haya sucedido ya. Hubo reyes así en la Edad Media: figuras meramente ceremoniosas; reyes que no reinaban y fungían como clavo del abanico de un orden feudal en el que el mando efectivo correspondía a los aristócratas. Hoy existe por cierto —y es otra resurrección de lo medieval— una aristocracia neofeudal, que Javier Echeverría llama de los señores del aire por oposición a los de la tierra del viejo feudalismo, formada por las grandes multinacionales; monstruos como Google o Amazon cuyo poder sortea, trasciende y supedita a la menguante jurisdicción de los Estados[12].

De pocas y estrambóticas gentes hablamos todavía cuando hablamos de los neomonárquicos, fuera de la Rumanía del rey Mihai y, si acaso, de los neomonárquicos brasileños, uno de los apoyos parlamentarios de Jair Bolsonaro. Pero ningún movimiento de masas empezó siéndolo, y de todos ha sido siempre el poco prometedor inicio un minúsculo cenáculo de conspiradores. Como dijera Alejandro Lerroux en un famoso discurso, «la semilla más menuda prende en la grieta del granito, echa raíces, crece, hiende la peña, rasga la montaña, derrumba el castillo secular… triunfa». Todo lo grande fue pequeño un día, y conviene que los republicanos permanezcamos atentos a estos devenires y, sobre todo, que no demos jamás nada por sentado. La historia no avanza siempre hacia delante y el futuro no pertenece de suyo a la República. No serán eternas necesariamente las existentes; no necesariamente se proclamarán las soñadas. El regreso de la Monarquía no es más quimérico hoy que lo que lo era la proclamación de la República en 1788; y los republicanos debemos asimilar una serie de lecciones incómodas pero ciertas: singularmente, que la Monarquía no es indefendible y que siempre la mejor República será mejor que la mejor Monarquía, pero ésta no es necesariamente peor que la peor República.

De la Monarquía, sólo se conjurará su regreso o se podrá aspirar a su derribo si no se les niegan el pan y la sal intelectuales a los monárquicos y se entiende que no ganará adeptos la República vendiéndose simplemente como una Jefatura de Estado electiva; y no los ganará, desde luego, en este mundo cada vez más ahíto de votarlo todo pero no votar nada en realidad. La República debe erguirse como un orden moral además de político; y ha de ser capaz de replicar las fortalezas de la Monarquía —su gravedad y sus fastos— asimilándolas de algún modo sin traicionar su esencia y, más aún, ofreciendo una versión mejorada de ellas, tal como Francia hizo urdiendo una grandeur republicana vertebrada por esplendentes liturgias cívicas y suntuosidades elíseas; por un ahuecar la voz y como cuadrarse un poquito cuando se dice «la République».

El ser humano necesita rituales que lo hagan sentirse parte de una comunidad de trascendencia; de algo más grande que él mismo; un haz de certidumbres que anclen su existencia o la encaucen, lo que no es incompatible con un orden democrático. La libertad democrática no es un desanclaje del ancla de la tiranía, sino ella misma un ancla de maroma larga —consensuadamente larga— en lugar de estrecha —impuestamente estrecha— a fin de permitir el movimiento, pero también de hurtarnos la angustia de flotar sin rumbo en el éter. Es la gravedad: mantiene nuestros pies en el suelo sin impedirnos sentarnos, andar, correr o saltar según sea nuestro deseo. Y la ausencia de gravedad puede ser muy divertida como juego controlado, pero una pesadilla si deviene permanente e involuntaria, y hacernos aferrarnos a cualquier propuesta de regresar al suelo, aunque sea para encadenarnos a él.

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] El Diario (20 de octubre de 2014): «El primer ministro rumano a favor de un referendo sobre la restitución de la monarquía», eldiario.es. Recuperado de: https://www.eldiario.es/politica/ministro-rumano-referendo-restitucion-monarquia_0_315669282.html

[2] Bianchi, Martín (5 de septiembre de 2019): «Margarita, la prima del rey Felipe que podría “reinar” en Rumanía», ¡Hola! Recuperado de: https://www.hola.com/realeza/casa_espanola/20190905148695/margarita-rumania-rey-felipe/

[3] Fox News (25 de abril de 2011): «Nostalgic Poles rebuild medieval castles», Fox News. Recuperado de: https://www.foxnews.com/world/nostalgic-poles-rebuild-medieval-castles

[4] Bauman, Zygmunt (2017): Retrotopía, Barcelona: Paidós, contraportada.

[5] Minc, Alain (1994): La nueva Edad Media, Madrid: Temas de Hoy, pp. 10-11.

[6] Gabilondo, Joseba (2019): Globalizaciones: la nueva Edad Media y el retorno de la diferencia, Madrid: Siglo XXI, pp. 95 y 97.

[7] Astarita, Carlos (2019): Revolución en el burgo: movimientos comunales en la Edad Media. España y Europa, Madrid: Akal.

[8] Ibídem.

[9] Joseba Gabilondo: o. cit., p. 25, n. 1.

[10] Cf. Shubert, Adrien (2018): Espartero, el Pacificador, Barcelona: Galaxia Gutenberg.

[11] Ibáñez, Jesús (1994): Por una sociología de la vida cotidiana, Madrid: Siglo XXI, p. 19.

[12] Javier Echeverría ha desarrollado esta idea en varios libros. Una larga entrevista-resumen en Pablo Batalla Cueto: «Javier Echeverría: “Vivimos en un nuevo feudalismo, pero no de la tierra, sino del aire”», El Cuaderno, 18 de diciembre de 2017 [en línea], https://elcuadernodigital.com/2017/12/18/javier-echeverria-vivimos-en-un-nuevo-feudalismo-pero-no-de-la-tierra-sino-del-aire/ [Consulta: 11-2-2020].