Gramsci, Chesterton y la Superliga de Florentino

Antonio Gramsci decía famosamente que la indiferencia es el peso muerto de la historia. Y en estos años en que su pensamiento vive una segunda juventud de publicación de obras, antologías y biografías, citas devotas y prédicas cotidianas de su teoría de la hegemonía, aquel pasaje vuelve a rodar por los caminos de silicio de Internet, posteado por militantes de izquierda entusiasmados con aquel «odio a los indiferentes», aquel creer «que vivir quiere decir tomar partido» y que «quien verdaderamente vive, no puede dejar de ser ciudadano y partisano», porque «la indiferencia y la abulia son parasitismo, son cobardía, no vida»[1]. Palabras certeras, se las suele citar, en cambio, de un modo contra el que toda la obra del genio contrahecho de Ales es un formidable ariete de papel: convirtiéndolas en el regodeo vanidoso de una izquierda diletante, hiperideologizada, intensita, encantada de conocerse, guardiana celosa de códigos rígidos, banderas antiguas y sobadas fraseologías y despreciativas del peuple no engagé al cual revolucionar es en teoría su negociado, como aquel bohemio barbudo de gafas redondas y camiseta de rayas dibujado hace decenios por Chumy Chúmez, que a veces pensaba que esta gente no se merecía que se leyera entero El capital. Como Manolito, el amigo de Mafalda, ama la humanidad, pero le revienta la gente: su incultura, su inconsciencia, su pánfila alegría, sus razonamientos pedestres, sus entretenimientos inanes, sus creencias irracionales, sus vivan las caenas, su saciarse de pan y aturdirse con circo. Todos los militantes de la izquierda transformadora conocemos a ese bohemio barbudo de gafas redondas y camiseta de rayas. Todos lo hemos sido alguna vez. Y ciertas ocasiones lo hacen aflorar con la seguridad con que la humedad hace aflorar un reuma.

Sabemos en estos días de la materialización, finalmente frustrada, de un viejo proyecto: la fundación, auspiciada por Florentino Pérez, de una Superliga europea de fútbol por acuerdo de doce clubes, y entre ellos, el Futbol Club Barcelona, el Real Madrid y el Atlético de Madrid; competición cerrada, a lo NBA, disputada por veinte equipos de los que quince serán fijos. Y se ha desencadenado una indignación transversal y vasta que clama contra el última vuelta de tuerca de la putrefacción turbocapitalista del fútbol: una secesión de los millonarios perpetrada a bombo, platillo y plena luz del día apoyado por la banca de inversión JP Morgan, y dirigida por el fondo de inversión Key Capital; La rebelión de Atlas de Ayn Rand hecha realidad para los rockefellers del balompié. Algunos de los clubes fundadores no ganan un título de liga desde hace lustros (el Arsenal, verbigracia, desde 2004): no importa. La Superliga de Florentino no sería una liga de buenos, sino de ricos; no sería, como no lo es el neoliberalismo que lo proclama, meritocrática, sino aristocrática de la aristocracia del éxito empresarial. El diario catalán Sport titula la noticia «La rebelión de los grandes». Frente a ella, un momento Polanyi brota; conatos de rebelión antagonista, desplegada en clamores en los cuales palpita, sin necesidad de explicitarse como tal ni de conciencia de serlo, una fresca cólera comunera.

Nos roban el fútbol, se escucha por doquier; odio eterno al fútbol moderno se manifiesta; se expresan aquí y allá nostalgias de la buena y vieja sencillez de los equipos compuestos por futbolistas de la ciudad o de la región, que salían caminando en chándal de táctel, con la bolsa a los hombros, de estadios que se llamaban El Molinón o La Condomina en vez de Emirates, Allianz, Burger King, y tenían calva y bigote, y eran vecinos de todos. Se anuncian y se organizan algunos actos de protesta… y entonces, el beatnik de Chummy Chúmez frunce el ceño, alza el mentón, aprieta los labios en un rictus de escueta repugnancia, menea la cabeza después, desilusionado: esta gente que no estuvo, ni se la esperó, en las manifestaciones por la educación o la sanidad pública, pero sí corre a la calle a vocear, escribía Umbral, «futbolismos pueriles», no se merece que se haya leído enteras las Cartas desde la cárcel. No es esto, no es esto.

Pero ¿no lo es? Toda revolución —fue la enseñanza de Gramsci— viene precedida de una transformación del sentido común, de la concepción social prevalente de lo que es bueno y conveniente, y el partido revolucionario, enfrentado a la tarea de ocasionar ese cambio como paso previo a la conquista del Estado, debe trabajarlo por medio de una pedagogía que apele a los contenidos emancipadores inadvertidamente incrustados en la mentalidad y la tradición populares, siempre complejas, contradictorias, aleación de materiales diversos, residuo sedimentado de épocas diferentes. No se trataba de dar la Tradición por globalmente buena, como hoy viene a defender un pseudogramscismo rojipardo que malentiende, que tergiversa, que el sentido común es algo a lo que adaptarse en lugar que algo que transformar, sino de hurgar en ella, con perspicacia de exégeta, en busca de simientes dormidas o palpitantes rescoldos de añejos relámpagos de emancipación. La revolución puede, por ejemplo, predicarse a personas creyentes recordándoles al Jesús de Nazaret que expulsaba a los mercaderes del Templo o aseveraba que antes atravesaría un camello el ojo de una aguja que un rico cabría en el quicio de la puerta del Reino de los Cielos.

La revolución no se hace: se organiza, y Gramsci solo cristalizó en forma de teoría sintética lo que una práctica perspicaz acometía a tientas, espontánea, ametódicamente. En la España del siglo XIX, propagandistas demorrepublicanos como Fernando Garrido o Roque Barcia hablaban a las masas trufando sus discursos de metáforas religiosas. Quienes combatían la democracia eran «enemigos de la doctrina del Crucificado», «mercaderes, que profanan los templos», «fariseos» que trataban de sorprender a los «hombres de buena fe» con «sus falsos alardes de patriotismo», pero «han sacrificado la dignidad y la independencia de la patria» y desean «la miseria, la ignorancia, el embrutecimiento de los pueblos». La democracia era para cuantos «sufren bajo el yugo de las instituciones paganas», decían, el «ángel salvador, destinado a romper sus cadenas en nombre de los eternos principios de justicia, de amor, de caridad y fraternidad, que constituyen su dogma»[2]. Más generoso con las masas que nuestros modernos esnobs, el federalista Nicolás Estévanez afeaba así la ceguera de los de su tiempo: «Alguno de estos, en su odio al federalismo, dice que las masas federales no sabían lo que era la federación. Lo dice y lo repite hasta la saciedad. Tal vez no lo supieran; si lo sentían, no era preciso pedir más. A las masas católicas nadie les niega su catolicismo; sin embargo, no están compuestas de teólogos capaces de comprender y explicar sus dogmas y sus misterios, que ellas no entienden (ni tampoco yo)»[3].

La propia mitología patriótica puede volverse contra los patriotas sedicentes, convocando ante ellos a padres de la patriaque la soñaron justa, plebeya. En el Chile de Pinochet, ninguna organización disidente turbó tanto los sueños del sátrapa como el Frente Patriótico Manuel Rodríguez, que estuvo a punto de ajusticiarlo en 1987, en un espectacular atentado en el Cajón del Maipo. El FPMR tomaba su nombre del de uno de los héroes de la independencia chilena: Manuel Rodríguez Erdoíza, guerrillero heroico, amigo del pueblo, a quien Víctor Jara dedicara la canción El aparecido y Pablo Neruda una porción del Canto general. Desahuciado del panteón nacional y de los libros de texto por el pinochetismo, no se agostó, sin embargo, su memoria, acurrucada en romances populares, en cuentos susurrados, en historias contadas junto al fuego, en una corriente eléctrica clandestina. «Hijo de la rebeldía,/ lo siguen veinte más veinte./ Porque regala su vida,/ ellos le quieren dar muerte».

La justicia social también puede predicarse con metáforas deportivas. El mismo Gramsci lo hacía. Amante del calcio, en 1918 escribía en «El fútbol y el juego de la escoba» que era un emblema de la democracia, porque se jugaba a cielo abierto y a los ojos del público, y en él había movimiento, competición y lucha, pero todo estaba regulado por una ley no escrita llamada lealtad, que el árbitro se encargaba de recordar a cada momento[4]. Y Chile vuelve a ofrecernos un cristalino ejemplo de la potencialidad del deporte como vía de adquisición o descubrimiento de un credo democrático. En la Cuba neoliberal de Hispanoamérica, existen montañas y glaciares privados, algunos de ellos muy emblemáticos, e incluso parques nacionales por el lado argentino en el caso de algunas cumbres fronterizas, propiedad en Chile, sin embargo, de particulares o empresas que vetan el acceso a los excursionistas. Y los clubes del país organizan manifestaciones exigiendo el libre paso. Asociaciones vinculadas generalmente a clases acomodadas, tendentes a las ideas conservadoras en consecuencia, los clubes se consagran acá, en cambio, a hacer realidad el ruego del doctor Allende en su último discurso en Radio Magallanes: abrir, de nuevo, las grandes alamedas. El amor a la montaña es la espoleta de una insurrección antimercantil, erguida contra las enclosures de nuestros días[5].

También nos roban el fútbol, escribía Ángel y María Cappa, pero para aficionados que no se habían dado cuenta o se despreocupaban del también, de qué otras cosas nos hurta esta ratería insaciable, darse cuenta ahora de que le usurpan su club, su liga, puede ser la vía de una toma de conciencia más amplia, que descubra en la Cosa Nostra de los magnates del balompié y el Don particular que se ha adueñado de su club (en todos hay uno) una metonimia de todas las mafias, de todos los descuideros del acervo de todos; que en los periodistas cómplices, volcados con obediencia de cronista de la corte a justificar lo injustificable con argumentos desvergonzados —como Josep Pedrerol o Antonio García Ferreras— halle el botón de muestra de tantas otras turbias complicidades; que en la desfachatez del Florentino que argumenta que «esto es una pirámide, [y] si los de arriba tenemos dinero, luego caerá para todos», advierta la del thatcherianismo y la economía del goteo en su conjunto.

Otro fútbol necesitamos, y para conseguirlo, otro mundo hay que edificar. La proliferación, en los últimos años, de clubes de accionariado popular habla de un viento de época, que un materialista digno de tal nombre no desprecia por que sople desde los estadios o cualquier otro de los espacios que el personaje de la viñeta de Chummy Chúmez dictamine irracionales. Sabe que la diosa Razón escribe derecho con renglones torcidos y de la paradoja de que, a veces, el sendero más directo hacia las alturas de lo racional es lo irracional; que Ignacio de Loyola limpiaba su caballo a mayor gloria de Dios y Don Quijote porque estaba sucio, pero ambos rocines quedaban igual de limpios, y eso es lo importante. La higiene bucal tiene uno de sus padres en santo Tomás de Aquino y sus disquisiciones teológicas sobre si tener restos de comida entre los dientes malograba la pureza de la comunión[6]; Copérnico desarrolló el heliocentrismo con argumentos no científicos, como que la lógica dictaba que el gran vivificador ocupara el centro de la Creación[7]. La razón, a la inversa, puede ser muy irracional. Chesterton decía que loco no es el que ha perdido la razón, sino el que lo ha perdido todo menos la razón, y, careciendo «de la indecisión del sano y de su complejidad», vive «encerrado en la pulcra y lúcida prisión de una sola idea»[8]. Y en las páginas más hermosas jamás escritas por literato alguno, ilustraba con un ejemplo que eriza vello y vidria ojos cómo una conciencia completa de la necesidad de una revolución puede nacer en uno sin grandes lecturas ni gimnasias cerebrales, en un solo escalofrío emocional de persona sensible. Ocupándose, en Lo que está mal en el mundo, del rapado del cabello de los niños de una zona insalubre en la que había habido una epidemia de piojos, aquel apologeta católico escribía:

Hay que empezar por algún sitio y yo empiezo por el pelo de una niña. Cualquier otra cosa es mala, pero el orgullo que siente una buena madre por la belleza de su hija es bueno. Es una de esas ternuras que son inexorables y que son la piedra de toque de toda época y raza. Si hay otras cosas en su contra, hay que acabar con esas otras cosas. Si los terratenientes, las leyes y las ciencias están en su contra, habrá que acabar con los terratenientes, las leyes y las ciencias. Con el pelo rojo de una golfilla del arroyo prenderé fuego a toda la civilización moderna. Porque una niña debe tener el pelo largo, debe tener el pelo limpio. Porque debe tener el pelo limpio, no debe tener un hogar sucio; porque no debe tener un hogar sucio, debe tener una madre libre y disponible; porque debe tener una madre libre, no debe tener un terrateniente usurero; porque no debe haber un terrateniente usurero, debe haber una redistribución de la propiedad; porque debe haber una distribución de la propiedad, debe haber una revolución. La pequeña golfilla del pelo rojo, a la que acabo de ver pasar junto a mi casa, no debe ser afeitada, ni lisiada, ni alterada; su pelo no debe ser cortado como el de un convicto; todos los reinos de la tierra deben ser mutilados y destrozados para servirle a ella. Ella es la imagen humana y sagrada; a su alrededor la trama social debe oscilar, romperse y caer; los pilares de la sociedad vacilarán y los tejados más antiguos caerán, pero no habrá de dañarse un pelo de su cabeza[9].

Hay que empezar por algún sitio. Y no será tan hermoso prenderle fuego a la civilización moderna con el pelo rojo de una golfilla del arroyo que con una quiniela o un retrato de Enrique Castro Quini, pero bien estará si bien acaba. ¿Quién es, entre aquel a quien gato blanco o gato negro, lo que le importa es que cace ratones, y los devotos talmúdicos de una tradición cerrada y un ideal estético, el peso muerto de la historia?

Pablo Batalla Cueto (@pbcueto) es licenciado en historia y máster en gestión del patrimonio histórico-artístico por la Universidad de Salamanca. Dirige desde 2013 A Quemarropa, periódico oficial de la Semana Negra de Gijón, y desde 2018 es coordinador de El Cuaderno. En 2017 publicó su primer libro, Si cantara el gallo rojo: biografía social de Jesús Montes Estrada, ‘Churruca’, y en 2019 el segundo: La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista.

Notas

[1] Gramsci, Antonio. (29 de abril de 2007). Odio a los indiferentes. Sinpermiso. Disponible en: https://www.sinpermiso.info/textos/odio-a-los-indiferentes. [Consulta: 20-04-2021].

[2] García Moscardó, Ester. Nación y emoción patriótica en el republicanismo español del siglo XIX, en Ferran Archilés (ed.). (2018). No sólo cívica: nación y nacionalismo cultural español. Valencia: Tirant Humanidades, p. 84.

[3] Ibídem, p. 80.

[4] Gramsci, Antonio. El fútbol y el juego de la escoba, WanderersFutbol. Disponible en: http://wanderersfutbol.com/antonio-gramsci-el-futbol-y-el-juego-de-la-escoba [Consulta: 20-4-2021].

[5] Batalla Cueto, Pablo. (2019). La virtud en la montaña: vindicación de un alpinismo lento, ilustrado y anticapitalista. Gijón: Trea, p. 52.

[6] Rodríguez de la Flor, Fernando. (2012). Mundo simbólico: poética, política y teúrgia en el Barroco hispano. Madrid: Akal,  p. 152.

[7] Elton, G. R. (2016). La Europa de la Reforma, 1517-1559. Madrid: Siglo XXI, p. 315.

[8] Chesterton, G. K. (2013). Ortodoxia. Barcelona: Acantilado.

[9] Chesterton, G. K. (2008). Lo que está mal en el mundo. Barcelona: Acantilado.

Fotografía de Álvaro Minguito.