En el gobierno y en la calle: los ministros comunistas en la historia de España

La incorporación de dos comunistas al actual gobierno de coalición ha motivado, en proporciones variables, sensación de novedad, interés y expectación en el lado izquierdo del espectro político. A estribor, como es de imaginar, predominan las evocaciones del apocalipsis. La derecha que tiene España escriturada a su nombre desde hace diez generaciones sobrelleva mal los intervalos temporales de cesantía en la gerencia, especialmente cuando los interinos no saben llevar un chaleco de caza con distinción.

La presencia de dos ministros comunistas plantea una situación extremadamente original: la aplastante mayoría de la ciudadanía viva nunca ha conocido algo similar a nivel estatal –hasta ahora, las experiencias de gobiernos plurales de izquierda no habían rebasado los ámbitos local y autonómico– en un sistema político que hasta no hace mucho se caracterizaba por un turnismo tan acompasado y preciso como el tic-tac de un reloj. Me atrevería a decir que el acontecimiento ha suscitado un cierto vértigo entre la propia base del PCE y sus aledaños, interpelada por primera vez a ser progubernamental. El temor a una posible acomodación o al decaimiento de objetivos programáticos irrenunciables es consustancial a un imaginario habituado a una división de funciones en que la gestión de lo estatal le compete a la socialdemocracia y la movilización en la calle, a su izquierda. Para unos, el BOE; para otros, la pancarta. Como si ambas cosas fuesen incompatibles.

Que la situación sea novedosa no significa que sea inédita. Hubo un tiempo en la España del siglo XX en que hubo ministros comunistas. En contextos muy distintos, lógicamente, pero que no está de más revisitar. Vaya de antemano que no es exacta la afirmación de que los actuales ministros comunistas solo hayan tenido como predecesores a Vicente Uribe Galdeano, en Agricultura, y a Jesús Hernández Tomás, en Instrucción Pública durante el periodo de la guerra de España. Hubo otros. Josep Moix, del Partit Socialista Unificat de Catalunya (PSUC), ocupó el cargo de ministro de Trabajo entre agosto de 1938 y febrero de 1939, bajo la presidencia de Juan Negrín. Santiago Carrillo fue designado en 1946 ministro sin cartera en el gobierno de la República encabezado por el socialista Rodolfo Llopis. Le sucedió Vicente Uribe, si bien su paso por Economía fue fugaz: el gabinete, surgido para aglutinar a la oposición republicana en el exilio cuando aún se creía posible la ayuda aliada para derribar a Franco, se deshizo en 1947 bajo las primeras rachas anunciadoras de una guerra fría que acabaría proporcionando a la dictadura el oxígeno que precisaba para perpetuarse.

Moix, Carrillo y el último Uribe ocuparon carteras prácticamente virtuales por razones de cuota, ministerios con un carácter más simbólico que efectivo. En el primer caso, debido al avanzado proceso de colapso de la República; en los otros, al carecer de territorio sobre el que ejercer autoridad alguna. Es por ello que, a la hora de considerar la huella dejada por la presencia de ministros comunistas con un ejercicio de poder efectivo, haya que acudir a las figuras de Vicente Uribe y Jesús Hernández, incorporados ambos el 4 de septiembre de 1936 al gabinete presidido por el socialista Francisco Largo Caballero.

La República en guerra

Cuando Largo Caballero se hizo cargo del gobierno, la situación de la República era dramática. Víctima de la sublevación de buena parte de su ejército como punta de lanza de una coalición reaccionaria alimentada desde tiempo atrás por monárquicos; fragilizada por la pérdida de sus aparatos de control y por el subsiguiente estallido de la revolución social; atomizada en un red dispersa de poderes concurrentes de carácter local; sujeto de una no declarada agresión extranjera ante la pasividad, primero, y la inoperancia culposa, después, de un sedicente Comité de No Intervención que le negaba los privilegios de adquisición de medios de defensa propios de un estado soberano miembro de la Sociedad de Naciones.

Los comunistas españoles llegaron al gobierno infringiendo una de las directrices básicas que la Comintern (Internacional Comunista) había impartido a sus secciones nacionales cuando formuló la estrategia de frentes populares en su VII Congreso de 1935: a los gobiernos de coalición antifascista, donde surgieran, se les apoyaría desde fuera, pero no se entraría en ellos. Dicho de nuevo en términos simples, para los republicanos de izquierda y los socialistas serían los despachos; para los comunistas, la calle. Necesidad geoestratégica obligaba: Stalin estaba interesado en la consolidación de un sistema europeo de alianzas para contener a la Alemania nazi y no convenía asustar a las posibles parejas de baile, las potencias capitalistas occidentales, con el espectro de un gobierno con participación comunista precursor de una revolución bolchevique. Pero la situación en España era mucho más dinámica de lo que podía prever la rígida política cominteriana, tan distante en aquellos momentos. No sería la primera vez a lo largo de la guerra en que los comunistas españoles, contrariando el estereotipo tan difundido por la literatura adversa, pensasen con su propia cabeza y recibieran el nihil obstat de Moscú a posteriori.

La lectura comunista de la guerra de España fue protocolizada por Palmiro Togliatti, miembro del Secretariado de la IC que acabaría por desplazarse a Valencia y Barcelona en 1937 para seguir su evolución sobre el terreno. Lo que se ventilaba en España no era una reedición de la revolución de octubre ni la implantación del comunismo libertario. Era, por contra, la culminación de la revolución democrático-burguesa que las propias clases directoras del país habían sido incapaces de completar desde el siglo XIX. La sublevación reaccionaria había brindado la ocasión para la consolidación de una democracia de nuevo tipo despojada de los vestigios feudales, de la vieja oligarquía terrateniente y de la influencia clerical, pero aún no había sonado la hora de la revolución socialista. Era preciso ensanchar la base de la República para hacer frente a la amenaza fascista. Y, para ello, a un estado totalitario en embrión, con un ejército dotado de unidades de élite y pertrechado por el Eje era preciso oponerle un poder centralizado, un ejército popular con mando único y una potente industria militar. En la guerra, había que conducirse como en la guerra.

Los ministros comunistas en el primer gobierno de Juan Negrín. Revista Mundo Gráfico, 26 de mayo de 1937.

La participación comunista en el primer gobierno de coalición antifascista apeló a dos hombres procedentes del comunismo vizcaíno, Vicente Uribe Galdeano y Jesús Hernández Tomás, que tenían en común ser casi coetáneos (34 y 29 años, respectivamente), autodidactas y pertenecientes a las primeras promociones de alumnos de la Escuela Leninista de Moscú, pero cuyo carácter personal era muy distinto: hosco y forjado en la brega sindical, el uno; expansivo y lanzado a la acción, el otro.

La política agraria de Vicente Uribe

Uribe hubo de enfrentarse, de entrada, a una situación crítica, la del abastecimiento de víveres a la población de las grandes ciudades que habían permanecido leales a la República contando con que la mayor parte de las regiones cerealistas, ganaderas y lecheras había pasado a control de los rebeldes, a lo que habría que añadir, como ha recordado el profesor Ricardo Robledo, especialista en historia agraria, el caos y la volatilización de las reservas acumuladas durante décadas por efecto de la nueva redistribución del poder y la propiedad a nivel local. En el plano de las transacciones, el desbarajuste monetario, la emisión de moneda fiduciaria local, la progresiva desaparición de la metálica y la reinyección deliberada en la zona republicana de “dinero rojo” incautado por los facciosos provocó una hiperinflación que potenció la aparición del mercado negro.

Para hacer frente a esta situación, Uribe se rodeó de especialistas en el ramo de abastos y de técnicos del Instituto de Reforma Agraria. Las principales aportaciones del departamento de Uribe fueron los decretos de expropiación de la tierra de propietarios adeptos a la sublevación y su entrega a los campesinos (7 de octubre de 1936); de registro y legalización de las colectividades (8 de junio de 1937); y de creación de cooperativas agrícolas (27 de agosto de 1937). En julio de este último año impulsó la creación de la Dirección General de Abastecimientos, un organismo encargado de la distribución de víveres a la población civil que introdujo el racionamiento y los precios tasados para los artículos básicos.

El decreto de expropiación del 7 de octubre se propuso castigar a los propietarios sumados a la rebelión, entre los que se contaba la oligarquía latifundista. Durante todo el periodo de la guerra –Uribe conservó el ministerio hasta la caída del gobierno Negrín el 5 de marzo de 1939– el total de tierras expropiadas sobrepasó los 7.000.000 de hectáreas. Para reducirlo a una escala apreciable, el equivalente a 8,7 veces la extensión de la Comunidad de Madrid o el 80,5% de la superficie de Andalucía. La de Uribe fue la tercera de las grandes reformas agrarias del siglo XX, en promedio de superficie útil afectada, tras las de Rusia y China.

El Ministerio de Agricultura asumió el fenómeno de las colectividades surgidas de la revolución social del verano de 1936, pero obligando a sus comités rectores a pasar por ventanilla para legalizarlas. Frente a lo que sostiene un cierto lugar común, el PCE no era hostil por definición a la colectivización, si bien el hecho de conocer los costes del proceso en Rusia, primer bajo el comunismo de guerra y luego bajo el mandato de Stalin debió determinar su apoyo a los pequeños campesinos y aparceros para que cultivaran la tierra colectiva o individualmente, sin imposición. En última instancia, y a ello contribuyó también la apuesta por las cooperativas de productores, lo que se buscaba era mantener el flujo del abastecimiento de víveres desde la retaguardia a los mercados urbanos y fomentar la adhesión del pequeño campesinado a la República mediante el acceso a la propiedad de la tierra, al estilo jacobinos.

La revolución cultural de Jesús Hernández

Jesús Hernández ocupó el ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes, responsabilidad que vio ampliada en el primer gabinete Negrín (17 de mayo de 1937) con la responsabilidad de Sanidad y en las que cesó en abril de 1938. Hernández, que abandonó la escuela a los siete años y que a los doce fue elegido por sus compañeros del gremio de constructores de carruajes para representarlos sindicalmente, había sido un activista en su convulsa juventud y de ella heredó su infatigable vocación propagandística. Estaba imbuido de la idea de que la difusión de la cultura respondía a una razón estructural –la abolición del analfabetismo, cuyo promedio alcanzaba el 40% de la población– y a una emergencia del momento: la necesidad de galvanizar la resistencia antifascista proporcionando al frente y a la retaguardia unos elementos de movilización tomados del repertorio del imaginario nacional-radical-popular aquilatado en el republicanismo y el movimiento obrero de entresiglos.

La base del pueblo antifascista, en aplicación por Hernández de la política del PCE, estaba constituida por la clase trabajadora, compuesta de obreros y campesinos, los intelectuales y la pequeña burguesía no enfeudada a la oligarquía; y su expresión era el Ejército Popular, defensor de la independencia nacional frente a la agresión del fascismo internacional y de sus lacayos nativos. La educación popular debía ser el elemento que dotase de consciencia a ese pueblo republicano, defensor de una herencia cultural puesta desde ahora a su servicio, frente a la barbarie de los sublevados, sedicentes defensores de la patria que no dudaban en destruir su patrimonio histórico. La imagen dual quedó gráficamente representada en la salvación de los tesoros del palacio de Liria llevada a cabo por las Milicias de la Cultura mientras su propietario, el duque de Alba, conspiraba en Londres para favorecer los intereses de los insurrectos que lo bombardearon.

En esta labor, Hernández contó con la incorporación al Partido Comunista o a su órbita de un destacado plantel de intelectuales, artistas y escritores. El catedrático Wenceslao Roces, traductor de las obras de Marx y Engels al castellano, fue su subsecretario; Josep Renau, a la cabeza de la Dirección General de Bellas Artes, instó a la Junta de Protección e incautación del Tesoro Artístico Nacional a evacuar los cuadros emblemáticos del Museo del Prado amenazado por los bombardeos rebeldes. A él se debe también la organización del pabellón español en la Exposición Internacional de París en 1937 y el encargo a Picasso del Guernica, gestionado por el escritor y presidente del Consejo del Teatro, Max Aub, socialista afín al doctor Negrín. La exposición universal, junto a la celebración de II Congreso Internacional de Escritores para la Defensa de la Cultura celebrado entre el 4 y el 17 de julio de 1937, cuyas sedes españolas fueron Valencia, Madrid y Barcelona, contribuyó a dar a conocer al mundo la situación de un país, miembro de la Sociedad de Naciones, que estaba siendo agredido por una guerra no declarada ante la pasividad culposa de las potencias democráticas.

En el ámbito educativo, El Ministerio de Instrucción Pública creó los Institutos Obreros –en Valencia, Sabadell, Madrid y Barcelona, más otro en proyecto en Alcoy– con la finalidad promover la formación de los jóvenes de ambos sexos entre los quince y los dieciocho años que deberían emplearse en las futuras tareas de reconstrucción cuando finalizara la guerra, con una pedagogía heredera del pensamiento de la Escuela Nueva, de la Escuela Moderna y de la Institución Libre de Enseñanza. En lo tocante a la tarea básica de erradicación del analfabetismo, fueron 200.000 los soldados del Ejército Popular que asistieron a las clases impartidas por las Milicias de la Cultura durante en las más de 2.000 escuelas creadas en los frentes y 105.000 los que aprendieron a leer y a escribir con la Cartilla Militar Antifascista editada por el Ministerio.

En definitiva, los dos ministros comunistas, cada uno en su ámbito, acometieran tareas que contribuyeron en una medida importante al sostenimiento de un esfuerzo de guerra que ningún otro país fue capaz de mantener contra el fascismo durante tanto tiempo. Y lo hicieron desde los despachos y en las trincheras, en el frente y en la retaguardia, manteniendo abiertos y fluidos los canales de comunicación entre el despacho y la sensibilidad de la calle, al menos mientras hubo territorio que administrar y la mínima esperanza de revertir la situación militar. Lo lamentable es que sus experiencias quedaran sepultadas por la derrota y que solo pudieran rastrearse después en proyectos de reforma agraria en distintos países latinoamericanos, en colegios españoles e instituciones educativas del exilio mexicano, en escuelas técnicas de los países socialistas o en las iniciativas sociales introducidas por los comunistas franceses e italianos durante su participación en los gobiernos de unión nacional posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Porque, históricamente, uno de los sectores exportadores españoles de mayor valor añadido ha sido el exilio.

Fernando Hernández Sánchez (@FernandoHS61) es historiador, profesor de la Universidad Autónoma de Madrid y autor de Guerra o Revolución. El PCE en la Guerra Civil (2010), Los años de plomo. La reconstrucción del PCE bajo el primer franquismo (2014) y La Frontera salvaje. Un frente sombrío del combate contra Franco (2018). Es coautor junto con Ángel Viñas de El desplome de la República (2009).

Fotografía de Álvaro Minguito.